domingo, 31 de enero de 2021

UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO FINAL

 


Pedro condujo hasta casa de Paula tan rápido como pudo. Una vez en el dormitorio, apartó el vestido de sus hombros, se lo bajó hasta la cintura y ella terminó de quitárselo. Impaciente, con manos temblorosas, él se desvistió a continuación. Un instante después, Paula se sentó a horcajadas sobre él y se deslizó hacia abajo hasta tenerlo completamente enterrado en su cuerpo. Un exquisito placer la recorrió al instante, envolviéndola, haciéndola estremecerse y gemir.


Por fin se sentía libre. Ya no tenía por qué censurar lo que sentía. Nunca volvería a hacerlo. Amar a Pedro le había dado la libertad de sentir plenamente.


Hicieron el amor despacio, exquisitamente, saboreando cada segundo, cada caricia, cada sensación, hasta que alcanzaron el clímax juntos y el mundo pareció desmoronarse a su alrededor.


Más tarde, Pedro deslizó una mano por el cuerpo aún tembloroso de Paula.


—He estado muy preocupado por ti. Monica no quería decirme dónde estabas.


—Eso ha sido culpa mía, no suya. Necesitaba tiempo para aclarar mis ideas.


—La próxima vez que necesites tiempo para eso, dímelo, ¿de acuerdo?


—De acuerdo, aunque no volverá a suceder. Ahora lo tengo todo muy claro.


—Afortunadamente —Pedro tomó una mano de Paula y se la besó—. ¿Cuándo decidiste renunciar a tratar de conquistar a Darío?


—Casi en cuanto empezamos con las lecciones. No podía concentrarme en él. De hecho, después de la primera noche en el club… No, todo empezó antes. Empezó la mañana en que desperté y descubrí que había pasado la noche en tus brazos. No podía apartar aquella intimidad de mi mente, ni tu olor, ni el aspecto que tenías en calzoncillos. Luego te dedicaste a provocarme una conmoción tras otra —rió con ligereza—. Había veces en las que mencionabas a Darío y yo no sabía de quién estabas hablando.


—Ojalá lo hubiera sabido. Me habría ahorrado muchos quebraderos de cabeza.


—Lo mismo digo. Pero tú no me diste indicios… —Paula hizo una pausa— aparte de los normales cuando un hombre se acerca íntimamente a una mujer —. Debes comprender que, aparte de lo relacionado con los negocios, apenas sabía nada sobre los hombres. Tampoco sabía nada sobre el amor —se encogió de hombros, ligeramente avergonzada—. Tal y como me crié…


Pedro le cubrió los labios con dos dedos.


—No hace falta que me cuentes nada. Lo sé. Darío, ¿recuerdas? Me contó que vuestro padre os sometió desde pequeñas a un régimen de vida muy severo, y que apenas lo veíais.


—Más o menos, eso lo resume.


—Eso es pura y simple crueldad. Por lo que he oído, vuestro padre era un monstruo.


Paula suspiró y se volvió de costado para apoyar la cabeza en el hombro de Pedro.


—Todo eso pertenece al pasado. De ahora en adelante, podemos hacer que el futuro sea como deseamos.


Pedro la besó en la frente.


—¿Y tu plan para obtener el control total sobre la empresa familiar?


Paula permaneció en silencio unos momentos, y cuando habló lo hizo con gran suavidad.


—Tienes que comprender que, durante mucho tiempo, lo único que tuve fue mi parte de la empresa. Y debido a la competitiva forma en que nos educó mi padre, era natural que quisiera acaparar el control. Pero eso ya no me importa. Durante estos últimos días me he dado cuenta de que, en realidad, mis hermanas y yo nunca hemos tenido desacuerdos fundamentales en cuanto al modo de llevar los negocios. A pesar de nuestra feroz competitividad, siempre hemos querido lo mejor para la empresa —se movió para poder mirar a Pedro a los ojos— Gracias a ti, ahora tengo cosas mucho más importantes que el trabajo. He aprendido que la verdadera felicidad consiste en amar y ser amado.


Pedro inclinó la cabeza y la besó con delicadeza.


—Ni siquiera puedes imaginar lo feliz que me siento en estos momentos.


—Claro que puedo, porque yo siento lo mismo.


Pedro sonrió y dejó caer la cabeza sobre la almohada.


—Háblame de nuestro futuro. ¿Tienes algún plan concreto?


—Sí —contestó Paula, pensativa—. Quiero amarte y que me correspondas cada momento de nuestras vidas. Quiero tener un hogar de verdad, un refugio del resto del mundo, cálido y acogedor. Y quiero hijos, muchos hijos felices a los que querremos tanto que nunca tendrán que pensar que deben demostrarnos algo para que los queramos.


—¿Algo más?


—Sí. Quiero que me lleves al este de Texas para conocer a la familia que te queda y para conocer el lugar en que creciste.


—¿Algo más? —preguntó Pedro, divertido.


—Quiero seguir trabajando, por supuesto, pero tomándome las cosas con mucha más calma.


La sonrisa de Pedro se ensanchó.


—¿Algo más?


Paula rió.


—De momento no se me ocurre nada más.


—¿Estás totalmente segura? En mi opinión, has olvidado algo muy importante.


Paula frunció el ceño mientras trataba de averiguar de qué podía tratarse.


—¿Qué? —preguntó, finalmente.


—¿No figura el matrimonio en tu lista de deseos?


Paula se irguió bruscamente en la cama.


—Oh, dios mío, ¡sí! —Se volvió a mirar a Pedro—. Sí, pero…


Él la tomó por los hombros y la obligó a tumbarse de nuevo a su lado.


—Nada de peros.


Paula sonrió.


—Supongo que lo estaba dando por sentado. Pero ahora que pienso en ello, debería preguntarte si tú también quieres casarte.


Pedro rió abiertamente.


—Llevo esperándote dos años, cariño. El único fin de mi plan para el desarrollo de esos terrenos era tener una excusa para que estuviéramos juntos. Y el único fin de todas esas lecciones era que te enamoraras de mí. Ahora ya no vas a librarte nunca de mí.


La había llamado «cariño». Paula sintió una íntima satisfacción y, sonriendo para sí, se acurrucó contra él.


—Piensa en toda la diversión que nos aguarda, dándonos mutuamente lecciones.


Pedro se colocó sobre ella y la penetró lentamente.


—Empecemos con una lección sobre cómo aprender a satisfacernos mutuamente.


Paula cerró los ojos y gimió de placer mientras Pedro profundizaba más y más en ella, hasta que no pudo ir más allá.


—Estoy segura de que nos pasaremos toda la vida aprendiendo esa lección.





UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 45

 


Una vez más, Paula acercó la boca al oído de Pedro.


—Estoy poniendo en práctica lo que me enseñaste. La lección número uno consistía en vestir de forma más atrevida, enseñando más carne. Creo que esta noche lo he logrado, ¿no crees?


Casi involuntariamente, Pedro deslizó una mano hasta la parte baja del escote trasero del vestido e introdujo los dedos bajo la tela para acariciarle una nalga. Apartó la mano como si se hubiera quemado.


—¡Maldita sea, Paula! ¡No llevas ropa interior!


—Habría estropeado el diseño del vestido poniéndomela. Tú me enseñaste eso, ¿recuerdas?


Pedro soltó entre dientes una retahíla de maldiciones.


Si él estaba sufriendo, ella también, pensó Paula. Estar de nuevo entre sus brazos, oliendo su aroma, sintiendo sus manos en ella, estaba reavivando el recuerdo de la última noche que pasaron juntos en la isla. Un intenso calor se estaba acumulando entre sus piernas, pero no pensaba detenerse.


—La lección número dos era permitir que mi acompañante me ayudara a salir y a entrar en el coche, aunque esta noche no he podido practicarla. Y…


—Déjalo ya.


El vestido y la falta de braguitas impidieron a Paula separar las piernas y dejar que Pedro colocará una de las suyas en medio, como lo hizo la noche que bailaron en el club. Pero la romántica melodía y su letra, unida al sensual ritmo, la impulsaron a mover la pelvis contra la de él.


Pedro apoyó ambas manos sobre sus hombros, con intención de apartarla.


—No hagas eso.


—¿Por qué? —preguntó ella, sin dejar de hacerlo. Necesitaba el contacto. Necesitaba sentir la dura protuberancia del sexo de Pedro contra ella. Necesitaba que algo interrumpiera el deseo casi insoportable que estaba floreciendo en su interior—. Es lo que hicimos en el club.


—Eso fue diferente.


—¿En qué sentido?


—Maldita sea, Paula —Pedro aumentó la presión sobre sus hombros y la apartó de su lado— Basta.


Paula miró a su alrededor, pero nadie parecía estar prestándoles atención, aunque solo el cielo sabía cómo era posible que no se dieran cuenta de lo que estaba pasando. Ella apenas podía controlar su respiración. Y no sabía si iba a poder controlarse un segundo más si no conseguía algún alivio para lo que estaba sintiendo. Pero se obligó a recordar por qué estaba haciendo aquello.


—¿Qué sucede, Pedro? ¿Acaso eres incapaz de practicar lo que enseñas?


Él agitó la cabeza, como tratando de aclarar su mente. De pronto, tomó a Paula por una muñeca, haciendo que el chal se deslizara de su brazo, y tiró de ella hacia la salida. Una vez fuera del salón, entró en un pasillo lateral que se encontraba desierto, la arrinconó contra la pared y le sujetó ambas muñecas a los lados de la cabeza.


—¿Por qué estás practicando conmigo las lecciones que te di, cuando es a Darío al que quieres? —preguntó, con voz áspera y ronca.


Paula retorció las muñecas hasta liberarlas. Luego apoyó ambas manos contra el pecho de Pedro y le dio un empujón.


—En primer lugar, no quiero a Darío. Ya no. Y en segundo lugar, pretendía averiguar si lo que me enseñaste sirve para lograr que un hombre olvide a la mujer de la que está enamorado hace tiempo.


Pedro se quedó atónito al oírla.


—¿Pretendías…?


—¿Y bien, Pedro? ¿Es posible? ¿Puedo hacer que olvides a la mujer de la que estás enamorado utilizando tus lecciones?


Pedro frunció el ceño.


—¿De qué estás hablando?


—De la mujer de la que estás enamorado. De la mujer que te rompió el corazón. De la mujer que no te corresponde. De la mujer de la que me hablaste en el club de blues —dijo Paula, preguntándose por qué daba la impresión de que Pedro no entendía lo que le decía—. Me preguntaste si alguna vez había amado a un hombre del modo que Billie Holiday reflejaba en la letra de su canción, y yo te hice la misma pregunta.


Pedro asintió lentamente.


—Sí, lo recuerdo. Y también recuerdo que te dije que tal vez. Dije «tal vez», Paula. No dije que sí.


—Pero tenía sentido. Llevo dos años viendo cómo mantienes las distancias con todas las mujeres que se arrojan a tus pies. Cuando dijiste «tal vez», decidí que el motivo de ese distanciamiento era que ya estabas enamorado de una mujer que te había roto el corazón.


—¿Dedujiste todo eso de un simple «tal vez»? Y ahora, por algún motivo que se me escapa, has decidido comprobar si podías lograr que la olvidara, ¿no?


Paula asintió y observó a Pedro atentamente. Aún parecía atónito, aunque su enfado se estaba esfumando.


—¿Por qué, Paula? ¿Cómo un experimento? ¿Para comprobar si mis lecciones funcionaban realmente?


—No —contestó Paula, despacio, sabiendo que estaba a punto de saltar de un precipicio sin saber si había una red debajo. La antigua Paula ni siquiera se habría planteado dar aquel salto. Pero la nueva Paula, con el corazón henchido de amor, sí—. Porque estando en casa de Teresa comprendí que estaba perdidamente enamorada de ti.


Por unos segundos, dio la impresión de que Pedro había dejado de respirar. Finalmente, tomó aire y lo exhaló muy despacio.


—De acuerdo, voy a responder a tu pregunta. No puedes hacerme olvidar a la mujer de la he estado enamorado estos dos últimos años. Nadie puede —alzó una mano para tomar a Paula por la barbilla y le dedicó una sonrisa cargada de ternura—. Porque esa mujer eres tú, Paula. Estoy total y perdidamente enamorado de ti.


Paula lo miró, incrédula. Entonces, Pedro acercó su boca a la de ella y la besó con la misma ferocidad que en la isla, y mientras sus lenguas se fundían, deslizó las manos por su espalda desnuda hasta introducirlas bajo el vestido para abarcar con ellas su firme y redondeado trasero. Aferrada a Pedro, Paula se perdió en el tiempo, en el espacio… pero sobre todo en él.





UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 44

 


Pedro avanzó con Paula hacia la salida, pero no era aquello lo que ella tenía planeado. Además, una vez alejados de las tres mujeres, Pedro perdió en parte el férreo control que estaba ejerciendo sobre sí mismo y Paula comprobó que solo le faltaba echar espuma por la boca a causa de la rabia que sentía.


Sería más seguro para ella seguir rodeada de gente.


Retiró con energía su mano de la de Pedro y se detuvo. Él no tuvo más remedio que detenerse y volverse a mirarla.


—Me gustaría bailar —dijo Paula.


—¿Qué te hace pensar que pueda importarme lo que quieras o dejes de querer hacer?


Pedro intentó tomarla de nuevo de la mano, pero Paula se volvió y se alejó hacia una zona más apartada de la pista de baile. Cuando se volvió comprobó que él la había seguido, y agradeció en silencio que así hubiera sido.


—¿Qué diablos sostiene ese vestido sobre tu cuerpo? —preguntó Pedro, en un tono tan afilado como una cuchilla de afeitar.


Con una sonrisa, Paula se acercó a él y lo rodeó con los brazos por el cuello.


—Mi voluntad —susurró junto a su oído.


Él la apartó de su lado.


—No sé a qué estás jugando, a menos que tengas algún absurdo plan de poner celoso a Darío. Pero no te va a servir de nada, porque no está aquí.


Paula se encogió de hombros y el movimiento hizo que la aureola de uno de sus pezones asomara por el escote. Pedro siguió el movimiento con la mirada, y ella vio cómo tragaba saliva.


—No esperaba que estuviera aquí.


Pedro apretó los puños.


—¿Dónde has estado estos últimos cinco días? Sé que no estabas en el Double B, porque llamé a Darío.


—¿En serio? ¿Y por qué me estabas buscando?


—Porque… —Pedro se interrumpió y cerró brevemente los ojos. Debía haberse hecho consciente de pronto de su actitud tensa, casi furiosa, como si estuviera a punto de golpear a Paula. La tomó por los antebrazos y la atrajo con brusquedad hacia sí, aunque no tanto como para que sus cuerpos se tocaran—. Porque llamé a Darío para decirle que te esperara.


—Qué considerado por tu parte, pero no era necesario.


Una vena palpitó en la sien de Pedro.


—Luego llamé para asegurarme de que habías llegado bien.


Paula volvió a encogerse de hombros.


—Nunca dije que fuera a ir al rancho.


—Claro que lo dijiste. Me dijiste que habías llamado a Monica para que te reservara un billete.


—Eso es cierto. Pero el billete era para Uvalde. Decidí pasar unos días con Teresa y Nicolás.


—¿Tú…? —Pedro apretó los dientes.


—Suena bien el grupo que está tocando, ¿verdad? —los músicos estaban interpretando una romántica balada de Elvis Presley, pero Paula dudaba que Pedro la estuviera oyendo. Alzó los brazos, volvió a rodearlo por el cuello con ellos y comenzó a moverse al ritmo de la canción, aunque él permaneció quieto como una estatua.


—¿Qué haces?


Paula se arrimó a él y susurró junto a su oído:

—Si no recuerdo mal, la lección número tres: bailar muy pegada a mi pareja para poder hablar con la boca junto a su oído —esperó un segundo pero no obtuvo respuesta—. ¿Lo estoy haciendo bien?


Un gruñido resonó en el pecho de Pedro. Apartó uno de los brazos de Paula de su cuello para sostener su mano a un lado de sus cuerpos.


—Lo tradicional es que en el baile participen dos personas.


—Y es más divertido.


El rostro de Pedro se tensó hasta que dio la impresión de que iba a estallar.


—De acuerdo; solo te lo voy a preguntar una vez, Paula. ¿Qué se supone que estás haciendo? Y no me contestes que estás bailando o asistiendo a una fiesta benéfica. Sabes exactamente a qué me refiero, así que haz el favor de contestar.