martes, 21 de julio de 2020

CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 6





Pedro acarició tiernamente la espalda de Sebastian.


—Buenas noches, hijo —susurró mientras lo arropaba—. Que duermas bien.


Se levantó de la cama gemela, cuidando de no hacer ruido. La habitación que le había preparado en su casa de Burlington estaba llena de colores, con todo tipo de libros y juguetes, regalos de su familia y de sus alumnos. Un lugar para relajarse y soñar. Nada que ver con aquel elegante camarote pintado de rosa y blanco.


Aun así, los tonos pastel destilaban cierta paz: una paz que era lo que más necesitaba Sebastián en aquel momento. Aunque no había hablado mucho, sus actos y sus gestos habían reflejado claramente su excitación. Todo en el barco le había entusiasmado. Para cuando el Sueño de Alexandra comenzó a moverse, el crío ya estaba agotado.


—¿Se ha dormido?


La voz de Paula, con su fuerte acento, acabó con aquel instante de calma. Pedro apretó los dientes. Ella era la otra razón del agotamiento de Sebastian.


Aquella mujer había demostrado un gran descaro comprando un pasaje en aquel crucero para tenderles una emboscada: una estrategia que había dado resultado. Una vez que Sebastian había reconocido a su tía, intentar separarlos habría sido aún más traumático. La mujer se había aprovechado de la situación y se había pegado a ellos como una lapa, hasta que Pedro le dio su número de camarote y le prometió que hablaría con ella en privado después de que el niño se hubiera acostado. Y aun así había aparecido antes de tiempo.


¿Qué clase de mujer utilizaría los sentimientos de un niño como medio para salirse con la suya? 


Aquello había indignado a Pedro. Sebastian era especialmente vulnerable y estaba necesitado de afecto. Y sufriría terriblemente si la aparente devoción de Paula resultaba ser falsa.


Llevándose un dedo a los labios, salió a la pequeña terraza del camarote, donde le había pedido que esperase.


—Estaba agotado.


—¿Estará bien solo?


El sol se estaba poniendo, así que Pedro había dejado encendida la luz del cuarto de baño y la puerta entreabierta. Desde allí podía ver la cama: Sebastian dormía de lado, hecho un ovillo, cara a la pared.


—Yo estoy a unos pasos.


—Si se despierta y se asusta…


—Aprecio su preocupación, señorita Chaves —se volvió para mirarla—, pero sé cuidar a los niños. Si mi hijo me necesita, lo atenderé enseguida.


Se hallaba apoyada de espaldas en la barandilla, con los brazos cruzados. Resultaba obvio que no era una mujer habituada a controlarse: delante de Sebastian no había tenido más remedio, pero ahora era diferente. Sus siguientes palabras confirmaron la veracidad de su suposición.


—Su hijo no existe. Usted adoptó a un niño llamado Sebastián Sigorsky, de San Petersburgo, que no tenía parientes vivos. El niño que está durmiendo en ese camarote se llama Sebastian Gorsky, de Murmansk, y es mi sobrino.




CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 5




Paula seguía escuchando la música que sonaba en el puerto mientras recorría la cubierta. El grupo folclórico había bajado del escenario para animar al público a que se incorporara al baile. Todo el mundo parecía decidido a disfrutar a conciencia de aquel crucero, incluso antes de que comenzara.


A Sebastian le encantaba la música. Recordaba su primera reacción, siendo un bebé, cuando le cantaba su madre. Olga, que cantaba como un ruiseñor. ¡Cómo había vibrado su hogar de alegría con las canciones de Olga, acompañadas a la balalaica por Borya!


Tuvo que apretar los dientes para que la barbilla le dejara de temblar. Nunca se le había dado bien controlar sus emociones, pero tampoco nunca había sentido tantas ganas de llorar. ¿Y por qué ahora, cuando estaba tan cerca de ver a su sobrino? Debería estar contenta, y en cambio…


Pero lo mismo le había sucedido cada vez que había vuelto a Murmansk, a ver a su familia. En todas y cada una de sus visitas, después de largas temporadas en Moscú, se había echado a llorar antes incluso de que el tren llegara a la estación.


Volvió a revisar la fila de pasajeros que se hallaban asomados a la borda. Debía de haber por lo menos un millar: las posibilidades de que pudiera descubrir a Sebastian a simple vista eran mínimas. Sería más lógico que se pusiera en contacto con Pedro Alfonso una vez que le asignaran un camarote, pero… ¿cómo podía ser lógica cuando en aquel preciso momento podía estar a tan sólo unos metros de su sobrino? 


Tenían que estar allí…


De repente, en el extremo más alejado de cubierta, distinguió a un hombre alto y fuerte con un niño… rubio. El corazón le dio un vuelco en el pecho. No podía verle la cara desde allí. 


Tampoco reconocía su ropa. Era más alto que Sebastián.


Pero había transcurrido cerca de un año desde la última vez que había visto a su sobrino. 


Paula había pospuesto su presentación en julio del año anterior en Milán para poder estar presente en su cumpleaños. Por supuesto, ahora estaría mucho más alto y llevaría una ropa diferente. Pero aun así había algo familiar en su manera de moverse… Tenía que ser Sebastian. 


Podía sentirlo.


Una familia se interpuso ante ella, tapándole la vista. Para cuando pudo rodearla, el hombre y el chico ya no estaban. Pero no habían podido alejarse demasiado. Volvió a verlos caminando por la cubierta donde se alineaban las tumbonas.


—¿Sebastian? —llamó Paula.


El niño no reaccionó, pero el hombre sí. Su espalda se tensó visiblemente. Agarrando con firmeza al niño de la mano, se volvió para mirar a la gente que inundaba la cubierta.


Paula apenas se fijó en él, porque toda su atención estaba centrada en el niño. Tenía el pelo tan liso y fino como el de Olga, de un rubio algo más claro que el suyo.


—¡Sebastian! —repitió, avanzando hacia ellos.


El niño se volvió, y Paula sintió que le flaqueaban las piernas. Tenía los mismos ojos azules de su hermana y el hoyuelo en la barbilla de su padre. Tenía la misma cara de su sobrino… y sin embargo él no parecía reconocerla.


No había error posible: era Sebastian. ¿Pero qué había sido del niño que solía reír tanto y que se lanzaba a sus brazos cada vez que la veía? 


No había hecho el menor gesto por acercarse a ella: ni siquiera sonreía. Simplemente se limitaba a chuparse el pulgar, una costumbre que había perdido a los tres años, y a la que desde entonces únicamente recurría cuando estaba enfadado o preocupado por algo.


Reprimió un sollozo. Todo lo que había pasado durante aquellos nueve últimos meses no era nada comparado con lo que Sebastián debía de haber sufrido para haber cambiado tanto. Cerró la distancia que los separaba a la carrera, cayó de rodillas frente a él y abrió los brazos.


—¡Sebasochka, corazón mío! —gritó, recurriendo automáticamente al ruso—. ¡Te he echado tanto de menos…!


El niño no reaccionó: los labios habían empezado a temblarle. El hombre, que debía de ser el tal Alfonso, se interpuso entre ellos con toda naturalidad, sin brusquedad alguna.


—Tranquilo, hijo —le dijo en inglés. Manteniendo un tono agradable pero firme, añadió—: Se ha confundido, eso es todo. ¿Señora? Por favor, apártese.


Paula apoyó una mano en el suelo mientras seguía mirando a su sobrino, detrás de las piernas del hombre. Había transcurrido casi un año, pero no podía haberse olvidado de ella, ¿o sí?


—Sebastian, cariño… —continuó hablando en ruso—. Perdóname por haber tardado tanto en encontrarte, pero ya estoy aquí y…


—Señora, por el bien de mi hijo, no quiero montar a una escena, así que le ruego que se marche por su propia voluntad.


Paula lo rechazó con un gesto: Pedro Alfonso parecía tan frío y desapasionado como su abogado. ¿Acaso no se daba cuenta de lo afectado que estaba Sebastian? ¿Y cómo se atrevía a llamarle su hijo? Ese americano ni siquiera sabía hablar su lengua.


—Sebastian, corazón, yo…


Pero antes de que pudiera terminar la frase, Alfonso la agarró de la muñeca y la obligó a levantarse. Al principio se sintió demasiado sorprendida para resistirse. No era una mujer menuda, así que no estaba acostumbrada a que la zarandearan de aquella forma.


—No sé cuál es su problema o cómo es que conoce el nombre de mi hijo, pero lo cierto es que lo está molestando con su actitud. Aléjese de aquí. Ahora mismo.


Paula cambió entonces al inglés:
—Yo tengo más derecho que usted sobre este niño, como mi abogado debería haberle informado ya.


—¿Qué?


—Soy Paula Chaves.


—¿Quién?


—La tía de Sebastian.


Los dedos de Alfonso se tensaron sobre su muñeca.


—¿Qué está haciendo aquí? ¿Cómo es que ha subido a bordo?


—Estoy disfrutando de un crucero, como usted.


Alfonso se quedó callado por un momento: luego se acercó aún más a ella.


—Por mí como si es la princesa Anastasia reclamando su derecho al trono de Rusia. No tiene usted ningún derecho a aparecer así, trastornando de esta manera a Sebastian. ¿Es que no se da cuenta de que está llorando?


Paula se echó hacia atrás para poder ver a su sobrino, oculto detrás del americano. Su diminuta mano seguía dentro de la de Alfonso, pero no parecía estar tirando de él. De hecho, estaba apoyado en su pierna y la miraba con expresión seria, solemne. Las lágrimas brillaban en sus pestañas. Tenía las mejillas enrojecidas mientras se chupaba nerviosamente el pulgar.


No quería creer que su repentina aparición había sido la causa de aquel trastorno. 


Aunque… ¿qué sabía ella de niños? Olga había sido la única de las dos hermanas que había tenido instinto maternal, como ella misma se había encargado de señalarle siempre que Paula le había regalado algún juguete poco apropiado, o una ropa poco práctica. Paula siempre había tenido buena intención, pero…


—Le doy tres segundos para desaparecer —dijo Alfonso—. Si no lo hace, llamaré al servicio de seguridad.


Aquello le sentó como si le hubieran soltado una bofetada. ¿Cómo se atrevía a amenazarla con llamar al servicio de seguridad? Él era el delincuente, que se había aprovechado de un error burocrático para robarle a su sobrino, el único familiar que le quedaba en el mundo. Ella era la tía de Sebastián. Pese a todos los errores que pudiera haber cometido, nadie quería a aquel niño más que ella.


Desvió la mirada de Sebastian y la clavó en los ojos de Alfonso. Tuvo que levantar mucho la cabeza para hacerlo, ya que le sacaba por lo menos diez centímetros pese a que llevaba tacones. No había nada blando o delicado en sus rasgos. Su mandíbula cuadrada, su nariz aguileña y sus pómulos salientes le recordaban la cara de un vaquero del legendario Oeste. Sus ojos, de color castaño claro, ambarino, tenían una mirada helada.


Paula sabía que no era ningún vaquero. 


Rodolfo le había dicho que Pedro Alfonso trabajaba de profesor de instituto de Vermont. Pero aparte de la camiseta de polo y de los pantalones de pinzas que llevaba, no encajaba en absoluto con la imagen que ella tenía de un profesor.


—Dos segundos —añadió mientras bajaba la mano hasta agarrarla del codo, como si fuera a arrojarla de un momento a otro por la borda.


Paula miró a Sebastian. El niño estaba pendiente de la escena, pero al menos había dejado de chuparse el pulgar. Aspiró profundamente en un intento por tranquilizarse. Ceder era algo que no estaba en su naturaleza, pero por el bien de Sebastian tendría que conducirse con alguna diplomacia.


—Señor Alfonso, me temo que me he dejado arrastrar por las emociones. Perdóneme. No era así como quería acercarme a usted, pero ha pasado un año desde la última vez que vi a mi sobrino y no he podido resistirlo. Lo quiero con locura y por nada del mundo querría hacerle el menor daño.


—Me alegro.


—De la misma manera, estoy igualmente segura de que usted tampoco querría perjudicarlo privándolo de la compañía de su tía.


—No estaba bromeando, señorita Chaves. Estoy dispuesto a hacer todo lo que sea necesario por el bien de mi hijo.


La piel del brazo que la estaba sujetando había empezado a arderle, recordándole la fuerza que había exhibido antes, cuando la levantó del suelo como si fuera una pluma. Alzó la barbilla.


—En ese caso… supongo que no se opondrá a que hablemos de la situación en que nos encontramos en este momento.


—Una situación que ha creado usted misma —apretó la mandíbula—. ¿Qué es lo que ha venido a hacer aquí, señorita Chaves? Y no me diga que simplemente está de vacaciones.


—Evidentemente, he venido a ver a mi sobrino y a hablar con usted.


—¿Por qué?


—Porque no quiero que tengamos que hablar en los tribunales.


—Yo tampoco —le soltó el brazo—. Pero éste no es ni el momento ni el lugar adecuados para hablar de los derechos de visita que pudieran corresponderle como tía de Sebastian.


—No es de eso de lo que quiero hablar con usted, señor Alfonso, sino de la custodia de Sebastian.


Aunque el americano no había hecho el menor movimiento, Paula tuvo que hacer uso de toda su fuerza de voluntad para no retroceder un paso. Su mirada se había endurecido todavía más. ¿Realmente había pensado que era un hombre frío y desapasionado?


—Creo que lo mejor será que sigamos los cabales adecuados. Mi abogado se llama Horacio Rothsburger. Que su abogado contacte con él. Vive en Burlington, Vermont. Su teléfono figura en la guía telefónica.


Sólo entonces tomó conciencia Paula de lo que debía hacer: lo inteligente era optar por una estratégica retirada. Pero cuando se disponía a retroceder un paso, se dio cuenta de que alguien se lo estaba impidiendo. Sin soltar la mano del hombre, Sebastian se había acercado para agarrarse al borde de su falda.


—¿Tyo Pau?


Era así como la había llamado desde que era un bebé. Por un instante, Paula volvió a sentirse como si estuviera de vuelta en la estación de tren de Murmansk, a punto de abrazar a su familia.


Pero su familia ya no estaba. Sólo quedaba aquel precioso niño. Ya no tenía sentido seguir conteniendo las lágrimas. Rodaban sin cesar por sus mejillas cuando cubrió la mano de Sebastián con la suya.


—Da, Sebasichka. Soy la tía Pau.


El crío le agarró entonces la mano con fuerza, como temiendo que quisiera retirarla. Todavía llorando, Paula se agachó para besarle los deditos. La diplomacia había desaparecido. Las retiradas estratégicas nunca habían sido su fuerte.


Y a no ser que Pedro Alfonso estuviera realmente dispuesto a arrojarla por la borda, no había ya manera humana de que volviera a separarse de aquel niño.



CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 4




Mauricio O'Connor soltó un discreto suspiro de alivio cuando atravesó el último control de seguridad y abordó por fin el barco. Aquel trabajo era casi demasiado bueno para ser verdad: un verano entero disfrutando de un lujoso crucero por el Mediterráneo. Y, una vez terminado, podría retirarse a algún lugar del trópico, donde las copas eran baratas y las mujeres iban ligeras de ropa…


De repente alguien chocó contra él por detrás. Iba a soltar una maldición cuando se recordó que tenía que controlarse y permanecer fiel a su papel.


—Oh, padre, lo siento. No miraba por dónde iba y…


Era una voz femenina, con marcado acento, cálida y vibrante. Mauricio se volvió para encontrarse con una mujer alta, con una llamativa melena rubia.


—No pasa nada, querida —pronunció, forzando una sonrisa—. Supongo que todos estamos demasiado ansiosos por zarpar de una vez.


—Sí, claro —la mujer parpadeó varias veces antes de mirar a su alrededor, como si estuviera buscando a alguien. Tenía los ojos enrojecidos.
¿Estaba llorando? Hacerse pasar por un sacerdote había sido una idea fantástica. El pasaje le había salido gratis, además de que en su calidad de conferenciante del crucero podía moverse por el barco con tanta libertad como un tripulante. Aunque a veces eso podía entrañar alguna molestia. Complicarse la vida con los problemas de algún pasajero, por ejemplo. Y sin embargo, se suponía que un sacerdote tenía que consolar al prójimo…


—Parece preocupada. ¿Está buscando a alguien?


—Sí. A mi sobrino. Es rubio, y tiene más o menos esta talla —tintinearon sus pulseras cuando alzó una mano hasta la altura que debía de tener—. ¿Lo ha visto usted?


Mauricio negó con la cabeza, esforzándose por adoptar la pertinente mirada de lástima y preocupación.


—Lo siento. Quizá un miembro de la tripulación pueda ayudarla.


La mujer asintió con la cabeza y se dirigió hacia una de las numerosas cubiertas del barco, sin dejar de mirar a su alrededor.


Mauricio distinguió el resplandor de un flash por el rabillo del ojo y automáticamente giró la cara hacia el otro lado. La precaución era innecesaria, porque la atención del fotógrafo estaba concentrada en el hombre de pelo gris que estaba posando con un par de jovencitas que habrían podido ser sus hijas.


Mauricio lo reconoció. Se había documentado para ello: era Elias Stamos en persona, el magnate griego que recientemente había adquirido aquel mismo barco, junto con otros dos de la naviera Liberty.


Pese a sus sesenta y tantos años, el patriarca de la familia Stamos seguía conservando un aspecto impresionante y una excelente forma física. Mauricio había oído que era tan rígido en su vida personal como en los negocios, con una reputación intachable como patriota griego y mecenas de las artes.


Por todo lo cual, el Sueño de Alexandra resultaba sencillamente perfecto para los propósitos de Mauricio. Nadie sospecharía nada. El apellido Stamos era demasiado famoso.


—Tenemos que hablar, padre Connelly.


Mauricio miró al hombre que se había detenido a su lado.


—Hola, Giorgio. ¿No vas a presentarme a nuestro patrón?


Tomándolo del codo, Giorgio lo guió hacia el interior del barco.


—No te pases de listo —susurró—. El jefe no quiere que corramos riesgos de ese tipo.


Aquélla era la primera vez que Mauricio trabajaba con Giorgio Tzekas. Giorgio era el primer oficial del barco. Mauricio no confiaba demasiado en él, pero el jefe lo había incluido en la operación, de modo que no había tenido más remedio que resignarse.


—Por lo menos podrías presentarme a las hijas de Stamos. Aunque no estuvieran forradas de dinero, tampoco me importaría…


Giorgio esbozó una sonrisa. Al parecer Mauricio había encontrado un rasgo en común con su compañero de misión.


—Sólo han subido para la ceremonia del bautismo del barco, que lleva el nombre de su madre, por cierto. El único miembro de la familia que acompañará a Stamos será su nieta.


«Mejor», pensó Mauricio. Para lo que estaban planeando, cuanta menos gente hubiera por medio… mejor para todos.