lunes, 17 de diciembre de 2018

EL ANILLO: CAPITULO 26




Trabajaron juntos y se relacionaron educadamente por el bien de la compañía. 


Colaboraron en proyectos y aportaron lo mejor de sí mismos.


Llegó el invierno. Hacía frío y llovía. Y Paula actuaba como una perfecta profesional, intentando convencerse de que no era infeliz, de que no necesitaba ningún otro tipo de relación con Pedro.


Había llegado a la conclusión de que lo que se le daba mejor era ser buena amiga, animar y consolar a los suyos cuando tenían penas de amor. Y eso que su vida sentimental era un auténtico desastre.


En cuanto a la relación con su familia, también había tomado algunas decisiones. Siempre le resultaría dolorosa, pero aprendería a protegerse.


Llamó a la puerta del apartamento de Pedro y tomó aire. Él no la esperaba; Paula le llevaba un sobre que había olvidado en su coche cuando habían ido a visitar a una clienta el día anterior. 


El sobre contenía las fotografías de la propiedad y Pedro le había dicho que pensaba dedicar el día a trabajar en ese proyecto desde su casa.


Así que necesitaría el material. Y Paula no tenía problema en entregárselo. Se lo daría, le desearía un buen día de trabajo y se marcharía. 


No era culpa suya que no contestara al teléfono. 


Al menos había podido entrar gracias a que Alex salía cuando ella llegaba. En ese momento oyó que entraba un mensaje en el teléfono.


Quizá Pedro no estaba en su casa, pero había dicho que estaría y era habitual en él dejar el móvil desconectado y el inalámbrico sin batería. 


Su recepcionista siempre le insistía que lo dejara en el cargador.


Paula creyó oír una puerta abrirse en el interior del apartamento y volvió su atención hacia el móvil. Era de su madre: He hablado con tu antiguo jefe y dice que puedes volver. 
Piénsatelo, cariño. ¿No has jugado bastante? Sabes que no llegarás a ninguna parte.


«Excepto a enamorarme de Pedro».


¿De dónde había salido ese pensamiento? 


Podía haber sido cualquier otro: «Me llevará a donde quiero dentro de mi carrera». O: «Es lo que me gusta hacer». Incluso podía haber sido: «Lo siento, mamá, pero soy así y estoy harta de que no me aceptes tal y como soy».


Todos esos pensamientos habrían sido válidos, y ninguno era tan terrible como el que la llenó de temor: Estaba enamorada de Pedro.


Admitirlo fue como recibir una bofetada. Por eso no podía olvidar ni un segundo las escenas que había vivido con él.


—Hola, Paula. Creía que Alex se había dejado algo y volvía por ello.


Las palabras de Pedro le llegaron como de lejos y Paula alzó la mirada del teléfono con una nueva y devastadora noción que la ahogaba como si una mano invisible la sujetara por la garganta.


Pedro llevaba el torso desnudo y el primer botón de los vaqueros desabrochado. Una película de humedad en el pecho indicaba que acababa de ducharse.


Alzó la mirada hacia su rostro, pero el calor que encontró en sus ojos no la ayudó a enfriar sus pensamientos. Los verdes ojos de Pedro ardían como llamas que la alcanzaban, quemándola por dentro y dejándola inerte ante el amor y la necesidad que despertaba en ella.


—Alex se ha ido —se limitó a decir.


—¿Querías decirme algo? —preguntó Pedro, señalando el teléfono.


Estudió su rostro, observó su cabello recogido en una coleta de caballo, la camiseta clara, los pantalones marrones, y volvió a su cara, a sus labios.


—No es un mensaje para ti. Mi madre dice que puedo volver a mi antiguo puesto de trabajo —evitó añadir que su respuesta había sido que quería sentir los brazos de Pedro alrededor de su cintura, y sus labios contra los de ella; entregarse a él en cuerpo y alma.


—No vas a aceptarlo —dijo él en tono de enfado—. Tú trabajo junto a mí es excelente, es el trabajo que necesitas y no hacer de oficinista para ser como el resto de tu familia. No quiero que… —aunque dejó la frase en suspenso, su mirada lo dijo todo. No sólo no quería que su madre dejara de hacerla sufrir. Tampoco podía soportar la idea de dejar de verla.


Paula se dijo que porque trabajaban bien juntos, no porque la amara ni nada por el estilo. Aun así, dijo:
—No te preocupes. He firmado un contrato para doce meses y espero poder forjarme una carrera a tu lado.


«No quiero dejar de verte, Pedro. Ni ahora ni en el futuro. No podría soportarlo».


La conciencia de que lo amaba era demasiado reciente como para pensar en perder la relación con él. ¿Cómo había llegado a aquel punto? ¿Cómo podía haberse enamorado locamente sin intentar evitarlo?


Y por otro lado, ¿qué podía haber hecho para evitarlo? Incluso antes de conocerlo, sus diseños la habían emocionado. Y cuando lo vio por primera vez cara a cara, una parte de ella supo lo que iba a suceder. Eso explicaba que, a pesar de su perplejidad, hubiera aceptado el hecho de que lo amaba sin ni siquiera plantearse otra posibilidad, como si respondiera a una ley de la naturaleza.


Sin embargo, el reconocimiento no la libraba de la inseguridad ni del temor, así que intentó recuperar el dominio de sí misma y recordar la razón que la había llevado hasta allí para así protegerse y evitar que Pedro descubriera sus verdaderos sentimientos hacia él.


Guardó el teléfono en el bolso y le tendió el sobre que sujetaba con fuerza en la mano.


—He venido a traerte esto. Lo dejaste en mi coche y supongo que lo necesitas. Te he llamado por teléfono, pero se ve que estabas duchándote.


Se pasó la mano que tenía libre por el muslo, en un gesto nervioso que no había repetido desde el día que Pedro la contrató.


—Gracias —dijo él, asiendo el sobre—. Quiero disculparme por haberte besado. Siento haberte puesto en una situación incómoda.


—No me siento incómoda —los besos la habían dejado desarmada, pero no podía decir que se arrepintiera.


—Me alegro —Pedro pareció aliviado.


Tiró del sobre sin que ella lo soltara y de forma natural, Paula cruzó el umbral de la puerta y Pedro la cerró tras ella.


Paula no pudo evitar quedarse mirando el torso de Pedro, musculoso y cubierto por una suave capa de vello oscuro.


«Deja de mirar. Te meterás en un lío».


Pedro reaccionó como si sólo entonces fuera consciente de su desnudez.


—Prepárate un café —señaló hacia la cocina—. Enseguida…, enseguida vuelvo —balbuceó. Y desapareció tras la puerta del que debía ser su dormitorio.



EL ANILLO: CAPITULO 25




Paula lo aceptó sin vacilaciones, absorbiendo y respondiendo a su beso, deleitándose en las sensaciones que él le transmitía al deslizar sus manos por sus brazos y su espalda, hasta su trasero.


Se trató de un beso lleno de ternura y cariño, y Paula lo atesoró como una valiosa joya.


Sin embargo, poco a poco fue cambiando de naturaleza. Los delicados besos se hicieron más exigentes, y sus lenguas se reclamaron en un baile de deseo y ansiedad. El fuerte cuerpo de Pedro presionado contra ella exaltó sus sentidos y su corazón le susurró que tuviera cuidado.


¿Debía tener cuidado porque corría el peligro de entregar su alma?


—Te quiero más cerca, más cerca —susurró Pedro antes de volver a besarla.


Y Paula se sintió a salvo y en peligro, anhelante y desesperada a un tiempo.


También ella necesitaba más proximidad, tanto física como emocional, y esa certeza se acentuaba en cada jadeante suspiro que escapaba de su boca. Había querido estar cerca de él desde el principio, quizá hasta había sabido que Pedro llegaría a ser tan importante como lo era para ella.


Se rumoreaba que era excéntrico y, sin embargo, ella sólo lo encontraba brillante, excepcional, encantador, dulce y fuerte.


—Paula, si seguimos así no voy a poder detenerme… —Pedro hundió el rostro en su cabello y ella notó que se le crispaban los hombros mientras con toda seguridad, batallaba consigo mismo y con sus odiadas respuestas físicas reflejas—. Creía que había elegido un sitio seguro. ¡Por Dios, estamos en un aparcamiento!


Pedro tenía razón y sin embargo, Paula había perdido toda noción de tiempo o lugar. Tenía que dominarse. En cualquier momento se separaría de él. Además, tenían que hablar. ¿No era eso lo que quería?


Pedro le acarició la espalda y cuando le masajeó la nuca, todo pensamiento racional se diluyó con el suspiro que ella exhaló. Sus labios se relajaron y tomó el rostro de Pedro entre sus manos al mismo tiempo que él reprimía una exclamación y la besaba de nuevo.


Cuando Pedro introdujo la lengua en la cueva de su boca, ella lo imitó. Pedro la estrechó con fuerza y gozó una vez más de la maravillosa sensación que le producía la perfección con la que sus cuerpos encajaban. No podía quitarse de la cabeza la imagen de Paula con las piernas enlazadas a su cintura.


Pedro no supo cómo llegaron a la puerta de su apartamento, pero siguió besándola mientras ella buscaba a tientas en su bolso las llaves. 


Unos segundos más tarde estaban dentro.


Una lámpara encendida sobre una mesa era la única iluminación que Pedro registró antes de volver a abrazar a Paula y besarla.


«Frena, frena».


Pero era un coche cuesta abajo sin frenos, que adquiría velocidad con el impulso.


¿Cómo era posible que necesitara aquello tan desesperadamente? Pedro encontró la respuesta en los recovecos de la boca de Paula, en la presión de sus labios contra los suyos, en el roce de sus dedos sobre sus brazos, sobre su pecho.


Su corbata se deslizó de los dedos de Paula al suelo. Se echaron sobre el sofá sin separarse, sin dejar de besarse. Pedro le acarició los senos a través de la blusa, asimilando su firmeza, su tamaño… Vio un brillo de bienvenida en los ojos de Paula y se preguntó qué veía en él. Y desde ese instante dejó de pensar para sólo sentir y experimentar con todo su ser, incluidas las partes que tanto se esforzaba en reprimir.


Facetas contaminadas por el dolor que Carlos le había causado y que había enterrado tan profundamente que ni siquiera él mismo las reconocía.


Ese pensamiento se abrió camino hasta alcanzar la superficie, apoderarse de su mente y encender las alarmas que habían sonado con anterioridad sin que se decidiera a prestarles atención. Sus hombros se tensaron bruscamente al darse cuenta de hasta qué punto estaba abriéndose a Paula. Y eso no podía permitirlo.


La tensión se extendió a su pecho y todos los músculos de su cuerpo, incluido el cuello. Una tensión que escapaba a su control. Se separó de Paula y su cabeza sufrió varias sacudidas mientras se ponía en pie con movimientos torpes.


Había querido hacer el amor a Paula. La verdad residía en lo que había pasado hasta ese momento, en la mirada perdida, desconcertada y dolida con la que Paula lo observaba con sus preciosos ojos azules a la vez que se ponía en pie tras él.


Pedro sentía un deseo irresistible de volver a tomarla en sus brazos y estrecharla contra su corazón, porque sólo ella podía librarle de aquella tensión que lo ahogaba. Pero no podía convertirla en su salvadora. Él debía ocuparse de sí mismo y de proteger la parte de sí que Carlos Alfonso se había esforzado en destrozar.


—Lo siento, Paula —su voz sonó áspera—. He perdido el control. Te dije que no volvería a pasar. Por tu bien…


—Sí, ya me lo dijiste. Tontamente, he querido creer… —Paula calló y tomó aire—. Debería haber aprendido la lección la primera vez.


Tomó la corbata del suelo, fue hacia la puerta con paso vacilante y la abrió.


—No sé… —no sabía qué decir. Se mordió el labio inferior y se abrazó a sí misma como si con ello se defendiera del exterior.


Tampoco Pedro sabía nada, ni cómo enfrentarse a lo que estaba pasando. Se detuvo junto a Paula y la miró. Ella le dio la corbata.


—Paula…


—No pasa nada. Tienes que irte. Los dos necesitamos que te vayas. Esto… —Paula vaciló—. Creías que me deseabas, pero la verdad es que… Y yo… Sería demasiado. No estoy preparada.


¿Para estar con él? ¿Para aceptar los límites que tan rígidamente él había marcado y que iban mucho más allá que su autismo?


¿Cómo podía esperar Pedro que afrontara todo aquello si él mismo no era capaz de hacerlo?


Arrugó la corbata en la mano y liberó su tensión arrugándola una y otra vez. Luego, miró a Paula por última vez antes de marcharse.




EL ANILLO: CAPITULO 24




Pedro contempló a Paula mientras bailaba con los ojos cerrados. Era tan hermosa y él la deseaba tan intensamente…


Consiguió dominar sus movimientos reflejos y la tensión de su cuello y sus hombros para disfrutar del roce de Paula. Su cabello olía a melocotones y caía sobre sus mejillas y su cuello como una cortina de seda. Le gustaba así, al final del día, sin lápiz de labios y con algunas arrugas en la ropa. Le gustaba verla bailar y que bailara con él.


En algún momento de la velada, las circunstancias habían adquirido una naturaleza distinta a la que se había propuesto inicialmente, y debía admitir que la culpa era suya.


Le había pedido que bailara con él porque ansiaba tocarla. Había querido consolarla tras el encuentro con su madre, pero ni siquiera había mencionado el episodio desde que llegaron al restaurante.


Pedro la acercó levemente hacia sí. Sentía cada movimiento que ella hacía, cada sensual contacto de sus cuerpos. Paula alzó la mirada con ojos brillantes. El resto de las personas que había en la pista se nublaron y Pedro sólo tuvo ojos para ella.


—Me encanta cómo bailas —le dijo Fiona al oído.


Sus senos rozaban el pecho de Pedro y éste, dando un suspiro la rodeó por la cintura y se movió con ella, con la sensación de sostener en sus brazos… un hogar, aunque ni siquiera supiera qué significaba esa palabra.


—A mí me gusta cómo bailas tú —su aliento acarició la oreja de Paula.


La línea que los separaba era tan tenue que podía traspasarse en cualquier momento.


El suspiro de Paula rozó la mejilla de Pedro. Un suspiro de placer por lo que estaban haciendo y por sentir la proximidad de Pedro.


Él se preguntó cuánto tardaría en perder la sensación de calma y en tener que concentrarse en controlar sus movimientos. Hasta que sucediera, se dio permiso para disfrutar del momento y de la deliciosa sensación de sentir sus torsos y sus piernas en contacto mientras bailaban. Quiso cerrar los ojos y dejarse llevar por la cadencia de la música. Y lo hizo.


Queriendo consolarla por el disgusto que le había causado su madre, y aunque no sabía en qué momento, Pedro había bajado la guardia, había dejado caer las barreras. Y lo peor era que ni siquiera le importaba lo suficiente como para intentar volver a erigirlas.


Bailaron y aunque Pedro apenas se movía, Paula no recordaba haber experimentado nada tan maravilloso porque Pedro no sólo bailaba con ella, sino que le hacía sentir que no había nadie más que ella en el mundo.


Fue inevitable que cada vez bailaran más juntos, que siguieran bailando de la misma manera aunque el tempo de la música variara, que Pedro posara su mejilla en la de ella y subiera una de sus manos hasta el hueco entre sus omóplatos, y bajara la otra a la curva de su cintura con su trasero.


La atención de Pedro logró hacer olvidar a Paula su sensación de fracaso con su familia. Por contraste, él la aceptaba tal y como era, y aunque no quería aceptar la atracción que sentía por ella, al menos en aquel instante lo estaba haciendo. Y Paula, por más que temía pecar de ingenua, quiso creer que quizá no fuera un sentimiento pasajero.


Le rodeó el cuello con los brazos. 


Permanecieron en silencio, con los ojos clavados el uno en el otro, bailando lentamente, hasta que, sin decir palabra, Pedro la tomó de la mano y Paula se limitó a dejarse llevar fuera de la pista, al exterior, hasta su furgoneta.


Ya en la carretera, Pedro le tomó una mano y la pegó a su muslo.


—Había pretendido hablar de tu familia…


—¿No prefieres hablar de Carlos…?


Pedro aparcó el coche en el aparcamiento que había en el exterior de la urbanización de Paula y se quedaron callados. La necesidad de hablar interfería con otros deseos más instintivos. Al no saber cómo actuar en ninguno de los dos sentidos, Paula acudió a los buenos modales.


—Gracias por una velada maravillosa —a ciegas, buscó la manilla para abrir la puerta y bajó.


Pedro había aparcado en el extremo más alejado de la casa. Estaba poco iluminado y reinaba un silencio total. Fue hasta el lado de Paula y cerró la puerta después de que ella bajara.


—¿A qué estamos jugando, Paula?


¿Abrió él los brazos o fue ella quien se acurrucó en ellos? ¿Tenía alguna importancia? Era inevitable que se fundieran en un abrazo.


—No sé que estamos haciendo —dijo ella, mirando a Pedro a los ojos—. Tú te aíslas por lo que Carlos te hizo, y no te das cuenta de que con ello le otorgas poder. No se trata sólo de tu autismo. Es parte de ti y es una parte maravillosa —dejó que las palabras fluyeran y expresaran lo que sabía intuitivamente aunque no fuera capaz de analizarlo.


Pedro sacudió la cabeza.


—La belleza está en tu interior, en tu generosidad y en tu capacidad de ver lo mejor de cada persona.


Tal vez Pedro no quería hablar de sí mismo o se limitó a reaccionar a un nivel puramente instintivo, pero se inclinó y la besó con toda su alma.