viernes, 20 de marzo de 2020

ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 50





Paula no cesaba de dar vueltas y más vueltas en la cama. Pedro estaba durmiendo a pocos metros de su habitación, probablemente roncando con toda tranquilidad mientras que ella no podía quitarse de la cabeza lo que acababan de compartir. Habían hecho el amor.


Si no hubieran tenido nada más de qué preocuparse, quizá en aquel preciso instante habría estado durmiendo en su cama, acurrucada contra su cuerpo, disfrutando de su delicioso calor. Pero no era así. Tenía que pensar en Kiara, y la pobre niña ya había padecido suficientes cambios en su vida, como para encima tener que asimilar aquella nueva y extraña relación de su madre.


Además, estaba el asunto de Meyers Bickham. 


Casi se había olvidado de ello mientras hacían el amor. Aquel peligro parecía tan omnipresente como el aire que respiraba. Dio unas cuantas vueltas más en la cama hasta que se quedó mirando el techo. La tormenta había amainado pero el cielo seguía muy oscuro, con la luna y las estrellas cubiertas por una espesa capa de nubes bajas. Al igual que los sombríos nubarrones de Meyers Bickham, seguían pendiendo sobre su vida.


Finalmente empezó a deslizarse en una desganada duermevela salpicada de recuerdos. 


Un bebé estaba llorando. Un bebé fantasmal. 


«Tomémonos de las manos. Tomémonos de las manos y quedémonos en silencio».


Intentó imaginar a quién pertenecía la mano que estaba agarrando, pero justo en aquel instante se quedó dormida.




ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 49





Tan excitado estaba, que le resultó poco menos que imposible quitarse los vaqueros empapados. 


Pero lo consiguió, y al momento cerró con llave la puerta, sólo por si Kiara se despertaba y se le ocurría ir a buscar a su madre.


Descorrió la cortina y se reunió con Paula en la gran bañera de patas de bronce. Pero no se movió. No podía. Se quedó de pie, mirándola, jadeando, repentinamente aterrado. Habían pasado tres años y medio desde la última vez que había estado con una mujer.


Sus temores, sin embargo, se desvanecieron cuando Paula lo atrajo hacia sí, abrazándolo con ternura. Tenía el cuerpo húmedo, resbaladizo, tibio, deliciosamente suave. Se estremeció al sentir el contacto de sus senos contra su pecho.


Alzó la cabeza, ofreciéndole los labios. Cuando sus bocas se fundieron, Pedro se quedó tan aturdido de deseo que a punto estuvo de caerse de espaldas. Aturdido, mareado, embriagado de un millón de sensaciones que lo habrían dejado abrumado si se hubiera detenido a pensar sobre ellas.


Pero no estaba pensando. Sólo estaba reaccionando, estimulado por un violento deseo que no parecía encajar con el hombre en que se había convertido. Aquel era el antiguo Pedro. La besó una y otra vez, incansable, deslizando las manos por su espalda, por su cintura, por su escurridizo trasero. Ansiaba mirarla, tocarla por todas partes, acariciarle los pezones con la lengua y deslizar los dedos en sus más secretos lugares. Quería oírla gemir de placer hasta que estuviera tan preparada como él…


—Déjame mirarte, Paula.


Se apartó para mirarla de pies a cabeza.


—No hay mucho que ver —susurró ella.


—A mí me pareces preciosa…


Mejor que eso. Eran tan real, tan natural… Le acunó los senos entre las manos. Eran perfectos. Sin soltarlos, comenzó a besárselos.


—¡Oh, Pedro…! ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?


—Cortesía de Mackie.


Sabía que no era eso a lo que se había referido, pero si intentaba hablar en las condiciones en que se encontraba, diría algo poco adecuado y la decepcionaría. Y decepcionarla era lo último que quería hacerle esa noche.


Continuó besándola, y acariciándola… Hasta que enterró suavemente los dedos en el interior de su sexo.


—¡Oh, Pedro! —gimió su nombre, aferrándose a sus hombros—. Si sigues haciéndome eso, no seré capaz de esperar…


—Pues no esperes.


—Te quiero dentro de mí.


Deslizó una mano entre sus cuerpos para tocar su miembro erecto. Acariciándoselo suavemente, lo guió hasta su sexo y seguidamente le echó los brazos al cuello, mientras él la penetraba.


—Oh, Paula, Paula… —susurró, preso de una necesidad que lo dejaba consumido.


Miles de pensamientos cruzaron por su mente. 


¿Cómo podía decirle que aquello superaba todos sus sueños, todas sus fantasías? El pulso atronaba sus sienes con la potencia de un río desbordado. Se sumergió en ella una y otra vez hasta que reventó en una explosión de sensaciones que lo dejó jadeante, sin aliento.


La abrazó con fuerza, el corazón todavía acelerado. Pero la pasión fue desapareciendo y se hizo un silencio incómodo. Pedro temía que ella pudiera esperar oír de sus labios alguna promesa de amor, o de compromiso. Alguna promesa que muy probablemente, jamás podría cumplir.


Sin embargo, no ocurrió nada de eso. De repente Paula se puso de puntillas y lo besó de nuevo, murmurando con un tono entre burlón y seductor:
—Ahora sí que has vuelto a la vida, Pedro Alfonso.


—Pero he necesitado un poco de ayuda.


—Ya que estamos aquí… ¿Qué te parece si yo te lavo la espalda y tú me lavas la mía? —le propuso, empapando una esponja y ofreciéndosela.


—Trato hecho.


Pese a aquel tono bromista, habían traspasado una frontera al hacer el amor. De amigos se habían convertido en amantes.


Pedro se dijo que ya pensaría en algo más tarde, para solucionar su situación. De momento se aseguraría de que sus sentimientos no interfirieran en la tarea de protección que se había encomendado. Porque ese era un error que no estaba dispuesto a volver a cometer.




ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 48




Desde el porche trasero, Paula contemplaba cómo el viento barría las oscuras nubes del cielo, despeinándola y pegándole el fino camisón al cuerpo. Estaba sola. Kiara ya estaba acostada, durmiendo plácidamente. Aunque probablemente terminaría despertándola algún trueno de los que se estaban acercando.


Pedro se había retirado a su habitación después de ayudarla a fregar los platos. Pero mientras le leía un cuento a Kiara antes de dormir, había oído el ruido del agua de la ducha. Desde que regresaron a casa, había estado muy callado. 


Ninguno de los dos había vuelto a mencionar a María, aunque sabía que ambos no habían dejado de pensar en ella.


Se había enamorado de una exótica belleza, que lo había manipulado para cometer un error de consecuencias trágicas. Pedro hablaba de ella como si la odiara, y quizá fuera así, pero Paula no estaba muy segura. Demasiado bien conocía la débil frontera que separaba el amor del odio.


Nadie en toda su vida la había llamado «preciosa». Ni siquiera Sergio. Él le había dicho que era inteligente, buena, valiente… Incluso que sus ojos tenían una mirada ardiente que lo excitaba. Pero nunca la había considerado una mujer hermosa. Si se lo hubiera dicho, habría descubierto al instante que estaba mintiendo. 


Tenía ojos en la cara. Y espejos. Tenía las piernas excesivamente largas y delgadas. Su cabello era de un rojo demasiado vivo. Como mucho, cuando se preocupaba de arreglarse bien, que era algo que ocurría bien pocas veces… Era una medianía. Una de tantas.


Un relámpago atravesó el cielo, seguido de un trueno que hizo temblar los cristales de la ventana que tenía a su espalda. Aguzó los oídos por si Kiara se había despertado, pero no escuchó ningún ruido aparte del ulular del viento y del rumor de las hojas en los árboles. De repente crujió la puerta de rejilla. Se volvió a tiempo de ver a Pedro saliendo al porche, descalzo, vestido solamente con unos vaqueros.


—Este viento es malo para las manzanas —le comentó, deteniéndose a su lado.


Paula procuró agarrarse el borde del camisón, que ondeaba como una bandera.


—¿Perderás muchas?


—Es posible, si el viento sigue arreciando —se inclinó sobre la barandilla para poder ver la otra esquina de la casa—. ¿Has visto a Mackie?


—Últimamente no. De hecho, creo que no he vuelto a verlo desde que fui a buscar a Kiara para darle de cenar. Tú dijiste que solía dormir en el cobertizo, ¿no?


Estalló otro relámpago, esa vez aterradoramente cerca. El rayo cayó en vertical, como si hubiera estado apuntando al patio trasero. El trueno que lo siguió fue ensordecedor.


—Será mejor que vaya con Kiara —pronunció Paula, entrando en la casa.


Se detuvo en la puerta de la habitación de su hija. Seguía durmiendo. El día entero que había pasado en la granja de los Callahan, la había dejado absolutamente agotada.


Se alejó sigilosamente mientras la lluvia comenzaba a repiquetear contra las ventanas. Al dirigirse hacia la puerta trasera para cerrarla, vio que Pedro seguía en el porche, con la mirada clavada en el cielo. La lluvia le estaba empapando el pecho y la parte delantera de los vaqueros.


—No es normal que Mackie se quede fuera durante una tormenta. Tiene miedo de los truenos. Al primero que oye, corre al porche y se pone a ladrar. Voy a buscarlo.


—Pero te sorprenderá la tormenta…


—No iré muy lejos, pero quiero mirar por los alrededores del patio. Por si acaso.


«Por si acaso». Aquellas palabras la hicieron estremecerse de terror. Las piernas le temblaban tanto que tuvo que apoyarse en la puerta. La pesadilla que estaban viviendo era interminable, pero… ¿Se atreverían a hacerle daño a Mackie? Lo más probable era que así fuera. Las amenazas, el incendio, Ana… Nada de todo aquello tenía sentido, excepto para la mente de un desquiciado criminal.


Pedro silbó una vez más y bajó los escalones del porche. Paula salió corriendo detrás.


—¡Espera, Pedro!


—Vuelve dentro, Paula. Es absurdo que nos empapemos los dos.


Un nuevo rayo surcó el cielo, arrancando un reflejo a la pistola que llevaba en la mano. Justo en aquel preciso instante, oyeron quejarse a Mackie. Se hallaba en el borde del patio trasero, cerca del sendero que llevaba al huerto, cojeando lastimosamente.


Pedro echó a correr hacia él, seguido de Paula.
Debido a su cojera, ella llegó primero. El pobre animal sangraba profusamente de una de las patas delanteras.


—¡Oh, pobrecito…!


Resonó otro trueno, y Mackie se pegó a sus piernas, gimiendo. Lo alzó en brazos. Pesaba una tonelada, pero aun así corrió hacia la casa con él. Como Pedro no tardó en aliviarla de la carga, pudo adelantarse para abrirles la puerta de la cocina.


Mientras ella fue a buscar unas toallas, Pedro se dedicó a examinarle la pata.


—¿Es una herida grave?


—No tanto como parecía en un principio. No es un corte limpio. Es como si se le hubiera quedado atrapada la pata en algo y hubiera dado un tirón, desgarrándose la carne.


—¿Pero cómo…?


—No te preocupes, Paula. Mackie es un perro de campo, fuerte y duro. Se hizo más daño el otro día cazando una ardilla en el cobertizo, cuando una pata se le quedó encajada entre las tablas de un cajón de manzanas.


—Creo que deberías llamar al veterinario.


—No, a las diez de la noche. Le lavaré la herida con antiséptico, le pondré un poco de crema antibiótica y se la vendaré. Si mañana por la mañana no me gusta su aspecto, llamaré al veterinario.


Pedro se incorporó para ir a buscar el botiquín mientras ella se dedicaba a secarlo con las toallas. Durante todo el proceso, el animal no dejó de lamerle las manos y la cara, agradecido.


—Ponle tú el antiséptico, que yo lo sujeto —le pidió Pedro, tendiéndole el frasco.


Alzó en brazos al animal y le acercó la pata al fregadero.


Para sorpresa de Paula, el animal apenas se quejó mientras lo curaban. Luego se tendió en el suelo de la cocina, dejando mansamente que Pedro le vendara la pata.


—Yo te ayudaré —se ofreció ella, inclinándose sobre el perro para cortar un trozo de cinta adhesiva y fijar la venda.


Fue consciente de la mirada de Pedro. Aunque seguía teniendo las manos ocupadas con Mackie, no apartaba los ojos de ella. Estaba empapada. El camisón se le pegaba al cuerpo como una segunda piel. Sus senos se dibujaban nítidamente bajo la fina tela de algodón.


Distraído, a Pedro se le escapó el vendaje, que empezó a desenredarse. Paula, por su parte, tuvo la inequívoca sensación de que la temperatura de la cocina había subido varios grados. Pero el verdadero calor estaba en su interior, ahogándola por dentro.


—Tengo que irme. Voy a… A tomar una ducha.


Sabía que como disculpa de su retirada, sonaba absurda. Pero tenía que salir rápidamente de aquella habitación si no quería lanzarse a los brazos de Pedro. Estaba tan excitada que sabía de sobra que no se conformaría cor un simple beso.


Abandonó la cocina, consciente en todo momento de la mirada de Pedro clavada en ella, mientras Mackie terminaba de desenredarse el resto de la venda.


Pedro consiguió finalmente terminar de vendar a Mackie. La lluvia seguía repiqueteando contra los cristales, pero lo único que oía era el ruido del agua de la ducha, obsesivo. A unos pocos pasos de allí, Paula estaba desnuda bajo el chorro del agua caliente. Dulce, sexy, maravillosamente tentadora…


Estaba terriblemente excitado. Un deseo tan intenso como jamás había sospechado que volvería a sentir, ardía en sus venas ofuscándole el pensamiento. Un hombre jamás debía comprometerse emocionalmente con la mujer a la que teóricamente debía proteger, pero era absurdo negar lo evidente.


Sabía que debería encerrarse con llave en su habitación en aquel preciso momento. Pero en lugar de ello, echó a andar en dirección opuesta, hacia el cuarto de baño. Se disponía a llamar a la puerta cuando cambió de idea, y la abrió completamente.


La habitación estaba llena de vapor. Como él, que estaba hirviendo por dentro.


—¿Tienes espacio ahí para dos?


—Creía que nunca me lo ibas a preguntar.