sábado, 11 de marzo de 2017

HASTA EL FIN DEL MUNDO: CAPITULO 23




Podría haber convertido el masaje en toda un arma de seducción, pero no lo había hecho porque estaba trabajando. Tenía una serie de principios a los que adherirse y pensaba seguir fiel a ellos. Incluso aunque se tratara de Pedro.


Además, se había dado cuenta de que él necesitaba algo que ella podía proporcionarle. Los vaqueros, por definición, siempre tenían lesiones, y el cuerpo les seguía doliendo todavía años después de haber dejado los rodeos.


Pedro no era una excepción.


La noche anterior había visto sus viejas cicatrices. Las había tocado suavemente mientras él dormía y se había preguntado cómo se había hecho cada una de ellas.


Quizás algún día se lo contaría.


Durante una hora había hecho lo posible por aliviar sus dolores.


Si Simone se hubiera enterado de que no era la señora Campanella la que estaba en la cabina de masajes y hubiera entrado, habría encontrado a Paula actuando como lo que era: una masajista terapéutica.


Hasta el último momento, en que se había transformado en la mujer que quería hacer el amor con Pedro.


Al sentir sus manos seductoras, él se había incorporado rápidamente como un hombre sin dolores, sin cicatrices, y la había tomado en sus brazos. No le había resultado difícil adivinar cuan excitado estaba.


—Te has buscado esto, Paula Chaves —le había dicho.


—¡Pedro!


—No empieces algo que no estás dispuesta a terminar —le había susurrado sobre los labios.


—Pienso terminarlo, pero no aquí.


—Entonces, vamos a mi camarote.


—Tengo que hacer unas cuantas cosas antes de irme. Pero será rápido —le prometió ella.


—Muy rápido —insistió Pedro.


—Sí. Terminaré mientras tú te vistes —quitó las sábanas de la camilla y se encaminó hacia la puerta.


Él la agarró del brazo antes de que saliera.


—No vas a desaparecer, ¿verdad?


—No, no voy a desaparecer






HASTA EL FIN DEL MUNDO: CAPITULO 22




Pedro tuvo la inmediata sospecha de que el cobarde iba a ser él.


—Quítate los pantalones —le dijo ella—. Te doy unos minutos.


—No tienes que salir de aquí… —comenzó a protestar él, pero ella ya había salido.


Sonriendo en anticipación de lo que sería sentir las manos de Paula sobre todo su cuerpo durante una hora.


Ella regresó con un CD de música celta cuya melodía le recordaba a una película que había visto.


Pedro sonrió.


—Esta música, ¿no tiene algo que ver con un barco hundiéndose?


Paula ignoró el comentario.


—Ponte boca abajo y deja los brazos sueltos.


Ella comenzó a frotarse las manos.


Su masculinidad reaccionó ante lo que prometía ser aquella sesión.


Paula posó las manos sobre su espalda.


—Estás muy tenso.


—Es que estoy… muy caliente.


—Me ocuparé de eso —le prometió ella.


Él la miró sorprendido.


—¿Aquí?


—Sí, claro —respondió ella.


Pero Pedro pronto se dio cuenta de a qué se refería.


Esperaba tumbarse allí y que Paula lo sedujera mágicamente. Pero, en lugar de eso, se puso a trabajar sobre cada músculo entumecido, sobre cada lesión.


—¿Te hago daño?


—No —mintió él.


Ella comenzó a hacer más presión.


—¿Y así?


—¿Qué eres, una sádica?


—No. Estás muy tenso y lleno de nudos. Déjame ver si puedo quitarte toda esa tensión. Soy estupenda en masajes neuromusculares —dijo ella. Pedro pensó que no sonaba muy sugerente—. Te sentirás bien cuando haya terminado.


—Supongo que lo mismo que cuando dejan de darte en la cabeza con un martillo.


Paula se rió.


—Algo así.


Trabajó con fuerza sobre cada centímetro de su cuerpo. Y, aunque no fue la sensual experiencia que Pedro había esperado, se sintió bien, tal y como le había ocurrido la noche anterior en el camarote.


Cuando Paula llegó a las piernas, Pedro se sobresaltó.


—Esa fue la que me rompí el pasado diciembre y todavía me duele.


—Me ocuparé de ella.


Primero se centró en la otra pierna y, cuando terminó, empezó con la que tenía la lesión.


—Ah —expresó él aliviado al final del trabajo.


—¿Mejor? —le preguntó Paula.


Él asintió.


—Sí, mucho mejor.


—Bien. ¿Todavía estás caliente?


Pedro hizo una mueca al darse cuenta de que ya no.


—Podría estarlo en cuestión de minutos.


En silencio, Paula deslizó las manos por la parte de atrás de sus piernas hasta sus glúteos, llegando a la goma de sus calzoncillos. A Pedro no le hicieron falta minutos, sino segundos para volver a estar caliente.


Se volvió hacia ella.


—¿Paula?


Ella sonrió y miró el reloj.


—Vaya —dijo en tono de sorna, encogiéndose de hombros —. Se nos acabó el tiempo.






HASTA EL FIN DEL MUNDO: CAPITULO 21




¿La había querido durante todos aquellos años? ¿Pedro Alfonso la había querido a ella? La idea le resultó repentinamente absurda. Y, sin embargo…


Él la miraba como si de algún modo todo hubiera sido culpa de ella.


Al cabo de un rato, ella exclamó.


—¡Oh!


Pedro hizo una mueca.


—Así es —se pasó una mano por el pelo—. Me pareció que lo mejor sería no tener nada que ver contigo.


Ella no sabía qué decir. Su mente daba vueltas a toda aquella nueva información, tratando de darle una nueva interpretación a muchas cosas.


—Entonces tú influiste en Mateo… —comenzó a decir ella.


—No hice nada a propósito —le juró—. Quizás fuera un mal ejemplo, pero él tomó sus propias decisiones.


—Quería ser como tú.


—Porque era un necio —Pedro caminó de un lado a otro. Luego se volvió y la miró—. De verdad siento que las cosas fueran tan duras para ti. Sé que sufriste mucho. Pero realmente pienso, Paula, que estás mejor sin él.


—Lo sé —respondió ella.


Su afirmación lo sorprendió.


—¿De verdad?


Ella asintió.


—Al verlo en la distancia me doy cuenta de que también él trató de decirme eso al abandonarme. Un hombre que se va a los rodeos no es alguien preparado para formar una familia —ella sonrió—. Sencillamente yo no quise verlo. Tenía mis
sueños.


En realidad había estado más enamorada de sus esperanzas e ilusiones que de él. Mateo habría representado el vehículo para poder cumplir sus sueños.


—Fue lo mejor que podía suceder —dijo ella.


—Sí —confirmó Pedro—. Aunque no pensaste así en aquel momento. Sé que me odiaste.


—Sí.


—Y me has odiado durante mucho tiempo —insistió él.


Paula asintió.


—¿Por qué?


—Porque tú eras testigo de mis fracasos y me veías como una perdedora.


—¿Cómo?


—¡Mateo me abandonó!


—Mateo era un idiota. Creo que eso había quedado claro.


—No. Mateo tenía que madurar, cambiar algunas cosas… Pero siempre pensé que él no me había considerado suficiente para él.


Se dio la vuelta, con el rostro encendido por la vergüenza. 


No podía creerse que estuviera teniendo aquella conversación con él.


—No puede ser —dijo él realmente impactado.


Se aproximó a ella rápidamente y la tomó entre sus brazos. 


Paula se mostró algo reticente, pero él insistió y volvió a abrazarla. La apretó contra su cuerpo y la besó dulcemente.


Fue un beso tan profundo, hambriento e intenso como el que le había dado la primera vez. Hablaba de un deseo ya antiguo, de una necesidad de mucho tiempo.


Paula dejó de resistirse y comenzó a responder y a decirle con su entrega todo lo que no habría podido decirle con palabras, sobre el dolor, la angustia, la soledad y el vacío de todos aquellos años, sobre sus sueños y esperanzas.


Fue Pedro el que finalmente rompió el encantamiento.


—¡Guau! —dijo él—. Creo que nos deberíamos moderar, a menos que quieras escandalizar a esa jefa tuya.


Paula se rió.


—Sin duda se escandalizaría.


—No queremos que ocurra eso, así que vámonos a un lugar donde no nos molesten.


—No puedo.


—¿Por qué no?


—Tengo que estar aquí hasta las seis. Simone estará vigilándome.


—¿Y qué importa?—dijo Pedro.


—¡Es mi trabajo!


El iba a responder pero se contuvo. Cerró la boca y asintió.


—De acuerdo. Entonces, adelante.


Paula parpadeó perpleja.


—¿Adelante con qué?


Él sonrió.


—Mi masaje.


—¿Quieres un masaje? —dijo Paula y sonrió después de un breve instante de desconcierto.


—A menos que seas una cobarde —la retó él. 


Ella sonrió.


—Vamos a ver quién es el cobarde aquí.






HASTA EL FIN DEL MUNDO: CAPITULO 20






Había tenido un sueño realmente extraño. Paula y él dormían juntos, se tocaban.


Ella le acariciaba el pelo, incluso lo había besado antes de que se quedaran dormidos…


Se despertó confuso y desorientado, enredado entre las sábanas, tratando de recordar con más precisión el sueño.


Pronto se dio cuenta de que ya no estaba mareado, de que las luces ya no se balanceaban y de que había un vaso en la mesilla.


Entonces pensó que, quizás, no hubiera sido un sueño.
Paula había estado allí.


Se dio la vuelta y extendió el brazo. El otro lado de la cama estaba vacío, pero la almohada estaba aplastada contra el cabecero y la colcha estaba revuelta.


Posó la cabeza sobre la almohada e inhaló con fuerza. Era el aroma suave y refrescante de Paula. Ella había estado allí.


Pero se había marchado.


¿Por qué?


Recordó vagamente que le había acariciado la cara y le había dicho con una amplia sonrisa:
—Voy a ver si mi jefa me necesita. Enseguida vuelvo.


¿Cuánto tiempo hacía de aquello? No sabía qué hora era, pero, a través del ojo de buey se veía un sol intenso. Debía de ser tarde. Y no había regresado. ¿Por qué?


¿Se lo habría pensado dos veces? ¿Habría hecho algo imperdonable mientras estaba dormido?


Trató de recordar, y todo cuanto le vino a la memoria le resultó embarazoso.


Había estado toda la noche enfermo, vomitando. Pero ella había permanecido a su lado.


Podría haberse ido después de haberle traído aquella bebida. No lo había hecho. Se había quedado a su lado y le había pedido que pusiera la cabeza sobre su regazo.


Algo más tarde, se había despertado y la había visto tumbada a su lado.


Estaban los dos dulcemente abrazados.


Se había pasado diez años imaginando lo que sería estar en la cama con Paula Chaves, ¡y jamás había supuesto algo así!


Y, sin embargo, había sido algo hermoso, algo honesto y real, algo que no había experimentado con ninguna otra mujer. Paula era la primera con la que se había limitado a dormir en el estricto sentido de la palabra.


Se incorporó lentamente temeroso de que su cabeza le jugara una mala pasada.


No ocurrió. La habitación ya no se movía, su estómago no estaba revuelto. Tenía mal sabor de boca, pero eso tenía solución. Se lavaría los dientes, se daría una ducha y se
vestiría.


Después, se iría a buscar a Paula Chaves. Tenían que hablar.



***


—¿Cómo que tengo que trabajar? —preguntó Paula.


Simone sonrió y continuó con firmeza.


—Lo siento —le dijo—. Stevie está enfermo y Allison no puede hacerlo todo ella sola. Stevie tenía un montón de cortes de pelo para esta mañana y una serie de masajes para la tarde. Es una suerte que tú también estés cualificada para ello.


—Pero…


No había «peros» posibles. Sustituir a alguien cuando se ponía enfermo era parte de su trabajo.


Pero Paula tenía otros planes.


Después de dejar a Pedro, se había encaminado a su habitación, se había dado una ducha rápida, se había puesto el uniforme y había subido a ver a Simone, confiando en que pronto podría volver con Pedro, pues era su día libre. 


Necesitaba hablar con él.


—Así que empiezas ahora —no era una pregunta, sino una orden—. Tu primera clienta está aquí.


Paula suspiró, respiró profundamente y se puso su mejor sonrisa de crucero, con la esperanza de que Pedro entendiera por qué no regresaba.


Allison no dejaba de mirarla con un gesto interrogante.


—Te eché de menos anoche —le dijo en una afirmación que en realidad significaba: «¿Dónde te metiste?»


Paula se limitó a sonreír y a asentir.


—Sí.


Allison insistió.


—¿Qué estuviste haciendo?


—Nada —respondió Paula. Y era la verdad. ¡Había estado en la cama con Pedro Alfonso y no había sucedido nada! Aún…


Solo de pensar en lo que podrían hacer le provocaba sudores fríos y sofocos.


Pero tenía que reconocer que lo sucedido entre ellos había sido realmente hermoso.


Estar allí, tendida con él, acariciándolo, había convertido la pasada noche en la más memorable de su vida. Lo que, sin duda, venía a demostrar cuan pobre y carente de emociones había sido su existencia en general.


Allison seguía mirándola expectante. Pero Paula no dijo nada más.


Se centró en su trabajo, mientras su primera clienta le contaba cómo iba a pasar el día en tierra, en una isla privada que el crucero alquilaba para disfrute de sus pajeros, y que Paula ya había visitado.


Pero no se podía centrar en nada de lo que la mujer decía, pues no paraba de pensar en Pedro.


¿Estaría dormido aún? ¿Qué pensaría al despertarse? ¿Recordaría que ella había estado allí? 


Ella jamás lo olvidaría.


No habían tenido ocasión de hablar, solo se habían tocado. Pero, lo cierto era que no habían necesitado palabras.


No obstante, aún le resultaba difícil entender todo aquello, creerse lo que estaba ocurriendo.


¿Y si ella estaba equivocada?


Recapituló una y otra vez lo sucedido para cerciorarse de que no eran imaginaciones suyas.


—¡Te he dicho que solo me cortaras las puntas! —dijo indignada la mujer a la que estaba atendiendo.


—¡Oh! Ya… es que tengo, tengo que igualar esta zona —se justificó, sin poder evitar ruborizarse.


Trató de concentrarse, pues no estaba bien que dejara calvas a las pasajeras del barco.


Simone la miró a través del cristal de su oficina con aquel rigor implacable.


Paula hizo acopio de todas sus armas.


—¿Ha pensado alguna vez optar por un pelo más corto y a capas? Eso le destacaría los pómulos, así.


La mujer volvió la cabeza para verse desde otro ángulo.


—Podría ser interesante —dijo, cambiando su gesto arisco.


—Creo que le favorecería.


—De acuerdo —dijo la clienta.


Paula sonrió y comenzó a cortar, decidida a no pensar en Pedro por un momento.


Pero, apenas si acaba de tomar aquella determinación, cuando lo vio por el espejo.


—¡Oh! —se sobresaltó y dio un tijeretazo que, por fortuna, no tuvo consecuencias nefastas—. Lo siento —farfulló a la mujer que la miraba atónita y furiosa, y se volvió hacia Pedro—. ¿Qué estás haciendo aquí?


Allí estaba él, afeitado, vestido y mucho más guapo de lo que lo recordaba.


Aunque estaba un poco pálido aún, su mirada brillante y su gesto expresivo compensaban todo lo demás. Lo veía más atractivo que nunca


A juzgar por el gesto de su clienta, Paula no era la única que lo pensaba.


También lo miraron las dos mujeres que estaban esperando, Allison y, por desgracia, Simone.


—Me dijiste que volverías —le dijo él.


—Lo iba a hacer. Pero Stevie está enfermo y he tenido que sustituirlo.


—Necesitamos hablar —no era consciente de que todas las miradas se centraban en él. Paula tampoco veía a nadie más.


Hasta que, de pronto, vio de reojo que Simone se levantaba y se disponía a salir de su cubículo.


—No podemos hablar ahora —dijo Paula.


—¿Por qué?


—Por mi jefa.


—¡Vaya, el «amigo»! —dijo Simone. Le lanzó una sonrisa glacial a su empleada y arqueó sus cejas perfectas—. Creía que ya habíamos hablado.


—Así es. Pero ahora necesito hablar con Paula.


—Paula está trabajando. ¿Quiere que le dé una cita?


—No, él solo…


—Sí. Quiero una cita con Paula —dijo firmemente.


Simone lo miró fijamente durante unos segundos. Luego, abrió lentamente el libro de citas.


—Lo siento, pero Paula no tiene ni un minuto libre. ¿Quiere una cita con Allison?


—No.


—Pues, entonces, no puede ser. Ahora, si nos disculpa —Simone le indicó a Pedro con un gesto el camino de salida.


Pedro se tensó y permaneció impasible y estático ante ella.


Paula inspiró convencida de que estaba a punto de ocurrir un desastre. Lo mismo debieron pensar Allison y las clientas presentes a juzgar por sus gestos.


Pero después de unos largos segundos, Pedro se encogió de hombros y asintió.


—Por supuesto —dijo él encaminándose hacia la puerta. Pero antes de salir, se giró hacia Paula—. Volveré.


Paula se preguntó si él regresaría hecho una furia o no. Con Pedro Alfonso nunca se sabía.


Trabajó el resto de la mañana bajo la estricta mirada de Simone, hasta que por la tarde pudo refugiarse en la sala de masajes.


Allí le resultó más fácil concentrarse en sus propios pensamientos y soñar con Pedro sin peligro de cortarle a nadie una oreja.


Después de una larga sesión, le llegó el turno a su última clienta. Llamó a Marguerite para que la hiciera pasar y miró en su lista de quién se trataba.


—Lo mejor para el final —se dijo al ver que era Gloria Campanella, una saludable y rica viuda de ochenta y cinco años que se pasaba gran parte del año haciendo cruceros de un puerto a otro en busca de no se sabía qué.


—Va en busca de la mejor cura para la soledad —decía Armand—. La pareja perfecta.


Era una mujer vestida siempre de un modo impecable y con un Martini en la mano. Stevie era el que la peinaba y le daba los masajes, el único que sabía llevarla y encandilarla. Con el resto usaba su lengua bífida y todo el mundo sabía que era mejor no llevarle la contraria.


La puerta se abrió y Pedro entró.


Paula lo miró atónita.


—¿Qué estás…?


—No podía esperar.


—Pero… ¿y la señora Campanella? ¡La señora Campanella se va a poner furiosa y Simone también!


—Simone no tiene por qué enterarse.


Claro que se enteraría.


—La señora Campanella…


—La señora Campanella ha cambiado de opinión.


—¿Qué? ¡Nunca lo hace!


—Esta vez sí. La he chantajeado.


—¡No puede ser!


Pedro asintió, perfectamente serio.


—No estaba realmente muy interesada en que tú le dieras un masaje —dijo él—. Prefería a ese tal Stevie.


—Ya, pero…


—La invité a un Martini y escuché la historia de su vida. Es una mujer solitaria y le gustan los hombres, especialmente los vaqueros.


A Paula le resultaba difícil imaginarse a la pequeña e inmaculada señora


Campanella, que siempre le recordaba a un boceto de los diseños originales de Félix Diamante, junto a Pedro vestido con sus vaqueros y su camisa.


—Pero no me puedo creer…


—Está muy ocupada planeando su viaje a Elmer —le dijo Pedro—. Le dije que, si me dejaba, le concertaría una cita con un vaquero de noventa años.


Paula se quedó boquiabierta.


—¿Arturo? —¿con Gloria Campanella? Eso era increíble.


—Era lo mínimo que Arturo podía hacer por una buena causa.


—¿Qué causa?


—Nosotros.


Ellos. Allí estaban al fin, cara a cara. Pedro Alfonso y Paula Chaves, no mucho menos extraño que Arturo Gilliam y Gloria Campanella.


Sus miradas se encontraron. Paula se humedeció los labios nerviosamente.


—¿Realmente…. realmente has venido al crucero por mí?


—Sí —dijo Pedro—. Así es.


—Pero yo pensé… —se detuvo y recapacitó sobre lo que iba a decir, sobre lo que había creído durante todos aquellos años. Agitó la cabeza de un lado a otro—. Pesé que no podías soportarme.


Pedro la miró perplejo.


—¿Qué?


—Cuando Mateo te trajo con él aquel día para decirme que se iba contigo, ni siquiera me miraste. No querías tener nada que ver conmigo —le dijo.


Pedro apartó la mirada.


—No podía —se metió las manos en los bolsillos y miró por la ventana.


—¿No podías? ¿Qué no podías?


—Mirarte.


Ella lo observó confusa.


—¿Por qué?


Alzó los ojos.


—Porque eras la chica de Mateo


—¿Qué?


Pedro se encogió de hombros y se alejó de ella.


—Ya me has oído.


—¿Tanto importaba eso? —preguntó Paula tratando de entender lo que intentaba decirle.


—Se supone que no debía querer a la novia de mi amigo —dijo Pedro.


Ella abrió la boca y luego la cerró incapaz de decir nada.