domingo, 27 de diciembre de 2020

SIN TU AMOR: CAPITULO 31



Paula no necesitó mirarse al espejo para saber que estaba roja como un tomate. La dependienta, obviamente, estaba convencida de que Pedro era una especie de Pigmalión y ya había avisado a una de las chicas de la sección de maquillaje.


–Enseguida habré terminado con los retoques.


¿Retoques?


–¿Forma parte del servicio?


–Nos gusta cuidar de nuestros mejores clientes –la dependienta sonrió.


Debía estar gastándose una fortuna.


Paula se sentó en la silla del espacioso probador y se dejó «retocar». Tras unos segundos se miró al espejo, sorprendida de que pudiera conseguirse ese efecto con unos cuantos brochazos. El tono elegido para el carmín era perfecto.


–Necesitará uno para más tarde.


–Claro que sí –contestó Paula–. Añádalo a la cuenta.


–Estaría bien que terminaras hoy –exclamó Pedro al otro lado de las cortinas.


–No le haga caso –susurró Paula a la dependienta–. Haga como yo.


Tardó otros diez minutos más en terminar de arreglarse y armarse del valor necesario para salir del probador. Se moría de ganas de ver la reacción de Pedro.


–¿Qué estás comprando? –preguntó mientras contemplaba un paquete envuelto en papel de seda que la dependienta metió en una bolsa junto a otra completamente llena.


–Nada –él le dedicó una sonrisa traviesa–. Un regalo de boda.


–¿Vas a regalarle a la nueva esposa de tu padre unas braguitas con volantes?


Paula no lo miró a la cara, pero no le pasó desapercibido el detalle del puño cerrado.


–¿Qué le ha pasado a tu brazo? –preguntó él sin rastro de humor en la voz.


–Nada –maldito fuera, lo había visto a través del echarpe.


–Entonces, ¿para qué la tirita?


Era la más fina que había encontrado, pero también era grande y cuadrada.


–De acuerdo –Paula rezó para que reaccionara con fría indiferencia–. Tengo un tatuaje.


–¿Qué? –Pedro le retiró el echarpe y levantó el borde de la tirita–. ¿Desde cuándo?


–Me lo hice en Mnemba.


–¿Mnemba? –preguntó él perplejo–. No vi ninguna tienda de tatuajes en la isla.


–Pues la había. Allí había de todo. Me lo hice el último día cuando me fui a dar un masaje mientras tú estabas nadando.


–Un tatuaje. Agujas. ¿Paula? ¿En África? –Pedro la agarraba con fuerza.


–Es de henna, Pedro –Paula puso los ojos en blanco–. Se borra con el tiempo.


–Entonces, ¿por qué te lo tapas? –él dejó escapar el aire mientras sus mejillas enrojecían.


–No es precisamente muy elegante mostrarlo en la boda de tu padre.


–La boda de papá no es elegante.


Le arrancó la tirita y ella se frotó instintivamente el brazo mientras esperaba que, por algún milagro, se hubiera borrado. Sin embargo, por la impenetrable máscara en que se había convertido el rostro de Pedro, supo que no había habido suerte.


Eran todo un espectáculo para las dependientas, discretas e impecablemente arregladas, pero incapaces de disimular sus sonrisas o su interés. Hubo un prolongado silencio durante el que las plantas que decoraban la tienda crecieron visiblemente, gracias al calor que irradiaba de su cara.


–¿Qué significa? –al fin Pedro habló.


–Sudáfrica.


Sus iniciales se enroscaban en el centro de un complejo torbellino y un diseño floral con forma ovalada cubría casi todo el brazo.


–Me parece que estás mal informada, no estuvimos en Sudáfrica sino en Tanzania.


–Fue idea de la chica –balbuceó ella–. El diseño… –aquello resultaba muy embarazoso–. Pensaban que estábamos de luna de miel.


–Porque yo se lo dije –contestó él en un susurro casi inaudible.


–Pensé que no sería más que un bonito dibujo –los balbuceos cesaron al sentir los dedos de Pedro deslizarse por las letras. La sonrisa había desaparecido por completo de su rostro.


–Me colocaré la tirita otra vez.


–Déjalo así.


–Llevo el echarpe… lo cubrirá. De todos modos hace frío y el vestido es demasiado corto.


–El vestido es espectacular.


–Será mejor que te quites la alianza –ella no le escuchaba –. ¿Por qué la llevas puesta?


–Porque en el trabajo soy el señor Hombre Casado. ¿Por qué no te has quitado la tuya?


–Lo hice. Hace varios meses.


–Mentirosa –él le tomó la mano–. Aún se ve la marca.


–Me la puse porque el guía sugirió que sería conveniente para una mujer que viajaba sola.


Pedro soltó un bufido que evidenciaba su incredulidad.


Paula lo fulminó con la mirada, olvidándose de las dependientas. Ajena a todo salvo a la cercanía del cuerpo de ese hombre que la miraba fijamente, acariciándola con los ojos.


–Esos zapatos son ridículos –observó él al fin.


–¿Demasiado altos? –apenas les separaban dos centímetros y medio, tanto en altura como en distancia.


–No –Pedro le rodeó la cintura con un brazo y la atrajo hacia sí.


Paula se ruborizó nuevamente ante la sensación de su cuerpo.


–La altura es perfecta –susurró él con los labios casi pegados a los suyos.


Se apartó bruscamente y la arrastró con él fuera de la tienda.


Normalmente, Paula habría asociado esa prisa con azoramiento, pero Pedro nunca se azoraba. La gente los miraba mientras atravesaban la tienda. Pero eso también era normal. A ella siempre la miraban. Cosas que sucedían cuando se era más alta que la mayoría de los hombres. No obstante, con ese vestido, los zapatos y el carmín, se sentía espectacular. Y todo por la pasión que había visto en los ojos de Pedro.




SIN TU AMOR: CAPITULO 30

 


Mientras él desaparecía por las escaleras, echó una ojeada al apartamento. No tenía nada que ver con el que había conocido un año antes. Había sido remodelado y modernizado. Luminosa y espaciosa, la cocina era espectacular.


–¿Qué te parece? –preguntó Pedro.


–Felipe ha hecho un buen trabajo.


–Desde luego –se acercó a ella vestido únicamente con una toalla alrededor de la cintura.


–¿Qué haces? –Paula lo miró fijamente. Se había afeitado y duchado. Y estaba fantástico.


Las gotas de agua caían por el pecho, marcando aún más los tonificados músculos. Paula se derretía por dentro. No había nada comparable a la combinación de Pedro y agua.


–Necesito plancharme la camisa –Pedro parecía sorprendido ante la pregunta.


«No resulta sexy. Ver a un hombre vestido con una toalla y planchando no resulta sexy».

 

Sin embargo, ni los pechos ni el centro íntimo de Paula estaba recibiendo el mensaje.


–Voy a familiarizarme con tu coche –tenía que salir de allí.


Encontró las llaves y se dirigió al coche aparcado en la calle. Arrojó la bolsa que contenía el vestido y los zapatos a la parte trasera y buscó el limpiaparabrisas.


–Allá vamos –Pedro se sentó a su lado con una traviesa sonrisa dibujada en el rostro.


Paula mantuvo la mirada fija en la carretera. Hacía tiempo que no había visto a Pedro vestido de traje y si lo miraba en esos momentos tendrían un accidente. Mortal.

 

Pedro parecía haber resucitado y cuando pararon en la tienda de lencería, todo rastro de resaca había desaparecido. Se movía a sus anchas entre las prendas de seda y raso y levantó un par de ella en alto, mostrándose sorprendido ante el gesto airado de Paula.


–¿No podrías quedarte avergonzado en un rincón como cualquier hombre normal?


–¿Y perderme todo esto? De eso nada –Pedro rió al ver cómo se sonrojaba Paula–. De acuerdo, iré a echar un vistazo a los biquinis. ¿Contenta?


Diez minutos después, Paula suspiraba en el interior del probador. Imposible. No había ningún sujetador en el mundo que pudiera llevarse bajo ese vestido. Iría al descubierto.


Afortunadamente, el vestido llevaba un echarpe.Paula se volvió hacia la dependienta.


–Me siento fatal por no comprar…


–No se preocupe, su marido está ahí fuera comprando toda la tienda.


–¿En serio? –¿su «marido»?


–Desde luego no tiene la menor duda sobre su talla –la mujer asintió.



SIN TU AMOR: CAPITULO 29

 


Al fin se durmió y sólo despertó cuando oyó a Felipe apremiando a Mauricio para que se apresurara. Miró la hora y vio que eran más de las diez. Los chicos se iban un par de días a Mánchester para visitar a la familia de Mauricio y les aguardaba un largo trayecto en coche.


Se vistió y bajó las escaleras sonriendo ante el aspecto de Felipe.


–¿Has trasnochado?


–Resaca –gruñó él.

 

Paula le acompañó hasta el coche. Mauricio intentaba encajar una enorme maleta y otras veinte bolsas mientras protestaba por la cantidad de equipaje que Felipe se empeñaba en llevar.


–En el fondo le gustan mis gustos caros –Felipe suspiró.


–Pues claro –Felipe tenía gustos caros, pero también era muy divertido–. Que lo paséis bien.


–No vuelvas a desaparecer –habitualmente, Felipe tenía un gesto muy risueño, pero en aquella ocasión la miró muy serio.


Durante los meses que había pasado en el sur, no había contactado con él, pero Felipe no se lo había reprochado. Simplemente le había abierto su puerta para dejarla entrar.


–No lo haré –le aseguró Paula con intención de cumplir la promesa.


–¿Vas a despertar al Bello Durmiente? –el brillo regresó a los ojos de Felipe.


–Supongo –contestó ella.


–No hagas nada que yo no haría.


Felipe le guiñó un ojo y ella lo despidió con la mano antes de regresar al apartamento y contemplar el tronco inmóvil que seguía durmiendo en el sofá rodeado de botellas vacías.


Puso en marcha la cafetera, sirvió una taza de café bien fuerte y regresó al salón.


–Despierta, Pedro –lo llamó mientras sujetaba la taza bajo la nariz del durmiente.


–Esto es un sueño –él abrió un ojo y lo cerró enseguida.


–No, no lo es.


–Es verdad –Pedro volvió a abrir los ojos–. Si estuviera soñando, tú estarías desnuda.


Pedro, tienes que levantarte. Llegarás tarde a la boda de tu padre.


–No voy a ir –gruñó él.


–¿Cómo?


–Escucha –Pedro suspiró–, no tengo ningún interés en ver cómo mi padre se casa de nuevo.


Pedro –ella sacudió la cabeza–. ¿No eres el padrino?


–Ya lo he sido. En dos ocasiones. No voy a repetir.


Pedro, es tu padre –ella no podía creerse que fuera a faltar. Lo lamentaría. Estaba segura.


–¿Y? No conozco a la familia de la novia y no habrá casi nadie de la mía. No será divertido, Paula, y todo habrá acabado en un año, dos como mucho. ¿Qué sentido tiene?


–No se trata de divertirse. Se trata de estar allí –Paula hizo una pausa.


–No voy a ir –Pedro levantó la cabeza del sofá, junto con la voz–. Resultan muy irritantes.


–Deberías dar gracias por tener unos padres que te irriten.


–Tenías que recurrir a ese golpe tan bajo, ¿verdad? –él volvió a apoyar la cabeza.


–Sí –Paula le ofreció la taza–. Tómatelo. Te llevaré a tu casa y luego a la boda.


–Soy perfectamente capaz de conducir.


–¿Con todo lo que debiste beber anoche? ¿Tanto como para no poder caminar tres manzanas hasta tu casa? No creo que lo hayas eliminado aún de tu sangre.


–No bebí tanto. En cualquier caso no lo suficiente.


–Pues por cómo hueles, creo que superaste tu límite.


Pedro gruñó, incapaz de ocultar su diversión. Cierto que apestaba, pero por culpa de la copa de whisky escocés que se había derramado por encima. Una lamentable pérdida. Phil había insistido en continuar la velada hasta tarde, el muy zorro. ¿Se había dado cuenta de que no tenía ninguna gana de regresar a su casa? Le había echado una manta por encima, diciéndole que hacía demasiado frío, o humedad, o que era tarde, para regresar a su casa a pie. Y había dormido mejor en el pequeño sofá de lo que había hecho desde hacía días en su enorme cama. Sólo con saberla cerca y que volvería a verla por la mañana…


–Volveré a mi casa andando –necesitaba aclarar sus ideas. Algo no iba bien en su cabeza.


–Te acompaño.


–¿Por qué? –Pedro se sintió inexplicablemente más animado.


–Porque tengo la sensación de que no aparecerás por la boda y creo que sería un error.


–¿Y cómo piensas impedírmelo? –él la miró adormilado. La boda le importaba un bledo.


–Te voy a llevar.


–¿Te estás invitando a la boda de mi padre? –el corazón de Pedro dejó de latir.


–Pues sí –ella alzó la barbilla–. ¿Por qué no?


¿Por qué no? Esa mujer no tenía idea de lo poco que había faltado para que cediera a sus instintos básicos y la tomara en brazos. El corazón dio un par de inestables latidos antes de tomar velocidad mientras el cerebro procesaba la idea de pasar un día entero con ella.


–¿Quieres ser testigo de la locura?


–¿De verdad es una locura, Pedro?


–Un infierno –él cerró los ojos y pensó en algo mucho más excitante–. ¿Qué vas a ponerte?


–Pues resulta que tengo unos cuantos vestidos increíbles. ¿Te gustaría ayudarme a elegir?


–De acuerdo –por supuesto que le gustaría.


–Iré a buscarlos.


–No te pongas nada negro –gritó mientras ella desaparecía escaleras arriba.


–No hay nada negro –un minuto después, Paula regresó con un vestido–. ¿Qué te parece?


–¿Alguna vez te lo has puesto en público? –Pedro contempló la prenda y sintió cómo su cuerpo reaccionaba, agradecido por seguir tapado por la manta.


–No.


Él casi consiguió reír.


–¿Qué te parece?


Los ojos de Paula estaban desmesuradamente abiertos y se mordía el labio inferior. Pedro se obligó a dirigir la mirada de nuevo sobre el vestido. Era verde, o quizás azul, de una tela vaporosa y con tirantes. Y era corto. Demasiado corto.


–No puedes ponerte eso –sin miramientos, expresó su opinión.


–¿Por qué no?


–Porque parece más propio de un dormitorio.


–¿Eso crees? –ella sonrió–. La mujer de la tienda me aseguró que era un vestido de noche. Lleva un echarpe, de modo que no pasaré frío –contempló la prenda pensativamente–, pero no puedo ponerme sujetador, se verían los tirantes.


–Ponte uno sin tirantes –Pedro casi se atragantó.


–No tengo –Paula frunció el ceño antes de sonreír–, pararemos de camino en una tienda de lencería–. Tampoco puedo llevar bragas… se notarían las costuras.


–Eh… –tenía que estar haciéndolo a propósito.


–Un tanga.


–De acuerdo –asintió él con voz ronca–. Suena bien.


–¿Irás a la boda entonces?


–Sí –¿qué elección tenía?


Paula apenas pudo contener la risa mientras lo acompañaba hasta el apartamento. La expresión de su rostro no había tenido desperdicio. ¿Sin sujetador? ¿Sin bragas? Jamás había conseguido que nadie se derritiera a sus pies y le había resultado divertido, y embriagador. Pero Pedro debía ir a la boda y si tenía que atarle una soga al cuello y llevarlo a rastras, lo haría. Aunque tuviera motivos para sentirse dolido, tenía unos padres que lo amaban. Y donde había amor había esperanza, ¿no?