viernes, 19 de enero de 2018

LA AMANTE DE LOS VIERNES: EPILOGO





Una vez anunciado su nombramiento en la fiesta de su padre, Pedro tardó siglos en llegar a la barra, ya que todo el mundo quería felicitar al nuevo presidente por el camino. Él buscó a Paula con la mirada, pensando que casi no la había visto desde los discursos. Rogelio la había tomado del brazo, dispuesto a presentarle a todos sus amigotes, tan orgulloso como si fuese su acompañante esa noche.


—Whisky con hielo —le pidió Pedro al camarero y comió algo de la bandeja que había encima de la barra. Julieta había hecho un trabajo excelente con la organización de la fiesta.


—Bueno, hermano, ésta es tu noche —comentó Adrian apareciendo entre la multitud con su copa levantada.


Pedro hizo lo propio y ambos hermanos se apoyaron en la barra para observar la fiesta.


—Parece que están a gusto —añadió Adrian señalando a su padre y a Paula.


—¿Cuándo vas a desvelar el secreto mejor guardado de la noche?


—Pronto. No quería quitarle protagonismo a papá esta noche.


—Supongo que tendré que volver para la boda.


La feliz pareja quería casarse lo antes posible, pero Eleonora les había confirmado que su marido querría la boda más lujosa que se hubiese celebrado jamás en Wellington, y no era posible organizar semejante acontecimiento antes de que Adrian se marchase a Inglaterra.


—De todos modos, tendrás que volver en los próximos meses —le dijo Pedro, pero su hermano no estaba escuchándolo. Siguió su mirada y se encontró con su secretaria.


Pedro suspiró. Su hermano no había apartado la mirada de Julieta en toda la tarde. Si de verdad tenía pensado estabilizarse, la elección no podía ser mejor, pero Julieta era demasiado buena persona, demasiado valiosa como empleada, como para dejar que su hermano le rompiese el corazón.


Lo agarró del brazo y le hizo girarse.


—Me gustaría presentarte a un par de ejecutivas, Sandra y Melanie —dijo señalando a un par de jóvenes muy atractivas que estaban charlando al lado del ponche.


Adrian ni las miró.


—Creo que voy a lanzarme —dijo sin separar los ojos de Julieta.


—Adrian, vas a marcharte dentro de un par de días. No empieces nada con ella.


Su hermano pequeño lo miró.


—Ya sabes que no puedo hacer disfrutar a una mujer sin romperle el corazón.


—Sólo estoy intentando evitar que hagas una tontería —insistió él, aunque sabía que su hermano era demasiado testarudo para convencerle—. Una mujer como Julieta jamás te dará una oportunidad. No eres su tipo.


—¿Quieres apostar algo? —preguntó Adrian antes de ir en dirección a ella.


Pedro olió el perfume de Paula y volvió la cabeza.


—Creo que tu hermano acaba de romper el corazón de todas las solteras de la fiesta —comentó.


—A estas alturas, debería saber que prohibirle algo es como incitarle todavía más a hacerlo.


Paula arqueó las cejas.


Pedro pasó un brazo alrededor de su cintura y la apretó con fuerza.


—Da igual. Tenemos cosas mucho más importantes en las que pensar. Como… —le mordisqueó la oreja—. ¿Cuándo nos marchamos?


—¿Adónde vamos a ir? —le preguntó Paula.


—Tengo una habitación reservada en un hotel.


—Pensé que habíamos quedado en dejar de ir al hotel los viernes.


—¿Por qué?


—Porque contaminan demasiado, con tanta limpieza, tanta luz y esas cosas.


Pedro observó su sonrisa y dio gracias en silencio a los cascarrabias de sus padres.


—Además, de todos modos, ya pasamos la mitad de la semana en tu casa, y la otra mitad en la mía.


—Sí, pero todavía no estamos casados. Y, hasta ese día, seguirás siendo mi amante de los viernes.



Fin



LA AMANTE DE LOS VIERNES: CAPITULO 29




Paula no podía mirarlo, pero sentía que él tenía sus ojos clavados en ella. Se sintió muy triste.


—Mamá me llevó a un especialista ayer para que me hiciese un análisis de sangre y dio negativo. Tenía que volver dentro de un par de días a hacerme otro análisis, pero me ha venido el periodo esta noche.


—Pero te encontrabas mal…


Ella se encogió de hombros, todavía sin mirarlo.


—Los nervios. La tensión. Un virus…


Se quedaron los dos en silencio un minuto. En realidad, debería sentirse aliviada, pero sólo sentía dolor, como si se le hubiese muerto alguien querido y ya nada fuese a ser igual.


Pedro se aclaró la garganta.


—Así que no hay niño —comentó, como si no pudiese creerlo.


Paula se atrevió a levantar la vista, por increíble que fuese, Pedro parecía decepcionado.


¿Decepcionado?


—Supongo que te sientes aliviado.


Y se arrepintió de sus palabras al verlo tragar saliva y apartar la vista.


—¿Aliviado? No lo sé. Es sorprendente lo pronto que me había hecho a la idea de tener un hijo contigo.


Era un sentimiento inesperado, aunque quizás tuviese que ver con el descubrimiento de que no era el hijo de sus padres. Puso un dedo debajo de la barbilla de Paula y la miró con preocupación.


—¿Cómo estás tú?


—Triste —susurró ella. Ya le había dicho que lo quería. No tenía nada que ocultar—. Era algo nuestro. O, al menos, eso pensé durante unas horas.


Pedro la abrazó. Y Paula se tranquilizó al apoyar la cara en su pecho. Cerró los ojos.


—Ya te quedarás embarazada —murmuró Pedro contra su pelo—. Eso no cambia lo que siento por ti.


Ella sonrió al recordar.


—Tu lujo —aunque sabía que ya nada podría ser lo mismo. Todo había cambiado—. Nuestros viernes ya forman parte del pasado —dijo con firmeza, como para convencerse a sí misma. ¿Sentiría alguna vez aquel deseo por otro hombre? 


Tal vez la compañía y unos objetivos comunes fuesen una apuesta más segura para la siguiente vez.


—Estoy de acuerdo —confirmó Pedro apretándola con más fuerza—, pero sigo queriendo casarme contigo.


Paula se apretó contra él, despidiéndose mentalmente de los viernes por la tarde. Las palabras de Pedro tardaron una eternidad en calarle. La falta de sueño, de comida y de alegrías desde el último fin de semana que habían estado juntos le había atrofiado el cerebro.


¿Acababa de decir que quería casarse con ella?


Retrocedió un poco y lo miró a los ojos. El corazón le dio un vuelco.


Pedro estaba muy serio. Entrelazó los dedos con los suyos.


—Te quiero, Paula, y sigo queriendo casarme contigo, aunque no estés embarazada.


Los ojos se le llenaron de lágrimas y se le hizo un nudo en la garganta. Asintió con impaciencia. ¿Cómo iba a llorar, si acababa de escuchar las palabras que más había querido oír? ¿Cuando estaba entre los brazos del hombre al que amaba a más que nada en el mundo? ¿Cuando veía sinceridad y amor en sus ojos?


—¿De verdad? —le preguntó, todavía confundida.


—De verdad —murmuró él—. De verdad, te quiero, Paula.


Ella se estremeció. Se habría pasado el día escuchando esas palabras.


—Era inevitable —continuó Pedro—, cuando te conocí y vi lo generosa y desprendida que eras. Tan sexy, que deberías ser ilegal —le fue besando los nudillos uno a uno—. Y me aceptaste, a pesar de lo poco que te ofrecí. Odio haber tardado tanto tiempo en darme cuenta de cómo me sentía. Y siento haberte disgustado tanto.


Una lágrima corrió por el rostro de Paula.


—Oh, Pedro, te quiero tanto que duele.


—Tal vez esto alivie tu dolor.


La besó. Nada más sentir el roce de sus labios el deseo la invadió, hizo que se le acelerase el corazón, pero aquél era un beso sanador, un beso para pedirle perdón. Se relajó e intentó apretarse más contra él, le gustaba su olor a limpio, su calor, y la fuerza de sus brazos alrededor del cuerpo.


—Todavía queda algo —le dijo él un minuto más tarde, cuando dejó de besarla—. No sé cómo va a tomarse esto tu padre.


—A mamá le gustas. Es una mujer sorprendente —Paula seguía sin creer que hubiese hecho que la siguiesen—. Y acabo de darme cuenta de que es ella la que lleva los pantalones en casa —sonrió a Pedro—. ¿Y tu padre?


—En estos momentos, haría cualquier cosa por tenerme contento —contestó él, besándola en las comisuras de los labios—. Le conté que estaba enamorado de la hija del demonio y me dijo que la llevase a su fiesta de cumpleaños de la semana que viene.


—¿Me protegerás? —preguntó ella. Después, se quedó pensativa—. ¿No sería estupendo que volviesen a ser amigos algún día?


Él le mordisqueó la mandíbula hasta llegar al lóbulo de la oreja.


—Te sorprenderías de lo mucho que une un nieto. Es nuestra obligación trabajar para mejorar la relación entre los dos viejos más testarudos de Nueva Zelanda. ¿Te casarás conmigo para conseguirlo, Paula Chaves? El viernes que tú quieras.


Paula tomó su rostro con ambas manos, incapaz de contener una sonrisa de oreja a oreja.


—A mí este viernes me viene bien.


Unieron sus frentes y se quedaron así, sonriéndose, disfrutando de un amor que iba a sobrevivir a todo.


—A mí también —murmuró Pedro—. Siempre y cuando pueda tenerte todos los días de aquí en adelante.




LA AMANTE DE LOS VIERNES: CAPITULO 28






Pedro se quedó preocupado. ¿Qué significaba eso? ¿Se referiría Eleonora a las náuseas matutinas o a algo peor? 


Recordó que le había dicho en la limusina que Paula se enamoraba y se desenamorada todas las semanas. ¿Y si había querido decirle que su hija estaba enamorada de otro hombre, o embarazada de otro?


Necesitaba obtener la respuesta a esas preguntas de Paula y de nadie más. La conocía. No le mentiría. Él haría lo que tuviese que hacer, pero no iba a permitirle que estropease su vida, su talento, su bondad, con un hombre como Jeronimo Cook.


Asintió brevemente y fue hacia las escaleras.


Al llegar arriba, se abrió una puerta y Paula apareció en el pasillo. Los dos se quedaron inmóviles, mirándose. Ella parecía haber perdido peso, llevaba el pelo suelto.


Parecía agotada. Tenía los ojos enrojecidos y los labios muy pálidos. Pedro avanzó, preocupado por si se caía y no le daba tiempo a sujetarla.


—¿Qué te pasa? ¿Te encuentras mal?


Ella abrió mucho los ojos cuando lo vio acercarse, y separó los labios, pero no dijo nada. Pedro le acarició el brazo, necesitaba tocarla, asegurarse de que no iba a desvanecerse.


Paula se apartó.


—¿Qué quieres, Pedro? Si mi padre…


Él sacudió la cabeza, dolido por su tono.


—He estado en tu casa.


—Y como no me has encontrado allí, has dado por hecho que estaba con otro.


—Pasase lo que pasase la semana pasada, tenemos que olvidarlo —dijo él.


Paula tragó saliva y apartó la mirada. Se mordió el labio inferior y Pedro se imaginó que lo hacía porque se sentía culpable, pero entonces se acordó de su objetivo. Lo primero era el bebé. A pesar de los errores que ambos hubiesen cometido, podrían perdonarse.


—No te culpo por nada, pero no dejaré que malgastes tu vida con un perdedor como él.


—¿Como… quién?


—¡Jeronimo! Tu ex…


—¿De verdad piensas que he ido por ahí acostándome con cualquiera?


Sí. No. Lo único que quería Pedro era que ella se lo negase.


—¿No te has dado cuenta de que a las revistas les da igual si es verdad o mentira? Si vomito, es porque estoy borracha o he tomado drogas. Si saludo a alguien por la calle, ya estoy prometida.


—Anoche dijiste… insinuaste…


—Oh, Pedro, ¿es que no te das cuenta de cuando una mujer está enamorada de ti?


Pedro la miró fijamente. Entonces, lo amaba. No había nadie más en su vida.


La tenía delante, tambaleándose ligeramente, pero al menos empezaba a tener color en las mejillas. Todavía era la mujer más bella que había visto nunca. Se sintió aliviado y feliz.


—No negué tus acusaciones —continuó ella—, porque me hiciste demasiado daño. Desapareciste sin más y yo no sabía qué había hecho. Y cuando me miraste así ayer… —se le quebró la voz—. ¿Por qué, Pedro? ¿Por qué me apartaste así de tu vida?


Él cerró los ojos y una serie de emociones desconocidas lo golpearon. Estaba contento porque ella lo amaba, aliviado porque no quería a otro, se sentía culpable por haberla hecho sufrir. Se dejó llevar por el instinto y le agarró ambas manos.


—¿No te ha contado tu madre lo que pasó?


—Me ha contado que te pidió que dejases de verme. Y que fue ella quien me hizo seguir —le dijo con un hilo de voz.


Parecía realmente agotada. Pedro señaló con la cabeza la puerta que había detrás de ella.


—¿Podemos sentarnos?


Paula lo condujo a su habitación, que era muy grande y femenina. Estaba decorada en tonos melocotón y verde y las ventanas daban al jardín. Pedro observó los trofeos deportivos y de baile alineados en la enorme librería, y varias fotografías de cuando era niña. Quería verlo todo más de cerca, pero ella ya se había sentado en la enorme cama, que estaba deshecha, y había abrazado un cojín.


—Estuve fuera —empezó él.


—En Sydney —asintió Paula.


—Me enteré de que no soy el hijo de Rogelio, ni de mi madre… Me compraron.


Pedro todavía no lo había asimilado. Sabía que Rogelio y Melanie siempre lo habían querido. Con respecto a su madre biológica, había dado el primer paso, y le agradecía que hubiese querido que creciese en una familia con más posibilidades.


Pero él lo que necesitaba era estar con Paula. Necesitaba su amor para estar completo.


Sintió la presión de su mano en el hombro, como reconfortándolo y aceptó su compasión.


—Estuve diez días en Australia, buscando a mis padres biológicos. Pensé en ti, mucho, pero todo era demasiado complicado. No quería contártelo por teléfono.


—¿Los encontraste?


—A mi madre, sí. A mi padre, no, pero tengo algunas pistas que intentaré seguir.


—¿Qué te pareció ella?


—Es agradable. Ahora tiene su propia familia. Le gustaría que nos mantuviésemos en contacto —aunque había una cosa que él tenía clara—. Tal vez ella me trajese al mundo, pero Melanie era mi madre.


Paula quitó la mano de su hombro y él la echó de menos inmediatamente.


—¿Cómo se ha tomado Rogelio todo eso?


—Supongo que se lo esperaba, o se lo temía, desde hacía años. E imagino que se siente aliviado.


Paula bajó la mirada, tragó saliva.


—Es algo muy importante. Deberías habérmelo contado.


Era cierto, y Pedro lo sabía, pero tal vez se había temido que, con todas las dificultades que les impedían estar juntos, aquélla fuese la gota que colmase el vaso.


Pedro, necesito saber si lo planeaste todo para conseguir un ascenso.


Él se esperaba aquella pregunta.


—Nos conocimos, nos acostamos, seguimos conociéndonos, Paula, yo vivía para nuestros viernes. Cuando empezó el juicio, Adrian me sugirió que una unión entre ambos podría ser la solución. Ese comentario cayó en terreno fértil porque yo ya estaba predispuesto a ello. Porque estamos muy bien juntos. Todo lo que ha salido de eso, ha sido real.


Paula lo miró pensativa.


—De todos modos, mi padre va a nombrarme presidente la semana que viene.


—Enhorabuena —dijo ella sonriendo con timidez.


Pedro no había esperado demasiado entusiasmo por su parte, pero, no obstante, le apretó la mano y buscó sus ojos.


—Paula, siento mucho lo de ayer, y la falta de comunicación. No quise hacerte daño.


Ella siguió con la mirada en las manos de ambos.


—Nunca me había sentido tan… triste.


—Supongo que son las hormonas —sugirió Pedro, pensando en el embarazo—. Todo ha cambiado —le puso un mechón de pelo detrás de la oreja—. Quiero que nuestro hijo sea un hijo legítimo, no como yo. Quiero que le demos un buen hogar, una buena casa… ¿Por qué lloras?


—No debí decirte nada —dijo ella por fin—, al menos, hasta que no estuviese segura. Pero me encontraba mal y el test de embarazo que me había hecho en casa había dado positivo, dos veces… Y como me enfadaste tanto… —apartó las manos de las de él y se tapó la cara.


Él se quedó inmóvil, sintiéndose como un tonto, no entendía nada.


—No estoy embarazada, Pedro —dijo Paula por fin—. Nunca lo he estado.





LA AMANTE DE LOS VIERNES: CAPITULO 27





Pedro llamó al timbre de la mansión de los Chaves con aire decidido. Entrar en la guarida del león el día después del veredicto no era demasiado sensato, pero no había encontrado a Paula en su apartamento.


El ama de llaves le abrió la puerta justo cuando Eleonora llegaba a la entrada en su silla de ruedas.


—Gracias, Helen —dijo ésta sin dejar de mirar a Pedro. Parecía cansada, como si no hubiese pegado ojo en toda la noche.


—¿Está aquí? —le preguntó él, preparado para la batalla.


—Está arriba. Pedro…


Él dudó, aliviado. Si estaba allí, su madre debía de estar al corriente del embarazo.


—¿Y Saul? Tengo que hablar con él.


—Se ha marchado temprano a trabajar, ahora que ha terminado el juicio.


Pedro asintió y miró hacia las escaleras.


—¿En qué habitación está?


—En la segunda de la derecha. Pedro


Él se detuvo, estaba impaciente.


Eleonora suspiró, su rostro estaba cubierto de tristeza.


—Está… muy frágil en estos momentos. Sé indulgente con ella.