domingo, 26 de julio de 2015

EL ESPIA: CAPITULO 10




La conversación de Paula con George Corbin no empezó bien.


—No puedo hacerlo. Está de baja —dijo el jefe.


—Ha vuelto, está aburrido y yo lo necesito para una misión —insistió ella.


—¿De consultas?


—Trabajo de campo, algo que le interesa.


Paula sabía bien que enviar a Pedro a otra misión no sería fácil. Por no decir que el trabajo estaba relacionado con Antonov.


—No, imposible.


—¿Va a dejarle ir o no? Alfonso no quiere el puesto que le hemos ofrecido, por cierto.


—¿Tú esperabas que aceptase?


—No, yo solo intento que vea un futuro en el que Antonov no sea lo único importante, que salga de esta situación con su carrera intacta. Tal vez no me gusta ver cómo uno de nuestros mejores agentes se destruye a sí mismo.


—No se destruirá. Hará lo que le pidamos.


—¿Quién dice eso, él o usted? No está en forma, no está preparado mentalmente para algo que no le importe de verdad. ¿Qué le hace pensar que volverá si lo envía ahora a otra misión? ¿Qué le hace pensar que no acabará hecho pedazos?


—Volverá y no lo hará en un ataúd —respondió Corbin, con voz cortante.


—¿Necesito empezar a pedir favores? ¿O recordar los que se me deben a mí?


—Yo no te debo nada —dijo Corbin.


—En este caso, yo estaría en deuda con usted.


Prácticamente podía oír al hombre calculando qué podría pedir a cambio. Nada bueno.


—Muy bien, de acuerdo, pero dejaré mis objeciones por escrito.


—Gracias, George. Eso era exactamente lo que quería escuchar.


Corbin cortó la comunicación y Paula soltó el teléfono, cerró los ojos y apoyó la cabeza en el respaldo del sillón.


Eso no era lo que quería escuchar.


Si Pedro no volvía con el nombre del topo de Antonov tendría serios problemas.


Varias horas después, había conseguido terminar casi todo el trabajo del día. Sam estaba recogiendo y el único informe sobre el escritorio era el del viaje de Pedro.


Iría vía Varsovia en un vuelo que salía a las cuatro y media de la madrugada. Debía volver cuatro días más tarde, seis días en total. No tendría tiempo suficiente para presentar sus respetos a las familias de los hombres que murieron en la explosión del barco, comprobar la situación de su hijo en Holanda y buscar al topo de Antonov. El arreglo tenía fallos desde el principio.


No empezaba bien.


—El agente Alfonso quería saber a qué hora sueles salir de la oficina —le dijo Sam mientras apagaba el ordenador y cerraba los cajones del escritorio con llave.


—¿Qué le has dicho?


—Me ha dicho que podría pillarte más o menos a esta hora.


La puerta del despacho estaba abierta. Que Pedro hubiera sido capaz de entrar sin que ni Sam ni ella lo hubieran oído dejaba claro que podía moverse de manera muy silenciosa.


Paula asintió con la cabeza, mirando la bolsa blanca que llevaba en la mano. De la bolsa llegaba un olor a chile, albahaca, limón y curry.


—Le has dicho que volverías con comida, ¿verdad?


—Estaba a punto de decirlo —Sam miró a Paula—. Pero no dije que ella fuese a aceptar.


—¿Es una variación del «quieres cenar conmigo»? —preguntó ella.


—O yo puedo comer y tú puedes mirar —dijo Pedro, con una sonrisa de pecado—. Tengo hambre.


—Aparentemente también eres muy frágil, o eso es lo que he estado oyendo todo el día. Espero que esta no sea tu versión de la última cena.


—Si lo fuera habría elegido langosta y no pato.


Pedro miró su boca y ella la suya durante más de tres segundos.


Maldición. Paula apartó la mirada, haciéndole un gesto para que entrase en el despacho.


—Hasta mañana, Sam.


Su secretaria asintió con la cabeza y salió sin decir una palabra.


Pedro se dirigió a una estantería que era en realidad la puerta que llevaba al apartamento privado. Sabía cómo abrirla y no esperó a que lo invitase.


A regañadientes, Paula lo siguió.


No solía usar el apartamento. Había algo de ropa en el armario y una bolsa de aseo en el baño. A veces comía allí, pero no lo hacía a menudo.


—Conoces mi oficina y sabes cuál es mi comida favorita. ¿Qué más sabes sobre mí? —le preguntó, apoyando un hombro en el quicio de la puerta.


—¿Has comido algo desde esta mañana?


—No.


—Ya me lo imaginaba.


Pedro encontró platos y cubiertos en el armario y sacó servilletas de la bolsa mientras ella lo miraba sin decir nada.


—Hoy he comprado un barco.


—¿Qué clase de barco?


—Un velero.


—¿Echas de menos el yate de Antonov?


—Era una fortaleza flotante, no un yate. Y no lo echo de menos, pero sí echo de menos estar en el mar.


—Trabajas en Canberra. ¿Cuándo vas a usar el barco?


—No tan a menudo como me gustaría, pero no seré el único que lo use. Lo he comprado a medias con Elena.


—Ah, qué bien tener hermanos con los que compartir cosas. ¿Tienes algún hermano favorito?


—Elena y yo tenemos casi la misma edad. Es la más cercana a mí en todo.


Y acababa de casarse con su mejor amigo.


—Lena se alistó en el Servicio después de que lo hicierais Damian Sinclair y tú. Formasteis un equipo sólido y fuerte los tres. Tú eras el jefe y, en general, ellos recibían órdenes. Pero entonces Elena recibió un disparo mientras vigilabais un laboratorio de armas biológicas en Timor.


Pedro apretó los labios.


—Así es.


—Damian se quedó cuidando de ella. Tú, por otro lado, desapareciste para buscar a la persona que había disparado a tu hermana.


—Tenía un director de operaciones, así que no desaparecí. Serrin sabía lo que estaba haciendo.


—He leído las notas de Serrin —dijo Paula—. Y, francamente, empiezo a preguntarme quién dirigía la operación.


—De todas formas, no desaparecí. Trabajé bajo las órdenes de mi jefe.


Pedro le ofreció un plato con pato, curry, arroz y verduras.


—¿Dónde está el vino? —preguntó Paula.


—Tú no bebes.


Ella hizo una mueca.


—Tu hermano debería dejar de usar la base de datos del Servicio como si fuera su propia biblioteca.


Sonriendo, se sentó a la mesa y Pedro hizo lo propio.


—¿Qué hay en Bielorrusia?


—Iglesias, ciudades, un gran miedo a la madre patria y un hombre al que Antonov quería impresionar.


—¿Un hombre al que Antonov quería impresionar? —repitió Paula. Las únicas personas que se le ocurrían serían líderes rebeldes o gente en puestos de poder—. ¿Ese hombre tiene un nombre?


—Pau, ni siquiera has probado el pato. Está muy bueno.


—¿Sabes cómo encontrarlo?


—Sí.


—¿Y luego qué?


—Creo que él sabe quién era el topo de Antonov.


—Suponiendo que sea verdad, tendrías que sacarle esa información. ¿Vas a traerlo aquí?


—No pensaba hacerlo.


—Es una opción.


—Es un pez gordo, de modo que no es una opción.


Paula asintió con la cabeza.


—¿Tu hermana sabe que vuelves a Bielorrusia? ¿Y Sinclair?


—No —Pedro siguió comiendo y Paula rozó su pie con el suyo.


—¿Vas a contárselo antes de irte?


—No quiero preocuparlos.


—No contarles dónde vas no hará que se preocupen menos. Pensé que habrías aprendido esa lección.


Pedro frunció el ceño.


—Los llamaré desde el aeropuerto. ¿Satisfecha?


—Es mejor eso que tener a Sinclair y a tu hermana llamándome para preguntar dónde estás. Por cierto, este viaje está documentado, comprueba tu correo. Vas a reunirte con un informador en mi nombre.


Él asintió, con el ceño fruncido, y Paula estudió su rostro; la refinada masculinidad de sus rasgos, los cortes y hematomas que aún no habían desaparecido del todo. Iba a arriesgar su cuello por aquel hombre y aún no sabía por qué.
Un agente que acababa de regresar de una misión, empujado por una vendetta personal, con una profunda sensación de fracaso, un hombre alienado que se reía de la autoridad… ¿y esperaba que se atuviera a las reglas?


No. No lo haría


Lo único que podía hacer era darle el espacio que necesitaba para hacer el trabajo y esperar que volviese de una pieza.


Pedro, ¿de verdad crees que puedes hacerlo?


—Sí.


Paula quería creerlo.


—¿Estás seguro?


—Sí —repitió Pedro—. Sé que probablemente habrás tenido que convencer, manipular y enterrar mi informe psicológico para conseguir que me enviasen de vuelta a Bielorrusia tan rápido, pero no voy a defraudarte. Confía en mí.


Ella asintió con la cabeza porque era una respuesta más positiva que rogarle que volviese con vida.


Luego probó el curry.


—Está bueno.


—Sí.


Terminaron de cenar en silencio. No era un silencio cómodo sino más bien pesado, cargado de preocupación. Mientras Pedro tiraba los platos de plástico a la basura y limpiaba un poco sus hombros se tocaron. El roce de la camisa de pana en la piel desnuda de su hombro hizo que su pezones se levantaran bajo el sujetador.


Tenía una chaqueta en algún sitio… no le iría mal ponérsela y marcharse de allí antes de que la atracción que había entre ellos se convirtiera en un incendio.


—¿Si yo tuviese diez años más te tomarías en serio la atracción que hay entre nosotros? —le preguntó Pedro entonces.


Y ella intentando ignorar el elefante en la habitación…


—No es la diferencia de edad —respondió Paula. Y era verdad—. Dada tu experiencia y tu trabajo, serías una buena elección. Y que estés tan en forma sería un extra.


—¿Hay alguien más en tu vida?


—No.


No lo había habido en muchos años.


—¿Con quién intimas?


—¿Desde el sillón de mi despacho? Con nadie.


—Eso no puede ser sano. ¿Cuánto tiempo piensas estar en ese sillón?


—No lo sé, pero este era mi objetivo. He llegado aquí un poco antes de lo que esperaba y ahora tengo que hacer nuevos planes.


Si no tenía cuidado acabaría revelando que a veces se cuestionaba qué la había empujado a buscar ese puesto y si el poder que tenía merecía todos los sacrificios, las horas de trabajo, la responsabilidad, tener que vigilar los manejos de los que estaban arriba. Podía contar con los dedos de una mano las personas en las que confiaba de verdad.


Incluso Pedro confiaba en más gente que ella.


—Podrías buscar el puesto de directora general o llevar la división completa.


—Podría, pero eso depende de los errores que cometa en mi trabajo y de la política del Servicio Secreto. ¿Vas a ser un error en mi currículo?


—No —Pedro sostuvo su mirada—. Ese no es el plan.


—¿Cuál es el plan? Vienes aquí con comida…


—La gente come aquí todos los días.


—Sí, en la cafetería.


—Nunca he visto a un directivo en la cafetería. Además, podrías haberme dicho que me fuera.


—Y lo haré, cuando me des el nombre de tu informador.


—¿Y qué me darás tú a cambio?


—Permiso para salir de mi despacho y del país.


—Quiero un beso —dijo Pedro.


—¿Porque eso no va a socavar mi autoridad? —se burló Paula.


—Estás un poco colgada con eso de la autoridad, Pau.


—Deformación profesional.


—La última oportunidad —dijo él—. Tú quieres un nombre, yo quiero un beso. Te estoy pidiendo confianza.


—Es un chantaje.


—O un intercambio voluntario —dijo él.


—Si no vuelves, si decides que necesitan tu atención en otro sitio me cortarán la cabeza. Quiero el nombre de tu informador y quiero que vuelvas en seis días, sin la carga de Antonov, con las ideas claras y dispuesto a trabajar.


—¿Entonces me darás un beso?


—Entonces conseguirás mi confianza y, si te sirve de algo, mi respeto. Termina el trabajo, Pedro. Y luego hablaremos de relaciones y de sexo.







EL ESPIA: CAPITULO 9





Cuando llegaron a su destino se habían tocado mucho… las manos, las piernas. Y el contacto empezaba a encender los sentidos de Paula. Le gustaba cómo olía, la excitaba el roce de su piel.


Claro que a todo el mundo le gustaba Pedro Alfonso


Llevaba un traje de chaqueta que le quedaba perfecto y le daba cierto aire de autoridad. Su reloj dejaba claro que no tenía problemas económicos… de hecho, era obvio que provenía de una familia adinerada. Su abuelo, según el informe, había hecho fortuna construyendo barcos y su padre, que era financiero, había cuadruplicado la fortuna familiar. Entre Pedro, sus hermanos y otros familiares, tenían propiedades en todos los continentes.


Que Pedro hubiese decidido trabajar para el Servicio Secreto en lugar de hacer cualquier otra cosa era algo inusual. Que no quisiera ascender de rango era aún más inusual. No sabía qué lo había empujado a ello, aparte de la lealtad familiar y su deseo de solucionar el problema que había dejado atrás.


—¿Pedro? —lo llamó mientras se dirigían hacia el coche que los esperaba en la puerta de la terminal—. No me hagas lamentar haber creído en ti.


Él la miró, su mirada extrañamente intensa.


—¿Por qué crees en mí?


—Ceo que quieres terminar con esto de una vez —Paula le hizo un gesto a Jeffers, el chófer, que había abierto la puerta del coche.


Una vez en el interior Paula abrió su ordenador portátil y Pedro no hizo más preguntas. La dejó trabajar mientras miraba por la ventanilla, perdido en sus pensamientos.


Solo volvió a hablar cuando llegaron a la oficina.


—¿Cuándo podré irme?


—Tengo que trasladarte a mi sección para que estés bajo mi jurisdicción. Por el momento, sigues en la de Corbin.


—¿Corbin será un problema?


—Estamos a punto de descubrirlo.


Llegaron a su despacho y Sam, la secretaria, levantó la mirada.


—Hola, jefa. Hola, agente Alfonso.


—El señor Alfonso necesita reservar un vuelo, él te dirá dónde.


Pedro la siguió en lugar de quedarse con la secretaria.


—¿No voy a poder escuchar la conversación?


—No —respondió Paula—. Intente no molestar a Sam demasiado, señor Alfonso. Es perfectamente capaz de enviarlo a Bielorrusia pasando por la Antártida.


—Lo tendré en cuenta —murmuró él.


Paula sonrió mientras cerraba la puerta en sus narices con un gesto de satisfacción. Estaba de vuelta en su territorio, en control y alejada de esa sonrisa matadora y ese cuerpo de pecado. Pedro Alfonso afectaba a sus sentidos. A todo.


Y no tenía intención de examinar qué significaba eso.








EL ESPIA: CAPITULO 8




Pedro estaba deseando que llegase el lunes. Durante el fin de semana nadó en la piscina y en la playa, pero se contuvo para no sacar la tabla de surf. Había ido con Elena y Damian a uno de sus bares favoritos el sábado por la noche para reencontrarse con sus viejos amigos y ver un partido en televisión. Flanqueado por las dos personas en las que más confiaba en el mundo, incluso había sido capaz de relajarse y pasarlo bien.


Pero eso había sido el sábado. El domingo por la tarde, Damian y Elena habían vuelto a su granja y Pedro se había quedado solo. Intentaba relajarse, pero no dormía bien. Echaba de menos el movimiento de las olas… tal vez debería comprarse un barco.


Salió de la piscina y tomó la toalla. Seguía teniendo heridas y hematomas, pero aparte de eso estaba en buena forma.


Antonov mantenía a su tripulación trabajando a todas horas. 


Aparte de las labores de navegación había que lanzarse al agua para examinar el casco, bucear…


Tal vez debería entrenarse para algún maratón ya que estaba en casa.


Cuando sonó el timbre tiró la toalla antes de dirigirse a la puerta y dio un paso atrás para dejar pasar a Paula Chaves.


—Bonita camisa —le dijo. Y era verdad.


El estampado naranja le sentaba bien y los finos tirantes mostraban más piel de la que había esperado. Bonitos brazos para alguien que trabajaba detrás de un escritorio. 


Los pantalones blancos se ajustaban a su trasero, ni demasiado duro, ni demasiado blando. Bonito, femenino. No había esperado que aquella mujer tuviese un aspecto tan sexy con ropa informal.


Y manteniendo el aire de autoridad.


Paula miró el salón y la piscina tras la puerta de cristal antes de mirarlo a él y Pedro esbozó una perezosa sonrisa como recompensa por su atención.


—¿Quieres tortitas? Iba a hacerlas ahora mismo.


—¿No querías invitarme a cenar?


Su tono era seco, burlón.


—Es la hora del desayuno y, como buen anfitrión, te ofrezco unas tortitas. Es lo mínimo que puedo hacer ya que has venido hasta aquí.


—He estado en Brisbane —dijo ella—. Tú no eras mi principal destino.


—Ah, estoy destrozado —replicó Pedro, mientras la llevaba a la cocina—. Tomas el café solo, ¿verdad?


En la granja la había visto tomar café solo.


Ella asintió con la cabeza.


—Con una cucharada de azúcar.


—Espero que te guste el café turco. Elena lo compró el sábado en el pueblo y es bastante bueno, pero tuve que prometer no tomar demasiado.


Mientras hacía el café echó mantequilla en una sartén y añadió la mezcla de harina y leche.


—¿Para qué querías verme?


—¿Siempre haces dos cosas a la vez?


—Eso evita que me suba por las paredes.


Paula sonrió.


—Tengo una información que conecta a un difunto traficante de armas con una respetada organización no gubernamental…


—¿Qué clase de conexión?


—Le daban dinero a Antonov y en seis meses él cuadriplicaba la cantidad.


—¿Y ellos sabían con quién estaban tratando?


—¿Eso importa? —Paula lo miró con curiosidad—. ¿Tú crees que importa?


—La intención importa. Tal vez no sabían quién era Antonov o lo que hacía. Tal vez eran unos ingenuos.


—La intención de la organización era ganar dinero y consiguieron mucho más de lo que habrían conseguido invirtiendo legalmente. No creo que pensaran que esas inversiones eran legales, pero dejemos eso aparcado por el momento. ¿Cuáles podrían ser las intenciones de Antonov?


—¿A qué se dedicaba la organización?


—Financiaban investigación médica.


Pedro frunció el ceño mientras miraba la sartén.


—En cuanto a las armas, Antonov era un frío hombre de negocios que hacía tratos con el mejor postor y le daba lo mismo la causa —empezó a decir—. A primera vista, nadie lo tomaría por un filántropo.


Pero Paula Chaves ya sabría eso por los informes. Y quería más. Quería averiguar si Pedro sabía algo de Antonov que no supiera nadie más.


—También era el padre de un niño enfermo, así que podría haber querido ayudar a esa organización con la esperanza de que encontrasen una cura para su hijo.


—Dicen que jugabas al ajedrez con ese hombre.


Pedro asintió con la cabeza.


—¿Y ganabas?


—Crecí con unos hermanos con cociente intelectual de genios y a veces, solo a veces, conseguía ganarlos. Antonov era inteligente, pero no tanto. Además, yo lo dejaba ganar.


—¿También bebías con él, jugabas con su hijo?


—Sí —murmuró Pedro—. Todo eso.


—Y aun así dejaste que lo mataran.


Era hora de dar la vuelta a las tortitas.


—Dejé que lo mataran, sí.


—No solo a Antonov sino a dos de sus hombres. El niño, Celik, se ha quedado huérfano y vive con su madre, una prostituta de lujo. Y hay nuevos traficantes luchando por el territorio de Antonov. Dime, Pedro: ¿eres capaz de conciliar el sueño?


—¿Y tú? —le preguntó él, intentando contener su mal genio—. ¿Qué quieres de mí? ¿Que confiese que tengo remordimientos? Sí, los tengo. ¿Habría hecho las cosas de otra manera de haber sabido lo que sé ahora? Seguramente. Pero lo que está hecho, hecho está y duermo mejor por ello.


—Yo creo que no duermes mucho.


Era demasiado observadora.


—Yo no los maté, esa no fue nunca mi intención y la intención es importante —dijo Pedro. Solo podía agarrarse a eso—. Háblame de tu pasado, Paula. ¿Cómo has logado sentarte en la silla de dirección? ¿Cuáles son tus intenciones?


—¿Qué tal si me llamas «jefa»?


—En un despacho juro solemnemente que nunca te llamaré de otra manera.


—Estás acostumbrado a salirte con la tuya, ¿verdad?


—Soy el primer hijo —murmuró él—. ¿Y tú? ¿Tienes hermanos?


—No, mis padres eran diplomáticos y tener muchos hijos no entraba en sus planes, así que se conformaron con uno. Me crio mi abuelo, un general del ejército.


—¿Y cómo has llegado a ser directora?


—Ambición, seriedad, trabajo, contactos. Decidí que quería dirigir un equipo de operaciones especiales cuando tenía quince años.


—¿Si te dijera que me apunté en el Servicio Secreto con el mismo pensamiento que un adicto a la adrenalina que necesita un chute me darías una bofetada?


—Sin duda. Por favor, dime que planeaste al menos algo de todo esto.


El tono de censura lo hizo sonreír. Ella era una estratega, sin duda. Sus habilidades, por otro lado, eran más bien que alguien le señalara el camino y hacer lo que había que hacer. Al principio no había tenido ningún problema… hasta que se dio cuenta de que no podía confiar en la gente que le indicaba el camino. Y entonces la vida se había complicado mucho.


—Podrías darme una bofetada, tal vez me guste.


—Por lo que he leído, tienes una innata tendencia…


—¿Al encanto?


—A manipular —lo corrigió ella—. Eres receloso, no confías en los demás y tienes mucha suerte. Eres tenaz, un líder natural. Corbin tiene vacante una silla de subdirector y está tomando en consideración tu candidatura.


Pedro dejó la taza sobre la encimera.


—¿Y qué posibilidades hay de que la consiga?


—Algunos directores han cuestionado tu madurez y tu habilidad para elaborar planes antes de lanzarte de cabeza. Nadie te ha bloqueado todavía, pero eso es gracias a Corbin, no a ti. Tú no has tenido relación con las altas esferas en dos años.


—He estado ocupado haciendo otras cosas.


—Lo sabemos —asintió Paula—. ¿Quieres el puesto?


Las tortitas estaban listas. Pedro las sirvió en dos platos y empujó el azucarero hacia ella antes de echar más mezcla en la sartén.


—No lo sé.


—¿Dónde te ves dentro de cinco años?


—De haber sabido que esta era una entrevista de trabajo me habría puesto una camisa.


Ella miró su torso, pero no era fácil saber si estaba admirando su físico o catalogando los cardenales.


—Podrías ponértela.


—¿Cómo concilias tú el sueño? —le preguntó Pedro abruptamente—. ¿Cómo sonríes cuando alguien muere y has sido tú quien lo ha enviado allí?


—¿Estás hablando de lo que le pasó a tu hermana?


—Estoy hablando de hombres muertos. ¿Cómo sabes que estás haciendo lo que debes? ¿Cómo sabes que has elegido el menor de los males?


—La información sobre posibles consecuencias ayuda mucho.


Había una nota de pesar en su voz que llamó la atención de Pedro.


—Ya.


—Y la arrogancia ayuda también. Tienes que controlar la situación y creer que eres la persona más adecuada para hacerlo.


—Tal vez yo pensé que era la persona más adecuada para cargarme a Antonov hace dos años —dijo Pedro—. La más decidida, la que deseaba hacerlo. Ahora no estoy tan seguro.


Ya que le estaba contando tantas cosas podía contarle el resto.


—No puedo descansar, no puedo dormir. Siento como si no fuera yo mismo la mitad del tiempo. Volví para la boda de mi hermana, forcé las cosas para poder estar aquí a tiempo, pero he dejado varios cables sueltos y tengo que volver para atarlos. ¿Y tú quieres sentarme detrás de un escritorio? No puedo hacerlo, ese no es mi sitio. Yo no soporto el papeleo. Lo único que quiero es solucionar lo que he dejado atrás.


—¿Y cómo piensas hacerlo?


—Necesito saber qué pasa con Celik, el hijo de Antonov. Le prometí que todo iría bien… además, necesito volver a Bielorrusia y hacer algo que podría llevarnos al último topo de Antonov. Necesito hablar con las familias de los otros dos hombres y ver cómo están. Necesito hacer todo eso para poder dormir.


—Volviste demasiado pronto.


—Tenía que hacerlo.


—Tu familia es lo primero.


—Siempre lo ha sido, no creo que te sorprenda. —Pedro sacó la tortita de la sartén y la sirvió en un plato—. ¿No quieres sentarte?


Paula lo hizo y apoyó los codos en la mesa para estudiarlo intensamente.


—¿Qué haces? —le preguntó.


—¿Puedo intentar algo?


—No sé si decir que sí o que no.


Paula alargó una mano para tocar su mejilla… una suave caricia que lo dejó sin aliento. Tenía unas manos tan suaves. 


Un segundo después empezó a acariciar su pelo, masajeando el cuero cabelludo, haciendo que cerrase los ojos.


—Necesitas que te toquen —esa voz de whisky era una caricia para sus sentidos—. Le ocurre a aquellos que han estado trabajando de incógnito durante demasiado tiempo. Me pareció detectarlo el otro día, en la cocina de tu hermana, y luego otra vez en mi despacho. Piensas que te sientes atraído por mí.


—Me siento atraído por ti. ¿Quieres que sea más obvio?


Pedro la tomó por la muñeca, pero la soltó enseguida. No iba a portarse como un neandertal como había hecho el otro día. 


Él no era así.


—El roce no siempre tiene que ser sexual. A veces se busca consuelo o conexión de algún tipo.


—¿Quieres ser mi mentora?


—¿Alguna objeción?


—Sí —respondió él, con firmeza—. No te pongas en plan madre. No necesito una, no la quiero. Y no me hables de Edipo.


Ella esbozó una inocente sonrisa.


—Te reto a que nos rocemos de manera casual durante cinco minutos para ver si eso te relaja. Si es así, te compraré un cachorrito.


—No quiero un cachorrito, Pau —Pedro le ofreció una potente sonrisa—. Quiero una chica.


—Y yo pensando que me deseabas a mí… ¿qué tal las costillas?


—Mejor.


—El médico dijo que tardarían semanas en curar.


—Un poco mejor.


—Seguramente es demasiado pronto para los deportes de contacto, pero hay masajes…


—La frustración me mataría.


—Tal vez podrías tomar clases de baile. Empezando por un vals y terminando por el tango.


—No tengo compañera.


—La profesora de baile sería tu compañera. El roce te vendría bien.


—Hablas en serio, ¿verdad?


—¿No te sientes más relajado que hace cinco minutos?


Sorprendentemente, así era.


—Tal vez sea tu proximidad. Podrías quedarte a pasar la noche. Podríamos cenar en el muelle, nadar al atardecer. Podría enseñarte a hacer kitesurf.


No tenía permiso del médico para hacerlo debido a sus costillas rotas, pero sí podría enseñarla.


—¿No tendría que aprender a hacer surf antes?


—Oh, Pau, no, no. ¿No me digas que no sabes hacer surf? ¿Sabes lo que eso significa?


—¿Qué tal vez no seamos almas gemelas después de todo?


—Significa que te estás perdiendo uno de los grandes placeres de la vida. Ahora tendré que enseñarte a hacer surf.


—¿Quieres decir después de enseñarme a nadar?


Por un momento pensó que hablaba en serio, pero luego sonrió.


—Sabes nadar. El general te habría enseñado a nadar.


Paula sonrió.


—Y a hacer kayak, navegar, bucear. Mi abuelo debería haberse alistado en la armada y no en el ejército.


Pedro esbozó una sonrisa. Le gustaba oírla hablar, tenerla cerca, estar con ella.


—¿Puedes quedarte? La oferta sigue sobre la mesa. Podrías pasar la noche aquí, hay muchas habitaciones.


—No sé.


—Podríamos salir a cenar pescado fresco, mirar las estrellas, disfrutar de la agradable brisa marina. Si hay contacto corporal y relajación yo me apunto.


—Mi vuelo sale a mediodía. Este es un día de trabajo para mí —dijo Paula.


—Entonces vuelve el fin de semana.


Ella rozó su pierna con la suya.


—Eres muy tentador… ya lo sabes, así que no te estoy diciendo nada nuevo. Pero no estás en el mejor momento y yo intento averiguar qué tengo que hacer por ti profesionalmente y qué puedo ofrecerte en el ámbito privado. La respuesta a la segunda pregunta es que si sé lo que es bueno para ti no te ofreceré nada.


—Podríamos ser amigos —sugirió él—. Algo sencillo, me gustan las cosas sencillas.


—Tienes que dejar de flirtear conmigo. Y yo tengo que dejar de flirtear contigo.


Sonriendo, Paula empezó a comer sus tortitas.


—Date un masaje —le dijo cuando terminaron de comer—. Utiliza la playa y concéntrate en la sensación física de las olas sobre tu cuerpo y el sol en tu piel. Ponte la mano sobre el corazón y respira. Concéntrate en los detalles sensoriales cuando quieras que tu cerebro descanse.


—¿Estás ofreciéndome mecanismos contra la ansiedad?


—Me has preguntado cómo lidiaba yo con las decisiones que he tenido que tomar a lo largo de estos años y te estoy diciendo qué me ayudaba.


—El sexo —Pedro se pasó una mano por el cuello—. Damian dice que necesito sexo.


—No es mala idea, siempre que tu pareja sepa por qué lo hacéis.


—Contarle a una mujer que necesito calor humano porque estoy ansioso no serviría de mucho. Me mandaría a la porra.


—¿Con ese cuerpo y esa cara? —Paula se inclinó sobre la encimera para tomar su bolso—. Yo creo que no.


—¿Estás tonteado otra vez?


—Espero que no —respondió ella, colgándose el bolso al hombro—. Hora de irme.


Pedro no quería que se fuera.


—¿Necesitas algo más sobre Antonov?


—Esa no es la razón por la que he venido hasta aquí y tú lo sabes. Quería ver cómo estabas. Supuestamente, debo ganarme tu confianza y eso no es fácil sin tener cerca a la persona. Además, sentía curiosidad por saber si querías el cargo de subdirector.


—Jefa… —empezó a decir Pedro. Esperaba que supiera que estaba respondiendo al cargo y no a ella—. No quiero ese ascenso. No puedo pensar en eso ahora. Si quieres que
haga lo que sé hacer cancela mi baja y mándame a Bielorrusia para que solucione el problema.


Ella lo miró, muy seria, antes de asentir con la cabeza.


—Entonces, Bielorrusia.


—¿Cuándo?


—¿Ahora mismo?


—Muy bien.


—En ese caso, haz la maleta y ponte una camisa.


Pedro esbozó una brillante sonrisa mientras cumplía sus órdenes. O las de él. En cualquier caso, aprobaba la dirección que estaba tomando su nueva amistad.


—Oye, Pau. Sobre lo de tocarse… creo que está funcionando.


—¿Nada que ver con salirte con la tuya?


—Ah, ¿te habías dado cuenta?


Paula lo miró, muy seria.


—Voy a enviarte a Bielorrusia por dos razones. La primera: quiero que caiga esa última cabeza. Creo saber quién es, pero aún no tengo pruebas suficientes para denunciarlo. Segunda: no te estás recuperando aquí, te estás ahogando y yo tengo una cuerda con la que salvarte. Sugiero que te agarres a ella.