jueves, 13 de diciembre de 2018

EL ANILLO: CAPITULO 12





—El autismo está delatándome. Últimamente no consigo controlarlo y hace que me sienta nervioso delante de la gente —comentó Pedro a su hermano Luciano al día siguiente mientras caminaban por el corredor de su casa hacia la salida. Se estiró el cuello almidonado de su camisa blanca—. Ya sabes lo mal que me sienta que me pase en público.


Sabía que había empezado a sucederle cuando conoció a Paula. Por eso mismo, además de por muchas otras razones, sabía que no podía alcanzar ningún grado de intimidad con ella. 


Aparte de ser su empleada, se merecía a alguien mucho mejor que él.


—Tu autismo es indetectable. Aun cuando tienes algún tic es dificilísimo que la gente identifique la causa —Luciano suspiró y escudriñó el rostro de su hermano—. ¿Estás seguro de que es eso lo que te preocupa?


—¿Qué otra cosa podría ser? —dijo Pedro con innecesaria vehemencia.


Del piso de abajo les llegó un murmullo de voces que Pedro identificó al instante: su hermano Alex y Paula. Debían haberse encontrado en el exterior antes de que ella llamara a la puerta.


Pedro le alivió concluir la conversación con Luciano.


—Buena suerte esta noche —se despidió su hermano.


—Gracias —Pedro le dijo adiós y empezó a bajar las escaleras.


Cuando Alex lo vio, se despidió de la invitada, intercambió unas palabras con Pedro a mitad de las escaleras y se fue, dejándolo solo con la mujer que lo esperaba en el vestíbulo. Paula estaba absolutamente espectacular. Llevaba un vestido de tonos grises y rosas, con un corpiño ceñido de escote en forma de uve tanto por delante como por detrás, y una falda que caía con delicadeza hasta media pierna. El escote dejaba intuir el principio de sus firmes senos, y por la espalda, el delicado hueco entre sus omóplatos.


El vestido contribuía a acentuar su belleza, pero fue ésta en sí misma la que hizo que el corazón de Pedro se detuviera por un instante antes de que lo invadiera un sentimiento profundo y cálido, al que era incapaz de poner nombre.


Sólo sabía que Paula era dulce y voluptuosa, y que él quería sumergirse en su dulzura, en su cuerpo, en su mente… Que le provocaba algo aún más profundo que tenía que ver con el cariño del que él había carecido toda su vida.


Pero eso era lógico. Cualquier otro hombre habría sentido lo mismo. No tenía por qué significar nada especialmente profundo. Pedro sintió que el cuerpo se le tensaba.


—Buenas noches. Estás preciosa —dijo con voz ronca y una mirada más intensa de lo que hubiera deseado.


—Buenas noches, Pedro. Y gracias. He pensado en no ponerme tacones, pero al final he decidido que no te importaría que estuviera tan alta como tú —dijo ella, dando un paso adelante sobre sus altísimos tacones.


Llevaba el cabello recogido en lo alto con un broche en forma de mariposa, y unos mechones acariciaban su nuca. Parecía un poco insegura sobre los altos zapatos.


¿Cómo era posible que no se diera cuenta de lo increíblemente hermosa que era? Pedro alzó la mirada de sus zapatos a su rostro.


—Claro que no me importa —quizá acabaría volviéndose loco precisamente porque no le importaba, pero era la verdad.


Paula pareció relajarse y recorrió con la mirada a Pedro. Éste, que acababa de empezar a relajarse, vio los ojos azules de Paula ganar intensidad, al tiempo que una sonrisa curvaba sus labios y un delicado rubor cubría sus mejillas. Una corriente de deseo pasó entre ellos, prendiendo una pequeña pero luminosa llama.


—Tú sí que estás guapo, Pedro —dijo ella con una convicción no carente de timidez—. Espero no haber llegado demasiado pronto. Alex me ha abierto. Tal y como sugeriste, el taxi está esperando.


—Has llegado en el momento perfecto.


Para Pedro, todo lo relacionado con Paula era perfecto. Por eso mismo la medida más inteligente era marcharse lo antes posible y pensar en el evento al que iban a acudir, que, después de todo, era puramente profesional.


—Estoy seguro de que lo de hoy va a ser un buen ejercicio de relaciones públicas.


—Estoy ansiosa por llegar —Paula charló sin cesar en cuanto salieron, como si también ella necesitara distraerse—. La lista de invitados incluye gente de la profesión y posibles clientes.


—Si conseguimos hacer algunos contactos, la noche habrá valido la pena —coincidió Pedro con ella.


Habría valido la pena hacer una aparición pública, salir de su guarida y bajar las murallas de protección para dejar que el mundo exterior descubriera algo del hombre que había tras ellas.


Llevó a Paula sujetándola del codo, y ésta tembló levemente, casi imperceptiblemente, pero lo bastante como para que él no pudiera romper el contacto.


Una vez se sentaron en la parte de atrás del taxi, encerrados en un espacio cerrado y aislado a pesar de la presencia del conductor, Pedro volvió a tener la misma sensación de intimidad que le invadía cuando estaba con Paula, y que tomaba forma en la proximidad de sus cuerpos, en sus muslos rozándose…


—Estoy encantada de acudir a la ceremonia de los premios contigo —Paula sonrió al tiempo que lo miraba.


Su sonrisa no lograba ocultar una emoción que Pedro debía haber preferido no ver. Pero una parte de sí que se negaba a obedecerle, por más que enumerara todas las razones por las que no debía disfrutar particularmente de aquella noche.


—A mí los actos sociales no me gustan particularmente, pero éste es importante para el negocio.


—A mí tampoco —admitió Paula—, pero el de hoy es especial. Quiero que ganes. He estudiado todos los proyectos nominados y el tuyo es el mejor.


La fe que tenía en él hizo sonreír a Pedro.


—Muchas gracias, pero hay competidores con mucho talento.


Durante el resto del trayecto, hablaron sobre los diseñadores de los demás proyectos. Aunque no lo pareciera, Pedro en ningún momento dejó de ser consciente de Paula como mujer y del olor de su piel, que le hacía recordar a una playa tropical en una noche de verano.



EL ANILLO: CAPITULO 11




Cuando llegaron pidieron un par de copas. Paula observó a Pedro a través del espejo que había detrás de la barra, y vio la imagen que proyectaban juntos. Una cabeza morena y otra rubia. Un rostro de rasgos marcados y otro femenino. Le pareció que hacían una buena pareja y ese pensamiento le llevó a otros en los que sabía que no debía detenerse, ni tan siquiera admitir.


¿Qué querría Pedro?


«Nada que tú puedas ofrecerle, Paula. No lo olvides».


—Espero no haber perturbado tus planes por tener que venir a traerme las llaves —dijo ella, evitando mirarlo de frente—. Ya sé que no es asunto mío, pero sería terrible haber impedido que…


«Volvieras junto a tu ¿novia? ¿Amante?», pensó Paula, diciéndose que no debía prestar atención al hecho de que le resultara doloroso.


—¿Has venido con alguien? —preguntó en alto.
—No quiero interrumpir… —dijo él simultáneamente.


Ambos callaron y sus miradas se quedaron atrapadas en medio de un denso silencio cargado de curiosidad y duda.


—Espero no haber…


—No has interrumpido nada —replicó Paula. Y sintió que su corazón le golpeaba el pecho con fuerza.


Los dos desviaron la mirada para concentrarla en la copa que el camarero les entregó en ese momento. Cuando Pedro alzó la suya, parecía tenso.


—Esto…


—He estado pensado en el proyecto Doolan —comentó Paula, confiando en que hablar de trabajo los ayudara a olvidar la electricidad que se producía cada vez que sus miradas se encontraban en el espejo. No debía pensar en la calidez y en la atracción que desvelaban y que tantos esfuerzos hacían ambos por ocultar.


Una parte de ella ansiaba volver a percibir esas emociones aunque sabía que adentrarse en ese camino con Pedro sólo podía causarle dolor, sobre todo cuando podía predecir, por su experiencia con otros hombres, lo que sucedería con Pedro: su interés por ella se enfriaría antes o después. Paula había atisbado esa capacidad en él en el poco tiempo que se conocían.


«Así que céntrate en hablar de trabajo, Paula, y luego deja que se marche».


—Ya sé que la pareja está enfrentada por todo en su vida personal, pero se me ha ocurrido una idea para que los dos estén de acuerdo con el diseño del jardín.


—Adelante. Ya sabes que tus sugerencias me resultan muy valiosas.


El cambio de tema también pareció aliviar a Pedro, y Paula hizo lo posible por ignorar la leve punzada de dolor que le produjo el darse cuenta de ello. Después de todo, también ella quería moverse en terreno seguro.


—Si nos centramos en las pautas generales que nos ha proporcionado uno de los dos, el otro rechazará el resultado. Estaríamos dándoles un motivo más para discutir, y la compañía se encontraría en medio de un fuego cruzado.


Pedro bajó la mirada y sus pestañas proyectaron una sombra sobre sus mejillas. Algo en la vulnerabilidad de su expresión, enterneció a Paula. Quizá habría sido mejor que, como los Doolan, también ellos tuvieran más motivos para discutir que para comprenderse. Así no habría tenido aquella constante lucha consigo misma por dejar de pensar en Pedro como hombre. Por mucho que pudiera percibir que Pedro se sentía atraído por ella en alguna medida, era su jefe y, obviamente, hacía un esfuerzo consciente por reprimir ese impulso y comportarse como si, como mujer, le resultara indiferente. ¡Y ella tenía que dejar de analizar todo!


Pedro sonrió.


—Así que piensas que entre tú y yo podemos llegar a un término medio que les satisfaga a los dos.


Paula se irguió en su taburete.


—Sí. Tanto por el bien del proyecto como de la compañía. Sólo requiere que pongamos nuestras mentes a trabajar.


—Estoy completamente de acuerdo —dijo Pedro en un tono profesional que desmintió un vestigio de calidez en su mirada que Paula intentó ignorar.


Bebieron en silencio hasta que Paula comentó:
—En cuanto a tu pregunta de antes, he venido con Stacey, pero supongo que ella piensa ir luego a casa de Caleb —la pareja era una de sus «causas» personales, y había conseguido que volvieran a hablarse después de varios meses de enfado—. Yo me iré pronto. No quiero acostarme demasiado tarde.


Acabaron las copas y sin decir nada se pusieron en pie.


—Gracias por traerme las llaves.


—¿Quieres que te lleve a casa? —preguntó él pon una mirada precavida, como si se preparara para recibir una respuesta negativa.


Paula pensó que estaba imaginándose cosas. 


Cómo si a Pedro pudiera importarle que ella rechazara su oferta. Se trataba de un hombre rico, con talento, atractivo, que tenía el mundo a sus pies. «Y sin embargo, no es eso lo que ves en sus ojos cuando baja la guardia, ni lo que viste en las fotografías con sus hermanos».


Pero lo que Paula buscaba y lo que solía creer ver en los que la rodeaban eran asuntos de los que debía protegerse. Lo había aprendido de la incomodidad que representaba para su familia esa característica suya. Intentó dar una respuesta igualmente neutra.


—He dejado el coche en casa de Stacey. Tomaré un taxi.


—¿En qué barrio? —cuando Paula contestó, Pedro dijo—: Te llevo, me queda de camino. Es una tontería que gastes dinero en un taxi.


—Gracias. Me siento culpable de haberte robado tanto tiempo, cómo si no tuvieras cosas mejores que hacer que ir a buscar a tu diseñadora gráfica para darle las llaves de su casa.


—Eres una artista, y como tal, tienes derecho a olvidarte de las cosas ocasionalmente. Hay quien piensa que es incluso una obligación —habían llegado junto a los amigos de Paula, y Pedro esperó a que se despidiera.


Ya en la calle, la llevó enseguida al coche, subió y lo puso en marcha. Al principio no hablaron. 


En el silencio de la noche, el interior del vehículo resultaba íntimo… aislado del mundo exterior.


Paula hubiera hecho cualquier cosa por dejar de estar pendiente de Pedro, pero no lo conseguía. Cuando estuvieron cerca de la casa de su amiga, se giró hacia él y estudió su perfil en la penumbra.


—Has debido quedarte a trabajar hasta tarde.


—Sí. Quería… ponerme al día con algunos temas —dijo Pedro con una pequeña vacilación.


—Ahora estoy en deuda contigo, y mañana voy a tener que esforzarme el doble cuando te acompañe a la entrega de premios —bromeó ella, al tiempo que le indicaba cómo llegar a casa de Stacey.


Pedro aparcó el coche y apagó el motor. Se trataba de un barrio residencial y Paula había aparcado su coche bajo una farola.


—Sólo te pido que si surge la ocasión, hables de tu trabajo en la compañía —dijo él, bajando para abrirle la puerta y ayudarla a bajar—. Permite que te acompañe a tu coche.


Cuando llegaron, Paula tenía las llaves preparadas y se volvió para despedirse precipitadamente, pero al hacerlo, se golpeó la nariz contra el cuello de Pedro porque ambos se habían movido al mismo tiempo y de pronto, todos sus esfuerzos por ignorar la tensión sexual que había entre ellos se desbarataron porque era completamente imposible negar lo innegable.


Pedro olía tan bien. ¿Habría apretado su nariz contra él por una fracción de segundo? ¿Había girado él su cabeza hacia ella levemente, como si quisiera animarla?


Tras un profundo suspiro de cada uno de ellos, se separaron el uno del otro en un silencio prolongado durante el que se miraron y en el que Paula descubrió una incertidumbre en Pedro que no se correspondía con su carácter habitual.


—No debería hacer esto. Es un error —dijo él, expresando con palabras lo que ella había intuido.


Y Paula quiso saber más.


—Entonces, por qué…


—Puedo echar la culpa a las botas que llevas. Son tan buena excusa como cualquier otra —Pedro tomó a Paula por el brazo. Sus ojos brillaban con un fuego que se abrió paso entre la indecisión.


Paula sintió que el corazón se le paraba, y en su interior surgió una mezcla de anticipación y nerviosismo, de necesidad de lanzarse y de protegerse al tiempo que pensaba: «Va a besarme».


Precisamente lo que llevaba anhelando que sucediera aunque no había querido admitirlo. Si sucedía, ¿daría lugar a tantas complicaciones como las que podía atisbar?


Pero Pedro se mantuvo erguido, paralizado. Su cabeza sufrió un par de sacudidas hacia la derecha, y la magia se evaporó.


—Buenas noches —masculló él. Y dejando caer la mano, se alejó hacia su coche.



EL ANILLO: CAPITULO 10





Pedro aparcó el coche y se dirigió hacia la puerta de la discoteca.


Paula se había dejado las llaves de su apartamento en el escritorio del despacho, escondidas entre unos papeles.


Pedro las había encontrado al retirar de la superficie los envoltorios de unas chocolatinas. 


Paula no las había dejado allí, sino él, que las había encontrado en un cajón del escritorio al buscar un cuaderno mientras revisaba el trabajo de su diseñadora gráfica. Inicialmente había intentado resistir la tentación, pero al mismo tiempo que se decía que no debía tocarlas, las sacó y las fue comiendo distraídamente. Tenía que recordar sustituirlas para que Paula no las echara de menos el lunes por la mañana.


Paula estaba en la pista de baile. En cuanto Pedro la vio, olvidó cualquier otro pensamiento.


¡Estaba espectacular! Una minifalda negra, botas de tacón alto y un top color crema le daban un aspecto irresistible.


Cuando la canción terminó, Paula sonrió a su acompañante, al que sacaba media cabeza de altura, y salió con él de la pista. En el preciso momento en el que Pedro tenía que admitir que sentía celos de él, la pareja se reunió con un grupo de amigos que ocupaban varias mesas. El hombre rodeó los hombros de otra mujer y le besó la mejilla.


Pedro —exclamó Paula al verlo acercarse—. ¿Qué te trae por aquí?


—Tú —dijo él con voz grave y ronca, como si sus pensamientos se filtraran por las rendijas de sus defensas.


Con sus tacones, Paula tenía prácticamente la misma altura que él. Pedro hubiera querido recorrer cada una de sus curvas con la punta de los dedos. Tenía que tratarse de una manifestación de su autismo latente: la necesidad de procesar por medio del tacto las respuestas que buscaba.


«Seguro, Alfonso. ¿De verdad te lo crees?»


—Te has dejado las llaves de tu casa en el escritorio —ésa era la razón por la que había ido a buscarla. Ésa y ninguna otra—. A lo mejor tienes un juego de sobra, pero por si acaso, he preferido traértelas.


—Lo tengo, pero me temo que también está en el despacho. ¡Qué tonta soy! —Paula escrutó el rostro de Pedro—. Siento muchísimo haberte causado este inconveniente. Ni siquiera tengo el móvil encendido porque aquí dentro no lo oiría. ¿Cómo sabías que…?


—Te he oído mencionar este lugar cuando te marchabas hablando por el móvil. No hace falta que te esculpes. No podía dejarte sin tus llaves.


—Gracias —repitió Paula.


Pedro, que inconscientemente se había inclinado hacia ella, se irguió y ladeó la cabeza. Ella lo miró intensamente, tan consciente de su presencia como él lo estaba de la de ella. 


En Pedro se libraba una batalla interior entre la necesidad de proteger su privacidad y el deseo que sentía por Paula.


Pero, ¿qué era lo que verdaderamente quería? ¿Explorar la atracción física que sentía hacia ella? Eso era lo único que podía permitirse. Para él, cualquier forma de proximidad emocional, de verdadera intimidad, era inconcebible.


«¿Te has preguntado alguna vez por qué te pasa eso, por qué mantienes a todo el mundo a distancia?»


Claro que sabía la respuesta: porque era diferente, y lo era en un sentido que no resultaba fácil de entender para el resto de la gente. Por eso guardaba el secreto. Le resultaba más cómodo y le creaba menos problemas. ¿Quizá también le hacía sentir a salvo?


Prefería no verlo desde esa perspectiva. En cualquier caso, tenía derecho a valorar su privacidad sin tener que buscar motivaciones ocultas tras su comportamiento.


Paula seguía escudriñando su rostro y Pedro no pudo apartar la mirada de sus ojos azules hasta que notó que sus amigos lo miraban fijamente. 


Paula apartó la mirada y la dirigió a su grupo.


—Chicos, éste es mi jefe, Pedro —dijo, sonriendo.


Los presentó de uno en uno y Pedro aprovechó la situación para calmar la reacción que Paula había despertado en él… Aunque eso no significó que consiguiera anularla, puesto que la sentía bajo la superficie y se activaba con cada mirada, con cada intercambio de palabras… No conseguía comprender por qué seguía pasándole cuando había llegado a la conclusión de que debía evitarlo. En el pasado, una decisión tomada era una decisión cumplida. 


¿Qué le estaba pasando?


—Tengo que marcharme.


—¿Te gustaría…? —Paula dejó la frase en el aire y apretó sus sensuales labios.


Pedro sacó las llaves del bolsillo y las dejó sobre la mano que Paula le tendió.


—Gracias —dijo ella, metiéndolas en el bolso que tenía colgando del respaldo de la silla—. Por favor, permíteme que por lo menos… No sé… ¿Puedo invitarte a una copa? Me siento fatal habiéndote hecho venir hasta aquí.  Vayamos a la barra. No hay demasiada gente. Casi todo el mundo está bailando.


La barra ocupaba todo un lateral y estaba más alejada de la música que las mesas.


—De acuerdo, tomemos una copa —dijo Pedro.


Y en cuanto empezaron a bordear la pista hacia la barra, tuvo la certeza de estar equivocándose.