viernes, 14 de agosto de 2015

EL ENGAÑO: CAPITULO 15




A FÍNALES de verano y principios de otoño comenzó a llover. Paula apenas veía a Pedro, más que cuando la llevaba de compras o en las raras ocasiones en que ella le pedía un favor. No obstante, los contactos entre ambos eran como una pesadilla: una mezcla de agonía y placer, de sed y desesperación. La tensión entre ellos era patente. Ambos trataban de mantener una actitud civilizada y neutral, mientras las pasiones se desataban en su interior. Él se mostraba ansioso, alterado ante la posibilidad de que su deseo por Paula lo arrastrara, haciéndolo flaquear, y ella... ella no deseaba otra cosa que la abrazara, que la estrechara con ternura, que la amara.


Cada vez que él la miraba, Paula contenía el aliento preguntándose cuándo rompería su promesa de celibato... o cuándo la abrazaría como a una amiga. Pero Pedro no hacía ninguna de las dos cosas. Él se mostraba agresivo, incluso consigo mismo, y ella pensó que la esperanza de salvar su matrimonio era cada vez menor.


Paula seguía tratando de seducirlo, luciendo tops provocativos y enseñando las largas piernas que Pedro siempre había adorado, pero él objetaba cualquier excusa y se marchaba. Un día se quedaron definitivamente solos. Los obreros terminaron su trabajo y se despidieron. La casa quedó magnífica, perfecta, sin embargo, ¿para qué? Tenían la casa de sus sueños, pero sus vidas estaban vacías.


Un día, durante una clase de preparación para el parto en Lewes, Paula se quedó observando su abultada barriga de seis meses, y pensó que Pedro jamás volvería a encontrarla atractiva. A pesar de lo que la gente dijera, sus días de Mata Han habían terminado. El había dejado muy claro que no la amaba y, por fin, había perdido todo interés físico hacia ella. Si permanecía en Deep Dene, era solo por los bebés. Pero para Paula esa razón no bastaba.


Junto a ella, Kirsty practicaba la respiración tendida en una colchoneta, ayudada por su marido, Tomas. Ambos reían a menudo, se tocaban y se miraban el uno al otro como si el resto del mundo no existiera.


—¿Cuándo va a venir tu marido? —preguntó Kirsty entre respiración y respiración—. Me muero por conocerlo, es un tipo impresionante. Lo vi esta tarde, cuando vino a traerte.


Pedro no tiene jefe, sino su propio negocio. Se ha acostumbrado a trabajar veinticuatro horas al día. Ahora no puede parar —contestó Paula sonriendo con debilidad, evadiendo la cuestión.


—No pretendo inmiscuirme —volvió a comentar Kirsty cuando la clase hubo terminado, mientras Tomas iba a por los abrigos—, pero deberías decirle a tu marido que viniera. Creo que necesitas su apoyo más que ninguna de nosotras. Dile que el dinero no es lo más importante. Tomas quiso aceptar un segundo empleo cuando me quedé embarazada, pero yo me negué. Prefiero que siga con la ruta, repartiendo leche, y vuelva a casa pronto para estar conmigo.


—Sí, se lo diré cuando venga a recogerme. Escucha... me gustaría que nos viéramos otro día. ¿Quieres que quedemos para comer?


—¡Estupendo! —respondió Kirsty—. Estoy harta de permanecer en casa por culpa de la lluvia. Este verano apenas hemos visto el sol. Menos mal que vivimos en un alto, si no, la casa se habría inundado. ¿Y tú?, ¿qué haces cuando hay inundaciones?


—Nosotros también vivimos en un alto, por suerte. Pero este verano quedamos incomunicados cuando el río se desbordó, inundando el pueblo y anegando la carretera que lleva a casa. Pedro compró un coche con tracción a las cuatro ruedas. Sin él, habríamos tenido problemas.


—¿Sabes qué? Dentro de dos semanas será la fiesta de Bonfire Night —explicó Kirsty—. Mi balcón da a la calle principal de Lewes, se ve de maravilla. ¿Has ido alguna vez?


Paula había oído hablar de aquella famosa fiesta. Miles de personas se acercaban al mercadillo del pueblo el día quince de noviembre, conmemorando la fecha en que Guy Fawkes trató de volar el Parlamento y el palacio del rey de Inglaterra, cuatrocientos años antes. La fiesta era espectacular.


—No. Pedro siempre ha querido ir, pero nunca hemos tenido tiempo...


—Pues merece la pena. Con gemelos a la vista, será vuestra última oportunidad en una buena temporada. Tráete una botella y algo para picar; lo veremos desde mi balcón. Tomas pertenece a la peña de los Bonfire Boy...


—¿A qué? —rió Paula.


—Hay muchas peñas asociadas a la fiesta —explicó Tomas saliendo al porche—. Te apuntas, pagas la suscripción y quemas tu falla con tu peña. Esa noche se hace una colecta y el dinero se da luego a la caridad...


—Es una tradición —lo interrumpió Kirsty—. Tomas es pirata. Apuntaremos a nuestro hijo en cuanto nazca, si es que encontramos un parche para él. ¡ Deberías ver a los guerreros zulúes! ¡Es increíble! La calle se llena de antorchas, la gente baja con toneles y hay bandas de música...


—¿Y si llueve? —preguntó Paula. —Da igual. Además, quizá para entonces haya dejado de llover. Aún faltan dos semanas —contestó Kirsty—. ¿Vendrás?


—Me encantaría —contestó Paula de forma impulsiva, comprendiendo que necesitaba distraerse—. No sé si Pedro podrá venir, pero quizá pueda convencerlo.


—Bien, entonces será mejor que llegues a Lewes antes de las seis de la tarde, porque luego lo cierran al tráfico. Aparca en una calle secundaria, habrá mucha gente. Toma, esta es mi dirección —añadió Kirsty tendiéndole un pedazo de papel—. ¡Tienes que venir! ¡Hasta pronto!


Paula se despidió contenta. Cuando Pedro apareció en el coche, apenas pudo esperar a contárselo.


—¿Te encuentras bien? —preguntó él con su acostumbrada frialdad.


—Sí, en realidad estoy de maravilla. Él desvió la vista, sorprendido. Entonces, Paula comprendió que hacía mucho tiempo que no estaba tan contenta.


—¿Te ha gustado la clase?


—Bueno, no exactamente, pero he hecho una amiga. Una madre. Kirsty. Ella y Tomas, su marido, me han invitado a ver la fiesta de Bonfire desde su terraza, que da a High Street. Dice que tiene unas vistas fabulosas. No puedo desperdiciar la oportunidad.


—¿Piensas ir sola?


—Sí, será mi última oportunidad antes de que nazcan los niños.


—¿Y piensas ir conduciendo para volver luego a altas horas de la noche?


—Bueno, eso había planeado.


—No me parece bien.


—Voy a ir, Pedro —afirmó ella, resuelta—. ¿O piensas encerrarme en el armario?


—Prefiero llevarte y volver a recogerte.


—Imposible, cierran el tráfico en Lewes. Si te preocupa que vuelva sola a altas horas de la noche, tendrás que venir conmigo. A Kirsty no le importa, se muere por conocerte —comentó Paula—. Pero tranquilo, no tendrás que quedarte con nosotras. Saludas con educación y desapareces. Tomas asiste al desfile, así que tampoco estará. Nos lo pasaremos bien las dos solas. Haz lo que quieras, Pedro. Yo voy a ir y no pienso ceder.


—Está bien, no me dejas elección —musitó él.


Paula se puso nerviosa pensando en que Pedro estaría con ella esa noche, aunque solo fuera durante un cuarto de hora. 


El deseo sexual parecía haberse desvanecido entre ambos. 


Los dos se mostraban tan fríos que ella no podía dejar de preguntarse si soportaría sus comentarios indiferentes.


Él condujo en silencio, bajo la lluvia. Parecía tenso, molesto por el hecho de que ella lo forzara a asistir a la fiesta. Al abrir la puerta y cederle el paso, preguntó con frialdad:
—¿Necesitas algo?


—No, gracias. Estoy destrozada, me voy a la cama.


—¿Te duele la espalda?


—Un poco —suspiró Paula—. No es de extrañar con el peso que tengo que soportar. De no haber visto la foto de la ecografía, pensaría que tengo toda una manada de monos en el vientre.


—Hasta mañana, que duermas bien —se despidió Pedro con expresión helada, dándose la vuelta.


—Buenas noches.


Él vaciló, pero se dirigió a su despacho. Mientras encendía el ordenador pensó que podía haber puesto una mano sobre el vientre de Paula para notar el movimiento de los bebés. 


Necesitaba con desesperación sentirse cerca de ellos, pero no se atrevía a tocarla.


Las últimas semanas habían sido una prueba para él, había estado a punto de ceder en muchas ocasiones. Su deseo por Paula había crecido hasta tal punto que se negaba siquiera a tocarla, aunque fuera lo mínimo. Prefería zambullirse en el trabajo y darse una ducha fría, mostrándose brusco y distante con ella.


Pero era inútil. Cada vez que la miraba, su cuerpo reaccionaba. Seguía sintiendo deseos de estrecharla entre los brazos, de acariciarle la espalda, de murmurar palabras eróticas a su oído y oírla reír. El deseo sexual era difícil de reprimir. Además, Paula tenía un aspecto increíblemente sensual en ese momento, con su amplio vestido rojo, ocultando el embarazo, que llevaba con orgullo y gracia. 


Todo en ella resultaba tentador.


Un piso más arriba, Paula se movía por el dormitorio. Pedro podía oírlo desde el despacho. Estaba sentado delante del ordenador, soñando con ella. De pronto, oyó el ruido de algo rompiéndose y, al mismo tiempo, un grito. Él salió presuroso del despacho y subió las escaleras de tres en tres.


—¡Paula, ya voy! —gritó Pedro temiéndose lo peor. Se asustó al verla en el suelo, con una mesa y fotografías tiradas por la alfombra—. ¡No te muevas! Llamaré a una ambulancia...


—¡No, por el amor de Dios! —gritó ella sentándose—. No me he caído, Pedro, estaba en el suelo. Estoy bien, de verdad. Detesto que me veas así, hecha un desastre.


Paula estaba casi desnuda. Una sencilla seda cubría escasamente su cuerpo. Él tragó, sobrecogido, sintiendo su cuerpo reaccionar mientras su mente dejaba de pensar. La respiración se le aceleró, de pronto tenía la boca seca... 


Eran los síntomas habituales.


—¿Y qué hacías en el suelo?


—Ejercicios con las piernas —explicó ella—. Creo que lo hice con excesivo vigor y tiré la mesa. Lamento que hayas tenido que subir para nada, estoy tan torpe...


—No, no estás torpe —la contradijo Pedro, a quien le costaba encontrar las palabras—. ¿Seguro que no te has hecho daño?


—No —rió Paula—. Solo mi orgullo está herido. Grité porque me asusté, pero no me he hecho daño. En serio...


—¿Te... te encuentras bien?... quiero decir, ¿los niños...?


—Ellos también están haciendo ejercicios con las piernas —sonrió ella—, ¿Quieres sentirlo?


—No... no creo que...


—Deja ya de pensar, Pedro, y haz lo que deseas. Son tus hijos. Salúdalos.


Él estaba desesperado por hacerlo, pero reprimió el entusiasmo y, adoptando la actitud de un médico, posó la palma de la mano donde ella le indicaba. Algo, una mano, un pie, se movió dentro del vientre de Paula. Pedro sintió que su corazón rebosaba de amor. Acarició la piel con delicadeza, maravillado, y se inclinó para besarla. En silencio, saludó a sus hijos y les prometió ser un buen padre, quererlos con todo su corazón.


Apoyó la mejilla sobre el abdomen y lo acarició con ternura mientras ella enredaba los dedos en sus cabellos. Resultaba alucinante que Paula y él hubieran creado a aquellos dos seres. La sola idea le produjo un vuelco en el corazón. Pedro besó con veneración cada centímetro de aquella piel, repitiendo una y otra vez en silencio su promesa.










EL ENGAÑO: CAPITULO 14




—Dadas las circunstancias, creo que lo mejor será que lo resolvamos todo cuanto antes —dijo ella a la mañana siguiente, mientras alisaba las arrugas del traje de Pedro y daba un mordisco a la tostada.


—¿Resolver qué?


—Lo de la ropa, las cunas. Todo doble. Colchones, todo eso. ¿De qué creías que estaba hablando?


—No lo sé, por eso he preguntado.


Entusiasmada con los planes, Paula continuó hablando sin caer en la cuenta del estado de humor de Pedro, que respondía con brevedad.


—Para empezar, haré una lista. Ahora me encuentro bien, puedo salir de compras —sonrió ella—. Dentro de unos meses no podré ni ponerme al volante, y menos aún cabré por la puerta. Creo que necesitaré que la policía me escolte para advertir al tráfico.


—Bien —contestó él sin sonreír.


Paula dirigió la vista con rapidez hacia él. Pedro parecia tenso, apenas hablaba, mientras ella charlaba como una cotorra desde el instante mismo de levantarse.


—¿No te preocupa el dinero que te van a costar los niños?


—No, gasta lo que quieras.


Él apartó el plato con los huevos sin tocar y se puso en pie.


De pronto, pensó en Celina y su mente se despejó como por arte de magia. No era la candidata ideal si le hubiera sido posible elegir. Pero, ¿qué otra alternativa tenía? Necesitaba a alguien que se ocupara de los contratos, alguien que no necesitara entrenamiento previo. En definitiva, no había elección.


Sin embargo, le impondría sus condiciones. Las relaciones laborales debían volver a su cauce normal. Juntos habían trabajado muy bien y todo podía volver a ser igual. No era el momento de dejarse guiar por los sentimientos, necesitaba una solución. Si tenía que quedarse en Deep Dene, entonces necesitaba a Celina. Tenía que verla aquel mismo día.


—He de marcharme, tengo unas entrevistas —afirmó Pedro con naturalidad—. ¿Qué tal llevo el traje?


—No está mal —comentó Paula tomándose su tiempo para admirarlo, pensando en lo maravilloso que era tenerlo de nuevo a su lado—, pero no le vendría mal media hora en la secadora.


—Gracias por levantarte pronto para lavarme y plancharme la camisa. Te lo agradezco.


—No importa —respondió ella, desconcertada ante tanta formalidad—. Pedro...


—Tengo que marcharme, voy a ver mi correo electrónico.


Él se marchó a su despacho antes de que Paula pudiera decir nada más. Ella recogió los platos y reflexionó sobre su extraño comportamiento. Decidió que Pedro debía sentirse como si hubiera chocado contra un vehículo pesado. 


Entonces se echó a reír. Aquel par de bebés habían cambiado por entero la vida de los dos. Los planes de él se habían ido al traste. Ella y los niños los habían echado a perder.


Apenas había transcurrido tiempo desde que Pedro había decidido que debían vivir separados. Y sin embargo ahí estaba, despertando a la realidad y comprendiendo que no podían estar lejos el uno del otro. Aún le costaría hacerse a la idea de que estaban hechos el uno para el otro, pensó contenta. Por eso debía darle tiempo.


Aquella noche, Pedro llamó por teléfono para avisar que llegaría tarde. Hacia media noche, corroída de nuevo por las dudas, Paula se marchó a la cama y esperó. Al escuchar crujir una tabla del suelo, salió de la cama. Él sacaba sábanas y una almohada de un armario.


—¡Pedro!, ¿qué estás haciendo? —preguntó ella, sorprendida.


—Lo siento, no pretendía despertarte. Iba a prepararme la cama en el cuarto de invitados...


—No —negó Paula con firmeza, abrazándolo atemorizada.


Si Pedro la rechazaba en ese instante, entonces ella sabría a ciencia cierta que aquel día él había estado con otra mujer.


Los celos, la inseguridad, eran intolerables.Paula los detestaba, pero no podía evitar preguntarse dónde había estado él. Y con quién. Pedro le besó la frente, pero no le devolvió el abrazo.


—Necesito dormir, llevo todo el día haciendo entrevistas...


—¿Ha habido suerte?


—Ejem... eso creo.


—Estupendo, entonces puedes relajarte...


—No, Paula. Voy a quedarme aquí y tú puedes recurrir a mí, pero tengo mucho trabajo. Escucha, será mejor que discutamos esto por la mañana. Estoy agotado.


—Por supuesto, pero no son horas de empezar a hacer la cama —respondió ella en tono de orden, empujándolo hacia el dormitorio—. Vamos, quítate la ropa y ven a la cama. ¿Son esas las cosas que te has traído?


—Sí, la maleta está aún en el coche —respondió Pedro llevándose la mano a la frente.


—¿Te duele la cabeza?


—Mmm.


—A la cama —ordenó Paula..


Él estaba demasiado fatigado como para discutir. Se tumbó tenso, mirando al techo. Ella apagó la luz y acarició con suavidad su frente. Si él no respondía, entonces ella lo sabría. Pero Pedro la amaba. Tenía que amarla.


—¿Mejor?


—Mmm.


Con delicadeza, Paula besó sus sienes. Lo sintió tensarse y, de pronto, él se dio la vuelta y comenzó a besarla. 


Entusiasmada, aliviada, ella se acurrucó en sus brazos mientras él le hacía el amor. «Por fin», pensó ella mientras se rendía a la pasión que hacía arder cada célula de su cuerpo. Pedro volvía a su lado.


Después, satisfecha y feliz, Paula yació en los brazos de él soñando con el futuro juntos. Entonces se dio cuenta de que, de forma gradual, uno a uno, los músculos de Pedro se iban tensando. Besó su cuello, su mandíbula, pero él continuó apretando los dientes. Trató de calmarlo con besos, pero los labios de él siguieron sin responder. Con pausa, Paula alzó las manos para acariciarlo justo como a él le gustaba.


—Estoy cansado —agregó, alterado, rodando por la cama y dándole la espalda para evitar más contacto.


Asustada por el rechazo, ella trató de razonar. La mayor parte de los hombres hubieran rechazado la oferta de hacer el amor con aquel agotamiento. Solo una persona tan viril como Pedro era capaz de encontrar la energía suficiente. 


Paula acarició su hombro, comprensiva, mordiéndose el labio y tratando de olvidar la forma en que la había rechazado. Él estaba confuso, recordó.


—Duérmete —susurró ella acurrucándose junto a él, deseando que aquel período extraño de sus vidas terminara al fin para volver a ser marido y mujer.


Paula comenzó al fin a respirar rítmica y profundamente y, entonces, Pedro se relajó. Había permanecido al borde de la cama, tenso. Se levantó, recogió las sábanas y la almohada que había sacado del armario y las arrojó sobre la cama libre.


Era inconcebible que hubiera roto la promesa que se había hecho a sí mismo. Furioso ante su debilidad, se tumbó en la otra cama. Paula sabía cómo excitarlo pero, si se acostumbraba a saciar su sed con ella, entonces Paula acabaría por esperar de él más de lo que estaba dispuesto a dar. Se mostraría frío desde ese mismo instante. Y ella tendría que captar el mensaje.


Pedro pensó por un momento en la posibilidad de contarle a Paula que había vuelto a contratar a Celina, pero comprendió que solo serviría para que ella se mostrara aún más hostil. Tenían que comportarse de forma civilizada el uno con el otro, como adultos; el solo hecho de nombrar a Celina podía echar a perder ese propósito. Incluso él tenía sentimientos contradictorios al respecto.


Pedro encendió el despertador. Se levantó pronto, tomó una ducha fría en el baño de invitados y volvió a ponerse la ropa del día anterior. Tomó té y tostadas en su despacho, encendió el ordenador y trató de olvidar su estupidez y debilidad de la noche anterior. Horas más tarde, la puerta se abrió. Paula entró descalza, cruzando la habitación con su ropa de seda crujiente.


—¡Dios, pero si te has levantado antes del amanecer! —exclamó, contenta, demasiado contenta para gusto de Pedro—. ¡Qué energía!


—No es cuestión de energía, tengo que trabajar —respondió él sin alzar siquiera la vista del ordenador, a pesar de que no estaba siquiera concentrado.


—¿Tanto trabajo tienes?


—¿Y cómo quieres que salgamos adelante, si no? —preguntó, irritado—. Escucha, ¿tienes algo que decirme? Estoy ocupado, tengo algo importante entre manos.


Pedro escuchó de nuevo el crujir de la ropa de Paula. Por el rabillo del ojo observó una larga y sedosa falda de color amarillo. Podía olería. Era el olor a naranja del jabón que ella usaba siempre. Aquellas sensaciones interferían en su concentración.


—Te he traído té.


Él observó la taza que Paula dejó sobre la mesa, con el brazo desnudo, moreno. Se resistió al impulso de posar los labios sobre aquella piel y esperó a que ella acomodara la taza entre los papeles, cerca del teclado. Por un segundo, al inclinarse, el cuerpo de Paula se aproximó peligrosamente al de él. Era cálido, de suaves curvas. Pero Pedro pegó la vista al monitor, reafirmándose en su decisión.


—Bien.


—Quería hablar contigo un momento —repuso ella.


—Si es solo un momento...


—Pero necesito toda tu atención —rió ella con voz ronca— ¿Podrás concedérmela?


Él reprimió un bramido de mal humor, se cruzó de brazos y giró la silla. Pero permaneció serio. En su interior, en cambio, anhelaba tocarla. Paula se apartó el pelo de la cara. 


Él observó aquel rostro radiante, sus ojos grises y sus espesas pestañas negras, en contraste con la piel rosada y los dientes como perlas. Ella sonreía de un modo irresistible. 


Llevaba un top diminuto de seda escarlata, al estilo indio, apenas capaz de contener sus pechos. Pedro ardió en deseos de tocarla. El esfuerzo por reprimirse casi lo hizo estallar de ira.


—¿Y bien?


—Te has ido a la habitación de invitados —comentó ella, directa como siempre.


—Necesitaba dormir —respondió él volviendo al ordenador.


—¿Es que no te gustó lo de anoche? —preguntó, seductora, acariciando su nuca.


Pedro juró en silencio. Ella no quería captar el mensaje. 


Tendría que decírselo a las claras. Agarró la mano de Paula y la apartó. Se puso en pie y dio unos cuantos pasos para distanciarse, optando al final por darle la espalda.


—Soy un hombre. Por supuesto que me gustó.


—Entonces duerme conmigo.


Todo era muy simple para Paula. Pedro se volvió hacia ella, con los ojos muy brillantes, y respondió:
—Serías para mí como una prostituta. ¿Es eso lo que quieres?


—¡Pedro, tú sabes que no es así...! —exclamó ella abriendo los ojos como platos.


—Lo es, llegamos a un acuerdo. íbamos a vivir separados hasta que esté construido el apartamento...


—Lo sé, pero pensé que...


Él se acercó de nuevo a grandes pasos al ordenador, interrumpiéndola. Se sentó en la silla y colocó las manos sobre el teclado, presionando la barra de espaciado con agresividad. El salvapantallas desapareció, volviendo a aparecer la pantalla con la base de datos de clientes.


—Creo que has llegado a conclusiones equivocadas acerca de los dos. Lo que ocurrió anoche fue pura casualidad. Yo necesitaba sexo y tú estabas cerca.


—¿Y eso es todo? —preguntó Paula, indignada.


—Cuanto antes terminen los obreros el apartamento, mejor para los dos. Así podrás seguir adelante con tu vida.


—¡ No, Pedro! Yo quiero...


—¡Paula! —exclamó él volviendo la cabeza hacia ella, fijando la mirada directamente sobre sus ojos con frialdad—. Anoche cometí un error. No quiero vivir contigo. Es el único modo. Debemos crear distancias, barreras entre los dos, y no saltárnoslas. Tenemos un pasado que interfiere en nuestras vidas, en nuestro acuerdo. Pero yo no puedo usarte así, no volveré a acostarme contigo. Ya no somos una pareja. Tú no confías en mí, y sin confianza la relación jamás podría sobrevivir. Así que no esperes de mí más que el respeto y la cortesía que te debo como madre de mis hijos.


—¿Es eso lo que sientes de veras? —preguntó Paula con voz trémula.


—No puedo expresarlo con más claridad.


—Comprendo. Gracias, ahora sé el terreno que piso.


Pedro observó el rostro de Paula, pálido, y luego la vio marcharse: lenta, con pesadez, como si llevara un terrible peso sobre las espaldas. Se repitió una y otra vez que eso era lo mejor, pero sentía una enorme angustia en el corazón.


Las últimas semanas habían sido un infierno. No volvería a gozar del sexo con ella. No más tentaciones. Eso era lo que quería. Pedro suspiró y alcanzó el teléfono para llamar a Celina.









EL ENGAÑO: CAPITULO 13



Pedro observó incrédulo la fotografía. Dos diminutos rostros, con los perfiles delimitados a la perfección, se dibujaban sobre el fondo negro. Dos pequeñas naricitas, dos barbillitas, la curva del cráneo, los pequeños cuerpos perdiéndose en una nube blanca. Gemelos. Dos hijos a los que amar. Dos hijos a los que abrazar y sostener, a los que observar mientras crecían... La emoción lo embargó. Sentía deseos de llorar. Pero procuró por todos los medios no hacerlo.


—¡Oh, Dios mío de mi vida! —respiró Pedro dejándose caer, colapsado y aturdido, sobre un sillón—. ¡No puedo creerlo! —añadió examinando de nuevo la fotografía, atónito y embrujado ante aquellas dos diminutas cabecitas, cuando no esperaba ver más que una figura remotamente humana—. ¡Paula!


Ella se había dejado caer de nuevo en el sofá. Lágrimas de éxtasis nublaban la vista de Pedro quien, a pesar de ello, tras enjugarse los ojos, fue de repente consciente de lo increíblemente hermosa que era su mujer.


Le había crecido el pelo desde que la había visto por última vez. Le caía ensortijándose alrededor del rostro. A pesar de la palidez, su piel tenía un tono rosado y sus ojos grises brillaban más límpidos y claros de lo que los recordaba. Era la madre de sus hijos, pensó, embargado de repente por la emoción, con un nudo en la garganta.


—Estoy atónito, no sé qué decir.


—¡Pues yo sí! ¿Cómo te atreves a dejarme embarazada de gemelos?


—¡Pero si es maravilloso, Paula! —exclamó Pedro, sonriendo de felicidad con torpeza.


—¿Pero no te das cuenta? —continuó ella—. ¡Bastante difícil es ya criar a un niño para que encima sean dos! Deberías haberme advertido de que hay genes de gemelos en tu fami... —Paula se ruborizó—. Lo siento, olvidé que no lo sabías.


Pedro sintió un deseo arrebatador de ponerse en pie, abrazarla y besarla. Pero, en lugar de ello, se sirvió una copa. Dos niños, no podía dejar de pensar en ello. Iba a ser padre de gemelos.


—Es una buena noticia —musitó dando un sorbo de whisky—. Me siento revivir. No sabes lo que me has hecho pasar. Creía que estabas enferma, que le pasaba algo anormal al bebé... No puedes ni imaginarte la pesadilla de viaje que...


—¿En serio? —preguntó Paula, trémula, con cierto brillo de esperanza en los ojos.


—Creí que el bebé tenía problemas —explicó Pedro desviando la mirada.


—Ah, ya —respondió ella bajando la cabeza—. Lo siento, no podía pronunciar palabra, estaba atónita.


—No me sorprende, debería haber ido contigo. Ojalá hubiera ido. Podría haberte cuidado.


—Sí, me habría gustado.


—¿Cómo lograste llegar a casa en ese estado? Supongo que no volverías conduciendo...


—No, tomé el autobús. Es un camino agradable —añadió Paula con un gesto de desagrado—. Bueno, lo fue a la ida. La vuelta fue terrible.


—Lo comprendo —asintió él—. Debes haberte llevado un susto tremendo.


—Pareces alterado. Tienes los ojos enrojecidos, supongo que de tanto conducir. Gracias por venir. Lamento haberte hecho pasarlo tan mal, pero... creí que debías saberlo.


Los ojos de Pedro se dulcificaron, su mente rebosaba de sueños, su corazón de amor. Era maravilloso. Pero, además... ¿no había otra cosa que contribuía a tanta felicidad y éxtasis?, ¿no se estaba debilitando su firme decisión de mantenerse separado de Paula? No era de extrañar, reflexionó. Ella tenía un aspecto tan vulnerable... 


Lucía una belleza tan espléndida bella, con aquel vestido amarillo de enorme escote, que mostraba todo el cuello. 


«Peligrosamente bella», añadió en silencio. Pero no debía dejarse llevar por ese camino.


—Ojalá hubiera ido contigo —repitió Pedro con profunda sinceridad.


—Sí, ojalá —rió Paula—. Me habría calmado. Además, había tantas pacientes... Era como en una fábrica, y los médicos y enfermeras estaban tan ocupados... El doctor apenas parpadeó cuando vio que eran gemelos. Al principio yo creí... creí que era un niño... ¡deforme! —exclamó ella echándose a llorar.


—¡Oh, Paula!


Pedro se sentó a su lado en el sofá. Ella siguió sollozando, con labios trémulos, y se dejó abrazar. Él la estrechó cerca de sí, lo más cerca que se atrevió. «Sin besos», se prometió él en silencio. Paula era una amiga a la que estaba consolando. Debía ofrecerle su simpatía, escucharla y dejar a un lado los sentimientos.


—¡Voy a ponerme como una vaca! —exclamó ella llorosa, alzando el rostro y parpadeando, para desgracia de Pedro—. ¡Jamás volveré a recuperar mi figura!


—Sí, la recuperarás. Si es necesario, contrataremos a entrenador, aunque dudo que lo necesites –añadió el sonriendo—. Vas a tener mucho que hacer, me imagino.


—¡Ya lo sé! —gimió ella—. ¡Dos bebés de un golpe! Es una pesadilla! ¡No tendré tiempo ni para dormir! Además... dicen que... dicen que puede que tengan que hacerme la cesárea, Pedro. ¡Y no quiero! Yo quiero que todo sea natural, que suene una maravillosa música y haya velas de olor, de aromaterapia. ¡Lo tenía todo planeado! —lloró Paula—. Pero, en lugar de eso, me empacharán de medicinas, me darán hora para ir al hospital a parir porque necesitan especialistas para gemelos, y ni siquiera estaré consciente —ella se abrazó a Pedro llorando, estrechándolo con fuerza—. ¡Quiero ver nacer a mi hijo... a mis hijos! Es el momento más importante. Pero me dormirán y, cuando despierte, ya habrán nacido... es como si no tuvieran relación alguna conmigo.


—Por favor, Paula —trató de calmarla él, lleno de ansiedad—. No puede ser bueno para los bebés que te pongas así.


Pedro comenzó a preocuparse, a comprender la realidad. 


Para ella, sería muy duro. Necesitaría mucho apoyo. Más de el que él estaba dispuesto a darle. ¿Qué hacer?


—Ni para mí tampoco —contestó Paula sin dejar de sollozar—. ¡Vagaré durante meses hecha un... un hipopótamo, tropezando con los muebles y tirándolo todo, con medias elásticas especiales y un horrible sujetador enorme!


Él ocultó una sonrisa ocultando el rostro en los cabellos de Paula. Le encantaba cuando ella exageraba. Adoraba y envidiaba su forma de lanzarse a la vida, tan emotiva. Él jamás se había dejado llevar por los sentimientos. Jamás se había atrevido.


—No será tan terrible, Paula.


—¡Sí, lo será! —gritó ella—. ¿Tú qué sabes? ¡Tú eres hombre!


—No puedo evitarlo, a menos que cambie de sexo. Pero puedo quedarme contigo a partir de ahora —se ofreció Pedro sin pensarlo dos veces.


—¿Qué? —preguntó Paula, helada, alzando el rostro con una expresión tan patética, que Pedro no pudo evitar responder de forma impulsiva, reafirmándose en su ofrecimiento.


—Lo digo en serio, Paula.


—¿Cómo?


—Es fácil —contestó él pensando con rapidez—. Podría contratar a alguien capacitado para que visitara a los clientes en mi lugar «¿pero a quién?», se preguntó de inmediato él, en silencio. Necesitaría a alguien con la suficiente habilidad, la suficiente rapidez mental y comprensión del negocio como para reaccionar a tiempo. Dan dejó a un lado el problema y continuó hablando—: Puedo organizar las cosas de modo que lo programe todo desde aquí, desde Deep Dene. Estaría en mi despacho siempre que me necesitaras. Quiero apoyarte en esto, Paula. Mi deber es estar contigo, siempre que me necesites.


Los ojos de Paula, brillantes, se secaron por arte de magia. 


Ella lo miró con tal confianza, que el corazón de Pedro dio un vuelco.


—¿Quieres decir que... que volverías a vivir aquí... ahora?


Él pidió auxilio en silencio. En su confusión, fijó la vista en los labios de Paula. ¿Cuándo se calmaría su sed de ella?


—Aja.


—¡Oh, Pedro! —suspiró ella. Pedro sintió el aliento de Paula estremecerlo. Ella rió de felicidad, y eso tuvo un asombroso efecto sobre el deseoso cuerpo de él—. Mmm... sería maravilloso. ¡Simplemente maravilloso!


¿Qué podía hacer un hombre de sangre caliente, dadas las circunstancias? Ella lo abrazaba por el cuello, no podía escapar. No, a menos que soltara uno a uno sus dedos.


Pero él no deseaba hacerlo. Notar la suavidad de la piel de Paula de nuevo lo hacía sentirse en la gloria, de modo que dejó que la pasión lo arrastrara. Y comenzó a explorar la boca de ella. Y después el cuello. Pedro se estremeció. Los pechos de ella estaban firmes, tensos.


Él estaba excitado, tenía que quitarle la ropa a Paula y sentir su piel desnuda. ¿Cómo había sucedido todo? El calor de ella lo envolvía, la mente apenas le funcionaba. Necesitaba amor, tocar a una mujer. Fingir que todo iba bien, que ambos se amaban. Aunque solo fuera por un momento. ¿Y qué, si era mentira? No podía detenerse. No quería detenerse. Ni ella se lo permitiría.


—¿Es correcto que...?


—Sí, no pasa nada. Lo he leído en un libro –susurró Paula.


¿Quién era él para discutir? Pedro se dejó guiar y se recostó sobre la espalda, observando y escuchando a Paula gemir sobre su cuerpo, pletórica de placer. Cerró los ojos. Con suavidad, la dulzura del acto de amor lo entristeció y entusiasmó al mismo tiempo. Por fin, apretó los puños y se abandonó al clímax. Entonces ella se acurrucó a su lado, murmurando y suspirando contenta, y él se quedó helado. 


¿Qué había hecho?


Pedro sintió la lenta respiración de Paula al quedarse dormida, confiada, en sus brazos. Incapaz de moverse, la observó preguntándose qué hacer. Sería desastroso que ella malinterpretara la situación.


Durante un rato, él sintió su cuerpo embargado por la fatiga. 


Pero, uno a uno, sus músculos fueron relajándose hasta quedar dormido. Durante la noche, la voz de ella lo despertó.


—Vamos a la cama.


Se sentía demasiado cansado como para discutir, así que obedeció. Trató de no disfrutar del exquisito placer de sentir a Paula acurrucarse junto a él, y se preguntó cómo demonios le diría al día siguiente que nada había cambiado. 


Amaba a los niños, pero a ella no.