lunes, 21 de diciembre de 2020

SIN TU AMOR: CAPITULO 14

 

Paula montó la tienda en un tiempo récord, desesperada por meterse en un agujero aunque sólo fuera unos minutos. Gateó al interior rápidamente y subió la cremallera. Respiraba entrecortadamente, y sudaba. Un día entero apretujada contra Pedro, sin tenerlo realmente, resultaba agotador para cualquier mujer. Sentía una gran agitación, y no era por los baches de la carretera. A pesar del cansancio estaba muy lejos de sentir sueño. Los recuerdos y las palabras, pronunciadas o no, daban vueltas en su mente como en una enloquecedora noria.


Deseaba acallar los rumores, apagar el botón de encendido que la mera presencia de Pedro había pulsado. Como si no hiciera ya bastante calor en África, él se empeñaba en subir la temperatura varios grados con sus leves caricias y ojos escrutadores. Cada vez que la rozaba, de su piel saltaban chispas y el deseo aumentaba.


Las gotas de sudor cayeron por el cuello y se acumularon entre los pechos, unos pechos hinchados y sensibles. Se moría por una ducha de agua fría. La fantasía era casi tan buena como la otra que danzaba en el fondo de su mente, aquélla que le hacía sentir más calor y cuyo origen no era una ducha sino un hombre.


Pero ninguna de las dos opciones era posible en esos momentos. Desde luego, podría ducharse, pero eso implicaría salir ahí fuera y pasar delante de los chicos que jugaban al fútbol, y le flaqueaban las piernas. Sin embargo, sí se dio un lujo. Llevaba toallitas húmedas y sacó algunas del paquete. Con las piernas cruzadas, cerró los ojos y deslizó las toallitas por la ardiente y sensible piel.


El zumbido sonó fuerte y acelerado. Paula se quedó paralizada y se apresuró a recoger el sujetador del biquini, pero él fue más rápido y le agarró las manos, apartándolas del desnudo cuerpo. Con la otra mano, bajó la cremallera, quedando encerrados en la tienda.


–Creía que ibas a jugar al fútbol –exclamó ella.


–Necesitaba… una cosa –Pedro se tomó su tiempo en contestar.


–¿El qué? –ella lo animó a continuar.


–No lo sé –los ojos de Pedro desprendían fuego.


Pedro –Paula intentó sacudir la cabeza, pero la ardiente llama le impedía moverse.


De todos modos, Pedro no parecía oír nada. El deseo que reflejaba su mirada igualaba el que ella sentía en su interior. Los erectos pezones prácticamente gritaban que los tocara. Sentía la tensión en los pechos y, a pesar de todo lo sucedido, deseaba que él los tomara con sus manos ahuecadas y que los besara. Deseaba que aliviara el angustioso tormento.


Pedro tenía la mandíbula rígida. Lentamente alzó los ojos y sus miradas se fundieron. Entre ellos ardía la fiebre. Con un gruñido se dio media vuelta y salió de la tienda.


Paula cayó de lado sobre el saco de dormir. ¿Qué demonios estaba haciendo? Se puso apresuradamente una camiseta y salió de la tienda. Pedro estaba apartado del resto, pateando con rabia un balón contra un árbol. Lo golpeaba sin precisión, una y otra vez.


–No te acerques a mí –rugió al verla aproximarse.


–¿Por qué no? –ella se paró en seco.


–Porque me muero por besarte. Me muero por hacer algo más que besarte –el balón volvió a golpear el árbol–. No tienes ni idea de lo que me gustaría hacer contigo.


Ella sintió que el calor invadía sus rincones más secretos mientras respiraba entrecortadamente.


–Empezamos algo, Paula –él la miró fijamente con las manos apoyadas en las caderas–. Y para mí aún no ha acabado. Pensaba que sí, pero no –volvió a golpear el balón con saña–. Pero no quiero volver a cometer el mismo error. De modo que no te acerques a mí.



SIN TU AMOR: CAPITULO 13

 


Se maravilló ante las vistas: a lo lejos se divisaban los flamencos junto al lago, los hipopótamos en el agua, las hienas acechando alrededor. Pedro parecía decidido a dejarla tranquila. Le señaló las mejores fotos, rió con ella al descubrir al león tumbado a la sombra a quien no parecía importarle la presencia de unos humanos, cámara en ristre, de pie en el Jeep descapotable. No podía creerse que estuviera tan cerca y casi estuvo a punto de parársele el corazón al divisar a un cachorro con su madre.


–¡Mira, Pedro! –susurró, volviéndose hacia él para asegurarse de que lo hubiera visto.


Pero él no miraba al león, sino a ella. La miraba con una feroz quietud y la concentración de un cazador. Pero no eran los animales los que estaban en peligro.


–¿Estás tomando pastillas contra la malaria? –preguntó ella bruscamente–. Creo que tienes fiebre o algo así. Tienes la mirada vidriosa.


–Pero eres tú la que pareces acalorada –él le acarició la frente con el dorso de la mano.


–No tienes remedio, ¿verdad? –Paula se apartó.


–Al parecer, no –Pedro hizo una mueca.


Pedro permaneció aplastado contra ella durante el horrible trayecto de regreso al parque de las serpientes donde les esperaba la camioneta. Durante horas su pierna se apretó contra el muslo de ella. Tanta frustración iba a acarrearle la muerte. Sentía cada respiración entrecortada de la joven, que intentaba calmarse a la vez que hacía intentos desesperados por apartarse de él. Bajando la vista vio los erectos pezones, que se marcaban bajo el sujetador del biquini. Veía claramente las marcas de la deliciosa areola y los tensos botones que se moría por mordisquear.


Un intenso deseo lo invadió. Había pasado mucho tiempo y sabía que ella también lo sentía. Estaban celebrando un baile de miradas y palabras en el que se iban acercando.


Sin embargo, jamás olvidaría el dolor reflejado en los ojos de Paula al preguntarle si se había casado con ella únicamente para conseguir ser nombrado socio. ¿Qué se había creído? ¿Pensaría que se trataba de amor verdadero? Por supuesto que sí. Pero no había sido más que un salvaje y fabuloso revolcón. La lujuria, por ella y por la posible promoción, lo había cegado, y el matrimonio no había sido más que un medio para asegurárselo, al menos durante un tiempo. Pero él no creía en el matrimonio. Había dedicado tanto tiempo a arreglar el final para otras parejas que no podía tomárselo en serio. Lo había hecho por el trabajo. Sus propios padres le habían enseñado una y otra vez lo fácil que resultaba romper y olvidar los votos. Pero ella no había sabido nada de eso, ¿verdad? No le había contado nada sobre sí mismo.


Tampoco conseguía olvidar la sensación del cuerpo de Paula. Se bajó del Jeep y se dirigió a la camioneta en busca de algo para beber. Primero se refrescaría desde el interior antes de quemar un poco más de la maldita frustración jugando al fútbol. Sin embargo, no había fútbol que pudiera quemar la energía de su cuerpo.



SIN TU AMOR: CAPITULO 12

 


Paula dedicó el resto de la tarde a leer a la sombra mientras ignoraba el partido de fútbol que Pedro había organizado entre los hombres. No necesitaba recordar la buena forma física de la que disfrutaba. Ya había pensado demasiado tiempo en su increíble atractivo sexual.


Pero durante la cena se sentó junto a ella y la obligó a conversar, a hablar sobre el viaje, sobre lo que había visto y hecho. Temas de conversación sin peligro… y aun así peligrosos dadas las oportunidades que ofrecían para sonreír, reír y relajarse. La oscuridad se adueñó de todo y la conversación se alargó hasta que perdieron la noción del tiempo.


No durmió mucho aquella noche, consciente de que él estaba a escasos metros de la tienda. Se despertó temprano, sudorosa y preocupada, y se sentó en la tienda para controlar sus hormonas y el acelerado latido del corazón. El problema no era sólo la proximidad física sino también las conversaciones mantenidas con él. Necesitaba urgentemente recuperar la confianza y adoptar una actitud que le advirtiera de que no le causara problemas. Rebuscó en el fondo de la mochila y sacó los ridículos zapatos que había acarreado durante semanas. Apenas podía creerse que se hubiera comprado eso, ni que fuera a ponérselos, pero la situación era desesperada. ¿De verdad opinaba que no era demasiado alta? Pues iba a sacarle de su error.


–Qué calzado más apropiado –él se fijó enseguida–. Tacones altos para ir de safari.


–Sí, lo es –ella lo miró desafiante–. ¿No te gusta lo alta que me hacen parecer?


–Sigo siendo más alto que tú –Pedro se encogió de hombros.


–Algún día encontraré unos que me hagan parecer más alta que tú.


–Prueba en el circo, allí tienen zancos.


–¿No temes tener que mirar hacia arriba?


–Tu estatura no me intimida –él sonrió–. En realidad resulta interesante –se inclinó hacia ella y susurró–. Muy adecuado en determinadas circunstancias. Me evita tener que contorsionarme.


Con ese hombre resultaba muy fácil pasarse de la raya y Paula continuó provocándole, acercándose a él, registrando con placer la expresión en sus ojos.


–¿Quieres saber lo mejor de estos zapatos?


Pedro abrió la boca, pero no consiguió producir el menor sonido.


–Los tacones son estupendos para aplastar los dedos de los pies de cualquiera que se acerque demasiado –se echó hacia atrás y lo miró con frialdad.


–Me doy por advertido.


–Estupendo –ella se volvió y se alejó ocultando una expresión triunfal.


Volvieron a subirse al Jeep y se dirigieron al interior del cráter. Paula llevaba años soñando con esa excursión y, a pesar de las pocas horas de sueño, estaba decidida a aprovecharla al máximo. No iba a permitir que sus hormonas lo estropearan todo.


De pie en el Jeep contemplaron la abundante fauna cuya magnificencia hizo que se olvidara de luchar contra él, o contra ella misma.


–¿Cuál es tu animal interior, Pedro? ¿El león? No, no, ya lo sé –sonrió–. El guepardo.


–Pues no –él la miró fijamente–. El elefante.


–¿Y eso? –preguntó ella con gesto inocente–. ¿Por tu enorme… trompa?


–Gracias por el elogio, cariño, pero no. Es por mi memoria. Puede que no supiera muchas cosas de ti, Paula, pero lo que aprendí no lo he olvidado –le susurró al oído–. Recuerdo lo que te gusta. Recuerdo cómo te gusta… lo rápido, lo intenso, cuántas veces.


Paula sintió el deseo arder en el estómago. Era su venganza por el asuntillo de los tacones.


–¿Sabes tú qué clase de animal alojas? –le recogió un mechón de los cabellos tras la oreja.


–Ni te atrevas a decir la jirafa –ella se obligó a respirar.


–Ni se me ocurriría –él la miró con ojos brillantes–. Pensaba más bien en una gacela.


–Debes estar de broma –Paula se sentía muy en peligro cuando él la miraba de ese modo. Estaba claro que era una jirafa, angulosa y torpe.


–Lo he dicho en serio. Saltas a la más mínima –él parecía cada vez más cerca–. Asustadiza.


–No soy asustadiza –ella se pegó al lado del Jeep en un intento de alejarse de él.


–Sí, lo eres –contestó él–. Y no me importa. Tengo paciencia de sobra para acechar a mi presa.


–Los elefantes son vegetarianos –ella se negaba a convertirse en su presa.


–Entonces sí que debo ser un león.


–En realidad, la que caza suele ser la leona –Paula alzó la barbilla desafiante.


–¿De verdad? –murmuró él–. Pues enséñame tus garras.


Ella se apartó un milímetro más.


–Yo tenía razón –Pedro parecía acaparar todo el espacio–. Una pequeña y asustadiza gacela.


Paula encogió el estómago y le dio la espalda, concentrándose en el paisaje. En la disputa verbal él siempre llevaba las de ganar.