sábado, 16 de abril de 2016

ILUSION: CAPITULO 5




Se encontraron con Conrad en el gran salón de la ostentosa residencia, cuyo tamaño y lujo impresionaron a Paula a pesar de haber vivido en la mansión de los Chaves.


Conrad le estrechó la mano a Paula y examinó con ojo crítico el vestido, pero no hizo ningún comentario.


–Tu familia lleva bastante tiempo saliendo en las noticias –dijo. Le hizo un gesto a un mayordomo y este se adelantó portando una bandeja con bebidas.


–Las cosas ya están más tranquilas –respondió Paula, colocándose junto a la puerta abierta para disfrutar de la brisa marina–. Creo que todos estamos listos para seguir adelante.


–No es conveniente recibir tanta atención por parte de la prensa –Conrad tomó una copa de cristal con dos dedos de líquido ambarino.


–A nadie le gusta convertirse en el centro de atención mediática –corroboró Paula. El mayordomo le ofreció una copa y ella la aceptó.


Conrad era dueño de una destilería en Escocia. Ella odiaba el whisky, pero se lo bebería.


–¿Tu padre estaba loco? –preguntó Conrad, mirándola fijamente.


Habían intentado ocultar los detalles del testamento de J.D., pero Conrad era un hombre con muchos recursos y podía averiguar cualquier cosa de la familia.


Pedro se adelantó antes de que ella pudiera contestar.


–J.D. Chaves amaba a su familia por encima de todo. Es una de las cosas que más admiraba de él.


–Mis hijastros son unos chupasangres –dijo Conrad, mirando a Pedro–. Un par de fracasados sin cerebro.


Paula miró a Pedro, pero él parecía haberse quedado en blanco.


–Lamento oírlo –dijo ella para romper el incómodo silencio–. ¿Viven aquí, en Malibú?


Conrad soltó una áspera carcajada.


–Ni siquiera pueden permitirse su propia casa. Al menos no la clase de casa que creen merecer –vacío la copa de un trago y Paula tomó un pequeño sorbo. Era whisky de malta, en efecto. Le abrasó el paladar.


Pedro se bebió la suya de un trago.


–Están en Mónaco –Conrad le indicó al mayordomo que sirviera otra ronda–. Solo les interesan las carreras de coche, las chicas y las fiestas.


–Erika Prince tiene una galería de arte –dijo Pedro, arrimándose a Angelica. Seguramente intentaba aparentar que seguían siendo una pareja unida.


–¿Uno de esos sitios refinados para la gente que se cree muy culta? –preguntó Conrad–. Siempre están intentando que me gaste millones de dólares en una basura moderna. No sé ni lo que representan esos cuadros. Por mí podría haberlo hecho un mono y no notaría la diferencia.


–Una vez compré una acuarela pintada por un elefante –dijo Paula. El instinto la acuciaba a defender a Erika, pero no podía arriesgarse a discutir con Conrad. Era mejor distraerlo con un cambio de tema.


Pedro la miró con extrañeza.


–¿Y qué había pintado?


–Líneas azules y rosas. El elefante se llamaba Sunny. Me costó quinientos dólares.


La confesión le arrancó una sonrisa de los labios a Conrad.


–Seguramente tenía más talento que muchos de esos artistas que venden sus obras por millones de dólares. El mes pasado uno de los chicos fue a una subasta de arte y estuve a punto de tener que hipotecar mi casa.


Paula miró alrededor, pensando en qué clase de obra costaría tanto como aquella casa.


El mayordomo regresó con más copas y Pedro aprovechó que Conrad estaba distraído para beberse discretamente el whisky que Paula apenas había tocado. Ella agradeció el gesto e intentó rechazar una segunda copa, pero Conrad insistió y no le quedó más remedio que aceptar y alabar el whisky.


–Supongo que querrás ver la terraza –le dijo Conrad a Paula en tono desganado.


–Me encantaría.


–Bien, pues salgamos. Pedro me ha dicho que vas a convencerme de que el escándalo ha terminado y que no pasa nada por relacionarse con los Chaves.


–El escándalo ha terminado –insistió ella.


Salieron a la terraza y al instante se encendieron unas luces estratégicamente colocadas.


–¿Estás al mando de la empresa? –le preguntó Conrad.


–Así es.


Conrad miró a Pedro.


–Está al mando –confirmó él–. Y hará un trabajo magnífico.


Paula sabía que Pedro solo estaba actuando, pero sus palabras le llegaron al corazón.


–Paula, mientras decido si prestaros o no mi casa, ¿qué dirías si te dijera que Norville Productions ha rodado una serie que sería perfecta para que la emitiera una de las cadenas de Chaves Media?


–Le diría que en Chaves Media siempre nos hemos ocupado de nuestra propia programación.


–¿Y si te recordara que tengo algo que te interesa?


Paula lo pensó un momento.


–No puedo ofrecerle un quid pro quo, pero me comprometo a presentar su propuesta a la junta directiva.


–¿Sin promesas?


–Le prometo que la estudiaremos detenidamente –le dijo con toda sinceridad. Que nunca hubieran emitido programas de terceros en Chaves Media no significaba que no pudieran hacerlo en el futuro.


–¿Y tus hermanos? –preguntó Conrad, tomando otro trago de su nueva copa–. ¿Saben ellos también que el escándalo ha terminado?


–Lo saben. Cada uno está comprometido con la empresa a su manera.


–¿Pero no en el sector de la comunicación?


–No de manera regular, pero toda la familia está unida –estaba exagerando un poco, pues aún había obstáculos que superar. Pero Paula sabía que sus hermanos jamás hablarían mal en público de la familia.


–¿Y Jeronimo Reed? –preguntó Conrad, haciéndole otro gesto al mayordomo.


Paula ni siquiera había tocado su segunda copa. Por suerte, Pedro volvió a aprovechar la distracción de Conrad para cambiarle la copa y bebérsela el.


–Jeronimo está fuera de todo esto. Su papel provocó una gran confusión al principio, pero también él cumplía con la voluntad de mi padre.


Conrad arqueó una ceja.


–¿Tu padre quería que su empresa fuera vendida y hecha pedazos?


El mayordomo regresó y todos cambiaron las copas vacías por otras llenas.


–Mi padre lo dispuso todo para ponerme a prueba –respondió honestamente Paula–. Quería que me planteara la lealtad a mi familia si se presentaba esa posibilidad.


Conrad esbozó una sonrisa torcida.


–Un viejo muy astuto, ¿no?


–Se podría decir que sí.


–Todo el mundo pasó la prueba con buena nota –intervino Pedro–. La familia permaneció unida y Chaves Media seguirá prosperando.


–A mí me parece que tardaron bastante en reconciliarse –observó Conrad.


Pedro se encogió de hombros y tomó un trago de su quinto whisky.


–A veces se tarda en hacer lo correcto.


Conrad se echó a reír.


–Primero se analiza la situación –continuó Pedro–. Luego se decide lo que se quiere hacer y lo que es mejor hacer. La única decisión que cuenta es la última.


Paula se obligó a beber un poco. Necesitaba algo para contrarrestar la reacción que Pedro le estaba provocando con su aparente sinceridad al defenderla.


–¿Y qué me decís de vosotros dos? –preguntó Conrad, mirando a uno y a otra.


–Somos amigos –respondió Pedro simplemente.


–No, no lo sois –replicó Conrad con el ceño fruncido y una convicción que dejó petrificada a Paula.


Los había descubierto…


–En una relación como la vuestra –continuó él–, o se ama o se odia. No hay punto medio.


–No puede creer todo lo que dicen los periódicos –objetó Pedro.


–No se trata de lo que lea, sino de lo que veo. Las fotos me dicen hasta qué punto habéis estado enfrentados –los apuntó con una mano llena de arrugas–. No soy estúpido. Puede que ahora os llevéis bien, pero todo podría saltar por los aires en un santiamén. Y si la historia llega a la prensa mi casa será el centro de un escándalo.


–Tiene razón –admitió Pedro. Paula lo miró con perplejidad, pero él le apretó la mano para tranquilizarla–. La verdad es que estamos pensando en volver a estar juntos.


Se llevó la mano de Paula a los labios y la besó delicadamente en los nudillos, provocándole un hormigueo por el brazo y el cuerpo. Paula tuvo que hacer un enorme esfuerzo para disimular la reacción.


–No te creo –espetó Conrad–. Nadie puede mantener algo así en secreto.


–Nosotros sí –declaró Pedro en un tono que no dejaba lugar a dudas–. Mírela, Conrad… Tendría que ser ciego y estúpido para renunciar a ella.


Conrad escrutó a Paula con la mirada, y ella se esforzó por mantenerse inmóvil y parecer una chica de los años cincuenta. La clase de chica dulce y encantadora a la que se le podía perdonar todo.


Conrad apuró su copa y Pedro lo imitó.


–En eso te doy la razón…


–Creo que ya has bebido bastante, cielo –le dijo Pedro a Paula. Se apresuró a quitarle la copa y a vaciarla de un trago. Paula se concentró en mantener la calma y dar la imagen de una mujer serenamente enamorada.


–Qué diablos… –la expresión de Conrad se relajó por primera vez desde que llegaron.


–No soy estúpido –dijo Pedro.


–Supongo que no. Entonces… ¿no tengo nada de qué preocuparme?


–Puede estar tranquilo de que no habrá ningún escándalo.


–¿Para cuándo decías que era la boda?


–El último fin de semana del mes.


–¿De este mes?


–Sé que es muy precipitado, pero ya le hablé del incendio en el Esmerald.


–Nos haría falta contratar personal extra y más seguridad.


–Nosotros nos ocuparemos de todo –le aseguró Pedro.


Paula contuvo la respiración hasta que Conrad asintió.


–De acuerdo.


–Gracias, muchas gracias –Paula le agarró la mano con las suyas y se la sacudió con deliberado entusiasmo–. Erika se pondrá muy contenta.


–Sí, sí –Conrad rechazó los agradecimientos y pareció encerrarse en sí mismo.


–Ya le hemos robado demasiado tiempo –dijo Pedro, apurando su última copa–. Muchas gracias, señor. ¿Hay algún miembro de su personal con el que podamos ponernos en contacto?


–Albert os dará una tarjeta de visita.


El mayordomo, que había permanecido a poca distancia, se acercó para entregarle una tarjeta a Pedro.


–Buenas noches, Conrad –se metió la tarjeta en el bolsillo y le estrechó la mano a Conrad.


El anfitrión le dedicó una sonrisa de despedida a Paula.


–Supongo que nos volveremos a ver muy pronto.


–Desde luego –afirmó Paula–. Estoy impaciente.


Pedro le puso una mano en el trasero y la llevó hacia el vestíbulo. Nada más salir se inclinó hacia ella para susurrarle al oído.


–Has estado formidable.


–¿Estás bien?


–¿Por qué lo preguntas?


–Te has tomado seis whiskies…


–Ah, sí… Bueno, me pareció una buena estrategia emborracharme un poco… y no podía arrojarte a los lobos –resopló profundamente mientras se acercaban al coche–. Pero la verdad es que estoy un poco mareado… Creo que deberías conducir tú.


–No me digas…


Él se sacó las llaves del bolsillo.


–¿Sabes cambiar las marchas?


–Claro.


–Es una máquina muy inquieta –le advirtió él.


Paula estaba de espaldas a la puerta del coche y no pudo evitar sonreír.


–Me las arreglaré.


Pedro se quedó callado y entonces ella se percató de lo cerca que estaba. El calor de su cuerpo la envolvía y su irresistible olor varonil la atraía en contra de su voluntad. La reacción de su cuerpo a Pedro no había cambiado ni ápice, a pesar de todo.


Y eso no era nada tranquilizador.


–Lo digo en serio –le dijo él en voz grave y profunda–. Lo has hecho muy bien ahí dentro.


–Tú también –le respondió ella con sinceridad.


Pedro se acercó un poco más.


–Hacemos un buen equipo… tú y yo.


–Has bebido, Pedro.


–Un poco…


–El alcohol se te ha subido a la cabeza.


–Mi cabeza está perfectamente. Eres increíble, Pau. Y me moría por hacer esto… –antes de que ella pudiera reaccionar, la estaba besando en los labios.


Una explosión de luz y color le anegó los sentidos. El beso se prolongó unos minutos hasta que Pedro se apartó, dejándola sin aliento y aturdida.


–¿De verdad que el whisky no se te ha subido a la cabeza, Pedro? –murmuró secamente, extendiendo la mano para que le entregara las llaves.


Él sonrió y se las puso en la palma.


–Te aseguro que no.




ILUSION: CAPITULO 4




En el vestíbulo de la mansión Chaves, Pedro veía como una transformada Pau descendía majestuosamente la gran escalinata.


Hermosa, femenina y engañosamente dulce, con los cabellos recogidos y unos mechones sueltos acariciándole los hombros como una cortina de seda color castaño.


–Vas de rosa –observó.


–¿Y ahora quién está diciendo obviedades? –bajó los dos últimos escalones y Pedro se fijó en las sencillas zapatillas blancas que hacían juego con el pequeño bolso bajo el brazo.


–Nunca te había visto de rosa –el vestido se le ceñía al busto, con mangas casquillo y una amplia falda de seda con bajo fruncido. Con sus pendientes de diamante y el colgante de oro alrededor del cuello realmente parecía una estampa de los años cincuenta.


–Odio el rosa –declaró ella. Sonrió forzadamente y se giró ante él–. Pero quizá este vestido pueda ayudar a que Erika celebre su boda en Malibú.


Pedro no estaba seguro de eso, pero sí que estaba consiguiendo que su cuerpo reaccionara…


–Vamos allá.


Él le ofreció el brazo, pero ella no lo aceptó y se adelantó para abrir la puerta y salir al porche.


–Tenemos que hacerle creer que somos amigos –le advirtió él, bajando los escalones tras ella.


–Se me da bien actuar –dijo ella.


Pedro pasó a su lado para abrirle la puerta del coche.


–¿Podrás mantener la compostura cuando empiece a criticar a tu familia?


–Claro que sí.


–¿Pau?


–No me llames así –espetó ella, mirando al frente.


–¿Cómo quieres que te llame? ¿Señorita Chaves?


–Mi nombre es Paula.


Él esperó un momento, hasta que ella lo miró.


–Para mí no –repuso. Cerró la puerta y rodeó el coche para sentarse al volante.


Los dos guardaron silencio mientras Pedro tomaba la carretera del Pacífico.


–Puedes hacerlo por una noche –le dijo ella un rato después.


–¿Hacer qué? –se preguntó si sería consciente de todas las connotaciones eróticas que podrían extraerse de sus palabras.


–Llamarme Pau–respondió ella, sacándolo de sus fantasías.


–¿Puedo llamarte Pau por una noche?


–Mientras estemos en casa de Conrad Norville fingiendo que todo va bien, pero nada más.


–No creo que puedas controlar cómo te llamo.


–Pero sí lo que llamarte a ti –murmuró ella en tono desafiante.


–Llámame lo que quieras.


–¿Qué te parece «incompetente» e «irresponsable»?


–¿Perdona? –la miró–. ¿Piensas insultarme delante de Norville?


–Delante de Norville no. Esta mañana recibí una llamada de alguien que buscaba referencias de tu trabajo en Chaves Media.


–¿Quién? –preguntó Evan inmediatamente.


–Leandro Dunstand, de Eden International.


Pedro se le formó un nudo en el estómago.


–¿Serías capaz de socavar mi negocio? –le preguntó en tono incisivo.


Ella tardó un momento en contestar.


–Relájate, Pedro. Les he dicho que habías hecho un trabajo magnífico dadas las circunstancias, que habías expandido la empresa a Inglaterra y Australia y que no había nadie con un instinto como el tuyo para las personas. Intento tratarte con respeto y profesionalidad. Lo mismo podrías hacer tú por mí.


–No le he dado a nadie tus datos de contacto –le aseguró él–. Confiaba en que dejaran en paz a los Chaves.


–Eso es imposible. Has pasado varios años con nosotros y sabes cómo es –se giró hacia él–. Así que vuelves a abrir la consultoría…


–Tengo que ganarme la vida.


–Mi padre te dejó un montón de dinero.


Pedro soltó una fría carcajada.


–Ni loco tocaría el dinero de los Chaves.


–¿Estás furioso con él?


–Claro que estoy furioso con él. Me usó. Jugó conmigo como si fuera un peón en una partida de ajedrez y me fastidió la vida.


–Seguramente pensaba que estaríamos casados para cuando él muriera.


Pedro giró la cabeza para volver a mirarla.


–¿Y eso lo justifica? Me puso al frente de la empresa solo para poner a prueba tu lealtad, y luego me arrebata el puesto para dejarme… ¿dónde? ¿A la sombra de mi mujer?


–¿Insinúas que para ti sería un problema trabajar para mí? Si estuviéramos casados, quiero decir.


–Sí.


–¿Y sin embargo te parecería bien que yo trabajase para ti?


–Puede que no sea lógico ni justo, pero sí, no tendría problemas con eso.


–¿Quién parece ahora de los años cincuenta?


–Esta discusión no tiene ningún sentido. Nada de eso va a ocurrir.


–Porque tú y yo nunca nos casaremos.


–De nuevo diciendo obviedades, Pau…


–Paula.


–Has dicho que podía llamarte así por una noche.