viernes, 11 de marzo de 2016

CON UN EXTRAÑO: CAPITULO FINAL





Paula recogió todas sus pertenencias y dio un último repaso a la habitación lila con añoranza y tristeza. Sabía que iba a echar de menos aquel lugar, pero más aún a Pedro.


Al salir del hospital había ido a hablar con el administrador del Centro sobre si podía quedarse un tiempo en la sala de guardias, y había recibido una respuesta afirmativa a cambio de aceptar la mayor parte de las guardias durante los cuatro meses siguientes. Para ella no suponía ningún problema, pues necesitaría tener todas las horas cubiertas para no pensar en Pedro o en lo mucho que echaba de menos a Jose. Mientras tanto, se centraría en lo bueno que le había dado aquel día; había recibido una crítica estupenda y un aumento de sueldo sustancioso. Con una caja bajo un brazo y la ropa en perchas en el otro, bajó las escaleras y se quedó mirando el jaguar de la vidriera, que parecía juzgarla.


–Tengo que irme, no tengo elección.


De repente oyó un sonido de patas que venían trotando, y, para su sorpresa, Gaby se abalanzó sobre ella.


–Buen momento para ponerte sentimental conmigo. Aunque supongo que tan solo necesitas algo de atención y soy la única disponible. Bájate un segundo y te acaricio.


La perra obedeció sin dejar de menear el rabo. Paula dejó sus cosas en el suelo y se sentó en el último escalón para rascarla detrás de las orejas. Se le llenaron los ojos de lágrimas y Gaby la miró con comprensión, como si entendiera lo duro que le era irse.


–Está bien –le dijo en voz baja–. Él va a estar bien. Después de todo, te tiene a ti; no me necesita.


–Claro que te necesita.


Paula levantó la vista hacia la entrada, donde vio a Pedro con las manos en los bolsillos, una camiseta negra ajustada y el pelo recogido en la nuca, mostrando el pendiente de oro. 


Casi el mismo aspecto que tenía la noche que lo había abandonado en el baile, salvo por el traje y la sonrisa. Le dio un vuelco el corazón. Dudó si lo había oído bien; había dicho que la necesitaba. Aunque así fuera, pensó que necesitar y amar eran dos cosas diferentes, así que tenía que permanecer fuerte. Él se acercó y la contempló pensativo.


–Te he buscado por todo el hospital.


–Me pasé por Neonatología para ver a la hija de Allison.


–Yo también, pero probablemente te acababas de ir.


–Probablemente.


–¿Vas a algún sitio? –le preguntó al ver sus cosas.


–No puedo quedarme –contestó ella mientras se levantaba con lágrimas en los ojos y las rodillas temblorosas–. No tal y como están las cosas entre nosotros.


–Ven conmigo arriba –le pidió él, dándole la mano–. Quiero enseñarte una cosa.


–No creo que…


–Confía en mí; es importante.


Como si no tuviera voluntad, le dio la mano y lo siguió por la escalera. Entraron en el dormitorio de Pedro, donde este la sentó en el sillón frente a la chimenea. El olor a leña quemada mezclada con el incienso le recordaron a la noche anterior, en que el doctor había apagado su fuego dentro de ella, una llama que aún seguía viva a pesar de sus esfuerzos por apagarla. Pero no era fácil ignorar al doctor Alfonso, que cruzó la habitación hacia su mesilla de noche. Ella se concentró en el movimiento de su trasero bajo el vaquero desgastado y pensó que era una dicotomía entre el hombre sensual y el doctor consumado. Otra cosa que adoraba de él. Pedro regresó con una cajita color jade, que abrió tras sentarse a su lado. Dentro había un anillo de plata con un topacio.


–Era de mi madre –explicó–. Se lo dio mi padre cuando se casaron. Por lo visto se lo compró a un vendedor ambulante en San Diego con todo el dinero que tenía.


–Qué historia más bonita –comentó Paula, mientras contemplaba el anillo.


–Pruébatelo.


Ella lo miró a los ojos y él, sin esperar respuesta, lo sacó de la caja y se lo puso en el dedo anular de la mano izquierda.


–Es perfecto –dijo–. Lo sabía.


–No puedo aceptarlo, Pedro –protestó Paula, que no comprendía lo que estaba sucediendo. No sabía si le estaba dando un regalo de despedida, una prueba de su afecto, algo para recordarlo…–. Tiene que tener un valor sentimental enorme.


–Te pertenece, Paula. Como nos pertenecemos el uno al otro.


–No entiendo –dijo ella, casi sin habla.


–Sí entiendes. Te estoy diciendo que te quiero, que estoy dispuesto a comprometerme contigo y con Jose, y quiero demostrártelo.


–¿Dándome un anillo?


–El anillo es un símbolo, pretendo darte más –le explicó, y la besó en los labios–. Mi madre me habló una vez de una ceremonia maya en la que los amantes se unen para siempre. Pero no le presté mucha atención, así que supongo que tendremos que seguir el rito contemporáneo, con una licencia y una persona oficial que lleve la ceremonia.


–¿Me estás pidiendo…?


–Que te cases conmigo, sí. Me doy cuenta del daño que te hizo tu ex marido y sé que probablemente te aterrorice todo lo que tenga que ver con el matrimonio y, créeme, a mí también, pero prometo darlo todo por hacerte feliz.


–Me encanta mi trabajo –dijo ella, que se moría de ganas de decirle que sí, pero antes tenía que aclararlo– y pretendo seguir haciéndolo pase lo que pase con nosotros.


–Hoy, cuando hemos trabajado juntos –comenzó él, agarrándole las manos–, no recuerdo haber admirado nunca tanto a nadie. Eres fuerte y lista y muy buena en tu trabajo.


–¿Entonces he cambiado tu opinión sobre las comadronas?


–Mi madre era comadrona. Atendía a mujeres indigentes que no podían pagar un seguro, y yo la ayudaba de adolescente. Normalmente las atendía muy bien, hasta que una noche una chica joven murió mientras yo estaba allí de pie mirando, incapaz de hacer nada por ayudarla. Después de aquello mi madre lo dejó, y yo me prometí que haría todo lo que estuviera en mi mano por que nada semejante volviera a pasar.


–¿Es lo que te llevó a ser tocólogo?


–Sí. Aparte de aquella noche horrible, mi madre me enseñó muchas cosas y yo no había sido capaz de comprenderla hasta que te conocí. Era una gran mujer.


–Tu madre crió a un niño horrible que resultó ser un médico fantástico, un hombre maravilloso que yo estaría encantada de tener como marido.


–Estás diciendo…


–Sí.


–¿Qué?


–Sí –repuso ella, que manifestó su alegría en una carcajada–, quiero casarme contigo.


–Gracias a Dios, prensé que a lo mejor me mandabas al infierno –le confesó él, aliviado, tomándole la cara entre las manos–. Siempre seré sincero contigo, Paula, lo juro.


–Me he dado cuenta de que para confiar en ti antes tengo que confiar en mí –contestó ella, agarrándole las manos–, en lo que siento. Y ahora mismo me siento muy bien.


–Aún no puedo creer que le hayas dicho que sí a un granuja como yo.


–¿Sabes una cosa? Te habría dicho que sí si me lo hubieras pedido anoche. Qué demonios, te habría dicho que sí la primera noche, cuando me besaste en Nochevieja.


–Te habría pedido algo más esa noche si te hubieras quedado.


–¿Y qué me habrías pedido?


–A lo mejor te lo enseño –dijo, y la besó apasionadamente, para luego meterle la mano por debajo de la blusa. De repente se quedó quieto y apoyó la frente en la de Paula.


–Debes de estar muy asustado –dijo esta, abrazándole el cuello–; estás temblando.


Él levantó la vista y entonces ella por fin lo vio, un sentimiento que no había visto antes, o quizá no se había atrevido a percibir por si se equivocaba. Pero estaba allí, en sus ojos, un amor tan interminable como su ternura, y tan fuerte como su magnética mirada.


–Tiemblo porque te deseo demasiado –dijo él al fin–. Ha pasado mucho tiempo.


Pedro, hace menos de veinticuatro horas.


–Demasiado para mi gusto.


Entonces la tomó en brazos y la tumbó en la cama, donde le quitó el resto de la ropa, dándole besos en las zonas que desnudaba con cada prenda. Cuando la desvistió del todo, Paula estuvo a punto de rogarle que detuviera aquel tormento. Entonces él la penetró con suavidad y le dio un beso profundo y lleno de significado.


–No voy a abandonarte, Paula –le dijo, mientras se movía con un ritmo pausado.


–Lo sé.


Era cierto; lo sabía desde el fondo de su corazón. Se agarró a Pedro y dejó salir todo su miedo. Mientras se dejaba llevar por un dulce orgasmo, pensó en lo fácil que era dárselo todo, lo fácil que era amarlo, confiar en él. Pedro se deshizo con un largo temblor y una declaración de amor que ella respondió con una propia. Permanecieron unidos un largo rato e, incluso cuando se hubieron despegado, Paula supo que ya nunca se separarían.


–Tengo noticias –dijo Pedro entonces–. Creo saber quién es el padre.


– Billings.


–¿Cómo lo sabes?


–Me lo encontré en Neonatología y poco menos que me lo confesó. ¿Y tú?


–Te estaba buscando por la planta y me preguntó por Allison. Le informé y fue a su habitación corriendo, no sin antes mencionar algo sobre hacer las paces.


–A Allison le queda un camino duro por delante y espero que esté con ella.


–Yo también lo espero. Van a tener que enfrentarse a muchas cosas, pero con un poco de suerte serán tan felices como nosotros.


–¿De verdad eres feliz? –le preguntó Paula, que levantó la cabeza para buscar algo de indecisión en su mirada.


–Muy feliz –contestó él, besándola por toda la cara–. Pero ¿sabes qué otra cosa me haría feliz? Que volvieras a la Escuela de Medicina. Podría tener una buen compañera.


–¿Así que por eso te casas conmigo, para tener un compañero disponible?


–Me caso contigo para tener una compañera de por vida, pero creo que serías una obstetra genial.


Pedro –comenzó ella, que se sentó frente a él–, espero que lo entiendas, pero no necesito ser médico. Soy feliz como comadrona y creo que es algo muy honorable


–Yo también. Entonces podríamos abrir una clínica sin ánimo de lucro con dinero del coronel. Yo conseguiré lo que haga falta del hospital sin cargo. ¿Qué te parece?


–Absolutamente maravilloso –dijo–. Haremos un gran equipo, tú y yo.


–Ya lo hacemos. Y contrataremos un montón de personal, pero mientras tú logras que las cosas marchen, yo puedo encargarme de cuidar a Jose, ser un verdadero padre para él, y así ensayar para nuestros hijos.


–Oh, me olvidaba –exclamó Paula, y se estiró para tomar el inalámbrico junto a la cama.


–¿Qué haces? ¿Vas a pedir una pizza? Yo tengo hambre de otra cosa.


–Paciencia, doctor –le dijo ella mientras le quitaba la mano de los senos–, tendremos un montón de tiempo.


–Me gusta como suena.


–Hola, cariño –saludó ella, más alegre aún al oír la voz pizpireta de su hijo–, soy mamá; tengo una sorpresa. Jose, cariño, por fin te he encontrado un papá.





CON UN EXTRAÑO: CAPITULO 27




Paula fue a Neonatología para ver a la niña de Allison y se encontró a Brendan O’Connor hablando con un terapeuta.


–Hola otra vez –lo saludó cuando hubo terminado la conversación con el otro médico.


–¿Qué hay, Paula? Buen trabajo el del parto de Cartwright. A lo mejor te contratamos Cassie y yo para nuestro próximo hijo.


–Lo tendré en cuenta en los próximos dos años.


–Mejor dentro de siete meses.


–¿Cassie está embarazada otra vez? –preguntó ella con los ojos muy abiertos.


–Sí –contestó él con sonrisa de satisfacción–. No esperábamos que fuera tan pronto, pero Cassie siempre dice que las mejores cosas de la vida no se planean, y yo no podría estar más de acuerdo.


Paula tampoco; ella desde luego no había planeado conocer a un médico arrollador, y a pesar de no ver futuro para ellos, nunca se arrepentiría de haber conocido, y amado, a Pedro Alfonso.


–Felicidades, Brendan, es fantástico. Dile a Cassie que la llamaré.


–Seguro que agradecerá una conversación adulta.


La comadrona pensó que quizá ella también iba a necesitar el hombro de su amiga para llorar en el futuro próximo. 


Repasó las filas de cunas, la mayoría con bebés prematuros.


–¿Dónde está la bebé Cartwright?


–Por el final. Está muy bien; probablemente la deje ir en un par de días.


–Qué buena noticia. Si no te importa me gustaría verla antes de irme.


–No hay ningún problema. Pero, solo para que lo sepas, ahora tiene otra visita.


–¿Está aquí el doctor Madrid?


–No, el doctor Billings, el neurocirujano.


–¿Es normal una revisión neurológica?


–No, y él no hace pediatría. Se presentó de repente y me preguntó si podía verla. Aparte de eso, no tengo ni idea de por qué está aquí.


–Dime una cosa, ¿está casado?


–No, ¿por qué? ¿Te interesa?


–No, curiosidad. Voy a ver a la niña –dijo, y fue, también para examinar al doctor.


Cuando una residente le señaló la cuna, Paula se quedó dubitativa en el pasillo al observar al cirujano de pie frente a la incubadora. No hubiera adivinado que era médico de no ser por la bata que le cubría los vaqueros y por la etiqueta de la solapa. Tenía el pelo castaño, y la piel morena indicaba que había pasado mucho tiempo a la intemperie. Su expresión seria revelaba que muy bien podría acabar de recibir un shock, como por ejemplo, enterarse de que tenía una hija. Paula se sintió como una intrusa y pensó en dejarlo solo, pero se dejó llevar por las preguntas sin respuesta.


–Un bebé precioso, ¿verdad?


–Sí, lo es –contestó él, mirándola sorprendido.


–Soy Paula Chaves, la comadrona que asistió al parto –se presentó, ofreciéndole la mano.


–Doctor Lane Billings.


–Encantada. ¿Ha venido a revisar a la niña?


–No.


–¿Solo está de visita entonces?


–Podría decirse.


–Supongo que conoce a Allison –insistió ella, que pensó que era un hombre de pocas palabras, o que quizá le molestaba su curiosidad.


–Trabajó para mí.


–¿De verdad? Creía que trabajaba con abogados.


–No hasta hace siete meses. He estado fuera un tiempo; hace solo un mes que he vuelto al Memorial. ¿Cómo está?


–El doctor O’Connor dice que está muy bien.


–Me refiero a Allison. El doctor me dijo que había tenido un parto difícil, algo de preeclampsia.


–Lo ha pasado mal pero ya está bien. Lo más seguro es que se tenga que quedar unos días más –explicó, tomó aire y se arriesgó–. Dado que no tiene familia cerca, estoy segura de que le gustará verlo.


–Yo no estoy tan seguro.


–Oh, entonces no fue una separación amistosa.


–No sabía que estaba embarazada –dijo él, agachando la cabeza–. Si lo hubiera sabido no me habría ido como lo hice.


–A lo mejor debería decírselo.


–No estoy seguro de que me crea, y no la culparía –dijo él, y entonces la miró a la cara–. No tengo ni idea de por qué estoy contándole esto.


–Yo tampoco, pero Allison es mi amiga además de mi paciente y creo que debería hablar con ella.


–A lo mejor lo hago. Al menos puedo intentarlo.


–Se lo debe –dijo Paula, señalando con la barbilla al bebé, totalmente ajena a todo.


El doctor Billings volvió a mirar a la niña, que también tenía el pelo castaño y un hoyuelo en la barbilla, como una copia en miniatura de su padre.


–Se lo debo a las dos. La vida es demasiado corta como para seguir cometiendo los mismos errores una y otra vez.


Paula lo sabía muy bien, y por ello mismo sabía lo que debía hacer en cuanto dejara el hospital.


–Buena suerte –le deseó, y se fue, esperando que Allison y él pudieran arreglarse, si no formar una familia.


Ella también deseaba una familia, una que incluyera a Pedro. Pero sabía que aquello no era posible, a menos que este estuviera dispuesto a cruzar los límites autoimpuestos que lo alejaban del compromiso También se dio cuenta de que cada día que pasara le resultaría más difícil alejarse de él. Por ello llegó a la conclusión de que dejar a Pedro en aquel momento sería lo mejor, antes de no poderlo dejar nunca.