miércoles, 29 de abril de 2015

REGRESA A MI: CAPITULO 9





Un flic.


Juan le había contagiado su afición por el thriller. Ella conocía de sobra el significado de esa palabra francesa para designar a un policía.


Y ahora, en esa gloriosa tarde de otoño, ella tenía a un flic satisfecho, adormilado en sus brazos, con la cabeza apoyada sobre su pecho desnudo.


Su relación no era todo lo espontánea que quisieran. Estaba calculada con la precisión de una operación militar. Camila, y sus respectivos trabajos, les obligaban a trazar planes con antelación para arañar unas horas, juntos.


En poco tiempo, la niña y Pedro habían formado un equipo en el que ella era admitida de tanto en tanto. Camila estaba tan contenta que parecía haber recibido el regalo más valioso de su vida. Decía que Pedro estaba allí gracias a la abuela. Ella no se atrevía a discutírselo para no desilusionarla.


Con todo, no quería que Pedro viviera aún en su casa. Aún había cuestiones por aclarar. Si Camila se encariñaba demasiado con él, y al final su relación fallaba, sufriría
mucho.


Esa tarde llevaban todo el tiempo sin salir de la cama, disfrutando de sus cuerpos y dando rienda suelta a sus necesidades.


—Estoy hambriento —soltó Pedro de pronto, rompiendo el apacible estado adormilado en el que ambos habían caído.


Ella le miró extrañada, pensando si el sexo le había dado tanta hambre como para tener que levantarse a comer.


—De ti. Solo de ti —rió burlón—. Hambriento solo de ti.


Se tumbó sobre ella, piel contra piel. Hundió la cabeza en la base de su cuello y aspiró el dulce aroma de Paula, a una de esas colonias selectas con aroma a cítricos que ella usaba. Sujetó con fuerza sus caderas para atraerla hacia él. Besó su clavícula. Su boca fue bajando hasta apresar el pezón enhiesto. Lo sostuvo con cuidado entre sus dientes, dando ligeros tironcitos. La exclamación de placer de ella, le enardeció. Después repasó el otro con la punta de la lengua.


Notó su mano pequeña y delicada toqueteándole. Una llama ardiente que envolvía su pene y le hacía perder la razón. Ella le acariciaba de arriba abajo con la suavidad de una pluma, casi sin tocarle, friccionando la punta de su sexo de tanto en tanto. Solo jugaba con él. Le provocaba hasta hacerle casi alcanzar la cima para soltarle antes de llegar al alivio necesario. Los músculos de su cuello se tensaron. Un rugido salvaje nació en su interior.


Soltó el aire entre los dientes. Movió la pelvis y se arqueó, incitándola a que le tomara del todo para sentir la liberación total. Ella apartó la mano y se dedicó a repasar la piel firme
de su cadera. Sonreía, embelesada en su propio gozo, con los ojos convertidos en dos ranuras, casi opacos.


Pedro ardía. La mezcla de placer y dolor le estaba llevando más allá de sus fuerzas.


Sujetó su mano y la llevó de nuevo a su sexo. Marcó con ella el ritmo que necesitaba, mientras su lengua hambrienta penetraba en su boca y se retiraba con la fuerza de firmes estocadas. Por un instante, pensó en dejarse llevar y liberar tanta pasión entre sus manos, pero la necesidad de estar dentro de ella, era muy superior.


Paula elevó sus piernas y las envolvió en torno a sus caderas. Él entró de un solo golpe. Su boca absorbió el grito de sorpresa de ella. La pasión les abrasaba, en un fuego
que consumía sus voluntades. Se sentían asfixiados por el placer. En aquel momento nada importaba. Solo ellos. El pequeño universo que les rodeaba había dejado de existir, envueltos en el goce infinito de la pasión.


Se dejaron ir al unísono, temblando juntos, pronunciando sus nombres entre jadeos de violenta ansia.


Pedro se dio la vuelta y la colocó sobre él. La dulzura de Paula purificaba su alma atormentada. La mantuvo pegada a su pecho sudoroso. Si pudiera la mantendría allí sujeta. Permanecería abrazado a ella, sin pensar en los límites que marcaban el lugar y el tiempo. Pero la tarde llegaba a su fin.


Paula estaba tan exhausta como relajada. Repleta de amor, con todas sus necesidades saciadas con la delicadeza y el placer que solo Pedro podía darle.


Adoraba esos últimos instantes en la penumbra del cuarto.


Momentos en los que se intensificaba su amor por él. Se sentía poderosa al lograr que Pedro derribara sus barreras, y le ofreciera pequeños retazos del ayer y del hoy. Podía asomarse a su interior y saborear la dulzura, pasión y generosidad, que tan celosamente guardaba. Sus ojos perdían frialdad para llenarse de fuego. Su voz insinuante pronunciaba su nombre con gula.


Su rostro se relajaba en una sonrisa, a veces tierna; otras, lasciva.


Las manecillas del reloj corrían inexorables. Nada podía detenerlas. Paula debía de bajar el tramo de escaleras que la separaban de su vivienda para reengancharse a su vida diaria. Tal vez Pedro, si no tenía que volver esa noche a Comisaría, podría acercarse a cenar. Y besarse a escondidas. Dos adolescentes escapando de la mirada de los mayores.


Juan les había prometido una sesión de cine clásico. Un Flic (o Crónica Negra como se había traducido) de Melville, con un guapísimo Alain Delon en el papel del comisario Eduard Coleman. Paula había tenido que aguantarse la risa. Su hermano no tenía ni la menor idea del tipo de relación que mantenía con Pedro, otro poli, que a ella le gustaba bastante más que el actor. Aunque estaba segura de que si lo supiese estaría encantado.


Mucho más que cuando la veía acompañada por Carlos Bouza.


Se separó de Pedro. Él se despabiló de golpe. Gruñó algo incomprensible y antes de que se diera cuenta la sujetó por la cintura, tiró de ella y la colocó de nuevo sobre él.


—No te vayas. Ahora no —pidió mimoso, con voz sugerente.


Paula notó su necesidad de ella, más de cariño que de sexo, pero no se dejó convencer. Las obligaciones diarias eran en esos instantes una losa. Pero tenía que cumplirlas. Se limitó a acariciar su rostro, dibujando con los dedos los rasgos amados, tratando de adivinar su expresión en la oscuridad del cuarto.


—Es tarde. Daria se tiene que ir y Camila no se puede quedar sola.


Él aflojó el abrazo.


Notó su disgusto, pero no hizo caso. Era madre antes que nada. Sus propios deseos tenían que quedar de lado. Salió de la cama. Mientras se vestía le observó por el rabillo del ojo. Pedro tenía la mirada fijada en un esquina de la habitación. Su mandíbula se había endurecido en un gesto adusto.


—No tendríamos estos líos si viviéramos juntos —dijo al fin.


Ella suspiró. Se cargó de paciencia. Esa frase salía a relucir en los últimos días al final de cada maratón amoroso.


—No podemos, lo sabes. Aún no. Camila…


—A Camila le importaría un cuerno. Ella me adora. Sospecho que solo quiere tener un padre.


—¿Un padre? —el tono de Paula sonó algo chillón. Se preguntaba de dónde había sacado él semejante historia.


—Me lo ha sugerido. Quiere que la vaya a buscar al colegio en vez de Daria, como hacen todos los padres. Quiere que sus amigos la vean conmigo.


—Tonterías. Camila no tiene ni la menor idea de lo que es un padre. El único hombre presente en su vida es Juan, y no se puede decir que sea el padre ideal. Es su colega.Tiene menos sentido común que ella.


Pedro guardó silencio unos instantes. Se notaba en desventaja, ahí tirado en la cama, desnudo, con las sábanas arrebujadas bajo su cuerpo y el aroma a sexo y a Paula flotando en la habitación. Pero tenía que decir lo que llevaba dentro antes de que su corazón se rompiera en pedazos. Su ansia por ella, por las dos. Su sueño de pertenecer a una familia le estaba matando. A él no le interesaba el sexo de una tarde. Él quería más.


Mucho más.


—Las amo a las dos, Paula. Quiero vivir con Ustedes el día a día. No estos momentos arañados.


Paula continuó vistiéndose en silencio. Se puso el pantalón y una camiseta. Se sentó en el borde de la cama y se fue colocando con parsimonia los ejecutivos de encaje y los zapatos. Todo bien conjuntado, en una escalera de color del verde manzana al musgo. A Pedro le parecía la mujer más elegante que él hubiera conocido jamás. No era lo que llevaba sino cómo lo llevaba. Con esa naturalidad propia de las féminas con clase.


Ella, mientras, meditaba en sus palabras, sabiendo que su réplica estropearía esos momentos íntimos, deliciosos, que habían pasado juntos.


—No sé nada de tu vida, Pedro. Muestras nada más que lo que quieres enseñar.


Pedro saltó de la cama. Ella le contempló en su desnudez gloriosa. Se recreó en su amplio tórax, en la fuerza de sus músculos, en sus manos amplias que tanto goce le daban.


—No hay nada que saber —su voz plasmaba toda la frustración que sentía—. Sabes lo importante. Me crié en un orfanato y en casas de acogida. Estudié Derecho, y Psicología. Me hice policía. Mi vida, como la del común de los mortales, se resume en un par de frases. No hay grandes hazañas.


—La mía también se resume en dos frases, pero creo que la tuya es algo más compleja. Sé que hay algo de lo que nunca hablas. Lo intuyo.


—Imaginas lo que no hay —se defendió elevando más de lo necesario el tono de voz.


—Necesito saber para dejarte entrar de lleno en nuestras vidas. No puedo confiar en ti, si tú no lo haces en mí. ¿Qué tipo de relación estaríamos iniciando?


—Paula, yo me pongo en tus manos sin dudar ni un segundo. Lo eres todo para mí. El pasado debe dormir en el pasado.


—No. El pasado forma parte de nuestro presente y de nuestro futuro.


—¿Para qué? —los brazos de Pedro se abrieron.


Se sentía derrotado por la voluntad de ella. Jamás podría convencerla.


No podía contarle sus secretos. Si ella llegara a saber, la perdería para siempre. El conocimiento solo les repostaría tristeza.


—Para saber a lo que nos enfrentamos.


Él se sentó en la cama. En el mismo sitio que ella acababa de dejar. Apreció el calorcillo en sus nalgas y su deseo se hizo más profundo.


—Nunca te he preguntado por tu pasado, Paula. Jamás me ha interesado saber quién es el padre de Camila o si después hubo otros hombres. Nosotros tenemos que empezar de cero. Y caminar hacia el futuro.


Paula le miró con pena. Eso era lo más fácil. Pero lo fácil no solía funcionar. Le dolía la tristeza que observaba en los ojos de él, la sensación de pánico que de vez en cuando asomaba a su expresión.


—Tengo que saber.


Él pareció meditar en sus palabras.


—Cuando era pequeño leí una leyenda en la biblioteca del colegio. Un guerrero llega a un reino, salva al pueblo de sus enemigos y se enamora de una princesa. Se casan, pero con la condición de que ella jamás pregunte cuál es su origen. Sin embargo, ella, investiga y descubre su secreto, por lo que él debe alejarse para siempre, montado sobre un cisne blanco. Él solo. El guerrero se llamaba Lohengrin. Jamás pudo disfrutar de la felicidad con su amada. La curiosidad rompe el amor. ¿Acaso quieres eso?


Paula le escuchaba hablar. Sintió en sus palabras el miedo y la desesperación a perderla. Le miró con ojos llorosos. 


Pedro era un hombre fuerte, callado. Era un policía
acostumbrado a convivir con lo peor de la sociedad y, sin embargo, no se había contaminado por la violencia. 
Conservaba una exquisita sensibilidad. Así lo veía cuando
jugaba con Camila. Cuando respondía a sus preguntas o cuando se enfrentaba a sus encaprichamientos infantiles, convenciéndola con ternura.


Se lo podía imaginar en su trabajo diario. Paciente. 
Concienzudo. Perseverante.


Se acercó a él. No podía decir más. Sus brazos la envolvieron. Se dejó mecer, abrazar con esa pasión que Pedro ponía en cada uno de sus actos.


Ella depositó una serie de besos tiernos en su pecho desnudo. Notó un estremecimiento y como su sexo volvía a endurecerse. Se separó con renuencia. Si pudiera, detendría el tiempo para entregarse de nuevo a él, y apagar con sus besos la tristeza y derrota que veía en su expresión.


—Tengo que marcharme —musitó.


Él abrió los brazos y la dejó ir. El dolor laceraba su corazón. 


Maldijo la negrura de su vida pasada. Tal vez algún día… Paula debía entender que su amor por ellas, estaba por
encima de los secretos.


Sonrió con humor negro. Nada de eso ocurriría si no era claro. Y eso era imposible porque entonces la perdería para siempre. Ninguna madre confiaría a su hija a un hombre como él. Aunque se hubiera regenerado.


El golpe de la puerta al cerrarse le pareció una metáfora de su situación. De nuevo le había dejado al margen.





REGRESA A MI: CAPITULO 8




El corazón de Paula latió lleno de gozo. Pedro quería a las dos. A Camila, la niña olvidada por su propio padre. Lo había dicho con esa determinación tan suya.


Negó con la cabeza. Necesitaba cordura, no dejarse seducir por las palabras de un hombre del que apenas conocía nada.


El timbre evitó que diera la respuesta contundente que tenía en la punta de la lengua.


Eran tres pulsos cortos, tres largos y tres cortos.Paula suspiró. Ya sabía quién clamaba SOS. Aunque la que debería de pedir que la rescataran era ella misma.


—A buenas horas, llegas —no se permitió cortesía alguna para recibir a su hermano Juan—. Te necesitaba a media tarde para que sacaras a pasear a estos dos diablos.


—No pude llegar antes. Había partido del Celta. Creía que te lo había dicho.


—Pues no, mira tú por dónde. No me lo habías dicho.


—Se me habrá olvidado.


Conocía de sobra a Juan. Regateaba los conflictos con el arte de un jugador de fútbol, ante otro del equipo contrario. Decirle que esa tarde no iría pronto equivalía a una discusión. Así que mejor callarse. Ella tampoco podía protestar demasiado. Desde que la madre de ambos había muerto, Juan era un puntal a la hora de cuidar a Camila.


—Seguro —afirmó sarcástica, harta de hombres que hacían siempre su santa voluntad.


—Y además, y para que lo sepas, no tengo ninguna intención de salir a pasear con ese chucho. Me da vergüenza.


Paula le miró asombrada. Por lo que ella sabía Juan y el perro congeniaban muy bien. Ambos tenían el cerebro del tamaño de un guisante.


—¿Y se puede saber…?


—Se lanza unos pedos… —aclaró al fin un poco ruborizado.


—¡¡¡Juan!!!


—Tío Juan…, no es verdad. Aquel día, fue el tubo de escape de un coche.


—¡Claro, cielo! El de un coche pedorrento. Seguro. ¿Cómo está la niña de mis sueños? —preguntó a voz en grito cogiendo a su sobrina, asiéndola por la cintura y levantándola por encima de su cabeza.


—¡¡¡Bieeen!!!


En una de las vueltas, Juan vio al hombre apoyado junto a la barra de la cocina. Una sonrisa amplia, de franca camaradería ensanchó su boca.


—¡Ostras,Pedro, no te hacía por aquí.


—Pues ya ves, de visita, como tú. Te advierto que a mí tampoco me han recibido con los brazos abiertos…


—Es que aquí ya se sabe… Mi hermana tiene unas malas pulgas que pá qué. ¿No te habías dado cuenta?


—Da la imagen de mujer dulce y tranquila.


—Estarás hablando de otra —respondió con la risa bailándole en los ojos—. Porque ella… siempre me ha tenido bajo su bota. Para que lo sepas, colega, es una dictadora.


—¿Os conocéis? —preguntó Paula demasiado estupefacta como para hacer caso de las palabras de su hermano.


—Somos colegas desde hace años. Pedro es cliente. Nosotros le compramos la moto vieja y él a cambio nos compró la BMW.


—No sé si me voy a cambiar a la competencia. La última factura me ha dejado temblando.


—Venga, hombre, Pedro. A ver quién te va a tratar mejor que nosotros. Comos si otros fueran más baratos, tío.


—Un día de estos iré por ahí a comprobarlo. Y si lo encuentro os planto.


—Anda, ya, tío. Si nosotros ofrecemos el mejor servicio. Y además BMW. Y la marca no le da cancha a cualquiera, jod… Bueno, mejor me callo, que hay moros en la costa.


Paula miraba a uno y otro en ese intercambio de chanzas varoniles. Por un momento pensó si habría algún patógeno por ahí suelto que hubiera producido locura transitoria.


Todos se conocían. Todos estaban encantados de encontrarse. Todos bromeaban y eran felices. La única que se sentía como un pulpo en un garaje, en su propia casa, era ella.


Estaba incómoda y alterada.


Y más ante la presencia de Pedro dispuesto a quedarse.


En su momento, le había sorprendido que él hubiera aceptado su ruptura con tanta facilidad, sin intentar siquiera entrar de nuevo en su vida. Le conocía bien. Pedro no era de los que se conformaban sin luchar cuando quería algo.


Y ella se sabía ese “objeto de deseo”.


Si echaba la vista atrás, tenía que reconocer que se había enamorado de él casi sin querer.


Al principio pensó que era una atracción pasajera, meramente física, debida en parte a su larga sequía sexual. 


Pedro era un hombre que no pasaba desapercibido. Alto, fuerte, con una musculatura bien desarrollada gracias al ejercicio diario. Tenía una tez morena, con una semi barba permanente que le daba aire de chico malo y una risa franca que obligaba a establecer una confianza inmediata, ciega, en él.


Al poco, había descubierto que Pedro tenía un fondo demasiado oscuro. Y eso la asustó. Se había enamorado de él con una pasión arrolladora como jamás había sentido
por nadie. Ese imponente físico no era más que una envoltura de su riqueza interior, formado por una personalidad delicada, amable, detallista. Y su hambre de afecto. Esa sed de caricias. Estaba dispuesto a recoger cada migaja de cariño. Agradecía cada una de los besos que ella le daba como un regalo de los dioses, con una honda emoción. A veces, cuando estaban los dos desnudos en la cama, ella se sentía observada por sus ojos profundos. Y en su mirada le parecía detectar la humildad por haber disfrutado de ese rato de placer.


Sin embargo, aún persistía el escollo contra el que había encallado su relación. La falta de confianza se iba convirtiendo poco a poco en una masa densa y oscura a medida que aumentaba su intimidad. Pedro Alfonso era un hombre hermético, cargado de secretos que guardaba con celo, sin permitir que nadie abriera ni la más ligera brecha para acceder a ellos. Eso la había alejado de él.


Paula no creía que hubiera aparecido tan de repente en su casa para contárselos todos de golpe.


Pedro la observaba en silencio con todo el amor por ella reflejado en sus ojos. Nunca se había ido del todo. Solo se había mantenido en un segundo plano, aguardando el
momento oportuno en que ella recapacitara y se diera cuenta de que estaban hechos el uno para el otro. La espera era tediosa. Los días habían acabado por convertirse en
largas jornadas de trabajo. Empezaba a notar el agotamiento. Tenía la sensación de que su vida se había quedado en un impasse difícil de soportar. Y tenía miedo. A perderla para siempre.


El tan esperado momento de la reconciliación no acababa de llegar. Paula se mantenía firme. Por eso él, un hombre de acción, esa tarde había decidido retar al destino, y jugarse a los dados el futuro de ambos.


Paula se preguntaba si el encuentro del portal había sido el detonante para su regreso. O si lo había sido el entierro de su madre. No podía olvidar el momento en el que le había visto aparecer en el Sanatorio, de camino al trabajo, vestido con su chupa de piel desgastada y su aspecto de hombre peligroso. Había permanecido alejado, sin atreverse a
acercarse. Ella pudo apreciar las miradas asesinas que echó a Carlos Bouza, un figurín enfundado en un traje de lana fría gris marengo, plantado a su lado como si ella le hubiera
concedido tal derecho.


Notó el silencio de la sala. Todos estaban expectantes. La habían dejado evadirse en sus pensamientos. Esperaban que regresara lo antes posible de ese lejano país de las
reminiscencias en el que se había recluido. Sacudió la cabeza de manera imperceptible.


Pedro ha traído unas pizzas.


No se podía decir que fuera una de esas frases que harían historia, pero fue el pistoletazo —Estupendo. Pizza y cerveza después de un partido glorioso. ¿Qué más necesita un
hombre para ser feliz?


—No sabía que había partido. Hoy libraba, pude haber ido. ¿Perdimos…? —preguntó Pedro esperando una repuesta negativa.


—Pues sí, pero los chicos jugaron muy bien.


Su hermana puso los ojos en blanco por toda respuesta y se dirigió a la cocina.


Pedro apareció a su lado como surgido de la nada.


—Siéntate. Yo lo haré. En eso hemos quedado, ¿de acuerdo?


—De acuerdo.


La cogió de la mano antes de que pudiera escaparse. Tiró de ella y la arrimó a su pecho, sujetándola contra él con uno de sus brazos. Aprovechó su ofuscación para depositar un beso leve, dulce, en la comisura de sus labios. Sintió en su carne el trémulo estremecimiento de Paula. Una nube densa oscureció sus ojos cuando detectó unas lágrimas impertinentes en su lagrimal.


—Shsss. No. Ya estoy aquí. Nunca me he ido.


Sobre el hombro de ella echó una ojeada hacia la sala. La niña estaba distraída con las tonterías de su tío y él decidió aprovechar el momento. La arrastró hacia un rincón.


Se inclinó hacia ella y tomó su boca al asalto con la avaricia y la desesperación de a quién se le ha negado ese placer durante demasiado tiempo. Sus labios con sabor a jugosa fruta fresca atemperaron su sed de dicha. Ella se entregó con el reconocimiento pleno del ser amado. No le había olvidado. La constatación de ese hecho surgió con fuerza
en el fondo de su corazón. Aún no estaba todo perdido. 


Tendría una nueva oportunidad.


Las manos de Paula se elevaron para sujetar el rostro de Pedro entre sus palmas con la reverencia del que sostiene un objeto sagrado entre ellas. Acarició su mentón. Las yemas de sus dedos se sensibilizaron ante el roce rasposo de su barba. No había nada dúctil o blando en Pedro.


Una bola de fuego se asentó en sus entrañas. Sus piernas flojearon. Entre ellas manó la humedad del deseo. El ansia de tocar cada fragmento de piel del cuerpo masculino se
hizo irresistible. Se conformó con reseguir su rostro, tratando de introducir sus dedos entre los labios de ambos, hasta que él apartó la boca de los suyos y lamió con fruición las yemas una a una.


Pedro se fijó en el envoltorio que cubría su dedo. Fue quitando el papel con calma desesperante. Primero una vuelta, después la siguiente, con la sensualidad propia del que desnuda a una mujer hasta eliminar cada una de las prendas que visten su cuerpo.


Observó el punto rojo, un poco sanguinolento. Le dolió su herida. Introdujo el dedo en la boca con extremada sensualidad y lo chupó cadencioso, sin apartar en ningún momento la mirada enturbiada de los ojos de ella para el regreso a la normalidad.


Con una mano, asió a Paula por las nalgas y la apretó contra él hasta acomodar su masculinidad en la blandura de su vientre. Ella contuvo un grito de desesperación por tenerle dentro. Los caminos que trazaban su lengua alrededor de su dedo, junto con las pequeñas pulsaciones de su sexo, le parecían lo más erótico que había disfrutado jamás.


Sus besos y el contacto de sus manos por encima de sus ropas les supieron a poco. La pasión, adormecida a lo largo de los últimos meses, no se podía calmar en unos minutos
robados.


—Tal vez después… —dijo él contra su boca, esperanzado.


Paula sonrió un tanto avergonzada. Tenía el rostro arrebolado, los ojos acuosos y los labios hinchados. Había estado a punto de entregarse a él en un rincón de su cocina, con su hija y su hermano sentados en el sofá de la sala. Así no podía ponerse a comer una vulgar pizza, como si tal cosa.


—Voy un momento al dormitorio —farfulló violenta.


Él sonrió ufano por haber despertado ese deseo incontrolable en ella. Con las cajas de pizza en la mano, entró en la sala. En apariencia era el hombre de siempre, calmado, de rostro impasible. Por dentro, su cuerpo ardía con la furia de un incendio devastador.






REGRESA A MI: CAPITULO 7




Cuando sonó el timbre de la puerta, Paula estaba a punto de aullar.


El temporal de agua y viento les había retenido en casa toda la tarde del domingo.


Las carreras de Camila y Pongo se habían sucedido sin parar por el saloncito. La tranquilidad relativa, que había sido su casa hasta entonces, se había convertido en la Isla de las Tormentas.


Acababan de hacer añicos su última adquisición. Las margaritas de invierno de cabeza azul violáceo estaban tiradas en el suelo en medio de un charco y de vidrios rotos.


Tenía a los dos sentados en el sofá mientras ella secaba la alfombra y trataba de salvar alguna de sus flores. A esas horas, su resistencia de madre había alcanzado el punto de
fusión.


Además había discutido un buen rato al teléfono con Carlos, porque se había negado a salir con él esa noche para tomar una copa. El hombre se negaba a entender que ella tenía una hija. Había colgado malhumorado. Ella no volvió a llamarle. Su amabilidad tenía un límite.


Paula rezó con fervor para que fuera su hermano. Así podría mandarlos a los tres a la calle, a ver si la lluvia sedaba a aquellos dos diablos que tenía instalados en su casa.


Retuvo el insulto que tenía en la punta de la lengua mientras se arrancaba sin miramientos un fragmento de cristal clavado en un dedo. No iba dirigido contra nadie en particular, solo contra sí misma por haberse dejado llevar por la idea romántica de que un perro en casa era una buena idea. Eso solo daba resultado en los hogares de padres permisivos e hijos encantadores que salían en las películas americanas de Walt Disney. No en el de una mujer soltera, que compartía los escasos metros cuadrados de su vivienda con una hija de seis años y un perro loco, además de feo.


Envolvió el dedo herido en una larga tira de papel de váter, caminó presurosa hasta la puerta, la abrió y se dio la vuelta sin esperar a ver quien entraba.


—¡¡¡El Hombre del Saxo!!!


Al oír la exclamación alegre de su hija creyó desmayarse del susto. Se volvió con lentitud. Camila tenía que estar equivocada. En cuanto se girara, él se habría esfumado. De ninguna manera podía presentarse en su casa sin avisar. Ni tampoco avisando. No era bienvenido de ninguna de las maneras.


Pero la suerte y ella no eran compatibles. El Hombre del Saxo, con todo su tamaño desplegado, obstruía la puerta.


—¿¿¿Qué haces aquí??? ¡Camila, quieta ahí y contén a ese chucho!


Pedro se preguntó si todas las madres tenían ojos en la nuca. Paula estaba echándole de su casa cuando aún no había puesto un pie dentro, y al mismo tiempo era capaz de detener la carrera espontánea de su hija. Él no tenía experiencia en madres.


Jamás había tenido una, al menos que recordara, por eso siempre le sorprendía la percepción de algunas.


—Hola, Camila —saludó a la niña descalza y compungida sobre el sofá.


Paula obstruyó la puerta con su cuerpo, con cara ceñuda. 


Una amazona pretendiendo detener el avance enemigo.


—Aún no me has respondido.


—Si no me has dado tiempo. Me has asustado antes de entrar.


—Ya, seguro. Y no. No vas a entrar.


—Me sobra un montón de pizza. Y ¡¡helado!! —Elevó la voz—. De chocolate, de chocolate con nueces de Macadamia y de chocolate con cookies.


—Mamáaaa… deja entrar al Hombre del Saxo. Viene a repartir su comida con Pongo y conmigo.


Paula no varió la expresión. Tenía la partida perdida de antemano. Aún así debía de luchar un poco, aunque no fuera más que para salvar su dignidad.


—Esto es juego sucio.


—Claro, pero en el amor y en la guerra todo vale.


—No estamos en guerra. Y en cuanto a lo otro, te pedí que dejáramos de vernos — murmuró para que solo la oyera él.


—No, no me lo pediste. Te marchaste una madrugada después de haber pasado parte de la noche entre mis brazos y te negaste a volverme a ver. Sin explicaciones —
respondió inclinándose hacia delante, en el mismo tono bajo.


Sintió el aliento de él en su oído. Un aire tormentoso y denso que contrastaba con los recuerdos lejanos de unos besos abrasadores depositados en la base de su cuello. La quemazón del deseo ardió en su bajo vientre. Paula decidió no dejarse seducir por esa combustión espontánea.


—Era lo mejor para los dos —respondió con un tono calmado que le costaba mantener—. Mi vida ya es demasiado complicada.


—Era lo que tú decidiste. No lo que yo pensaba.


—Hombre del Saxo, se va a derretir el helado y no vamos a poder comerlo.


El tono quejumbroso de Camila les conmino a separarse. 


Ambos dieron un salto hacia atrás simultáneo. Los segundos parecieron prolongarse.


Paula cedió. Se echó a un lado a sabiendas de que iba a cometer un grave error. Con ese movimiento aceptaba en su casa la presencia del hombre a quien había jurado no volver a ver. Él la contempló desde el umbral con la ceja enarcada, sorprendido de su fácil rendición.


—Camila, se llama Pedro y es nuestro vecino —reprendió 
Paula a la niña de manera afectada sin dejar de observar al hombre que tanto añoraba—. Le conociste el otro día, ¿recuerdas?


—Ya le conocía de antes y ya sé cómo se llama. La abuela me dijo que era amigo tuyo. Y que tú le gustabas mucho.


Pedro se echó a reír. El rostro de Paula se volvió de color carmín.


—Ya ves. Tu madre era una mujer sabia. Y parece que tu hija ha heredado su mente lúcida —sentenció con la seguridad del que se sabe vencedor de la partida, al tiempo que la sorteaba y se introducía en su pequeño apartamento—. Oye, Camila. ¿Qué te parece si me ayudas y así dejamos descansar un poco a tu madre?


Paula no dulcificó su rostro. Él, por el contrario, le sonrió con aire de suficiencia.


Depositó un beso rápido en su coronilla. Ella se insultó a sí misma. En su estómago revoloteaban esas impertinentes mariposillas que aparecían siempre que le tenía cerca.


—Aunque no te lo creas, tiempo atrás yo también fui un niño. Las largas tardes de lluvia, encerrado entre cuatro paredes, eran lo mejor para poner a prueba el valor de mi madre de acogida.


—¿De acogida?


Le miró estupefacta. Era la primera noticia que tenía. Habían salido juntos durante unos meses. Se había enamorado de él hasta la desesperación. Ella había desnudado su vida y su alma ante él, como nunca creyó poder hacerlo ante nadie.


Le había hablado de sus anhelos y deseos más profundos, de la pérdida de sus sueños juveniles de felicidad. También de sus errores y desdichas.


De ese poso de soledad atormentadora que queda tras el engaño. El hombre con el que esperaba compartir su vida había sido un niñato cobarde del que no había vuelto a saber nada. Huyó antes del nacimiento de Camila porque no podía soportar la presión de un bebé. Nunca se había interesado por la niña y nunca había contribuido a su mantenimiento.


Le contó que había dejado sus estudios para ponerse a trabajar. Y de cómo ahora tenía un buen puesto en la sección de perfumería de lujo de los grandes almacenes. No dependía de nadie. Ella sola se ocupaba de que no le faltara de nada a su hija.


Le había hablado con total franqueza. Pedro era el oyente perfecto, atento y comprensivo. El amante generoso que sabía actuar como un sanador, imponiendo sus manos en todos sus lugares secretos hasta llevarla al goce absoluto, hasta hacerla perder la consciencia y permitirle alcanzar el olvido.


Sin embargo, jamás había dicho ni una sola palabra acerca de su pasado. Ni siquiera de sus sueños, ilusiones o intenciones presentes. Era un hombre hermético, cuya mandíbula adquiría la compleja estructura del granito en cuanto ella intentaba raspar en la superficie de su vida.


—Me llamo Pedro Alfonso. Nací en Valladolid. Estudié Derecho y Psicología y soy inspector de policía. Un flic —había bromeado, como si fuera un mal actor de cine francés.


Esos eran los datos que le había ofrecido sobre su persona. 


Los mismos que había soltado nada más conocerse el día que les presentó un conocido común. Los mismos que tenía a los seis meses de su relación.


Por eso se había apartado de él. No podía seguir con un hombre que no confiaba en ella.


Y ahora, delante de su hija y del maldito chucho insinuaba que había pasado su infancia en una casa de acogida. 


¿Esperaba que sintiera empatía por él? Por ella cómo si
había vivido en el Congo con misioneros.


Pedro la miraba con una ceja enarcada y una sonrisa algo irónica, algo ladeada, sin atreverse a lucirla del todo para no tentar demasiado su suerte. Era consciente de los pensamientos poco gratos que cruzaban por su cabeza.


Paula carecía de malicia. Él leía en su rostro como si fuera transparente. Y no porque fuera policía, lo que le permitía detectar las patrañas que le contaban a diario con solo mirar a la cara de un sujeto. Era más profundo. Ella nunca había tenido que recurrir al fraude o a la falsedad para sobrevivir, y por lo tanto no sabía cómo usarlos en su propio beneficio.


—Si voy a entrar en vuestras vidas, es hora de que conozcas algo más de mí.


Paula tamborileó en el suelo con la punta del pie y miró exasperada hacia el techo, como si pidiera la intervención divina.


—No vas a entrar en nuestras vidas ni con un calzador. Olvídate. No me interesa para nada saber algo más de ti. Ya sé que eres inspector de policía y que tocas el saxo. Con eso es más que suficiente.


—Paula —echó un vistazo y vio que Camila estaba de espaldas a ellos, de puntillas ante la barra de la cocina, curioseando en el interior de las cajas de pizza—, creo que
debes saber que he venido a quedarme y que nada me hará cambiar de opinión.


—¡Oh, señor de los señores, gracias, gracias por comunicármelo! — exclamó elevando las manos. Él se limitó a sonreír divertido ante su sarcasmo—. Eres un estúpido arrogante. No te quiero en mi vida, Pedro.


—Te creo, pero las cosas son así. Yo sí las quiero en la mía. A las dos. Es conveniente que lo sepas.