viernes, 20 de febrero de 2015

PROHIBIDO: CAPITULO 9




Pedro se pasó los dedos entre el pelo mientras iba de un lado a otro de la sala de reuniones. Los investigadores acababan de confirmarle que el accidente se había debido a un error humano. Fue hasta la mesa y se dejó caer en la silla.


—¿Ha llegado el informe de Morgan Lowell? —le preguntó a Paula.


Ella se acercó y él intentó no fijarse en el cotoneo de sus caderas. Se había pasado todo el día intentando no mirarla. 


Ya ni siquiera se preguntaba qué le pasaba porque lo sabía muy bien, era un deseo incontenible. Ella le entregó lo que le había pedido y él volvió a intentar no mirarla.


—¿Qué sabemos de él? —preguntó lacónicamente.


—Está casado, no tienen hijos y su esposa vive con los padres de él. Que sepamos, es el único con ingresos de la familia y lleva cuatro años en la empresa. Llegó de la Armada, donde era capitán de navío.


—Eso ya lo sé —Pedro pasó los datos personales para llegar al historial laboral y se detuvo con cierto desasosiego—. Dice que no ha tomado un permiso durante los últimos tres años… y lleva casado poco más de tres años. ¿Por qué un hombre recién casado no quiere estar con su esposa?


—A lo mejor tiene algo que demostrar o que esconder.


Él, sorprendido, levantó la mirada y vio un brillo de inquietud en los de ella antes de que los bajara. Siguió mirándola y su asistente, que solía ser muy serena, empezó a ponerse cada vez más nerviosa. La curiosidad que se adueñó de él cuando vio aquel tatuaje, aumentó más todavía y se dejó caer contra el respaldo.


—Una observación interesante, Chaves, ¿por qué la ha hecho?


—Yo… no quería decir nada que se basara en hechos concretos.


—Sin embargo, lo ha dicho. Intuitivamente o no, cree que hay algo más, ¿verdad?


—Ha sido un comentario general. La mayoría de la gente entra en una de esas dos categorías. Es posible que el capitán Lowell entre en las dos.


—¿Qué quiere decir? —insistió él con impaciencia—. Tiene una teoría, dígala.


—Me parece muy raro que Lowell y los dos segundos de abordo hayan desaparecido. No entiendo que ninguno estuviera en el puente de mando ni reaccionara cuando sonó la alarma.


—Los investigadores creen que fue un error humano, pero ¿usted cree que ha sido intencionado?


Pedro leyó el resto del historial laboral de Morgan Lowell, pero no encontró nada sospechoso. Sobre el papel, el capitán Lowell era un jefe muy competente que había gobernado petroleros de Alfonso durante cuatro años, aunque él sabía que «sobre el papel» no quería decir gran cosa. Sobre el papel, su padre había sido un padre generoso, trabajador y respetable para quienes no lo conocían mejor. Solo sus hermanos, su madre y él sabían que eso era una fachada. La verdad no salió a la luz hasta que una amante despechada acudió a un periodista que escarbó un poco más. Una verdad que desenterró una serie de amantes abandonadas y de operaciones empresariales turbias. Sobre el papel, Gisela había parecido una asistente eficiente y con una ambición sana, hasta que una noche él rechazó sus insinuaciones y se convirtió en una psicópata rencorosa y desalmada que llegó a amenazar los cimientos de la empresa.


—Tenemos que encontrarlo, Chaves. Nos jugamos demasiado como para que siga sin resolverse durante mucho tiempo. Comuníquese con el jefe de seguridad y dígale que indague más en el pasado de Lowell —miró a Paula y vio que estaba pálida—. ¿Le pasa algo?


—No —contestó ella con una levísima mueca.


Miró sus manos, que normalmente ya estarían tecleando para obedecerlo, y las tenía cruzadas.


—Evidentemente, sí le pasa algo.


—No me parece justo indagar en la vida de alguien solo porque tiene una intuición.


—¿No acaba de decir que Lowell podría estar ocultando algo?


Ella asintió con la cabeza a regañadientes.


—Entonces, ¿no deberíamos intentar averiguar qué es lo que oculta?


—Supongo…


—¿Pero?


—Creo que no se merece que se escarbe en su vida por una intuición. Lo siento si le he dado la impresión de que era lo que quería porque no lo es.


Él se levantó de la mesa con inquietud, fue hasta la ventana y volvió a la mesa, al lado de donde estaba ella con las manos inmóviles sobre su tableta.


—Algunas veces tenemos que aguantar las consecuencias de averiguaciones indeseadas que pueden ser beneficiosas.
A él le espantaron las atroces consecuencias, pero le vino muy bien que se desvelara la verdadera esencia de su padre. Había aprendido a mirar siempre debajo de la superficie.


—Está defendiendo algo que detesta que le hagan a usted —replicó ella mirándolo—. ¿Cómo se sintió cuando todo el mundo supo los secretos de su familia?


Se quedó atónito por su atrevimiento. Apoyó las manos en la mesa y bajó la cabeza hasta que tuvo los ojos a la altura de los de ella.


—¿Puede saberse qué cree que sabe sobre mi familia?


Ella retrocedió un centímetro, pero su mirada permaneció inmutable.


—Sé lo que pasó con su padre cuando usted era adolescente. Es imposible esconder la información en internet. Además, su reacción ante la inoportuna pregunta de ayer…


—No hubo ninguna reacción.


—Yo estaba allí y vi cuánto le espantó —replicó ella en un tono compasivo.


Él apretó los puños sobre la mesa ante la mera idea de que tuviera compasión.


—¿Cree que por eso debería quedarme de brazos cruzados en lo referente a Lowell?


—No, solo digo que no me parece bien sacar a la luz su vida. Usted ha estado en su piel…


—Yo solo sé lo que dice su informe de Recursos Humanos. Además, al contrario de lo que cree saber sobre mi familia y yo, lo que averigüe sobre el capitán Lowell no llegará a la prensa sensacionalista ni a las redes sociales para que todo el mundo se divierta y haga caricaturas. Las dos situaciones no se parecen ni remotamente.


—Si usted lo dice…


Ella tomó aliento, bajó la mirada y tomó la tableta. Él se quedó donde estaba con ganas de invadir su espacio personal. Durante las últimas veinticuatro horas, su asistente se había comportado de una forma muy rara y lo había desafiado como no había hecho nunca.


Quería olvidarse del incidente con la tienda de campaña y de que durmiera en el sofá. Sin embargo, debería haberla despedido al instante por haber sacado el asunto tabú de su padre. No obstante, tenía razón por mucho que le molestara reconocerlo. La pregunta del periodista lo había alterado y había desenterrado unos sentimientos violentos que prefería ocultar.


La observó en silencio mientras escribía un correo electrónico al jefe de seguridad. Fue un silencio muy tenso, hasta que ella levantó la cabeza y dejó la tableta.


—¿Algo más?


Él la miró. Se le había escapado un mechón del moño y le acariciaba las palpitaciones aceleradas del cuello. Tuvo que hacer un esfuerzo para no apartárselo y pasarle los dedos por las palpitaciones, para no deslizarlos a lo largo de su esbelto cuello hasta las delicadas clavículas que se escondían debajo de la camiseta.


—¿No está de acuerdo con lo que estoy haciendo?


Ella apretó los labios, apareció el hoyuelo y él sintió una punzada insoportable en las entrañas.


—La intimidad es un derecho y detesto a quienes lo violan. Sé que usted también los detesta y por eso me cuesta un poco, pero también entiendo por qué hay que hacerlo. Le pido disculpas si me he extralimitado y confío en que usted no permitirá que caiga en manos desaprensivas.


—Le doy mi palabra de que lo que averigüemos de Lowell se mantendrá en secreto.


Le desconcertó darse cuenta de que estaba tranquilizándola, justificándose ante ella, pero casi le desconcertó más darse cuenta de que quería que ella aprobara lo que estaba haciendo.


—Y, Chaves…


Ella levantó la mirada. Desde tan cerca, sus ojos eran más fascinantes. El corazón se le aceleró, la sangre le bulló y tuvo que contener la respiración.


—Sí…


Ella tenía los labios separados y la lengua le asomaba entre los dientes. Él intentó recordar lo que quería decirle.


—No confío fácilmente, pero sí agradezco que la gente confíe en mí. Ha demostrado que es digna de confianza y que puedo delegar en usted. Su ayuda, sobre todo durante los dos últimos días, ha sido inestimable. Gracias.


Ella abrió los ojos. Era muy hermosa, ¿cómo era posible que no se hubiese fijado antes?


—Fal… Faltaría más, señor Alfonso.


Ella palideció un poco más y él frunció el ceño. Las circunstancias los habían llevado al límite de la resistencia.


—Creo que nos encontramos en una situación tan excepcional que puedes llamarme Pedro.


—No —replicó ella sacudiendo la cabeza.


—¿No y nada más? —preguntó él arqueando las cejas.


—Lo siento, pero no puedo —ella se levantó de un salto—. Si no quiere nada más, buenas noches.


—Buenas noches… Paula.


Su nombre, dicho por él, sonó como la más dulce de las tentaciones.


—Preferiría que siguiera llamándome Chaves.


Él fue a negarse, hasta que recordó que era su jefe intachable, no un enamorado exigente.


—Muy bien. Hasta mañana, Chaves.


Se apartó de la mesa, se quedó mirando su precioso trasero y la sangre ardiente se le acumuló en la entrepierna. La erección seguía rampante cuando, una hora después, su teléfono sonó en la suite. Salió del balcón y fue a recogerlo de la mesita donde lo había dejado.


—Dígame…


La breve conversación hizo que se quedara soltando improperios durante varios minutos.







PROHIBIDO: CAPITULO 8




Se despertó oliendo a café y con la habitación vacía. Respiró con alivio mientras se levantaba del sofá cama. La cama arrugada indicaba que Pedro había dormido allí, pero no había ni rastro de él. La tableta pitó antes de que pudiera hacer más averiguaciones. La agarró y leyó los mensajes mientras se servía el café. Estaba trabajando otra vez y así quería que transcurriera su vida. Tenía dos mensajes de Pedro, quien se había instalado en la sala de reuniones del piso de abajo. Otros mensajes eran de personas interesadas en participar en la operación de limpieza, pero seguía sin saberse nada de los tripulantes desaparecidos. 


Contestó el mensaje de Pedro que le pedía que bajara en cuanto estuviera arreglada, guardó los mensajes más importantes, se duchó y se puso unos pantalones limpios y una camiseta color crema. Cuando ya se había hecho el moño, los acontecimientos de la noche anterior habían pasado a ser una «ofuscación temporal». Afortunadamente, ya estaba dormida cuando él salió del cuarto de baño y, aunque se despertó al oír su respiración, volvió a dormirse sin problemas, lo cual significaba que no tenía que temer que su relación hubiese cambiado. Cuando hubiese terminado esa crisis, volverían a Londres y todo recuperaría el cauce normal. Se puso una chaqueta verde, agarró el maletín, bajó a la sala de conferencias y se encontró a Pedro hablando por teléfono.


—El equipo de limpieza ha contenido el vertido del último depósito y el buque que recogerá el petróleo que queda llegará dentro de unas horas —le explicó él cuando colgó.


—Entonces, ¿se podrá retirar el petrolero durante los próximos días?


—Sí. Cuando el Comité Internacional de Investigación Marítima haya terminado las investigaciones, lo remolcarán a los astilleros del El Pireo. Ahora que el equipo de limpieza está completo, no hace falta que se quede nadie de la tripulación. Pueden volver a sus casas.


—Me ocuparé.


Aunque agarró la tableta para hacer lo que le había pedido, notó su mirada clavada en la cara.


—Me obedece sin pestañear cuando se trata de trabajo, pero anoche me desobedeció.


Ella parpadeó, lo miró y vio sus ojos verdes que la miraban fijamente.


—No entiendo…


—Anoche le dije que se acostara en la cama y no lo hizo.


Ella tragó saliva e intentó mirar hacia otro lado, pero era como si un imán la tuviese atrapada.


—Me pareció que su orden de obedecerlo sin pestañear no tenía que aplicarse al dormitorio.


—Así es. Me gusta tener el control en el dormitorio, pero no me importa ceder… algunas veces.


Ella intentó seguir al darse cuenta de que estaba a punto de abrasarse por las tórridas imágenes que le cruzaban por la cabeza.


—La lógica me dijo que como soy más baja, me adaptaría mejor al sofá. Me pareció que la caballerosidad no tenía por qué impedir que los dos durmiéramos bien.


—¿Caballerosidad? —él arqueó las cejas burlonamente—. ¿Cree que lo hice por caballerosidad?


Ella se puso roja, pero no pudo dejar de mirar sus hipnóticos ojos.


—Tendrá sus motivos… pero creí… Ya da igual, ¿no? —preguntó ella resoplando.


—Lo propuse porque no habría sido un sacrificio para mí.


—Estoy segura, pero tampoco tiene el monopolio del dolor y la incomodidad, señor Alfonso.


—¿Cómo dice? —preguntó él poniéndose rígido.


—Quería decir que… que sean cuales sean las circunstancias de su pasado, al menos tuvo una madre que lo amó, que no pudo haber sido tan malo.


Ella no pudo contener el tono de dolor y también se dio cuenta de que había tocado un asunto peligroso, pero, como no iba a hablarle de su propio pasado, era la única manera de no creer que Pedro se preocupaba por su bienestar. Durante su infancia no había conocido el amor y la comodidad y la amenaza de una vida entre drogas había estado omnipresente. Dormir en un sofá era una bendición en comparación con eso. Él la miró con los ojos entrecerrados.


—No confunda el remordimiento con el amor, Chaves. He aprendido que lo que llaman amor es como un manto muy oportuno que se pone sobre la mayoría de los sentimientos.


—¿No cree que su madre lo ama?


—Un amor débil es peor que la falta de amor —contestó él apretando los dientes—. Cuando se derrumba bajo el peso de la adversidad, habría sido preferible que no existiera.


Ella agarró la tableta con fuerza. Era la segunda vez en dos días que vislumbraba un aspecto completamente nuevo de Pedro Alfonso. Era un hombre que había ocultado dolores muy profundos y que ella ni se había imaginado.


—¿Qué adversidad?


—Mi madre creía que el hombre que amaba no podía hacer nada malo. Cuando se dio cuenta de la realidad, eligió darse por vencida y dejar que sus hijos se bandearan por su cuenta. Llevo mucho tiempo cuidando de mí mismo, Chaves.


Ella siempre había sabido que tenía un corazón duro como el acero bajo esa fachada cortés, pero en ese momento, cuando sabía cómo se había forjado, sintió comprensión y cercanía.


—Gracias por contármelo, pero el sofá tampoco fue un sacrificio para mí y, ya que los dos hemos descansado, creo que deberíamos dar por zanjado ese asunto.


—Claro. Sé elegir las batallas que tengo que librar, Chaves y abandonaré esta.


La idea de que habría más batallas entre ellos la alteró, pero él siguió hablando.


—También se alegrará de saber que ya no tendré que ocupar su espacio personal. Se ha quedado libre una habitación y la he reservado.


Ella no supo qué hacer cuando sintió una punzada de desilusión en vez de alivio.


—Fantástico. Sí, me alegro de saberlo.


Un mensaje llegó a la tableta y, dando gracias a Dios, se abalanzó sobre ella.



***


Después de desayunar, fueron a unirse a las tareas de limpieza. A media tarde, estaba trabajando junto a Pedro cuando notó que estaba tenso.


—¿Puede saberse qué hacen aquí?


Ella vio el equipo de televisión y el alma se le cayó a los pies.


—No puedo hacer nada para echarlos, pero es posible que pueda conseguir que se porten bien. Tiene que confiar en mí.


Se quedó helada nada más decirlo, como él. La confianza era un problema para los dos. Ella no podía pedirla cuando escondía un pasado que podría acabar con su relación. Sin embargo, la mirada de él dejó de ser dura como el acero y empezó a parecer de agradecimiento.


—Gracias. No sé qué haría sin usted, Chaves —dijo él en voz baja.


El corazón le dio un vuelco antes de desbocarse.


—Me alegro porque he elaborado este plan tan astuto para que no tenga que hacerlo usted.


Él esbozó una sonrisa fugaz, la miró a los labios y volvió a mirarla a los ojos.


—Cuando Ariel me amenazó con robármela, estuve a punto de partirle un remo en la cabeza.


—No habría ido.


—Perfecto. Me pertenece y aniquilaré a cualquiera que intente arrebatármela.


A ella se le aceleró el pulso más. Sin embargo, hablaba de trabajo y de su relación profesional. Paula tuvo que recordárselo mientras intentaba respirar. Él dejó escapar un leve sonido ronco y el calor brotó entre ellos hasta que sintió que se derretía entre las piernas.


—Iré… Iré a hablar con el equipo de televisión —balbució ella mientras retrocedía.


Salió corriendo y rezando para que recuperara el equilibrio. 


El equipo de televisión se negó a marcharse, pero accedió a no entrevistar a nadie del equipo de limpieza y se conformó con eso


La reunión de Pedro con los investigadores de desastres marítimos fue como la seda porque había reconocido su responsabilidad y estaba dispuesto a subsanarlo. Además casi ni parpadeó por la multa estratosférica que pusieron a Alfonso Inc. Sin embargo, con ella nada iba como la seda. 


Durante la entrevista, la miraba para pedirle su opinión, le tocaba el brazo para que se fijara en algo que quería que escribiera o le lanzaba preguntas. El miedo se adueñó de ella al darse cuenta de que el equipo serio y profesional que habían formado hacia setenta y dos horas había desaparecido. Cuando terminó la reunión, sabía que estaba metida en un lío.





PROHIBIDO: CAPITULO 7




Se apoyó en la puerta sin poder respirar y se le cayó la bolsa de la mano. Notaba que cada centímetro de la piel le abrasaba como si todavía estuviese acariciándole la mejilla.


 ¡No! La rabia le dio fuerzas para quitarse las botas, los pantalones manchados de petróleo y la camiseta que fue blanca. Fue a quitarse el sujetador, pero se miró en el espejo y vio el tatuaje. No voy a hundirme. Era una letanía que se había repetido durante los días más sombríos y que se recordaba cuando necesitaba confianza en sí misma. Le recordaba lo que había vivido de niña y adulta, que depender de alguien era buscar la devastación, que cometió una vez ese error y así había acabado. Le recordaba que tenía que seguir nadando sin hundirse. Sin embargo, estaba hundiéndose en ese marasmo erótico que la había dejado sin dominio de sí misma. Se llevó la mano al corazón como si así pudiera serenar los latidos desbocados. Luego, la bajó por la cicatriz que tenía en la cadera hacia la cinturilla de las bragas. Quería acariciarse con unas ganas casi desmesuradas, quería que unas manos más fuertes la acariciaran allí con unas ganas más viscerales todavía. 


Apretó los dientes y se pasó los dedos por la cicatriz. El tatuaje y la cicatriz le recordaban por qué no podía bajar la guardia ni confiar en nadie otra vez. Iba a aferrarse a eso porque lo que había visto en los ojos de Pedro la había asustado. Pedro podía ser irresistible e iba a necesitar toda la fuerza que pudiera reunir. Tenía la sensación de que esa crisis iba a alargarse y de que él iba a exigirle lo que no le había exigido nunca.


Se metió en la ducha y, una vez limpia, recuperó el aspecto sereno. Se secó y se puso una camiseta y unas mallas cortas que usaba para ir al gimnasio. Si hubiese estado sola, se habría puesto solo la camiseta, pero con Pedro Alfonso… Esa sensación amenazó con avivarse otra vez. Se lavó los dientes, se hizo el moño de siempre y salió del cuarto de baño.


Estaba en el diminuto balcón con un vaso en una mano y agarrando la barandilla con la otra. Se detuvo para mirarlo y él giró un poco la cabeza. El carnoso labio inferior era una línea firme y miraba fijamente el vaso con una expresión sombría. Ella se preguntó si estaría recordando la pregunta del periodista sobre su padre. Él no solía expresar los sentimientos, pero su respuesta había sido muy elocuente. 


No recordaba con cariño a su padre, pero su legado le había dejado cicatrices. Volvió a sentir ganas de protegerlo.


Él levantó el vaso y se bebió la mitad del líquido. Ella, hipnotizada, observó su cuello mientras tragaba y bajó la mirada hacia su pecho cuando tomó una profunda bocanada de aire. Tenía que hacer algo, pero los pies se negaban a moverse. Seguía inmóvil cuando él fue a entrar en la habitación. Se detuvo y sus ojos verdes se clavaron en ella con esa intensidad que la alteraba. Unos segundos después, la miró de los pies a la cabeza lentamente y terminó la bebida. Lamió una gota del labio inferior y la oleada de sensaciones la arrasó por dentro. ¡No! Eso no podía estar pasándole. Agarró la bolsa con todas sus fuerzas, hizo un esfuerzo sobrehumano para apartar la mirada, fue hasta el sofá, se sentó y dejó la bolsa al lado.


—Ya he terminado con el cuarto de baño. Es todo suyo.


La tableta seguía en la mesa como si esperara a que hiciera algo con las manos. La agarró y él se acercó para dejar el vaso en el mueble bar. Ella contuvo la respiración hasta que dejó de olerlo.


—Gracias —él agarró su bolsa y se dirigió hacia la puerta—. Chaves…


—Sí… —consiguió decir ella sin poder respirar todavía.


—Es hora de dejar de trabajar.


—Solo quería…


—Apague la tableta y déjela en paz. Es una orden.


Tenía que respirar y volvió a dejar la tableta en la mesa. Él abrió la puerta del cuarto de baño con un brillo de satisfacción en los ojos.


—Muy bien. Acuéstese en la cama, yo dormiré en el sofá.


Entró en el cuarto de baño y cerró la puerta. Ella respiró e intentó no oler el olor de Pedro que había quedado en el aire. Miró la cama y el sofá. Era indudable. Hizo el sofá cama a toda velocidad y se metió de espaldas al cuarto de baño cuando oyó que se cerraba la ducha. No podía ni plantearse la posibilidad de dejar la puerta abierta al deseo. 


Si cedía a los sentimientos, podía llegar a lo que la había mandado a prisión y esa experiencia había estado a punto de matarla. No iba a hundirse otra vez.