sábado, 20 de junio de 2015

EN SU CAMA: CAPITULO 15




Pedro tenía una sala para el personal y tres despachos: uno para su gerente, otro para las eventuales a las que contrataba y el más alejado de todos para él. Dejó a Paula en el despacho para las eventuales e intentó ignorar esa voz en su interior que le reprendía por haber cedido y haberla aceptado allí.


Pau se sentó a la mesa frente al ordenador, y Pedro se inclinó sobre ella para ponérselo en marcha. Cuando estaba haciéndolo, su gerente asomó la cabeza por la puerta.


—Llegas tarde —le dijo él sin apartar la vista de la pantalla del ordenador mientras pensaba en lo bien que le olía el pelo a Paula y en las ganas que le entraban de enterrar la cara entre sus cabellos.


—Si he llegado tarde —le dijo Eva, dando sorbos de la taza de café que tenía en la mano—, es culpa tuya.


—Eso es —concedió Pedro—. Porque todo es culpa mía.


—Ha llamado Eduardo —Eva le echó una mirada indescifrable—. Me dijo que me asegurara de que no te ponías de malhumor con nadie —sonrió a Paula—. Hola. ¿Lo ha pagado ya contigo?


—No —contestó Pedro; maldita sea, iba a tener que presentarlas—. Paula, esta es Eva. Es la gerente de mi empresa…


—Ja.


Pedro suspiró.


—¿Cómo, es que ya no eres la gerente de mi empresa?


Eva se limitó a mirarlo.


—También piensa que me controla la vida —añadió, dirigiéndose a Paula.


—Bueno, si organizaras mejor tu vida, entonces no tendría que interferir —dijo Eva, bebiéndose tranquilamente el café.


—En cualquier caso —empezó a decirle a Paula—, da la casualidad de que sabe lo que hace y de que te va a enseñar todo lo que te haga falta saber.


—¿Y qué más? —le preguntó Eva en tono dulzón.


—¿Que el almuerzo es a las doce?


—¿Y… ?


Él la miró. No, no iba a hacerlo, no iba a contarle a Paula que…


—Lo que está intentando decirte —dijo Eva—, es que también soy su madre. Se olvida de decirlo.


Pedro cerró los ojos. Al momento los abrió.


Y se encontró a Paula estudiándolo con esa curiosidad desprovista de toda timidez.


—No sé por qué —le dijo a Eva—, pero no imaginé que tuviera madre.


—Lo sé —dijo su madre sonriendo con serenidad—. Es gruñón y bastante testarudo, ¿verdad? Tengo que reconocer que no heredó eso de mí.


—Lo que pasa es que soy un incomprendido —dijo Pedro, y Eva se echó a reír y le dio un abrazo.


Paula se quedó muda de asombro, pero no era, Pedro estuvo seguro, por lealtad a él. No después de cómo la había tratado él esa mañana. Él se había comportado así para olvidarse de lo que había ocurrido el viernes por la noche.


Sin embargo no pudo echarla, teniendo en cuenta que ella necesitaba trabajar por dinero. Le esperaban cuatro largos días.


Se estaba cansando de que su padre interfiriera tanto, creyendo que la vida no eran más que la juerga y la risa; a menudo a expensas de su hijo.


Paula continuaba observándolo con aquellos ojos. Pedro se fijó de nuevo en los cardenales de la garganta.


Bueno. Iba a tener que estar con ella unos cuantos días. Por lo menos olía bien.


Lo malo era que también se iba a acordar de que sabía a gloria.






EN SU CAMA: CAPITULO 14





La agarró por los hombros con firmeza.


—Paula..


¿Había dicho de verdad que le gustaría que un hombre le demostrara todo lo que sentía por ella? Porque allí tenía uno haciendo precisamente eso; qué pena que las emociones que mostraba fueran tan distintas a las que ella se imaginaba.


—¿Paula? —le dijo Eduardo por el teléfono—. ¿Sigues ahí?


—Sí —se quedó mirando a Pedro—. Llámame cuando tengas algún trabajo para mí —se guardó el teléfono en el bolso, decidida a tratar los problemas uno por uno—. ¿Cómo has llegado tan deprisa a la planta baja?


—Por las escaleras.


Ella lo miró. Tenía que haber bajado corriendo. Sin embargo, ni siquiera jadeaba.


—Sabes, no me parece que tengas pinta de contable —le dijo ella.


—Eso es lo que soy —contestó Pedro.


Paula se fijó en sus hombros anchos, en sus ojos de mirada intensa, que sugerían una naturaleza dinámica, pero indudablemente peligrosa. Ella había besado a ese hombre, había acariciado a ese hombre, y el hecho de verlo esa mañana la horrorizaba porque no sabía quién era.


—Tienes pinta de poder ser uno de los malos.


—Ya hemos establecido que no lo soy.


—Uno de los malos no… Entonces eres como… Bond. Eso es. Pareces un agente secreto o algo. Eso explicaría la pistola que llevas.


—Tienes una imaginación demasiado activa.


—Déjame ir, Pedro.


Él suspiró.


—No puedo.


—Claro que puedes; tan sólo tienes que… dejarme ir.


—Sí, pero Eduardo no parece tener nada más para ti.


—¿Y?


—Y que no quiero ser responsable de que te quedes sin trabajar hoy. Vuelve arriba.


Entonces la instó a que entrara de nuevo en el ascensor dando un paso hacia ella. Cuando él la siguió al interior de la cabina, presionó el botón del quinto piso y se cruzó de brazos, ignorando completamente el hecho de que ella lo estuviera mirando fijamente.


Cuando se abrieron las puertas en el quinto piso, Pedro la miró. Entonces ella hizo lo mismo.


—Vamos —dijo Pedro.


—No lo creo.


Él se pellizcó el caballete de la nariz, como si ella le estuviera causando dolor de cabeza.


Y como le parecía que lo merecía, Paula no sintió lástima alguna por él.


—¿Por qué no? —le preguntó él.


—Porque no quieres que trabaje para ti.


—Sí que quiero.


Ella se echó a reír.


—De acuerdo —dijo Pedro—. Al principio, no.


—De verdad —se cruzó de brazos—. ¿Qué te hizo cambiar de opinión?


—Mira, estoy un poco de malhumor por las mañanas.


—Estás de broma.


Él aspiró hondo; entonces le agarró del brazo y la sacó del ascensor.


—¿Por qué no empiezas diciéndome cuál es tu problema? —le dijo Paula mientras dejaba el bolso.


—No estoy seguro. Verte me sorprendió.


Salvó la distancia que los separaba y le agarró del pompón que le colgaba de la cremallera del suéter que se había cerrado hasta arriba para protegerse del frío de la mañana.


—¡Eh! —dijo ella al notar que tiraba y se llevó la mano a la cremallera.


Pero era demasiado tarde, porque él ya le había bajado la cremallera del suéter color crema hasta abrírselo.


Se quedó mirando la camiseta albaricoque pálido que llevaba debajo. Pero no a la prenda, sino al cuello y al escote que quedaban expuestos, donde los cardenales estaban incluso más oscuros que el sábado. Paula tenía la piel azulada y amoratada.


Despacio, con mucho cuidado, él le puso la mano en la garganta, separando los dedos al hacerlo. Las yemas de los dedos ligeramente ásperas le rozaron la piel. En perfecto contraste con la tierna caricia, su mirada era ardiente y de rabia intensa.


—¿Has ido al médico?


—Estoy bien —respondió ella.


—Pau…


Por algún motivo, por el modo de tocarla, como si fuera una frágil pieza de porcelana, su gesto la conmovió de tal modo, que le entraron ganas de llorar aunque ella no quisiera sentir nada por aquel hombre; sobre todo algo tan loco, un alivio inexplicable de estar con la única persona que entendía qué diablos le había pasado ese fin de semana. Entonces retrocedió.


—No te atrevas a ponerte dulce ahora conmigo.


Él le retiró el suéter de los hombros y se lo bajó por los brazos. Cuando cayó al suelo, le levantó el brazo y le inspeccionó las muñecas, que también tenían cardenales.


En el bolso que había dejado en la mesa de recepción sonó el teléfono móvil. Con la mano libre lo sacó y miró la pantalla.


—Es Eduardo —le dijo a Pedro.


Pedro se lo quitó y descolgó.


—¿Qué quieres ahora? —frunció el ceño mientras escuchaba a su padre—. Relájate. Le voy a dar el trabajo. Pero, después de esta semana, me voy a cambiar de agencia de empleadas eventuales. A la de alguien que no interfiera en la vida de sus clientes.


Colgó el teléfono y lo dejó en el bolso de Paula. Una vez hecho eso, le miró la otra muñeca.


—No vuelvas a contestarme el teléfono —le dijo ella, intentando hablarle con firmeza aunque el roce de sus manos le hacía sentir debilidad—. Es de mala educación.


—Sí, señorita —contestó con humildad, jugando a ser un tipo sensible durante un momento.


Como si tuviera algo de sensible. Le pasó el pulgar con suavidad por la muñeca.


—¿Puedes moverla sin que te duela?


—No está rota —contestó ella.


—No ha sido eso lo que te he preguntado.


Pedro


Si él la tocaba, sus pensamientos se dispersaban. Ni siquiera era capaz de mostrar rabia. Le gustaba que él la tocara.


Como le había gustado unos días antes.


Le temblaban un poco las piernas y tenía el estómago encogido. Le sorprendió darse cuenta de que no podía controlar la respuesta de su cuerpo hacia él.


—Creo de verdad que debería irme.


—¿Se te da bien la contabilidad?


—Se me da de maravilla, pero…


—Entonces quédate.


—Yo…


—Quédate —le ordenó él; recogió su suéter del suelo y lo colgó en un perchero junto a la puerta—. Vamos.


—¿Adónde?


Él suspiró de tal manera que casi pareció una carcajada.


—Al cuarto del servicio donde sólo hay un camastro, no. Y menos a través de un acceso en el techo. No te preocupes, Pau. Lo de hoy será pan comido comparado con lo que ya hemos hecho, juntos.


Lo que ya habían hecho juntos.


Sus palabras permanecieron unos momentos suspendidas en el aire y, dado su modo de mirarla, él también debía de pensar lo mismo.


Entonces se dio la vuelta para enseñarle la oficina. Paula decidió dejar a un lado esos pensamientos y se puso a pensar en que le quedaban cuatro días de trabajo allí.


Cuatro días en los que solamente se dedicaría a trabajar.





EN SU CAMA: CAPITULO 13





Paula entró en la oficina que le habían asignado durante los cuatro días siguientes con calma. Era un lugar tranquilo y sencillo, con toques de cristal y madera y preciosas vistas de los Montes San Gabriel por las ventanas que daban al norte, pero eso no fue lo que le dejó helada.


Fue el hombre que vio allí de pie y que la miraba como si fuera un fantasma.


Era la última persona de la tierra a la que habría esperado ver y en la que no dejaba de pensar desde la noche anterior.


Pedro Alfonso.


Sólo que en ese momento no estaba medio desnudo.


Llevaba puestos unos pantalones negros, una camiseta negra de aspecto suave y zapatillas de deporte negras. Todo de negro de pies a cabeza. Tenía el pelo de punta y los ojos tan azules que le recordaron al azul de los diamantes. 


Peligroso de los pies a la cabeza. No tenía ni idea de por qué estaba allí donde la habían enviado a trabajar, pero parte de ella despertó de pronto a la vida. ¿Habría ido a verla?


—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó Paula.


—Yo iba a preguntarte lo mismo —dijo en tono ni suave ni amable, sino más bien áspero, exigiéndole una respuesta.


No había ido a verla. Por supuesto que no. Estaba claro que lo que había esperado era no volver a verla.


Eduardo se había sorprendido de que hubiera querido trabajar ese día, pero le había hecho falta. No había razón para permanecer todo el día metida en su apartamento compadeciéndose de sí misma. Sin duda estaba un poco traumatizada, pero no era una tímida violeta. Era capaz de volver de nuevo a su vida sin ningún problema. En realidad, lo necesitaba.


Eduardo le había prometido en aquel tono gentil y lleno de seguridad que ese trabajo sería bueno para ella; que sin duda sería un reto profesional, pero que su jefe era una persona especial que cuidaría bien de ella.


Desde luego no necesitaba que nadie cuidara de ella, pero agradecía que su jefe le hablara con amabilidad, que tuviera un alma caritativa y que le dejara hacer lo que mejor se le daba, trabajar con números.


—He venido a trabajar —contestó ella.


Él la miró con pesar.


—Eres una trabajadora eventual.


—Sí. Se supone que debo estar en una empresa de contabilidad durante los cuatro días siguientes —de pronto se dio cuenta y se quedó mirando su gesto descontento—. La tuya… —susurró con sorpresa—. ¿Me han enviado a trabajar… para ti? Nunca imaginé que Eduardo…


—Ni yo —Pedro negó con la cabeza—. Y esta mañana me comí el desayuno que me trajo. Debería haber sabido que el muy entrometido estaría tramando algo cuando me llevó la bolsa de McDonald’s. Él es un loco de la comida dietética. 
Debería haberme dado cuenta de que era un chantaje.


Ella no tenía que preguntarse el porqué de su malhumor. 


Como regla, se mostraba abierta consigo misma y con las experiencias, además de con la manera de ser de otras personas. Pero en ese caso, Pedro había sido manipulado, y estaba segura de que un hombre como él odiaría esas cosas. Por lo que había ocurrido entre ellos se sentía molesta con él. No era corpulento y no se trataba de que invadiera su espacio físico, pero de todos modos se sentía demasiado consciente de su presencia. Y eso no era más que la consecuencia de haberle rogado.


Sabía por qué estaba incómoda mirándolo a él. Él le recordaba todo, el comportamiento neurótico, el modo en que se había lanzado a él, todo. Oh, sí, sabía por qué sentía aquel calor en las mejillas, incluso en ese momento.


Pero no entendía qué era lo que le molestaba a él. Pedro no tenía nada de qué avergonzarse. Él no se había tirado a ella. Y si se trataba de su trabajo, era una buena empleada y encima una buena persona…


Pedro, no entiendo por qué estás tan agobiado.


Él se limitó a mirarla con esos ojos tan claro que ocultaban todos sus pensamientos.


—Quiero decir, sí, Eduardo hizo mal en enviarme aquí sin decírnoslo, pero tú le pediste una empleada eventual, ¿no? ¿O es porque soy… yo?


—No es nada personal —dijo Pedro—. Sólo que trabajo mejor con una empleada vieja y gruñona —se apoyó contra el marco de la puerta y la miró—. No eres vieja y dudo que seas gruñona.


Un momento… ¿Le estaría haciendo un elogio?


—¿Dónde está Margarita? —preguntó Pedro—. Me gusta Margarita.


—Margarita debe de tener cincuenta y cinco años y es una de las mejores personas que conozco. No es ni vieja ni gruñona.


—Lo es cuando está aquí —contestó él—. Huele a naftalina y me contesta con fastidio cada vez que le digo algo.


—Tal vez tú saques lo peor de las personas —le sugirió Paula, sintiendo que se ponía ella también un poco de malhumor.


Se acercó a la mesa de recepción y dejó el bolso junto al ordenador, el teléfono y la máquina de calcular. Vio cuatro puertas al final del pasillo, todas ellas cerradas. El ladrillo y el cristal dominaban la oficina. No había ni una planta ni un toque de color en aquel lugar, que resultaba frío y algo reservado.


Aparentemente no tan distinto al hombre para quien iba a trabajar los próximos cuatro días. Esbozó una sonrisa algo forzada.


—En cualquier caso, parece que te vas a tener que aguantar conmigo. ¿Por dónde empiezo?


Él suspiró largamente. Paula percibió su tensión y eso la molestó. ¿Ella le ponía nervioso a él? ¡Ja!


—Mira, si lo prefieres puedo estar gruñona todo el día —se ofreció—. Ah, y por cierto, me alegra mucho volverte a ver.


Eso lo molestó. Maldijo entre dientes mientras se pasaba los dedos por el cabello corto y de pincho, consiguiendo que se le levantara aún más.


No tenía ni idea de por qué le había dado por imaginar que aquel hombre tuviera un lado sensible secreto, pero lo que sí sabía era que le había permitido ver demasiado de ella cuando habían estado en casa de Eduardo. Más aún, la fastidiaba que le pareciera sexy, incluso aunque sólo hubiera sido durante un rato. Le había abierto los brazos y había compartido con él una parte de sí misma, y en ese momento se arrepentía de haberlo hecho… Le había permitido que la besara y la acariciara y ni siquiera lo conocía de nada.


Normalmente no hacía esa clase de cosas, y el saber que lo había hecho por el susto, por el trauma, no le resultaba de ninguna ayuda. Sólo quería olvidar el incidente y para eso sólo había una manera de hacerlo. Sin pensárselo ni un momento más agarró el bolso.


—Mira, no sé por qué Eduardo me envió aquí sin decírtelo ni a ti ni a mí, pero está claro que ha cometido un error.


Cruzó las puertas hacia el ascensor, y cuando presionó el botón agradeció que las puertas se abrieran inmediatamente.


Entró en el ascensor y apretó el botón para que se cerraran las puertas, las cuales lo hicieron en ese mismo momento. 


Esperó hasta oír que se cerraban las puertas para darse la vuelta. Entonces suspiró despacio, pero se quedó a medio suspiro al ver que el ascensor se detenía en la planta cuarta.


Daba igual que le diera un vuelco al corazón; Pedro no iba detrás de ella. Ni siquiera un superhéroe podría haber salvado el tramo de escaleras entre un piso y otro tan rápidamente. Pedro no iría detrás de ella, porque para empezar no la quería en su vida.


Una pareja entró en el ascensor, que llegó a la planta baja mucho antes de que a ella se le calmara el pulso. Mientras se decía para sus adentros que estaba bien, que había tomado la decisión correcta, sacó su móvil y marcó el número del despacho de Eduardo. Necesitaba otro empleo, enseguida.


—Juliana —le dijo a la secretaria de Eduardo—. ¿Puedes decirle a Eduardo que necesito otra oficina? Esta no funcionó, después de todo.


—Ay, Dios mío —dijo Juliana—. Espera un momento.


La pareja salió primero del ascensor, cada uno pendiente del otro. El hombre le dijo a la mujer que la amaba mientras la estrechaba contra su cuerpo y la mujer le respondió con una sonrisa soñadora.


Al verlos Paula sintió algo extraño por dentro. Qué hombre tan increíble que se mostraba tan loco de amor por su amante. Se sintió conmovida sólo de ver cómo el hombre mostraba sus sentimientos hacia la mujer amada.


Eso sería maravilloso, pensaba con un suspiro, que un hombre desnudara su alma.


—Paula —la voz de Juliana fue sustituida por la de Eduardo—. ¿Qué pasa con el imbécil de mi hijo?


—Mmm… —empezó a decir ella, pensando que no le apetecía hablar de ese tema—. Bueno…


—Porque ya he asignado todo lo demás. En este momento no hay ningún otro trabajo.


—¿No tienes nada más para mí? —dijo con disgusto—. ¿Estás seguro?


Salió del ascensor y se topó con un cuerpo que parecía una mole de ladrillo.


Pedro.








EN SU CAMA: CAPITULO 12




El lunes por la mañana amaneció claro y soleado. Justo cuando Pedro se marchaba para el trabajo, alguien llamó a la puerta. Agarró el bolso de cuero que utilizaba de maletín, pensando que conseguiría echar a cualquiera que intentara venderle alguna cosa.


Tras la puerta estaba Eduardo, alto, esbelto y moreno, y aparentando muchos menos años de los que tenía.


—Buenos días, hijo —Eduardo le pasó una bolsa de McDonald’s que ambos sabían que era un chantaje.
.Un chantaje que Pedro estaba dispuesto a aceptar si había un sándwich que llevarse a la boca.


—Tengo unas entradas para el partido de esta noche. ¿Quieres acompañarme?


Pedro miró a su padre.


—¿Vas tú solo?


—Bueno, pensé en invitar a unas cuantas amigas.


A mujeres. Y no era que Pedro tuviera ningún problema con las mujeres. Pero Eduardo siempre se pasaba de la raya cuando se trataba de divertirse. Llevaría a un montón de amigas, y a Pedro no le gustaban los grupos grandes.


Sonó un claxon muy fuerte en el camino de la casa. Pedro asomó la cabeza y vio el BMW descapotable de Eduardo lleno… de mujeres.


En ese caso, dado el tamaño del coche, eran tres.


—Un harén algo pequeño el de hoy —señaló Pedro—. Necesitas un coche más grande.


Eduardo suspiró.


—No hago más que decirte que he cambiado. Hoy en día me gustan de una en una.


—O de tres en tres.


Pedro


—Mira, es tu vida.


—Sí, no dejas de decirme eso —le dijo Eduardo, que por un momento expresó su frustración—. Pero quiero que tú estés en mi vida, maldita sea.


—Estoy en tu vida. No puedo evitarlo, ya que no dejas de aparecer a mi puerta.


Eduardo suspiró de nuevo, antes de soltar una risotada.


—Espero que uno de estos días aparezcas tú en la mía.


—En este momento te veo bastante ocupado.


Pedro señaló con la cabeza hacia el coche lleno de mujeres, lo cual le recordó el objetivo más importante que tenía en la vida, no volverse como su padre.


—Esas son empleadas mías, hijo.


Pedro abrió la bolsa de McDonald’s y le llegó el delicioso aroma de la comida.


—¿No te ha dicho nadie que no se deben mezclar los negocios con el placer?


—No. Nadie me ha dicho nada por el estilo. Aprendí por la experiencia.


Pedro había oído la historia del pobre niño rico muchas veces, cómo sus padres lo habían ignorado toda la vida por culpa de sus viajes, etc. Pero eso no le convencía. Pedro tampoco había tenido a su padre con él, al menos hasta hacía muy poco, y nadie le había visto llorar por ello.


—Y confía un poco en mí, ¿de acuerdo? —Eduardo sonrió tímidamente—. Mejor tarde que nunca, ¿no? —cuando Pedro no sonrió, volvió a justificarse—. Las mujeres que están ahí fuera son de verdad mis empleadas. Voy a llevar a dos de ellas a la agencia inmobiliaria, donde nos falta gente. La otra es una mujer que pensé que reconocerías.


Pedro echó otra mirada. La mujer que iba en el asiento de delante llevaba unas gafas de sol que le tapaban los ojos; unos ojos verde musgo que mostraban todas sus emociones en cuanto las experimentaba. Llevaba el pelo colocado detrás de las orejas, y eso destacaba las facciones de un rostro que sabía que era suave.


Por un momento sus miradas se encontraron, y Pedro se quedó allí, inexplicablemente inmóvil.


Paula fue la primera en desviar la mirada.


—No le arrancaba el coche esta mañana —dijo Eduardo—. Me ofrecí a llevarla a su trabajo.


—¿Hoy va a trabajar? —preguntó Pedro.


—Es una chica muy dura —Eduardo se puso delante de Pedro y dejó de sonreír—. Insistió en ir a trabajar. No sé si es porque necesita el dinero o porque no quiere estar sin hacer nada.


Maldita sea. No quería saber nada de eso. Consciente de que estaba bajando la guardia, se asomó por detrás de su padre. Ella estaba sentada muy quieta, mirando en ese momento hacia delante.


—¿Su trabajo es fácil?


Como Eduardo no contestaba, Pedro dejó de mirar a Paula y miró a su padre.


—¿Lo es? —preguntó de nuevo.


—No —contestó Eduardo—. Pero me da la impresión de que se las apañará.


Era cierto. Paula era lista, valiente y atrevida.


—Disfruta de la comida, hijo —Pedro bajó las escaleras del porche—. Ah, y te tengo apuntado para enviarte a una ayudante hasta el jueves. Es así, ¿no?


—Sí.


Su negocio tenía altibajos, aunque en ese momento les fuera bien. La gerente de la oficina hacía la mayor parte del trabajo diario. Llevaba una temporada detrás de él para que contratara a otra persona fija, pero Pedro no estaba listo para tener a nadie fijo.


—¿La quieres con las condiciones de siempre? ¿Vieja y gruñona?


—Qué gracioso.


—Oh, vamos, reconócelo —dijo Eduardo—. Te gustan viejas y gruñonas.


—Me gusta que tengan experiencia.


—Bueno, a mí también, hijo. A mí también. Hasta pronto —fue a darse la vuelta—. Ah, y vive un poco el momento, ¿no te parece? Sólo para divertirte.


Cuando Eduardo se marchó, Pedro cerró la puerta de su casa y bajó las escaleras. Le gustaría decir que no estaba pensando ya en su padre y en las mujeres que llevaba en el BMW, sobre todo en la del asiento delantero. Después de todo, se le daba bien olvidarse de las cosas que tenían que ver con él.


Pero no había duda de que Paula Chaves le había llegado hondo.


La última vez que había dejado que una mujer lo afectara, había terminado mal y no quería ni acordarse de ello.


Mientras se ponía las gafas de sol se dijo que aquel día se sentía un poco melancólico. Se metió en el coche, puso el CD de Metallica y se marchó.


Cuando llegó a la oficina, se sentía mejor. En parte gracias al desayuno, y en parte gracias a Metallica. Nada como el heavy metal para aclararle la mente a uno. Su edificio de oficinas estaba en San Marino, un barrio pequeño y exclusivo de Los Ángeles, donde él ocupaba el quinto piso de un edificio bajo de ladrillo y cristal que daba a los Montes de San Gabriel al norte y al Valle de San Gabriel al sur. Al oeste estaba la famosa silueta del centro de la ciudad de Los Ángeles, acentuada ese día por una nube de contaminación.


No le importaba la contaminación porque le encantaba vivir allí. Le gustaba el clima, que podía ser de dos tipos a elegir: calor o más calor. Le encantaba la actitud relajada de «vive y deja vivir».


Después de una prolongada misión en el este del país y de las misiones que había tenido que soportar en distintas zonas del planeta, se le ocurrió que tal vez decidiera establecerse definitivamente en el sur de California.


Se metió en el ascensor y pulsó el botón de la quinta planta.


Después de salir, abrió las puertas de cristal dobles que daban paso a su oficina y entró a la silenciosa estancia.


Eso era lo que más le gustaba en el mundo; el silencio. Dado que eran las ocho menos diez, podría disfrutar diez minutos más de la soledad antes de que su gerente y la empleada temporal aparecieran. Esperaba que la empleada que le enviara su padre fuera Margarita, su favorita de todas las empleadas de Eduardo. Hacía su trabajo sin abrir la boca, tenía conocimientos y era lo suficientemente mayor como para ser su madre, de modo que no tenía por qué preocuparse de los motivos que pudiera tener Eduardo para enviársela. Tenía cinco hijos y dos nietos y jamás enseñaba fotos de su familia. Eso le encantaba de ella, y por eso siempre la pedía a ella. Eduardo normalmente le hacía caso.


A no ser que estuviera de humor para demostrarle a su hijo que necesitaba algo de emoción en su vida. Entonces le enviaba a una rubia joven y bonita con más atributos físicos que intelectuales. Podía ser una pelirroja o una morena, pero Pedro siempre se daba cuenta cuando su padre estaba haciendo de las suyas porque la chica no dejaba de aletear las pestañas y de reírse, y no sabía la diferencia entre un débito y un crédito.


Si Eduardo le hacía eso en esa ocasión, la enviaría de vuelta a la agencia. Se encaminó por el pasillo de ladrillo en dirección a su despacho privado cuando se oyó el timbre del ascensor y las puertas se abrieron.


Esperando ver a Margarita, Pedro se dio la vuelta, pero el saludo se quedó en sus labios cuando vio a Paula Chaves cruzando las puertas de cristal.