viernes, 1 de octubre de 2021

MENTIRAS DE AMOR: CAPITULO 26

 


Paula se apretó la copa contra el labio inferior y lo inclinó ligeramente para permitir que una pequeña cantidad del vino penetrara en la delicada boca. Pedro se sintió como si hubiera recibido un puñetazo en el estómago al observar, completamente hipnotizado, cómo ella tragaba y luego se relamía los labios. No fue nada más que un rápido movimiento de la lengua sobre el labio inferior, pero fue lo suficiente para hacer que la sangre bombeara por las venas con una velocidad que estuvo a punto de marearlo.


–Está muy bueno. Ahora puedo saborear la fruta y algo más…¿Algo de madera?


–Una vez más tienes razón. Muy bien.


Dios Santo… ¿le estaba temblando la mano? Mientras sujetaba la copa y tomaba el trago de vino que tanto había deseado instantes antes. No se podía creer que ella lo afectara tan profundamente y en un periodo de tiempo tan breve. La miró de nuevo. No se podía decir que ella no estuviera también afectada. El rubor le cubría los pómulos y ciertamente no había tomado el suficiente vino como para justificarlo.


La atracción que existía entre ellos era algo muy diferente.


–Cuéntame sobre el resto de tu día –la animó–. Veo que Patricia ciertamente se ha ganado lo que cobra.


Paula le contó todos los detalles del día de compras y lo que las dos habían hecho cuando él se había marchado.


–Habéis hecho muchas cosas. Tengo que decir que me gustan las lentillas –comentó Pedro.


–Habría pensado que me costaría más acostumbrarme a ellas, pero me he llevado una agradable sorpresa. Por supuesto, aún no he intentado quitármelas.


Paula se echó a reír. El sonido de su risa era tan rico y complejo como el vino que tenían en la copa. Los nervios de Pedro estaban tan tensos que amenazaban con romperse. El deseo que sentía por ella nublaba todo pensamiento racional. Tenía que centrarse. No deseaba nada más que tenerla para él solo toda la noche, pero aquello era imposible. Necesitaban ser vistos en público para que se filtrara la noticia y llegara hasta sus padres en Nueva York.


Se asombró al darse cuenta durante la cena que ella era una acompañante muy divertida. Tenía una aguda inteligencia que él había subestimado cuando vio la versión más mojigata de ella en el trabajo.



MENTIRAS DE AMOR: CAPITULO 25

 


Cuando alguien llamó a la puerta, sintió que se ponía tenso. Lenta y deliberadamente, dejó la copa de vino sobre la mesa y fue a abrir. Ni siquiera se molestó en comprobar quién era por la mirilla. Sabía perfectamente quién estaba al otro lado.


Cuando abrió la puerta, descubrió a Paula en toda su gloria. Y qué gloria. Por primera vez en su vida, Pedro Alfonso se quedó sin palabras. Sus ojos se prendieron de la mujer prácticamente desconocida que esperaba al otro lado de la puerta. Cada una de sus curvas se revelaba con absoluta perfección. El cabello le brillaba como seda negra y sus dedos ansiaban acariciarlo. El maquillaje que llevaba era tan perfecto que su piel se semejaba a la de una muñeca de porcelana.


Todas las células de su cuerpo disfrutaban con aquella visión. Por fin consiguió hablar.


–Estás bellísima –dijo tomándola de la mano y llevándola hacia el interior. Allí, le hizo darse la vuelta lentamente–. ¿Cómo te sientes?


–Como Cenicienta –admitió Paula con una ligera sonrisa.


–Estoy empezando a lamentar la cita que tengo para cenar en Jacques’ esta noche.


–¿Por qué?


–Porque no sé si estoy listo para compartir esta versión tuya con nadie.


No pudo evitar la nota de posesión que se le reflejó en la voz. Él era Pigmalión y ella su Galatea. La quería sólo para él. Ansiaba explorar todas las facetas de aquella transformación y luego retirar cada capa de su nueva sofisticación antes de colocar a la verdadera Paula Chaves desnuda ante sus ojos y ante su ansioso cuerpo.


Paula bajó la cabeza tímidamente. Pedro tuvo que reconocer que, al menos externamente, ella era todo lo que necesitaba de una acompañante femenina, pero que bajo los lujosos adornos que su dinero había proporcionado, ella seguía siendo una chica sencilla. Una chica sencilla con un magnético atractivo que amenazaba con hacer pedazos su ingenio.


Se obligó a sonreír.


–No te preocupes. No voy a ser tan egoísta como para guardarte sólo para mí, al menos en esta ocasión.


–Me alegra oír eso. Tengo ganas de cenar.


–¿Te gustaría tomar una copa de vino antes de que nos marchemos? Estoy seguro de que Henri nos guardará la mesa un poco más.


Paula asintió con un ligero movimiento de cuello. Pedro sentía ganas de explorar cada centímetro de su delicada garganta…


–Sí, me gustaría.


–¿Te gusta el vino tinto? Tengo abierta una botella de un excelente Pinot Noir.


–No puedo decir que lo haya probado, pero estoy dispuesta a hacerlo.


Pedro tomó la botella y sirvió otra copa del vino.


–Toma. Huélelo primero y dime qué es lo que se te ocurre.


Paula tomó la copa que él le ofrecía y se la llevó a la nariz. Cerró los ojos y aspiró suavemente. Todos sus sentidos se centraron en lo que él le había ordenado que hiciera. Abrió los ojos rápidamente.


–Huelo ciruelas y bayas. ¿Es así? Me hace pensar en los largos días de verano.


–Así es. Tienes muy buen olfato. Ahora, saboréalo y dime lo que piensas.




MENTIRAS DE AMOR: CAPITULO 24

 


Pedro aspiró el aroma del Pinot Noir de Nueva Zelanda que había enviado desde su bodega en Nueva York a Vista del Mar y anticipó los complejos sabores que prometían bailar sobre sus papilas gustativas.


Le sorprendieron el parecido entre aquel vino y la mujer que estaba a punto de reunirse con él.


Aquel día, había visto destellos de la sirena que prometía ser, la sirena que esperaba tener calentando sus sábanas en muy poco tiempo, la sirena que apaciguaría a su padre y se asegurara que la tierra que llevaba dos siglos en su familia siguiera en las mismas manos. Deseaba aquella granja con una necesidad que le salía de muy dentro, una necesidad que había anidado en su corazón en las primeras vacaciones escolares que se pasó detrás de su abuelo mientras él trabajaba la tierra que amaba por encima de todas las cosas. Incluso tantos años después seguía sintiendo la fuerza de la mano retorcida y trabajada de su abuelo agarrando la suya mientras paseaban por los campos. El dinero jamás le había importado al anciano. Siempre había dicho que la tierra tenía una energía que le devolvía lo que él le daba multiplicado por cuatro.


Incluso en aquellas escasas visitas escolares, Pedro había comprendido a lo que se refería su abuelo. Era una magia que no quería perder. Nunca.


Ya no tenía que perderla. Paula se aseguraría de que su sueño se hiciera realidad. El coste de las compras de aquel día, que ya le había enviado Patricia Adams por correo electrónico, era una pequeña inversión para Pedro, una inversión que recuperaría con todo su valor.