miércoles, 16 de mayo de 2018

BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 12





Dos horas más tarde, Pedro se estaba preparando para dar la clase a la que asistía Sabrina. Día a día, había crecido en él un sentimiento de anticipación; pasaba todo el día esperando aquel momento, por mucho que le disgustara.


Sin embargo, no dejaba de repetirse que si conseguía dominar sus emociones no tendría ningún problema. Y de momento, lo estaba consiguiendo. Seguía siendo tan responsable y tan justo en su comportamiento como lo había sido su padre.


Seguir los pasos de Bruno Alfonso no era tan sencillo, pero Pedro hacía lo que podía. Siempre lo había hecho. El primer paso había consistido en rechazar la oferta que le había hecho la Universidad de California, para que asistiera a la facultad de cine y televisión. En realidad, no había tenido otra opción. Tenía que cuidar de su madre y de su hermana, y llevaba once años haciéndolo, siguiendo el ejemplo de su padre.


Sólo había fallado una vez. Al menos, desde el punto de vista de su madre. Tal y como ella había observado, podía haber estudiado empresariales por la noche, una carrera que a su madre le parecía potencialmente más lucrativa. Pero Pedro había decidido estudiar filosofía inglesa, y cuando terminó la carrera se decidió por la enseñanza. Valeria Alfonso no lo entendía. No comprendía la importancia social del magisterio, y consideraba que enseñar era un simple divertimento que le permitía tener más días de vacaciones en Navidad y en verano, para perder el tiempo con sus guiones.


Lógicamente, Pedro no estaba de acuerdo con ella. Pero en aquel momento pensó que tal vez tuviera razón. Habían pasado cinco semanas desde que había enviado el guión de Free Fall y no había recibido ninguna respuesta de Irving Greenbloom.


De todos modos, los alumnos empezaron a entrar en clase y Pedro olvidó el asunto. Algunos, como Eliana Harper, entraban con tranquilidad y se sentaban en sus pupitres. 


Otros, como Beto García, aparecían riendo, aunque en seguida adoptaban una actitud más seria.


En cierta ocasión, Tim Williams se había interesado por los métodos que utilizaba Alfonso para mantener un buen ambiente en sus clases.


—Los chicos conocen mis normas —había explicado Pedro—. No son excesivas, ni injustas, y saben que les conviene asumirlas. Es tan sencillo como eso.


Alfonso no había añadido, por mucho que le apeteciera, que hacía algo no demasiado común entre los profesores: las normas valían para todo el mundo, sin excepciones de ninguna clase.


Jesica Bates entró poco después, al igual que Tony Baldovino y cuatro chicos más. Estaba a punto de sonar el timbre y faltaban dos alumnos. Uno de ellos era Sabrina, pero Pedro sabía que se encontraba en el instituto porque la había visto en la cafetería.


Por fin, sonó el timbre. Y cuando estaba a punto de dejar de sonar, apareció Sabrina. 


Si Pedro hubiera sido un policía de tráfico, la habría detenido por saltarse un semáforo cuando estaba en naranja. Pero Sabrina le sonrió y el corazón de Pedro se aceleró. Cuando consiguió recobrarse, Sabrina ya se había sentado en su pupitre.


Pedro pensó que, de haber sido policía, se habría arrestado a sí mismo. No podía controlar sus emociones.


Entonces, Kim se levantó y cerró la puerta sin que Pedro se lo pidiera.


—Gracias, Kim —dijo Pedro.


Era viernes, y los chicos estaban más animados que de costumbre. Algo que también ocurría con los profesores.


—Supongo que no podríais divertiros este fin de semana si no sabéis el resultado de los exámenes que hicisteis ayer —continuó él—, así que anoche estuve corrigiéndolos, hasta altas horas de la madrugada.


Pedro se levantó, ante las protestas de la clase, y comenzó a repartir los exámenes. Las preguntas no habían sido demasiado difíciles. 


Cualquiera que hubiera leído los primeros ocho capítulos de Las uvas de la ira habría aprobado. 


Pero, a juzgar por las notas, sólo lo habían leído dos tercios de los alumnos.


—Kathleen, será mejor que revises el segundo capítulo. Por lo demás, has hecho un buen trabajo. En cuanto a ti, Beto, el Noah al que me refería en la pregunta era el hijo mayor de los Joad, no el Noé de la biblia.


Beto tomó su examen y lo miró con disgusto.


—Vaya, hombre. ¿No merezco una nota más alta por haber ojeado la Biblia? Es un libro bastante más largo que Las uvas de la ira —declaró, sonriente.


Pedro apreciaba a Beto. Era un chico brillante e inteligente, pero más interesado por hacerse el gracioso que por sacar buenas notas.


—Me alegra que leas algo de vez en cuando, Beto. Y es posible que la Biblia te sea útil en el futuro, porque tendrás que rezar mucho si quieres aprobar la asignatura. A no ser, claro está, que empieces a tomarte las cosas en serio.


Pedro lo miró con ironía antes de dirigirse a Eliana.


—Muy bien, Eliana, como de costumbre. Ojalá que todos fueran tan responsables como tú.


Eliana se ruborizó y evitó las miradas de sus compañeros. 


Pedro siguió repartiendo los exámenes, hasta que llegó al pupitre de cierta mujer de cabello anaranjado.


Sabrina había leído los ocho capítulos, pero en una de las preguntas no se había atenido a las pautas. Al parecer, estaba empeñada en ser diferente.


—Sabrina, vuelve a leer el capítulo tres y todo irá bien —declaró, mientras se alejaba de ella—. Buen trabajo, Bonnie. Y en cuanto a ti, Tony, tu beca de deportes no te servirá de nada si no apruebas el curso. Espero que seas consciente de que...


—¿Me perdonas un momento? —lo interrumpió Sabrina.


Pedro se detuvo, nada sorprendido por la interrupción.


—¿Sí?


—No entiendo qué error he cometido en esa pregunta —declaró ella.


—No has contestado adecuadamente. Por si no lo habías notado, se trataba de elegir entre las opciones que os había dado. No de añadir una nueva.


—Por supuesto que lo noté. Pero, ¿has leído mi explicación?


—La tortuga del capítulo tres es la metáfora de la lucha del ser humano contra su incontrolable destino.


—¿Y quién dice eso?


—Sabrina... —dijo Pedro, con tono de advertencia.


—No pretendo ser poco respetuosa. Sinceramente, me gustaría saber por qué es la explicación correcta.


Los ojos de Sabrina denotaban tanta inteligencia como interés. Parecía que la asignatura le interesaba realmente, así que Pedro decidió dar una explicación más profunda.


—Los especialistas están de acuerdo en que Steinbeck era un maestro del simbolismo en la realidad. Piensa en la escena de la tortuga. La escribió con tanto detalle que todos somos esa tortuga. Una tortuga que deambula de un lado a otro hasta que finalmente se enfrenta al semáforo. Del mismo modo en que el hombre se enfrenta a un universo hostil.


—No niego en modo alguno el simbolismo —declaró Paula—. Pero, bajo mi punto de vista, la tortuga es el paradigma del valor, del esfuerzo continuado a pesar de los obstáculos. Es un símbolo de la fortaleza, no del victimismo. Entre las posibles respuestas a la pregunta no habías incluido ninguna con la que estuviera de acuerdo, de modo que añadí una.


La respuesta de Sabrina sorprendió a Pedro. Era una respuesta mucho más lógica, estructurada y razonada de lo habitual entre los alumnos.


—En cualquier caso, no puedes añadir respuestas cuando se trata de elegir entre interpretaciones de reconocidos expertos en literatura.


—¿Por qué?


—Sabrina...


—Una vez más insisto en que respeto las opiniones de esos expertos. Pero no veo por qué tengo que limitar la interpretación de una obra a sus puntos de vista. Estoy segura de que a Steinbeck no le habría importado discutir conmigo al respecto.


Pedro se cruzó de brazos. La situación comenzaba a divertirle.


—Lo dudo mucho. La opinión pública no le importó nunca, y probablemente te habría echado a patadas del bar en el que estuviera. De hecho no fue muy apreciado en su época.


—Sin embargo, ahora lo es...


—En efecto, pero ha tenido que pasar mucho tiempo para que apreciaran su trabajo.


—¿Lo ves? —preguntó ella—. Los expertos de su época deploraban su obra, y no habrían compartido los puntos de vista de los expertos actuales. Así que, ¿quién dice que mi interpretación sobre la escena de la tortuga no será la más aceptada en el futuro?


Pedro no fue capaz de responder. Sabrina tenía razón.


—Yo pensaba que querías que los alumnos desarrolláramos nuestras propias opiniones, que analizáramos los temas con independencia.


—¿Es que crees que no es así? —preguntó él.


—Si me atengo al resultado de mi examen, tengo serias dudas. Al menos me he tomado la molestia de ofrecer una explicación imaginativa y razonable.


—¿Es que los profesores de tu antiguo instituto permitían que añadieras respuestas propias en este tipo de exámenes? —preguntó él.


—El instituto Milburn utiliza métodos de enseñanza más progresistas y abiertos. Los profesores de literatura han descubierto que la literatura y el álgebra no son la misma cosa.


Pedro entrecerró los ojos.


—¿Ah, sí? Explícame eso.


—En los exámenes de literatura, no hay contestaciones erróneas si la gente demuestra que ha leído los libros y se atiene a los temas.


—Puede que sea un método acertado, pero, por ponerte un ejemplo con el examen de Beto, Noah Joad no construyó un arca, ni la llenó de animales.


Sabrina rió de buena gana. Y lo hizo de un modo tan sensual y femenino que Pedro se estremeció.


—Tienes razón. Pero sabes de sobra que me refiero a otra cosa.


Pedro también sonrió.


—Sí, creo que me hago una idea.


Pedro pensó que era preciosa, aunque no le gustara su color de pelo ni la ropa que llevaba. Se preguntó si su piel sería tan suave como parecía, y admiró el intenso color de sus ojos.


Entonces se sobresaltó y por primera vez fue consciente de que estaba mirándola con demasiada intensidad. Se había cruzado de brazos y estaba apoyado, cómodamente, en el pupitre de uno de los alumnos. Así que hizo un esfuerzo para recobrar la compostura y carraspeó.


Veintiocho alumnos lo miraban como si acabara de llegar de otro planeta.


Frunció el ceño y siguió entregando los exámenes. Se había dejado encantar por los ojos de Sabrina. No obstante, y por bellos que fueran sus ojos, sabía que lo que más le atraía en ella era su inteligencia.


Definitivamente tenía un problema. Ya no controlaba sus emociones, y sabía que ya no se parecía nada al responsable y honrado hombre que había sido su padre



BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 11





Desde su regreso a la vida académica juvenil, Paula no dejaba de culpar a su falta de práctica por su escaso rendimiento en la clase de economía doméstica.


A fin de cuentas, su madre nunca había necesitado ni había aceptado su ayuda en las tareas de la casa. Cuando estaba en la universidad, Paula se las arreglaba bastante bien con comidas preparadas y con la ayuda de la mujer que trabajaba para Donna; su amiga tenía mucho dinero y podía permitirse el lujo de contratar gente para ciertas tareas. De modo que no tenía costumbre de limpiar y no había aprendido a cocinar.


Sin embargo, intentaba justificarse pensando que era perfectamente capaz de limpiar su propia casa, arreglar pequeños desperfectos e incluso cocinar de vez en cuando. 


En todo caso, no veía por qué tenía que hacerlo cuando había cosas mucho más importantes en su vida. Era una mujer de carrera, y no había razón para que perdiera el tiempo con ciertos asuntos cuando se podía permitir el lujo de contratar a otra persona para que los solucionara por ella.


Lamentablemente, las justificaciones no le iban a servir en la clase de economía doméstica, de la señora Dent, en la que se encontraba en aquel momento.


La prueba más evidente de ello se encontraba ante ella, en una encimera roja. Acababa de echar un vistazo a las pequeñas cocinas de la sala del instituto y había comprobado que todos sus compañeros habían preparado platos perfectos, desde tartas a dulces de todo tipo. No podía negar que ella y su compañero, Fred Adler, eran los peores de la clase; el profesor les había pedido que trabajaran en parejas, y Fred tampoco se distinguía por sus habilidades culinarias.


—Bueno, seamos positivos —dijo ella—. Al menos huele bien.


—Si te gusta el olor a quemado...


—No sé, tal vez podríamos decir que es una nueva receta de comida cajún, ya sabes.


—Ya. ¿Y qué vamos a decir de eso? —preguntó, mirando hacia un bol con algo parecido a un dulce.


—Vamos, Fred, anímate. Seguro que sabe muy bien, aunque no tenga buen aspecto.


Fred alzó los ojos al cielo. Después, tomó un palillo y pinchó una de las tartas. El palillo se rompió.


—Sabrina, me temo que está algo duro.


—Pues he seguido las instrucciones de la receta.


—Lo dudo. Te habrás saltado algo o habrás leído mal. Debiste permitir que yo midiera los ingredientes. Pero ya no tiene remedio; supongo que no sacaremos buena nota.


—Te recuerdo que tú te has encargado de calcular el tiempo, Fred.


—Sí, pero he sacado las cosas del horno cuando tenía que hacerlo. Si lo hubieras hecho bien, no se habría quemado.


—Lo sé, lo sé, tienes razón, no valgo para esto. 


Sencillamente, no sé cocinar. Le diré a la señora Dent que ha sido culpa mía.


Paula sabía que la profesora aparecería en cualquier momento. Miró a su alrededor y vio varios ordenadores en la sala; con cierta nostalgia, pensó que sabía cómo enfrentarse a ellos; en cambio, no sabía utilizar un simple horno.


—No, no, debí prestar atención a lo que estabas haciendo en lugar de... bueno, debí ayudarte más, eso es todo —declaró, ruborizándose.


Paula le dio una palmadita en la espalda y se acercó a la pila. Ni siquiera había notado que su compañero no había prestado atención a las recetas porque no dejaba de admirar a Carolina Alfonso. Obviamente, le gustaba.


—¿Por qué no terminas la tarta mientras yo lavo los cacharros?


—De acuerdo, pero ten cuidado con el agua. Podrías quemarte.


—La ironía no te va, Fred —espetó, sonriendo.


Paula miró los cacharros que habían dejado en la pila y se subió las mangas del jersey. Al menos no era la primera vez en su vida que fregaba, y se sentía perfectamente capaz de hacerlo. Pero, mientras lo hacía, sus pensamientos se dirigieron hacia uno de los temas que más despertaban su curiosidad.


Desde que había descubierto que Carolina era la hermana de Pedro, Paula había observado a la joven con suma atención; aunque no habían intercambiado ninguna palabra. 


Carolina parecía decidida a romper todas las normas que tanto respetaba su hermano. Durante las últimas semanas, la señora Dent había enviado dos veces a Carolina al despacho del director, para que hablara con él. La primera ocasión, por dedicarse a charlar por Internet, durante la clase de informática, en lugar de hacer lo que le habían pedido; y la segunda, por enfrentarse a la profesora. Al parecer, le había dicho que no había hecho cierto trabajo porque era una tontería y porque ella no era una «ignorante en términos de informática», como su profesora.


Parecía una joven bastante rebelde, pero después de observarla con detenimiento Paula había llegado a la conclusión de que su rebeldía era pura fachada. Había algo que no encajaba en ella. Hasta en su atrevida indumentaria, aunque le quedara bien. Suponía que actuaba de aquel modo sólo para molestar a su hermano. Al fin y al cabo, Donna le había dicho que su madre había delegado toda responsabilidad sobre Carolina en Pedro.


Mientras fregaba, miró a su compañero.


Fred Adler, todo un genio de la informática, estaba terminando de arreglar la tarta. Paula sospechaba que llegaría lejos, y que Carolina lo recordaría. Pero en aquel momento, actuaba como si ni siquiera supiera de su existencia; tal vez, porque la conservadora vestimenta de Fred no hacia justicia a su atractivo.


—¿Qué te parece tan gracioso? —preguntó Fred, al ver que Paula sonreía.



—Yo... no, nada, un chiste que me contaron —mintió.


—Pues cuéntamelo. No me importaría reír un poco antes de que aparezca la profesora.


—Mmm. Bueno, está bien, pero no le digas a nadie que te lo he contado yo. ¿Cómo pone una bombilla Wendy Johnson?


—No lo sé.


—Empuja la bombilla contra el casquillo mientras el mundo gira a su alrededor.


Fred empezó a reír a carcajadas, con una risa sorprendentemente masculina. Todas las chicas se volvieron, incluyendo a Carolina, y lo miraron con interés. 


Los ojos de Carolina eran más verdes que los de Pedro, pero muy parecidos, y tenía unas pestañas tan largas como las de su hermano.


—Oh, no... ya viene... —dijo Fred, de repente. Una mujer de pelo canoso entró en la sala y se detuvo.


—Aquí huele muy bien —dijo—. El comité organizador del baile se alegrará mucho. Habéis trabajado muy bien, así que he decidido que se contentarán con cuatro tartas de cada clase. ¿Tenéis alguna idea de lo que podemos hacer con las tartas sobrantes?


—¡Comérnoslas! —gritaron varios alumnos, a la vez.


La profesora sonrió.


—Bueno, bueno, tranquilizaos. Aún tenemos tiempo de tomar un pedazo antes de que suene el timbre. Melanie, por favor, trae unos platos. Thomas, los cubiertos de plástico están en el armario que se encuentra encima de ti. Venga, rápido, moveos... Pero, ¿qué tarta vamos a cortar?


Era viernes, y todo el mundo estaba contento. Casi todos los alumnos levantaron las manos para que la profesora se decidiera por sus tartas. Paula y Fred, en cambio, no compartían el entusiasmo de los demás. Y la profesora lo notó. Sonrió hacia y ellos y preguntó:
—¿Qué estáis escondiendo? Venga, apartaos para que pueda verlo... oh, Dios mío...


La profesora miró la tarta con el gesto de repugnancia más evidente que Paula había observado en toda su vida. Y no era para menos. Fred había hecho un gran trabajo intentando arreglar lo inarreglable; había intentado nivelar la superficie poniendo nata extra en algunas partes y había mejorado bastante el aspecto inicial, pero no era Houdini. A pesar de sus esfuerzos, si alguien la hubiera puesto en un cercado con ganado, la gente habría pensado que se trataba de otra cosa.


—Es culpa mía —se apresuró a decir Paula—, no de Fred. Yo soy la responsable de la tarta. Fred sólo se ha encargado de la decoración y de la nata, y es seguro que sabrá muy bien. Le ruego que nos califique por separado para que...


—No, eso no es cierto, yo también soy responsable —declaró Fred—. Y la calificación debe ser para los dos.


La anciana profesora se ajustó el cuello de su jersey rosa, intentando encontrar las palabras adecuadas. Pero, cuando parecía que iba a hablar, miró la tarta y miró a los dos alumnos y sonrió. Y su sonrisa se convirtió, en seguida, en carcajadas.


Fue la excusa que necesitaba toda la clase para unirse a la fiesta. Automáticamente, todos empezaron a hacer bromas al respecto. Unos sugirieron que donaran la tarta al equipo de lanzamiento de disco. Otros, que la utilizaran como yunque en una herrería. E incluso alguno tuvo el atrevimiento de sugerir que la pusieran en la silla del director, para que se llevara una sorpresa cuando se quisiera sentar.


Cuando la clase terminó, se encontró con Carolina a la salida.


—Estás en la clase de Alfonso, ¿verdad? —preguntó Carolina.


—Sí. ¿Cómo lo sabías?


Paula pensó que cabía la posibilidad de que Pedro le hubiera hablado de ella.


—Lo sabe todo el mundo. Has roto sus normas y has vivido para contarlo. Todo el mundo habla sobre ello.


—No sé por qué, la verdad. Desde entonces, he sido una alumna modélica.


Pedro Alfonso era un profesor estricto, pero había descubierto que también era un excelente profesional. De hecho, comenzaba a disfrutar de sus clases.


—Mmm... eso no es lo que dice mi hermano —sonrió la joven.


—Muévete, Sabrina —dijo alguien, a sus espaldas.


Paula comprendió que estaban bloqueando el paso y se apartó. Entonces vio a un chico alto y atractivo, de pelo tan negro como su cara cazadora de cuero. Más que un jovencito, parecía un hombre. Por la edad que parecía tener, imaginó que había repetido el curso más de una vez.


No era la primera vez que lo veía; se sentaba a menudo con Carolina, durante la comida, y Pedro los miraba con cara de pocos amigos.


Paula comprendió el motivo de la desconfianza de Pedro


Carolina miraba al joven con evidente fascinación. El chico le apartó un mechón de la cara, dijo algo que no pudo entender y metió algo en uno de los bolsillos de Carolina. Fue un movimiento casi imperceptible, que Paula no habría notado si no se hubiera encontrado tan cerca de ellos.


—Oye, Carolina... —dijo Paula.


Carolina se apartó del joven, con cierto gesto de alivio. En cambio, el chico parecía irritado.


—¿Quieres sentarte a comer conmigo? —preguntó Paula—. Hay sitio de sobra en la mesa.


Eliana y Paula habían empezado a comer juntas en una mesa vacía. Pero se estaba llenando de gente a una velocidad asombrosa.


—Carolina se sienta conmigo, preciosa —dijo el joven.


Paula se volvió hacia él y lo miró. Y en aquel momento sucedió algo inesperado. Los ojos azules del joven le recordaron a un individuo muy distinto. Volvió a regresar al pasado, volvió a ver un cuchillo que brillaba a la luz de la luna y se sintió desfallecer.


—Sabrina... ¿Te encuentras bien? —preguntó Carolina.


Paula parpadeó, confusa, y respiró profundamente.


—Sí, sí, no es nada. Supongo que necesito comer algo, eso es todo.


—Por un momento he pensado que estabas de tripi —dijo el joven.


—No suelo drogarme —declaró Paula.


El joven sonrió.


—De modo que eres una buena chica, ¿eh?


—Sólo una chica inteligente —puntualizó ella.


—Sea como sea, no nos hemos presentado. Soy Bruce Logan. Y tú debes de ser la chica de California de la que tanto he oído hablar...


—Supongo que sí. Lamentablemente, no he oído hablar de ti —declaró ella, sólo por molestar—. Pero volviendo a lo que estaba diciendo, Carolina... ¿te gustaría comer conmigo?


Carolina tampoco tuvo ocasión de responder esta vez. Tony Baldovino se acercó al trío y se dirigió a Bruce.


—Vaya, por fin te encuentro —dijo—. Tengo que hablar contigo, tío. Casi me he quedado sin... bueno, ya te lo diré más tarde.


Bruce pasó un brazo por encima de los hombros de Carolina.


—Estaré contigo enseguida— dijo, antes de volverse hacia Paula—. Ya te he dicho que Carolina se sienta conmigo, a menos que yo diga lo contrario. Se lo estás pidiendo a la persona equivocada.


Paula arqueó una ceja.


—No, no me he equivocado. Se lo estoy preguntando a ella, no a ti. Y estoy segura de que es perfectamente capaz de decidir por sí misma, ¿verdad, Carolina?


Carolina se ruborizó y miró a Bruce y a Tony con nerviosismo, antes de responder.


—Bueno... tal vez podríamos comer juntas en otra ocasión.


Los ojos de Bruce brillaron, triunfantes.


—Claro, cuando quieras —dijo Paula.


Bruce sonrió con insolencia.


—Si quieres, puedes sentarte en mi mesa. Está llena, pero podrías acomodarte en mi regazo.


—Buena idea —dijo Tony, sonriendo.


—¿Qué te parece, preciosa? —preguntó Bruce—. Seguro que nos llevaríamos bien.


—Lo dudo —dijo Paula, con tranquilidad.


—Creo que eso es una negativa —dijo Tony.


—¿Estás segura? —preguntó Bruce, sin dejar de mirarla—. Piénsalo, pequeña. No sabes lo que te pierdes.


Bruce se llevó una mano a la entrepierna, y Paula la miró con desprecio.


—Lo sé de sobra. Si fuera tan grande como tu ego, cabría la posibilidad de que me sintiera tentada. Pero es evidente que no es así.


Tony estalló en una carcajada, y Paula volvió a mirar a Carolina.


—¿Estás segura de que no quieres sentarte conmigo?


Carolina negó con la cabeza.


—Como quieras. De todas formas, te recuerdo que la invitación sigue en pie. Puedes sentarte conmigo cuando quieras.


Bruce la miró con abierta hostilidad, pero Paula mantuvo la mirada de Carolina hasta que la joven asintió. Después, se despidió de Tony y se alejó.


—¿Quién se ha creído esa bruja que es? —oyó que decía Bruce, a sus espaldas.


Carolina respondió algo que Paula no pudo entender, y lo lamentó, porque le habría gustado oír la respuesta. 


Últimamente, no sabía quién era. Sólo sabía que ya no era la antigua Paula.