miércoles, 28 de junio de 2017

EN LA OSCURIDAD: CAPITULO 9





Sábado, 22:00 horas



Pedro la llevó con celeridad hacia el pasillo en penumbra, que dio por hecho que conducía a los dormitorios.


—¿Dónde está tu cuarto? —preguntó.


—Por ahí —encendió la linterna y señaló con el haz—. La última puerta a la derecha —le mordisqueó el lado del cuello y él incrementó el paso—. ¿Has abandonado el sofá?


—Consideré mejor alejarnos lo más posible de la puerta. 
Apenas he sido capaz de sobrevivir a una interrupción, e incluso tus vecinos me han caído bien a pesar de lo inoportuno de sus visitas, pero no es un escenario que quiera repetir.


—Bien pensado. ¿Sabes?, sin el aire acondicionado, no va a tardar mucho hasta que aquí haga mucho calor.


—Por lo que a mí concierne, ya siento el calor.


—Sí. Creo que lo mejor sería que nos quitáramos la ropa.


—No podría estar más de acuerdo.


—¿Qué te parece si el primero en desnudarse gana un premio? —sugirió ella, introduciendo los dedos en la «V» de la camisa para tocarle el pecho.


—Por mí, perfecto… y más cuando no habrá perdedor en esta competición —nada más terminar de hablar, oyó un leve sonido musical. Se detuvo y escuchó unos momentos—. ¿Has dejado la radio encendida?


—No. Es mi móvil —se mordió el labio inferior—. Debería…


—Que ni se te pase por la cabeza —reemprendió la marcha hacia el dormitorio, pero antes de haber dado dos pasos, oyó otro sonido. Se detuvo otra vez y gimió.


—¿Qué es eso? —preguntó Paula.


—Mi móvil.


Ella enterró la cara en su cuello y emitió un sonido que pareció una carcajada apagada.


—Probablemente deberíamos contestar.


—Tienes que estar bromeando. Quienquiera que sea, puede esperar —no se molestó en añadir «yo no puedo», ya que parecía algo obvio. Reanudó la marcha.


—Nos volverán a llamar.


—Para eso están los buzones de voz.


—Podría ser mi madre —dijo ella—. Preocupada por el apagón. Si no contesto, quizá decida presentarse aquí.


Eso lo detuvo como si hubiera chocado contra un muro.


—¿Dónde está tu teléfono?


—En la encimera de la cocina.


—El mío en el bolso en el recibidor —musitó una letanía de maldiciones, dio media vuelta y regresó con rapidez por el pasillo. Un sonido peculiar vibró contra su cuello—. No te estarás riendo, ¿verdad?


—Tienes que reconocer que es gracioso.


—¿Sí? Quizá lo sea luego. Ahora no lo es.


—Creo que podemos olvidar los sonidos y llamar a quien sea dentro de diez minutos.


—¿Diez minutos? ¿Diez minutos? Cariño, si piensas que solo estarás diez minutos en ese dormitorio… —él movió la cabeza y la depositó con suavidad en el suelo—. Ni lo sueñes. Por supuesto, primero tengo que conseguir que lleguemos, algo que se está convirtiendo en una tarea cada vez más complicada.


Pedro fue al recibidor, recogió el bolso y regresó a la cocina. 


Se acomodó en el rincón más alejado, sacó el móvil y notó que ella ya había contestado su llamada. Miró la lista de llamadas perdidas y descubrió que había sido Nico el último en llamarlo. La frustración se vio amortiguada por un toque de culpabilidad. Un apagón no podía ser una situación agradable con un bebé recién nacido.


Apoyó las caderas contra la encimera y vio a Paula hacer lo mismo en la otra pared. Marcó el número de Nico, pero recibió señal de ocupado. Entonces, en un intento por impedir otra interrupción en caso de que se enterara del apagón en las noticias, marcó el número de su madre en Carolina del Sur. Saltó el contestador automático y le dejó un breve mensaje asegurándole que se encontraba bien y que volvería a llamarla al día siguiente. Después marcó otra vez el número de Nico y logró conectar. Mientras aguardaba que su amigo contestara, vio que Paula había finalizado la llamada y dejado el teléfono en la encimera. Le lanzó una mirada encendida que recordaba bien y que lo inflamó. 


Luego caminó lentamente hacia él con andar sinuoso y eso le disparó la temperatura corporal.


La voz de Nico sonó en su oído.


—Hola.


Con la vista clavada en Paula, dijo:
—Hola, Nico. ¿Todo va bien?


—Salvo por la falta de luz y de electricidad, sí, estamos bien. De hecho, Carolina está dormida y Ana ha encendido unas cuantas velas. Llamaba para ver cómo te encontrabas tú. ¿Dónde estás?


Todo pensamiento de contestar desapareció de su cabeza cuando Paula se pegó a él, se puso de puntillas y le dio un mordisco suave el cuello.


—Diablos… —exhaló en voz baja.


—Sí, hace un calor de todos los demonios. Pero ¿dónde estás? ¿Sigues en el estudio?


—No —logró pronunciar esa palabra antes de apretar los dientes cuando ella le metió las manos por debajo de la camisa. Quiso tocarla con la mano libre, pero Paula sonrió y movió la cabeza.


—Termina tu llamada —murmuró, deslizando las uñas por sus abdominales—. No te preocupes por mí.


Claro.


—Maldición, no estarás atrapado en la autopista, ¿verdad? —inquirió Nico—. Según los últimos partes radiofónicos, el tráfico se está convirtiendo en una pesadilla.


Ella le bajó la cremallera e introdujo las manos en el interior de sus calzoncillos.


—Es… estoy aquí en la isla —logró responder—. Eh… sano y salvo.


Paula liberó su erección y lentamente se puso de rodillas delante de él.


—Bien. ¿Quieres venir a casa a pasar la noche?


Bajó la vista y la observó mover lentamente en círculos la lengua sobre la cabeza de su pene. De su garganta salió un sonido gutural.


Pedro, amigo, ¿estás bien? Apenas puedo oírte. Malditos teléfonos móviles.


—Estoy… bien.


Lo introdujo en el calor satinado de su boca y Pedro echó la cabeza atrás y cerró los ojos.


—He de irme, Nico.


—¿Vas a venir?


—¿Eh?


—¿Vas a venir a casa?


—No. Gracias —repuso con respiración entrecortada—. Ya tengo un… mmm… sitio donde quedarme.


—De acuerdo. Hablamos mañana.


—Mañana. Sí. Adiós.


Cerró el aparato y lo soltó. Antes incluso de que cayera al suelo, ya estaba metiendo las manos en el cabello de Paula. Irguió la cabeza y la observó introducírselo aún más en la boca. Todas sus terminales nerviosas se tensaron y se encendieron con la atracción erótica de la boca de ella, del contacto de la lengua. Involuntariamente flexionó los músculos y buscó el calor cálido y húmedo.


El sudor rompió en su frente y apretó la mandíbula para frenar el creciente deseo de llegar al orgasmo. Cuando ya no pudo aguantar más, la agarró por los hombros y la instó a ponerse de pie. Después de abrocharse el botón de los vaqueros para evitar que se le cayeran, la alzó en brazos y se dirigió al dormitorio. De pasada, ella recogió la linterna de la encimera.


—No juegas limpio —dijo él.


—Eh, todo vale en el amor.



—Ya verás cuando llegue mi turno.


—Mmm. ¿Eso es una amenaza… o una promesa?


—Las dos cosas.


—Con suerte, no tendré que esperar mucho. Pero no sé… ya hemos venido por este pasillo.


—Y nada nos detendrá esta vez. Apagué mi maldito móvil.


Ella le pasó los dedos por el pelo.


—Es evidente que estamos en la misma onda. Yo hice lo mismo. Y ya he hablado con mi madre y mi mejor amiga, para tranquilizarlas.


—Bien —entró en el dormitorio y luego la dejó al pie de la cama—. Y ahora, si no recuerdo mal, antes de que nos interrumpieran de forma tan grosera… habíamos acordado que deberíamos quitarnos la ropa.


—Lo recuerdo —los ojos le brillaron a la luz tenue—. Preparados, listos, ya.


Pedro no creyó que jamás hubiera existido un hombre más rápido que él en toda la historia.


—He ganado —dijo, mirando la falda y las braguitas que ella solo había conseguido bajarse hasta las rodillas.


Soltó las prendas y se deslizaron al suelo, dejándola desnuda. Despacio lo recorrió con la mirada y se demoró en la erección.


La imagen erótica de Paula de rodillas e introduciéndoselo en la boca, lo machacó. Casi pudo sentir sus labios e involuntariamente el pene se agitó en respuesta.


Cuando los ojos se encontraron, los de ella ardían con una intensidad pareja a la suya.


—O bien has hecho trampas o bien has establecido alguna especie de récord mundial —comentó ella con voz ronca.


—Récord mundial —la agarró por las caderas y se acercó hasta que su erección le rozó el estómago—. Además, ¿cómo iba a poder hacer trampas? Es evidente que no tengo nada guardado en la manga. ¿Acaso insinúas que no gané de forma justa?


Ella extendió las manos sobre su torso y despacio se frotó contra él. La poca sangre que le quedaba en el cerebro descendió a velocidad de vértigo a su entrepierna.


—De hecho, pensaba que no era realmente justo para ti, porque es evidente que me voy a beneficiar de tu victoria.


—No pasa nada. No me importa compartir.


—Sin embargo, dispusiste de una ventaja injusta. Yo ya te había bajado la cremallera de los vaqueros…


—Por lo que te doy las gracias…


—… y tuve que dejar la linterna —el haz de luz se elevaba desde la mesilla hacia el techo—. Eso me costó varios segundos cruciales.


—Podrías, simplemente, haberla tirado al suelo.


—Cierto, pero pensaba en ti —enarcó una ceja—. ¿Aún te gusta hacer el amor con la luz encendida?


—Me halaga que lo recuerdes.


—Oh, recuerdo muchas cosas. Y estoy impaciente por averiguar si todavía te gustan.


—He de decirte que existen pocas probabilidades de que algo que hagas tú no me guste. Siéntete libre de hacer lo que consideres que debe hacerse.


Deslizó la yema de un dedo sobre la henchida cabeza del pene.


—Es evidente que te alegra mucho estar aquí.


—No tienes ni idea.


Se inclinó para darle un beso, pero Paula movió la cabeza y retrocedió.


—Oh, no. Ya te has divertido conmigo.


—Y tú conmigo en la cocina.


—En realidad, no. Eso fue para calentar el ambiente.


Pedro soltó una risa breve.


—Como si no hubiera estado a punto de explotar desde el momento en que te vi.


—Entonces, para mantenerte en atmósfera.


—Créeme, no lo discutía. Pero misión cumplida.


Ella lo volvió a acariciar y él cerró los ojos.


—Eso veo —musitó—. Pero sigue siendo mi turno.


—Bueno, si insistes… No deseo discutir con una mujer que es evidente que ha tomado una decisión —la rodeó con los brazos y la pegó a él, y luego se dejó caer sobre el colchón.


—Buena respuesta —lo hizo retroceder hasta que quedó con la cabeza apoyada sobre la hilera doble de almohadas. 


Alargó un brazo y abrió el cajón de la mesilla, de donde retiró un preservativo que soltó sobre la cama al alcance de ambos. Luego le abrió las piernas y se movió hasta quedar de rodillas entre sus muslos. Le acarició la parte interior—. Relájate y disfruta.


—¿Relajarme? —suspiró—. No puedes hablar… —las palabras se convirtieron en un gemido cuando ella metió la mano entre sus muslos y lo sopesó —en serio —concluyó.


—Oh, hablo en serio. Estoy en deuda contigo por el recibimiento que me diste en el vestíbulo. Y yo siempre pago mis deudas.


—Es bueno saberlo —logró decir Pedro—. Pero según recuerdo, acordamos que me debías dos. Posiblemente… ahhhhh… tres.


—Mmm, eso es cierto. Y todavía te debo tu recompensa por desnudarte primero. Parece que va a ser una noche larga.


—Es una pena. De verdad… —contuvo el aliento cuando una mano se cerró sobre él y lo apretó con suavidad mientras la otra lo recorría con parsimonia. Su capacidad para formar una frase coherente se desvaneció, de modo que se dedicó a observarla tocarlo, excitarlo y dejar que viera lo profundamente que lo afectaba.


Apretó los dientes ante el intenso placer y soportó la dulce tortura de la estimulación a que lo sometía tocándole los testículos, manipulándole el pene, apretándolo hasta llevarlo al borde del éxtasis. Entonces tuvo que aferrarle las muñecas para detener esas manos exploradoras.


—No puedo soportar más —manifestó con voz llena de necesidad.


Notó el destello de satisfacción que brilló en los ojos de Paula, pero le interesó más ver que alargaba la mano hacia el condón. Apenas logró contener la necesidad que lo carcomía mientras se lo enfundaba. En cuanto terminó, se montó a horcajadas sobre él y lentamente se hundió en su erección.


Esa penetración lenta le hizo cerrar los ojos y le arrancó un gemido desde lo más hondo de su ser. Durante varios segundos, ella se quedó quieta y Pedro absorbió la sensación increíble de ese calor compacto en torno a él.


Pero fue el único respiro que le concedió. Se puso a moverse y él la agarró de las caderas y embistió hacia arriba, el control sufriendo un creciente y veloz deterioro. 


Una y otra vez al ritmo de sus movimientos, más fuerte y profundo con cada embate.


Un gemido prolongado y femenino llenó sus oídos y la vio echar la cabeza atrás. En el instante en que sintió la primera oleada del orgasmo tensándose a su alrededor, se dejó llevar. Su liberación lo sacudió y lo impulsó a soltar un sonido gutural.


Se derrumbó encima de él con la cara pegada a su cuello.


Cuando la respiración se le calmó, alzó la cabeza y sus ojos se encontraron. Pedro experimentó una sensación rara, como de querer entregarle todo su corazón… una reacción sin precedentes para él después del sexo.


Por lo general, después del sexo tampoco le costaba entablar una conversación intrascendente. Pero mirándola a los ojos, nada de lo que apareció en su mente pudo ser clasificado como «intrascendente». No, no había nada ligero en «Dios, te he echado de menos». O en «¿Cómo diablos pude dejarte escapar?» O en «nadie me ha hecho sentir así desde… ti».


Ella esbozó una sonrisa a medias.


—Como en los viejos tiempos, ¿eh?


Pedro se sacudió mentalmente, pero siguió perturbado por sus pensamientos. Reflejó la media sonrisa y dijo:
—Pensaba lo mismo.


—Eso se llama «estar en la misma onda».


—Sí. Salvo que yo pensaba que a pesar de lo que cuesta creerlo, ahora es mejor.


—Y otra vez está eso de la onda. O quizá los dos seamos realmente listos.


—Lo somos. Siempre me gustó que fueras tan lista.


Ella movió la cabeza.


—No es así. No siempre.


—¿Sí? ¿Cuándo?


—Cuando te daba palizas al Scrabble.


—Me ganabas porque yo estaba más interesado en ti que en el juego. De modo que en vez de perder el tiempo tratando de pensar en una palabra que encajara con la máxima puntuación, ponía algo como «ello», o «dos» o «la» para que el juego avanzara.


Ni la luz tenue pudo ocultar la expresión de incredulidad de ella. Tuvo que apretar los labios para no soltar una carcajada.


—¿Hablas en serio?


—Diablos, sí. ¿Qué…? ¿Es que creías que no conocía más palabras que de tres letras?


—Bueno… la verdad es que pensé que tenías una mala ortografía.


—No. Solo quería que el juego se acabara lo más pronto posible.



Ella entrecerró los ojos.


—También solía ganarte al Monopoly.


—Cierto. Porque solía hacer negocios que eran muy ventajosos… para ti. En un abrir y cerrar de ojos quedaba en bancarrota, tú ganabas la partida y te quitabas la ropa. Lo cual, en mi opinión, me convertía en el ganador.


Ella movió la cabeza.


—Increíble. No puedo creer que me engañaras de esa manera.


—Yo no puedo creer que me consideraras lo bastante estúpido como para venderte media docena de propiedades por unos pocos cientos de dólares.


Paula alzó el mentón.


—Mmm. Bueno, si de verdad hubieras sido listo, podrías haber sugerido una forma alternativa de que me quitara la ropa con más rapidez.


—¿Como qué?


—Strip Monopoly.


Sonrió al pensar en tratos inmobiliarios con la mitad de la ropa puesta.


—Suena divertido. No tendrás el juego, ¿verdad?


—De hecho, sí. Y también el Scrabble. Quizá después de la cena pueda interesarte en una pequeña competición.


—Cariño, me encantará jugar contigo a cualquier juego que involucre quitarse ropa. De hecho, recordé lo mucho que te gustaban los juegos y traje uno conmigo.


—¿Cuál?


—Es una sorpresa. Para más tarde. Por ahora, ¿Qué te parece si abro la botella de vino que he traído?


—Estupendo. ¿Tienes hambre?


Se incorporó y le mordió un poco el cuello.


—Estoy famélico.


Le dio un beso rápido en los labios y después de rodar por encima de él, se levantó.


—El cuarto de baño está justo enfrente del pasillo —le dijo, entregándole una linterna—. No te golpees un pie, ni ninguna otra cosa. Te veré en la cocina.


Cinco minutos más tarde, enfundado en sus calzoncillos, 


Pedro entró en la cocina iluminada por velas con la rosa y la radio de la señora Trigali, que había recogido del recibidor. Paula, con una corta bata rosa de satén, se hallaba delante del fregadero mirando por la ventana.


Después de dejar la flor y la radio en la encimera, se situó detrás de ella.


—¿Qué pasa? —le rodeó la cintura con los brazos y le besó el cuello.


—Afuera hay una oscuridad completa.


—Se llama «noche».


—No, quiero decir que no hay luces… ni farolas ni iluminación en las casas de los vecinos, nada.


—Oh. Eso se llama apagón —murmuró, apartándole el pelo de la nuca para besársela. Y absorber el temblor que la recorrió—. Tú, yo, solos en la oscuridad… la cita perfecta. De haberlo sabido, habría traído un par de gafas de visión nocturna.


Se volvió en sus brazos y le lanzó una mirada escéptica.


—¿Gafas de visión nocturna?


—Para verte mejor, querida —afirmó con su mejor voz de lobo malo.


Ella rio, luego se separó y recogió el sacacorchos de la encimera.


—Mientras abres el vino, encenderé la radio para ver si hay alguna noticia sobre el apagón


Se concentró en la botella que había comprado mientras Paula buscaba en el dial. Segundos más tarde, la voz de un locutor llenó la cocina.


—… los técnicos trabajan en la tarea de restablecer la energía, pero aún no han anunciado cuándo podría volver la electricidad. La policía pide que la gente evite conducir, ya que los semáforos no funcionan y eso produce condiciones de elevado peligro.


—Supongo que eso significa que voy a tener que quedarme un rato —dijo Pedro, sirviendo el vino blanco en las copas que ella le entregó.


—Supongo. Entonces será mejor que comamos ya… para mantener la fuerza.


Tomó una aceituna y se la ofreció. Él le sujetó la muñeca y se introdujo la aceituna y los dedos en la boca. Después de retirarlos lentamente, le dedicó un guiño.


—Delicioso.


Mientras masticaba, miró alrededor. La cocina era acogedora, con brillantes armarios blancos en los que resaltaban antiguos tiradores de latón y una encimera verde de granito. Daba a un comedor diario con una mesa de azulejos blancos y cuatro sillas de roble ante un enorme ventanal que mostraba lo que creyó que sería un pequeño pero cuidado patio trasero.


—Me gusta tu casa.


—Gracias. A mí me encanta esta zona. Tiene una combinación estupenda de familias jóvenes y casas vacías. Las casas son pequeñas, pero era lo único que podía permitirme el lujo de comprar… eso y el hecho de que ésta se hallaba cerrada y necesitaba una rehabilitación completa.


—Supongo que ayuda que estés en el negocio.


—Desde luego. De lo contrario, jamás me habría enterado de su existencia. A pesar de los arreglos que había que hacerle, con la constante subida del mercado, era una buena inversión. De hecho, una vez rehabilitada, su valor ha subido considerablemente. Yo misma la pinté.


Miró las paredes de amarillo sol y rebordes blancos, y luego asintió.


—Buen trabajo.


Trazando círculos lentos alrededor de la rodilla de Paula, volvió a mirar el entorno y comprendió que no se trataba simplemente de una casa, sino que era un hogar, con pequeños toques personales por doquier, desde las plantas que adornaban los alféizares hasta las bonitas cortinas y los marcos de roble barnizado llenos de fotos de familia.


—Eres feliz aquí —comentó—. Me alegro.


—Soy más que feliz. Estoy… satisfecha. Comprar esta casa, asentarme en un sitio, me ha brindado la sensación de estabilidad que siempre he querido. De todos los lugares en los que viví mientras crecía, Long Island fue el que más me gustó. Fue el sitio donde viví en una casa por primera vez, aunque fuera alquilada. Fue el primer sitio que alguna vez sentí como… un hogar —sonrió y se llevó otra aceituna a la boca—. Y ahora al fin tengo el hogar, la casa que siempre he querido. No más apartamentos, no más residencias temporales. Diablos, hasta me gusta cortar mi propio césped.


Tomó un colín de pan envuelto en jamón y pensó en la amigable camaradería que compartía con la señora Trigali y el señor Finney, y experimentó una añoranza extraña.


—Es agradable que tengas una relación tan estrecha con tus vecinos. Salvo para intercambiar un saludo esporádico, yo apenas veo a los míos, y, por supuesto, menos aún los conozco.


—Quizá eso cambie ahora que ya no vas a tener un horario loco de trabajo.


—Quizá —pero lo dudaba.


Había algo en un apartamento que, simplemente, no tenía la cualidad hogareña de una casa. Dado el pasado de Paula, podía entender por qué ella había anhelado tener una casa propia. De pronto se le ocurrió que, así como su apartamento estaba donde vivía, no era un hogar. No como esa casa pequeña, acogedora y rehabilitada.


Frunció el ceño y se dijo que estaba perdiendo el juicio. Su apartamento era perfecto. Sí, era un poco minimalista en cuanto a decoración se refería, pero tenía lo esencial que necesitaba un soltero… cerveza en la nevera, restaurantes con comida para llevar a distancia de paseo, un sofá cómodo, un televisor de pantalla grande y una cama enorme. 


Además, ¿qué importaba? Se iba a trasladar en seis meses, cuando se le acabara el contrato.


Decidió cambiar la conversación de los temas domésticos.


—¿Qué le dijiste a la señora Trigali para que trasladara el lugar de la reunión? —preguntó.


—Cuando le dije que tú y yo nos veríamos solo esta noche, sumo dos más dos y se dio cuenta de que cuatro conformaban una multitud.


Solo esta noche…


Esas palabras reverberaron en su cabeza, y a pesar del hecho de que eran absolutamente ciertas, le dejaron una sensación de desasosiego que no le gustó. Experimentó la impaciencia de volver a tenerla.


Se puso de pie, le tomó la mano y tiró con suavidad.


—¿Adónde vas? —preguntó, bajando del taburete.


Le soltó el cinturón de la bata e introdujo las manos dentro de la tela separada para acariciarle las curvas tentadoras de la cintura.


—Tomemos una ducha —se inclinó para besarle la garganta fragante—. Quiero hacer el amor en la ducha. Comprobar si es tan estupendo como lo recuerdo.


—Suena magnífico. Pero con el apagón, puede que el agua no se mantenga caliente mucho tiempo.


—¿Tienes problemas con uno rápido y caliente?


—Es la pregunta más retórica que he oído en la vida.