sábado, 29 de diciembre de 2018

EL SOLTERO MAS CODICIADO: CAPITULO 31




-No, yo... No bailo. No se me da bien. No...


-¿Qué ocurre, Pau? -preguntó Pedro, rodeándola por la cintura-. ¿Tienes miedo?


-Claro que no, pero...


-Te desafío -la interrumpió él, mirándola intensamente.


No estaba jugando limpio. El orgullo de Paula la obligaba a aceptar cualquier reto, y él lo sabía. 


Jimbo los miraba con interés mientras bailaba con su pareja. Todo el mundo en la pista de baile parecía estar pendiente de ellos. Indecisa, Paula le puso una mano en el hombro, y la otra en la palma extendida, consciente de la atención que atraían y de la embriagadora sensación que le provocaba la cercanía de Pedro.


El la sujetó firmemente y la guió por la pista de baile, sin apartar la mirada de sus ojos. Y, por primera vez en su vida, Paula no bajó la mirada a sus pies ni se concentró en los pasos de su pareja. De algún modo, Pedro consiguió hacerla olvidar que estaba bailando, y pronto Paula estuvo moviéndose con armonía y naturalidad. 


Él le levantó la mano y le hizo ejecutar movimientos más atrevidos, obligándola a sonreír por los inesperados giros y caídas. La falda del vestido ondulaba tras ella, envolviendo los vaqueros de Pedro.


Cuando alcanzaron un rincón vacío, la hizo girar por última vez y la sujetó por el costado contra su pecho. Ella lo miró a los ojos, y la intensidad de su mirada casi borró la sonrisa de Pedro.


-No tengas miedo de hacer nada conmigo, Paula.


A Paula le latía con demasiada fuerza el corazón para poder responder, rendida ante la ardiente mirada de Pedro. Los músicos empezaron a tocar una canción lenta y romántica, pero ninguno de los dos pensó en abandonar la pista de baile. Él la apretó con fuerza y ella cerró los ojos y presionó la mejilla contra su hombro, deleitándose con la dureza de sus músculos bajo la camisa de algodón.


Apenas se movieron, meciéndose suavemente al ritmo de la música. Empapándose con las sensaciones, los olores, la sensualidad del momento... y deseando más.


-Dios -susurró él, aspirando la fragancia de sus cabellos-, cuánto te he echado de menos.


Ella sabía a lo que se refería, aunque habían estado todo el día a escasa distancia el uno del otro. También ella lo había echado de menos y había anhelado recibir su tacto y su atención. Un hormigueo de alarma la recorrió. No debería necesitarlo tan desesperadamente.


-Reúnete conmigo en mi barco, Paula -le murmuró él al oído-. Nos alejaremos de la costa y echaremos el ancla para pasar la noche.


Paula se quedó sin aliento. ¡Podía pasar otra noche con él! En sus brazos, en su cama...


-Nadie tiene por qué saberlo, Paula -la apremió él. Se retiró y le clavó su mirada ardiente-. Escabúllete tan pronto como puedas. Te estaré esperando...


-Disculpa -los interrumpió una voz masculina y refinada.


Pedro giró la cabeza con el ceño fruncido. Gaston Tierney los miraba con una ceja arqueada.


-¿Puedo? -preguntó con una sonrisa.


Paula sintió cómo todos los músculos de Pedro se tensaban.


-No, no puedes -respondió él con voz grave y amenazadora.


-Me parece que es la dama quien decide, ¿no?


-No vas a tocarla.


Paula miró a los dos hombres como si hubiera despertado de un sueño. Había estado tan inmersa en la conversación con Pedro que se había olvidado del resto del mundo. Y lo único que quería era apartar a Gaston como a un mosquito y volver a sumergirse en su sueño dulce y sensual.


Pero la fría realidad la esperaba. Y Gaston Tierney era una parte importante de esa realidad.


Las demás parejas habían dejado de bailar y los observaban. Jimbo y Robbie se habían adelantado, con expresión de alerta. Pedro la rodeaba fuertemente con los brazos, mirando a Gaston.


-¿Habla por ti? -le preguntó Gaston a Paula.


Paula se vio atrapada entre dos fuerzas opuestas. Aquel enfrentamiento representaba más que un simple baile para los dos hombres. Su elección significaría una victoria moral en público. Y a ella la convertiría en una especie de trofeo.


La música cesó y Freddie, el líder del grupo, anunció alegremente que se tomarían un descanso de diez minutos. El silencio que siguió sólo fue roto por los susurros de la multitud expectante.


Paula apretó la mandíbula y miró más allá de Pedro y de Gaston.


-Parece que tendré que dejarlo para otro momento -le murmuró a nadie en particular y se apartó de Pedro para perderse entre el mar de rostros.




EL SOLTERO MAS CODICIADO: CAPITULO 30




Mientras los chicos limpiaban el salmón que habían pescado y sus madres asaban los filetes a la parilla, Pedro se duchó y se cambió de ropa en el velero, antes de volver al picnic. Se sentó en una mesa junto a su padre, y enseguida empezaron a ofrecerle platos de comida. Los amigos se detenían para bromear con él y algunas mujeres le dedicaban sonrisas tentadoras.


Debería estar disfrutando del momento, pero no podía apartar la mirada de la esbelta morena que se negaba a prestarle la menor atención. La vio servirse un plato del bufé y se fijó en las miradas que le echaban algunos hombres. Se puso tan tenso que se asustó.


No podía culparlos por mirarla. Era tan hermosa que él sufría sólo de contemplarla. El vestido blanco sin tirantes se ceñía a sus pechos y a su estrecha cintura, para luego caer en pliegues vaporosos sobre sus larguísimas piernas. Su pelo oscuro y ondulante invitaba a hundir los dedos en sus mechones. Y sus caderas se movían con la misma elegancia sensual que tanto lo había turbado de joven.


Paula se había sentado en una mesa lejana con Frankie, su madre y otras mujeres. Sólo un hombre se había unido al grupo... el pequeño Kyle Talmidge, a quien Paula le dedicó una tierna sonrisa.


Pedro nunca había sentido envidia de un niño de seis años. Y si no conseguía una sonrisa para él mismo, no creía que pudiera resistir el resto del picnic. Necesitaba besar a Paula.


-Freddie -llamó al músico, sentado en la mesa contigua-. Creo que es hora de tener un poco de música.



EL SOLTERO MAS CODICIADO: CAPITULO 29




El nudo que se le había formado a Paula en la garganta no parecía disolverse. Frankie y la señora Alfonso le presentaron a sus amigos, algunos de los cuales había conocido tiempo atrás. El doctor Alfonso la saludó con un guiño y siguió leyendo el Wall Street Journal mientras fumaba su pipa.


Paula se sentía aturdida por el caluroso recibimiento. Honrada. Agradecida. Y confundida. Por primera vez desde la muerte de su madre, se sentía en casa.


Una sensación peligrosa, especialmente cuando su cabeza y su corazón seguían recordando la noche que había pasado con Pedro. No podía atarse demasiado a sus viejos amigos, ni al escenario de su infancia, ni al cirujano que en esos momentos enseñaba a pescar a un grupo de jóvenes entusiastas. Pronto volvería a Tallahassee, y, debido a su apretada agenda, no era probable que regresara a Point muy a menudo. Y además, tenía que acabar un trabajo que podría herir a todas esas personas.


Intentó no perder de vista su realidad mientras se sentaba con Frankie en unas tumbonas a charlar sobre sus respectivas vidas.


Un trío de mujeres las interrumpió y miraron a Paula con expresión decidida.


-He oído que has estado preguntando por las gambas del último picnic -dijo Betty Gallagher, la mujer del sheriff-. Creo que deberías saber que puse algunas en mis galletas de queso.


-¿En sus galletas de queso? -repitió Paula, sorprendida. Agnes había mencionado que probó esas galletas, lo que significaba que su reacción era real y que la inyección de Pedro la había salvado.


-Y yo puse unas cuantas en mi ensalada de piña -añadió Louise Cavanaugh.


-Y yo añadí algunas a mi ensalada de col -dijo la tercera mujer.


Paula las miró con recelo. O estaban mintiendo para proteger a Pedro, o la pobre Agnes había tenido razones de sobra para ponerse morada.




EL SOLTERO MAS CODICIADO: CAPITULO 28



Pedro no sabía por qué se había distanciado de la fiesta de bienvenida. Tal vez porque sabía que Paula no iba a quedarse en Point. Tal vez porque aquella certeza lo carcomía por dentro. 


Apartó la mirada de su hermoso perfil mientras saludaba al marido de Frankie y sacó una lata de cerveza de una nevera. No tenía sed, y sabía que Paula tomaría una foto de él bebiendo para añadir a su colección, pero aun así tomó un trago.


La noche anterior no había sido como él esperaba. No lo había sorprendido la pasión ni la belleza de su cuerpo desnudo. Siempre había sabido que Paula lo deslumbraría con su físico. 


Pero no había contado con los arrebatos de ardiente emoción que lo habían invadido mientras le hacía el amor. Ni había sospechado que esa emoción lo acompañaría mucho después de haber abandonado su cama.


Y, lo que era peor, aún no se había recuperado. 


Nunca había experimentado una angustia semejante. ¿Y si la noche anterior era todo lo que podía conseguir de Paula? La idea de no volver a besarla o abrazarla le resultaba insoportable.


«La has asustado», lo acusaba una voz interior. 


Y sospechaba que era cierto. Paula sólo había querido jugar, pero le había entrado el pánico por la intensidad emocional que él no había podido ocultar. Había querido poseerla y consumirla. Y seguía queriendo hacerlo.


Tenía que mantenerse alejado de ella hasta que pudiera recuperar el control. Hasta que pudiera relacionarse con ella sin arriesgarse a ahuyentarla.


-Eh, doctor, hemos encontrado la red de arrastre -dijo uno de los chicos a los que había enviado al barco en busca de los aparejos de pesca.


Agradeciendo la distracción, Pedro arrojó la lata medio llena a un cubo de basura y siguió al grupo de jóvenes pescadores a la playa.



EL SOLTERO MAS CODICIADO: CAPITULO 27



Paula sintió el desprecio de la comunidad en cuanto entró en la zona sombreada del picnic con vistas a la playa. Aunque reconoció muchos rostros junto a las mesas y las parrillas, nadie le sonrió ni la saludó. Algunos la miraron, otros apartaron la mirada y unos pocos cuchichearon entre ellos.


Aunque Agnes y el sheriff la habían prevenido, el rechazo le resultó muy doloroso. Pero no podía marcharse sin hacer sus averiguaciones, así que mantuvo la cabeza alta y una expresión agradable.


No vio a Pedro ni a su familia, ni tampoco a los amigos de su vieja banda... Jimbo, Robbie o Frankie. A quien sí vio fue a Agnes, vestida con un kimono amarillo, sentada en una mesa junto al pabellón y jugando a las cartas con tres ancianas y un caballero de pelo blanco. Paula se dirigió hacia ellos, esperando posicionarse en territorio amistoso antes de infiltrarse en la multitud hostil. Todo el mundo vestía shorts, vaqueros y trajes de baño, y se sentía fuera de lugar con su vestido de tirantes, no demasiado informal. No se había atrevido a ponerse los pantalones cortos.


Se esforzó por esbozar una sonrisa amable e intentó entablar una conversación con el grupo más cercano. Sólo consiguió que le respondieron con monosílabos, y nadie recordaba si habían puesto gambas en los platos del último picnic.


Mientras paseaba entre las mesas y los vecinos, intentando romper el hielo, un adolescente en bañador se subió a una mesa vacía y empezó a gritar y a apuntar hacia el puerto deportivo.


-¡Mirad, mirad! ¡El doctor Alfonso viene en su barco!


La gente empezó a aplaudir y a silbar. Los niños de todas las edades echaron a correr hacia el puerto, mientras un esbelto velero blanco a motor se acercaba por las verdes aguas de la bahía. Las madres retuvieron a los más pequeños y les gritaron a los mayores para que no se acercaran demasiado al muelle, y los padres siguieron a sus hijos con la vista fija en la embarcación.


Paula se apoyó en una mesa y observó cómo el velero atracaba limpiamente. La primera persona que vio fue a una rubia pequeña y bronceada, con el pelo por los hombros y una radiante sonrisa, que saludaba a los niños desde la cubierta.


Una garra invisible atenazó el corazón de Paula.


¿Había llevado Pedro a una acompañante? ¿Tan pronto, después de haber hecho el amor con ella la noche anterior?


Dos hombres salieron de la cámara del timón y empezaron a atar los cabos. Paula reconoció al más fornido de los dos con su mata de pelo rojo. Era Jimbo. El otro era Robbie, con bigote y cola de caballo. Y cuando la rubia golpeó a Jimbo en el brazo, Paula supo que no podía ser otra que Frankie, la otra mujer de la banda.


Una pareja alta y elegante salió de la cabina. El doctor y la señora Alfonso. Los padres de Pedro


A Paula le dio un doloroso vuelco el corazón. 


Había pasado los días más felices de su infancia con ellos. En muchos aspectos la habían conocido mejor que su propia hermana o su padre.


¿Cómo la recibirían? Nadie de su vieja banda la había llamado, aunque sin duda sabían que estaba en Point. El día anterior le había dejado a Frankie un mensaje en el contestador, pero no había recibido respuesta. La culpa era suya, por haber estado doce años sin contactar con ellos.


Entonces vio la alta y bronceada figura de Pedro saliendo de la cabina. Iba acompañado de su perro, Zeus, y su risa se oía por encima del jolgorio. A Paula se le aceleró el pulso y se dio la vuelta. Esperaría a que los Alfonso se hubieran acomodado para saludarlos.


Apenas se había alejado una distancia prudente, cuando sintió que alguien le tiraba del brazo.


-Perdone, ¿es usted la señorita Paula Chaves? -le preguntó una niña con trenzas negras.


Una punzada de aprensión la traspasó.


-Sí.


-La señora Alfonso quiere verla -dijo la niña, con una voz tan aguda que atrajo varias miradas.


Consciente de que estaba siendo el centro de atención, Paula miró nerviosamente a través del claro de hierba hacia la mujer que reclamaba su presencia. La señora Alfonso estaba de pie, con los brazos cruzados y la cabeza alta, vestida con una blusa beige, unos pantalones veraniegos y el pelo elegantemente recogido. Su expresión era severa y miraba fijamente a Paula.


Paula se estremeció. La señora Alfonso era la directora de la escuela, y ningún alumno se tomaba sus sermones a la ligera. Y nadie que la conociera se esperaría que tolerase un ataque contra su hijo.


Intentó forzar una sonrisa, sin éxito, y caminó hacia ella. Todo el mundo parecía haberse quedado en silencio, observándola.


Al acercarse, vio que su pelo rubio estaba lleno de canas y que las arrugas eran más pronunciadas en torno a sus ojos pardos. Pero seguía irradiando la misma aura de elegancia y regia autoridad que había sobrecogido a generaciones de estudiantes.


-Tengo entendido, señorita Chaves -dijo con aquel acento sureño que bastaba para enderezar a cualquiera-, que has venido a Point por asuntos de trabajo.


-Sí, señora. Por asuntos de trabajo. Nada personal -admitió Paula, avergonzada. La señora Alfonso la había reprendido varias veces en clase, pero siempre había creído en ella. 


Había reconocido el mérito de su trabajo y la había animado a apuntar alto. Y cuando su madre murió, la señora Alfonso había ido a visitarla a su casa para abrazarla. Sólo para abrazarla.


-Es evidente, puesto que no has querido agraciarnos con tu presencia.


-¿Cómo dice? -preguntó Paula, confundida.


-Llevas aquí dos días, jovencita -la reprendió-. ¿Nos has llamado a alguno de nosotros? ¿Mmm?


Una mano se agitó enérgicamente en el aire, junto a Paula.


-Me llamó a mí, señora Alfonso -exclamó Frankie como una alumna alborotadora-. Pero no oí mis mensajes hasta esta mañana -se volvió hacia Paula y sonrió-. Lo siento, Pau.


-A mí no me ha llamado -se quejó Jimbo con su fuerte voz masculina.


-A mí tampoco -añadió Robbie, frunciendo cómicamente la boca bajo el bigote.


Paula miró atónita los rostros familiares, y la señora Alfonso le rodeó la cintura con un brazo.


-Supongo que la pregunta es... ¿se debe olvidar a los viejos conocidos?


-¡Adelante, Freddie! -gritó Jimbo.


Un saxofón empezó a tocar el tema Auld Lang Syne, acompañado por un coro de voces entusiastas aunque desentonadas. El grupo se abrazó por los hombros y empezaron a mecerse alrededor de la mesa. Entonces Paula vio la tarta de chocolate frente a ella con un mensaje escrito con glaseado amarillo: Bienvenida a casa, Paula.


Se le hizo un nudo en la garganta y los ojos se le humedecieron. ¡No podía llorar! No delante de sus viejos amigos. Para ellos aún seguía siendo una marimacho. Apartó la mirada de la tarta, los cantantes y las sonrisas, luchando por recuperar la compostura. Y entonces vio a Pedro.


Estaba apoyado en una palmera, observándola con la indiferencia propia de un amable desconocido. ¿Qué pensaría de la extravagante bienvenida que su madre y sus amigos le habían ofrecido?


Paula agradeció que se mantuviera discretamente al margen, pero al mismo tiempo buscó en su rostro algún atisbo de acercamiento. Una sonrisa, un ligero asentimiento...


La canción acabó y la señora Alfonso le dio un fuerte abrazo.


-Haz tu trabajo, pero no te comportes como una extraña, ¿entendido?


-Señora Alfonso -susurró Paula-, usted sabe cuál es mi trabajo, ¿verdad?


-Naturalmente. Pero confío en él y en ti también. Sé que harás lo correcto. Y ahora ve a divertirte con tus amigos.