lunes, 11 de abril de 2016

NO EXACTAMENTE: CAPITULO 29





Pedro tuvo un fuerte impulso de tirar por la ventana el árbol de Navidad que estaba en la sala de estar de la suite. La bebida que tenía en la mano no lo anestesiaba lo suficiente. 


Con cada hora, su mente oscilaba cada vez más entre el enojo y la depresión. Se culpaba a sí mismo por haber soltado de forma impulsiva la propuesta de matrimonio. Si hubiera esperado, si hubiera tenido un anillo y lo hubiera hecho como se debe…


Pero no. El Pedro impulsivo se había lanzado al ruedo de «fueron felices y comieron perdices» y ahora Paula estaba fuera de su alcance.


Resultaría gracioso si no se sintiera tan desgraciado. Paula había rechazado su oferta de matrimonio porque pensaba que era un perdedor sin un centavo, sin nada que ofrecer. 


Aquello era condenadamente irónico. Considerando que había llamado al maldito mecánico que estaba reparando su pedazo de chatarra descompuesto y casi le había dado un cheque en blanco. Mientras conducía, alejándose de su apartamento, había pensado que podrían volver a ser lo que eran antes. Amigos.


Pero no había vuelta atrás, y no había oportunidad de avanzar. Maldita sea. Él y Paula ni siquiera podían seguir como antes. Dejó caer la cabeza sobre sus manos.


El teléfono de su habitación sonó, sorprendiéndolo. Cuando se puso de pie para ir a atender, la habitación comenzó a dar vueltas.


Pedro miró el reloj de pared. Eran las seis de la tarde, y todavía llevaba la ropa que se había puesto en medio de la noche para ir a llevar a Damian al hospital. El teléfono no dejaba de sonar.


—Ya voy —le gritó al teléfono.


Cuando atendió la llamada, a Pedro casi se le cayó el teléfono antes de que lo consiguiera llevar a la oreja.


—¿Qué?


—Bueno, eres todo claridad —ronroneó una voz femenina al otro lado de la línea.


—¿Cata?


—¡Por Dios, Pedro! ¿Son como qué… las seis allí? ¿No es un poco temprano para andar de juerga?


Pedro se sentó para evitar caerse.


—No eres la única que tiene derecho a la autocomplacencia.


—Además, había tenido un mal día.


—Primero, me entero de que no vienes a casa para Navidad, ahora estás borracho a mitad del día.


—No, no estamos a mitad del día.


—Lleva un tiempo aprender a hablar bien con la borrachera, Pedrito. ¿Qué demonios te sucede?


«¡Mujeres!».


—Nada. Estoy bien.


«Borracho, pero bien». Mientras se mantuviera sentado e inmóvil, la habitación solo se movía cuando inhalaba… o exhalaba. La voz arrogante de Catalina se suavizó.


—¿Quién es la chica?


«Maldita mujer».


—Voy a colgar ahora.


Pedro. No te atrevas. Seré la…


Levantó el teléfono a la altura de sus ojos y apretó el botón de «Terminar» dos veces. Después, como el dormitorio estaba demasiado lejos, Pedro se echó hacia atrás en el sofá y cerró los ojos.



****


Las siguientes veinticuatro horas fueron una nebulosa para Paula. La fiebre de Damy oscilaba, pero al caer la noche, le pareció que lo peor ya había pasado. A la mañana siguiente, sería difícil mantenerlo quieto.


Damy preguntó muchas veces por Pedro, demasiadas para contarlas. ¿Dónde estaba? ¿Iba a volver? ¿Por qué se había ido? ¿Lo verían para Navidad? Cada pregunta era un clavo que se hundía en el ataúd en el que había transformado su vida. Mónica regresaría por la noche, y Paula deseaba desesperadamente que su hermana llegara a casa para poder llorar en su hombro y escuchar lo tonta que había sido. Sin lugar a dudas, Mónica le diría de todo por haber rechazado a Pedro.


Discutirían. Paula pondría en palabras por qué había tenido que dejar ir a Pedro y Mónica trataría de hacerla cambiar de opinión. Pero Paula era mayor que ella. Sabía más.


Su teléfono sonó. Paula tenía el corazón en la garganta. ¿Y si era Pedro?


Esperó a que el contestador automático respondiera.


—Es un mensaje para Paula Chaves. Señora. Chaves, habla Phil Gravis de Upland Toyota…


Su auto. Se apresuró a levantar el teléfono.


—¿Hola?


—¿Señora Chaves?


—Sí, soy yo. Disculpe, estaba en la otra habitación —mintió—. No se oía el teléfono. —Mentira número dos.


—No hay problema. Mmm, acerca de su auto.


Oh, por favor…, no más malas noticias. Realmente no podría soportarlo.


—¿Sí?


—Tuvimos un pequeño contratiempo aquí en el garaje.


—¿Contratiempo?


Seguro que no era nada bueno.


—Un incendio, en realidad.


Su auto. Con el estado en que estaba, su auto solo se podía asegurar para cubrir a terceros. Maldita sea, su mundo estaba volando en pedazos y Paula estaba justo en el ojo del huracán.


—¿Un incendio?


—Sí. Un accidente. No se preocupe, su auto está…


—¿Está bien? ¿Mi auto está bien?


El señor Gravis se rio.


—Su auto está para el desguace.


Rayos, remolino de nubes y la casa de Dorothy volando por el aire.


—No es gracioso.


—Bueno, el auto necesita muchas reparaciones. —Su voz era inexpresiva.


—Es mi único medio de transporte —dijo, comenzando a alzar la voz, a entrar en pánico.


—Oh, señora Chaves, por favor…, no se preocupe. Toyota se hace completamente responsable y queremos invitarla a que venga a buscar un vehículo para reemplazarlo.


—¿Un vehículo para reemplazarlo? —De nuevo estaba repitiendo sus palabras, como un loro.


—Permítame comenzar de nuevo. La noto molesta.


Eso sí que era un eufemismo.


—Hubo un incendio, su auto quedó siniestrado de forma total, pero le estamos ofreciendo un auto nuevo en su lugar. A menos que sienta algún tipo de apego emocional a la versión antigua del Celica, esto acabará por ser ventajoso para usted.


Gracias a Dios que estaba sentada, porque cuando comprendió sus palabras, Paula se sintió mareada.


—¿Un auto nuevo para reemplazar ese peligro ambulante averiado?


Probablemente había sido su auto el que había provocado el fuego.


—Así es. ¿Cuándo le parece que puede pasar por aquí?


Esto no estaba sucediendo. Estaba soñando y realmente necesitaba despertar.


—¿Señora Chaves?


Pero no despertaba.



—¿Sí?


—¿Puede venir mañana?


—¿Mañana? —Se quedó mirando la pared de la habitación.


—Sí.


—Claro.


—¿Sí, puede venir mañana?


Paula comenzó lentamente a asentir con la cabeza.


—Sí, puedo ir mañana. —Parecía que el cielo comenzaba a despejarse—. ¿Es demasiado temprano a las nueve?


—A las nueve estaría perfecto. Pregunte por mí —dijo en tono gracioso.


—Esto no es una broma, ¿verdad, señor Gravis? Porque he tenido un par de días realmente desastrosos, y no sería capaz de soportar una broma en este momento.


Él rio.


—No es una broma, señora Chaves. Piense en qué tipo de auto le gustaría conducir. Cuatro puertas, dos puertas, camioneta pickup, un crossover, ¿o tal vez le gustaría un híbrido? Usted decide.


Pensó por un momento acerca de la Navidad, Damy, las facturas que llegarían del hospital.


—¿Puedo quedarme con el dinero y elegir un automóvil de segunda mano?


—Lo lamento. Me dieron instrucciones precisas de que le ofreciera cualquier auto nuevo de los que tenemos en el local.


—¿Instrucciones? —el loro que repetía todo había regresado.


Vaciló, tosió, y luego dijo:
—De mi jefe.


—Ah, bien. No quiero parecer grosera. Estoy muy agradecida. De verdad.


Lo estaba. No era la nueva bicicleta que Damy quería, pero un auto nuevo podría compensarlo un poco. El dinero que ahorraría en reparaciones la ayudaría a darle más a su hijo a largo plazo.


—Lo veré a las nueve.


Cuando colgó, la puerta del apartamento se abrió. Y entró Mónica, enfundada en una parka.


Al ver a su hermana, Paula se acordó de Pedro. Mónica la miró a los ojos. Abrió la boca para decir algo y luego su sonrisa se desvaneció.


—¿Qué ha pasado?


Las lágrimas aparecieron, de la nada.


—Me acosté con Pedro. Me pidió que me casara con él. Le dije que no. Se fue y no ha llamado. Es posible que haya cometido un gran error.


Mónica apoyó sus maletas junto a la puerta y caminó hacia Paula.


—Oh, Paula.


El abrazo de su hermana hizo que las lágrimas volvieran a brotar.





NO EXACTAMENTE: CAPITULO 28




La despertó el olor a café. Al abrir los ojos, Paula descubrió que el otro lado de la cama estaba vacío. Se sorprendió al ver que el reloj de la cómoda indicaba que eran poco más de las ocho de la mañana. Damy solía saltar de la cama a las siete, pero el pequeño o bien seguía durmiendo o bien estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano para no hacer ruido.


El recuerdo de la noche anterior la hizo sonreír. Se estiró y sintió un leve dolor en los músculos que había utilizado. 


Pero, oh, ese dolor era algo muy bueno.


Se levantó de la cama, se puso las pantuflas y la bata.


Al salir de su habitación, oyó el sonido del televisor, sintonizando algún dibujo animado. En la sala de estar, Damian estaba en el sofá con una manta encima de su regazo. Tenía un tazón de cereal en las manos. 


Normalmente no lo dejaba comer en el sofá, pero se veía tan cómodo. Con la noche que había pasado, Paula no tuvo el valor de decirle que fuera a comer a la mesa.


—Estás despierto.


Pedro sonrió mientras caminaba hacia ella, y le ofreció una taza de café a modo de saludo. La expresión de su cara le dijo que él quería darle un beso, pero en lugar de hacerlo, miró a Damy.


El hecho de que estuviera preocupado por Damian, o al menos eso es lo que le parecía a Paula, expresaba cuánto la entendía Pedro.


—Gracias —dijo, mientras se llevaba el café a los labios.
Hasta le había añadido crema y azúcar en la taza. 


Considerado. Siempre atento.


—Buenos días, mamá.


Paula se acercó al sofá y apoyó la taza sobre la mesa, luego le tocó la frente a Damian.


—¿Cómo te sientes, chiquitín?


Todavía tenía las mejillas y la nariz rojizas y los párpados caídos. Pero su piel ya no estaba tan caliente como la noche anterior. Damy tosió un par de veces y luego dijo:
—Mejor. Creo que podré ir al parque más tarde.


«Ah, sí, claro».


—No creo que sea buena idea hoy. Tal vez mañana. O pasado.


—Le he tomado la temperatura al despertarse —le dijo Pedro —Tenía 38.4, así que le he dado el ibuprofeno, como dijo el médico.


Paula miró de Pedro a Damy y luego le quitó el pelo de los ojos al niño. Damy estaba mirando el televisor, sin prestarle atención. Se puso de pie y se dirigió a la cocina; el aroma del pan tostado llenaba el pequeño espacio.


—Gracias por atenderle.


—Espero que no te moleste.


—¿Molestarme? Faltaría más, Pedro, te lo agradezco.


Pedro se apoyó contra la encimera y bebió un sorbo de café.


—No puedo creer que me haya dormido. ¿Cuánto hace que estáis despiertos?


—Alrededor de una hora. He oído a Damy en el baño y se me ha ocurrido ir a ver cómo estaba y dejarte dormir.


Paula se puso frente a Pedro, interponiéndose entre él y el campo visual de Damian.


Se inclinó y lo besó.


—Gracias —dijo.


Luego se inclinó sobre ella y le dio un beso mucho más satisfactorio.


Cuando la soltó, ella sonrió y sintió que sus mejillas estaban tibias. Paula se quedó contemplando la calidez de su mirada, incapaz de apartarse. ¿Qué estaría pensando Pedro


Ella se veía terrible. El pelo aplastado por la almohada, los ojos medio dormidos, pero de todos modos, él le sonrió como si estuviera vestida de gala.


—Estás hermosa —le dijo en voz baja.


—Estoy horrible —lo corrigió ella.


Pero el hecho de que viera a través de su desaliñado aspecto de recién levantada era algo muy positivo. Él le pasó la mano por el costado de la cara y la miró directamente a los ojos.



—Cásate conmigo.


Al principio, Paula pensó que había imaginado sus palabras. 


Cuando Pedro se quedó mirándola fijamente, con una leve sonrisa en el rostro, comprendió que había oído bien.


—¿Qué has dicho?


Él se rio y le puso una mano alrededor de la cintura.


—He dicho: cásate conmigo.


«No, esto no. Ahora no».


El aire comenzó a circular con dificultad hacia sus pulmones, y no en el buen sentido. La expresión de Pedro le mostró que había visto confusión en su rostro. La sonrisa de Paula desapareció y comenzaron a temblarle las manos y la cabeza.


Pedro —dijo sin aliento.


—Esto es lo que quiero, Paula. Tú, yo. Damy. Sé que tienes tus reservas.


Ella se liberó de su abrazo.


—No. No hagas esto. Por favor.


Maldita sea. Sabía bien lo que pensaba de los soñadores y de «para siempre».


Paula miró hacia el otro lado y vio que Damy había puesto su cabeza sobre un almohadón. Tomó de la mano a Pedro y lo llevó hasta su dormitorio. Luego cerró la puerta detrás de ellos y habló en un ronco susurro.


—¿Por qué haces esto? Sabes que no puedo casarme contigo.


La sonrisa de Pedro empezó a desvanecerse. Comenzó a asimilar la realidad de que ella lo estaba rechazando.


—¿Porque no soy rico?


—No. —Se apartó de él, evitando la creciente frialdad de su mirada—. Te aprecio. De verdad. Lo que pasó anoche fue increíble…


—Entonces, ¿cuál es el problema?


—Piénsalo, Pedro. Nos casamos, te mudas aquí. Entonces la novedad desaparece y empezamos a discutir a causa de los gastos de la casa. O recuerdas lo mucho que amas Texas, pero luego te das cuenta de que no puedes permitirte el lujo de volver allí. Querrás salir corriendo y yo estaré aquí, reteniéndote.


Se dio cuenta de que estaba divagando. Eso no tenía ni pies ni cabeza. ¿Por qué tenía que complicar las cosas? ¿No podían simplemente disfrutar de una relación física? ¿Por qué hacer promesas que él querría romper más adelante?


—Eso no va a suceder.


Él le agarró el brazo y ella se apartó.


—Sucederá. Necesitas encontrar a alguien que pueda irse contigo para hacer tus sueños realidad. No me necesitas a mí o a un niño que te retenga.


Se arrepentiría de estar con ella y con Damian en menos de un año. Los soñadores detestaban que la realidad les diera una patada en el culo.


—¿Qué pasaría si te dijera que tengo dinero?


—¡Basta! ¡Basta ya!


Odiaba eso. Odiaba sentir cómo se rompía su corazón tras haber estado tan lleno de vida solo unos minutos antes.


—Somos amigos, Pedro. No quiero arrepentirme de lo de anoche, ya que por un momento pensé que tal vez podríamos ser «amigos con derecho a roce» o una de esas tonterías. Obviamente, no es el caso.


Paula aún veía esperanza en sus ojos, y sabía que tenía que decir algo para hacer que él buscara su «para siempre» con otra persona.


—Fue solo sexo, Pedro.


—¿No fue nada más que eso para ti? —preguntó Pedro, cortante.


Su tono le daba ganas de llorar. Le tembló la boca y sintió el ardor de unas lágrimas en los ojos.


—Sí.


Hizo todo lo posible para sonar convincente. Como la miraba de forma fija, ella se dio la vuelta.


—Creo que debes irte.


«No voy a llorar. No voy a llorar».


—¿Paula?


—Vete ya.


No se dio la vuelta. No podía. Si veía el dolor en sus ojos, él se daría cuenta de que le importaba, y seguiría intentándolo.


Paula contuvo la respiración hasta que lo oyó salir de la habitación. Luego se dejó caer en su cama porque sus piernas simplemente no podían sostenerla por más tiempo. 


El ruido de la puerta de su apartamento abriéndose y cerrándose desató la catarata de lágrimas que había estado conteniendo.


¿Por qué? ¿Por qué no le alcanzaba con lo que tenían para ser feliz? Decir que lo lamentaba no bastaba para describir el mar de dolor en que se vio sumergida. Había hecho bien en dejarlo libre. Habría llegado a odiarla si lo ataba. Pero, ¡oh, Dios, cómo dolía! Como si hubiera dejado pasar algo que solo se daba una vez en la vida.






NO EXACTAMENTE: CAPITULO 27





Pedro colocó a Damy en la cama y lo cubrió con una sábana. Paula le dio un beso a su hijo y salió de la habitación.


Eran las tres de la mañana.


—No sé cómo voy a hacer para agradecerte todo esto.


—Ya lo has hecho, Paula.


Pedro le echó una mirada a la sala de estar.


—Voy a descansar aquí en el sofá.


—No hace falta. Estoy segura de que Damy estará bien ahora. El médico piensa que dormirá hasta la mañana sin problema.


Pedro se sentó en el sofá y se quitó los zapatos.


—Si no te importa, me quedo. Me ahorrará la molestia de tener que irme y regresar si hiciera falta.


Paula lo miró como si fuera a discutir con él, pero luego sacudió la cabeza.


—Vale. El sofá se hace cama.


—Estaré bien en el sofá.


Paula desapareció durante unos minutos y regresó con una almohada y una manta.


—¿Estás seguro?


Se quitó la chaqueta y le guiñó un ojo.


—Afirmativo.


—Está bien —le dijo ella—. Buenas noches.


—Buenas noches, cariño.


Paula sonrió antes de darse la vuelta y dirigirse hacia su dormitorio. Pedro tiró la almohada en un extremo del sofá y desplegó la manta. Como estaba demasiado acelerado para acostarse, se quedó sentado allí durante unos minutos, escuchando los pasos de Paula en su habitación.


El árbol de Navidad estaba casi tan desnudo como la semana anterior. Eso estaba mal. El exuberante árbol que había en su suite del último piso del Alfonso era lo que Paula y Damy merecían. Estaba empezando a olvidar por qué seguía haciéndose pasar por un pobre soñador. Todas sus verdades a medias y mentiras flagrantes se le estaban yendo de las manos.


Esa noche, mientras Paula dormía en sus brazos y Damian dormitaba en la camilla, Pedro se dio cuenta de lo enamorado que estaba de ella. De ambos. Todos los indicios del enamoramiento estaban allí. Por alguna extraña razón, utilizar la palabra AMOR no le preocupaba en lo más mínimo. Tal vez con otra mujer se sentiría encerrado, atrapado, pero no con Paula. La forma en que lo miraba, cómo lo llamaba cuando lo necesitaba. Ella se reía de sus chistes y lo escuchaba cuando necesitaba hablar. El suave balanceo de sus caderas y el movimiento de su pelo lo hacían explotar de deseo. Justo en ese momento, Pedro la oyó moverse de un lado a otro en su cama en la otra habitación. Simplemente debía entrar allí y decirle la verdad.


«Paula —le diría—, toda mi vida, todo lo que he querido es una mujer que me quiera por mí. Por quien soy yo y no por mi nombre o el dinero que gano. Entonces entré en ese restaurante, y me dejaste sin aliento. Tenía que saber que me amarías por mí. No puedo dejar que sigas pensando que soy un soñador que no podría hacerte feliz si me dieras la oportunidad».


¿Tan terribles podrían ser esas palabras? A él le sonaban bien, y había estado fantaseando con decirlas durante semanas. Pedro oyó el chillido de los resortes de su somier y se puso de pie. Acabaría con eso.


Sin embargo, cuanto más se acercaba a la puerta del dormitorio, más se le retorcía el estómago. La puerta estaba abierta. Probablemente para que pudiera oír a Damian si la llamaba.


Se movió en la cama y comenzó a golpear la almohada. 


Pedro la observó hacerlo un par de veces y sonrió. Por lo menos, no era el único que tenía problemas para dormir. 


Paula se movió de nuevo y luego se quitó las mantas.


—Maldita sea —susurró.


—¿No te puedes dormir? —preguntó en voz baja.


Ella se volvió y lo vio de pie en la puerta. Encendió una lámpara de noche que iluminó la habitación con un leve resplandor.


—Esto es una locura —susurró.


Movió las mantas, revelando una camiseta larga con un muñeco de nieve comiéndose su nariz. El dibujo le resultó inexplicablemente sexy. Por otra parte, la forma en que Paula se incorporó en la cama y su mirada sensual cuando se acercó a él le hicieron perder la razón. El pensamiento racional desapareció al tiempo que se le aceleraba el pulso.


Estaban parados, cuerpo a cuerpo, Paula lo llevó a su habitación y cerró la puerta tras de sí. Pedro había ido allí para decirle algo, pero que no podía recordar qué.


Sus pechos turgentes se alzaban contra la figura del muñeco de nieve; sus pezones asomaban a través de la delgada tela. 


Paula comenzó a acariciarle el brazo hacia arriba y hacia abajo.


—¿Qué estás haciendo, Paula?


—Si tienes que preguntarlo, estoy perdiendo mi talento —dijo con una sonrisa.


¿No había utilizado una frase similar hace poco tiempo?


—Pero tú no… —Lo hizo callar colocando un dedo sobre sus labios.


—Basta de hablar. He hablado hasta por los codos. Quiero sentir, Pedro.


Dio un paso atrás, cruzó los brazos por encima de sus hombros y se quitó el camisón.


Se quedó parada allí, vestida con unas bragas de encaje de color rosa y nada más. La seducción de su mirada disparó una flecha certera hasta la ingle de Pedro, cuyo corazón comenzó a cantar aleluya.


La piel de porcelana de Paula se hundía y se hinchaba en todos los lugares correctos. Pedro se sentía encandilado al estar a su lado de esa manera. Pedro estiró la mano y le tocó suavemente el hombro, luego la deslizó por su brazo.


Vio cómo sus dedos dibujaban sobre aquella piel y notó que Paula temblaba visiblemente cuando la tocaba.


Pedro sintió como si hubiera esperado toda una vida para tocarla, para saborearla.


Aquellos dos besos no habían saciado nada y lo habían encendido todo. Sus dedos se detuvieron en el codo antes de llegar a su cintura. Abrió la mano para tocar la mayor superficie posible de su piel, pero aún no era suficiente. Pedro dejó que su otra mano siguiera la curva de sus suaves y acogedoras caderas. Sus brazos se erizaron de emoción. 


Cuando Paula contuvo un sofocado jadeo del placer, Pedro miró sus ojos color avellana, que se oscurecían cuando estaba excitada como ahora. Ella siguió disfrutando del contacto de sus manos y sin pedir nada.


Su boca se abrió cuando la mano siguió la curva de su cintura y tocó la parte de abajo de su generoso pecho con los nudillos. Sus pezones se endurecieron, transformándose en desesperados guijarros de carne que suplicaban ser tocados.


—Quiero ser todo para ti —se encontró diciendo.


Paula llevó las manos hasta su camisa y desabrochó lentamente los botones. Con las manos temblorosas, se las arregló para empujar el último círculo de plástico a través del ojal y quitarle la camisa, que cayó a sus pies.


Las manos de Paula se posaron sobre su pecho y los dedos se enterraron en la fina capa de vello que lo cubría. Un tentador pulgar le frotó el pezón, estimulando múltiples terminaciones nerviosas que habían estado inactivas por demasiado tiempo.


Ni siquiera se habían besado y su erección ya se tensaba contra sus pantalones.


No importaba cuánto la deseara, él no apresuraría este momento. No, este era un momento para explorar, sentir, tocar, probar y experimentarlo con todo su ser.


Pedro inclinó la cabeza, apretó los labios contra el cuello de Paula y sintió su pulso que latía con fuerza. Mordisqueó, lamió y besó hasta llegar a su clavícula. Entonces, el cuerpo de Paula se amoldó al suyo.


Pedro la envolvió en sus brazos. Sus labios se despegaron de aquella dulce piel y encontraron la boca de Paula, que gimió mientras la besaba, pero no hizo ningún movimiento para acelerar el momento. Era como si se hubieran puesto de acuerdo en no apresurarse, en hacer el amor lentamente, profundamente.


Sus labios eran suaves, sabrosos. La boca de Pedro se quedó en la de ella, explorando primero con los labios, aprendiendo acerca de cada curva, cada movimiento que la hacía gemir. Después, le ofreció algo más profundo y acopló su lengua con la de ella. Unas uñas, las de ella, se clavaron en su espalda al tiempo que se apretaba contra él. Sus pechos se aplastaron contra él y ella cedió al placer, dejándose poseer por su boca desesperada. El calor aumentaba, y Paula comenzó a derretirse en sus brazos.


Pedro la empujó hacia atrás, hacia la cama, y se dejó caer sobre el colchón detrás de ella. Las manos de Paula quedaron libres para vagar por la superficie de su carne, y lo hicieron con trazos largos, audaces, por la espalda y por encima de su trasero y sus piernas enfundados en los pantalones vaqueros. Si no estuviera vestido, ya estaría dentro de ella. Era mejor quedarse con los pantalones puestos mientras pudiera soportar la perversa tortura de su tacto.



Paula estaba en llamas. El peso de Pedro presionándola contra la cama era tan agradable como esas manos recorriendo sus caderas, más allá de sus bragas y bajando hacia sus muslos. Sus labios eran armas letales; la lengua, la munición que amenazaba con echar por tierra cada una de sus barreras autoimpuestas.


La besó hasta dejarla sin aliento y luego bajó para besar su cuello, su hombro. Sus manos sostuvieron sus pechos tensos, y una ola de deseo viajó hasta el vientre de Paula y se detuvo en su entrepierna.


Ella levantó la pierna y la puso encima de la de él hasta que la rodilla de Pedro se asentó firmemente contra su cuerpo. 


Era tan delicioso tenerlo en sus brazos. La idea de detenerse ni siquiera se le pasaba por la mente. Solo el deseo de sentir cómo la tocaba por todas partes gobernaba sus pensamientos.


Cuando la boca de Pedro tocó su pezón, Paula se arqueó, empujando sus caderas hacia arriba y contra la entrepierna de Pedro. Ese leve movimiento y ese roce, esa conexión, había que repetirla.


Lo deseaba tan desesperadamente, pero tenía tan poco interés en apurar las cosas como él. Paula deslizó su mano hacia abajo por el muslo de Pedro y subió por entre sus piernas. Pedro se rio encima de su pecho.


—Ahora te ríes —dijo mientras inclinaba descaradamente sus caderas hacia la pierna de él—. Sé lo que estás haciendo.


—¿Lo sabes?


—Retrasando mi placer, vengándote por todas las veces que te he negado lo que querías.


Él le pellizcó el pecho, y las palabras se desvanecieron de su boca y de su mente.


—Lo estoy retrasando, sí, pero no para vengarme de nada… sino por el propio placer —dijo él.


Su mano se deslizó por su estómago tenso y jugueteó con el borde de sus bragas. Ella contuvo el aliento, esperando. 


Cuando sentía que Pedro vacilaba, Paula abría los ojos y lo encontraba mirándola. Las manchas plateadas de sus ojos brillaban en la penumbra de la habitación. Pedro deslizó los dedos entre el encaje y la piel, buscando lentamente su núcleo húmedo, palpitante. No había manera de mantener los ojos abiertos cuando la hizo abrirse al placer. Había pasado tanto tiempo desde que alguien la había tocado, y si era sincera consigo misma, nadie había jamás satisfecho sus necesidades de ese modo.


La mano de Pedro se movía junto con las caderas de Paula. 


Su respiración se volvió superficial, mientras su cuerpo comenzaba a estirarse y a ponerse rígido. Lentamente, Pedro desaceleró la creciente ola de éxtasis, dejando solo frustración.


—Eres incorregible, Pedro Mas.


—Todo le llega al que sabe esperar —dijo.


¿Esperar? ¿Aún no habían esperado lo suficiente? «Ya verás».


Con una sonrisa, Paula pasó la mano por la entrepierna de Pedro. Sus dedos rozaron el interior de la cintura de su pantalón hasta que notó que el botón cedía.


—¡Oh, no! —dijo Pedro, gimiendo, cuando ella rozó el contorno de su erección a través de sus pantalones vaqueros. —Estoy de lleno en problemas, ¿verdad?


Paula lo empujó hacia atrás y se inclinó sobre él para intentar algo distinto.


—Una catarata de problemas, vaquero.


Esos hoyuelos sexis que tenía asomaban a través de su sonrisa mientras una de sus manos se dirigía a su rostro y le acariciaba la mejilla.


—Puedo lidiar con eso —dijo.


«Ya lo veremos».


Paula se tomó su tiempo para desabrochar la hilera de botones que mantenían abrochados sus pantalones. Se mantuvo deliberadamente alejada de la parte más caliente de su cuerpo cuando le bajó los pantalones hasta las caderas.


Pedro se incorporó y terminó de quitarse los vaqueros. Una vez que su cuerpo estuvo libre de ellos, volvió a su lugar, con una sonrisa y los ojos muy abiertos.


«Usa boxers», pensó Paula, mientras acariciaba sus caderas y sus nalgas antes de pasar al otro lado, evitando deliberadamente tocar su impresionante protuberancia. Se inclinó, apretó sus labios contra los de él y, en un abrir y cerrar de ojos, se entregó a su inquisitiva lengua.


La mano de Pedro volvió a su cintura y la atrajo hacia él. Su pierna se colocó entre las suyas, ahora era el turno de Pedro de montarse sobre su vientre. Moviéndose más rápido, Paula sonrió mientras él la besaba y metió la mano entre sus cuerpos para atraparlo en el hueco de sus manos, a través de la tela de algodón de sus calzoncillos.


Despegando sus labios de los de ella, dijo entre dientes:


—Maldita sea, cariño, esto va a ser demasiado rápido si continúas haciendo eso.


Paula le metió la mano por la bragueta y lo sostuvo firmemente.


—Todo le llega al que sabe esperar —repitió, haciéndole burla.


Algo explotó dentro de Pedro y, en un suspiro, Paula quedó atrapada debajo de él. Pedro le sostuvo las muñecas, manteniéndola a distancia. La besó con fuerza, Paula nunca, en toda su vida, había tenido tanta consciencia del hombre con el que estaba.


Temblando de deseo, Pedro le soltó las manos, se inclinó y retiró el pedazo de encaje de entre sus piernas.


Se levantó de la cama, tiró sus calzoncillos junto a las bragas de ella y recuperó sus vaqueros. De su billetera, sacó un condón y se lo puso rápidamente. Hasta ese gesto fue endiabladamente sexy.


Cuando regresó, Paula se abrió para él, acunándolo entre sus piernas. Él se inclinó y la besó suavemente, la punta de su erección se deslizó contra ella, íntimamente, jugando.


Ninguno de los dos podía soportar la espera por más tiempo.


Paula pasó la mano por su torso, sus caderas, y luego por la parte de adelante, para ponerlo en posición.


Se miraron, con los ojos muy abiertos, mientras él comenzaba a poseerla lentamente, satisfaciéndola poco a poco.


El cuerpo de Paula se agitó, como si despertara; tras estar dormido por tanto tiempo, sabía que su interior lo apretaría fuerte.


—Dios —jadeó una vez que estuvo completamente dentro.


Saciada y aún hambrienta, Paula esperó a que Pedro recuperara el aliento antes de comenzar a mecerse contra él. Pedro encontró sus labios y la besó, empezaron a moverse y su cuerpo se tensó alrededor de él. 


Ambos respiraban con dificultad, esforzándose por alcanzar la meta del placer. La sensación de él deslizándose contra ella, elevándola más alto con cada movimiento, la ponía en la gloria.


Ella levantó las piernas y abrazó su cintura, y él comenzó a acariciarla con precisión, una y otra vez.


—Sí —dijo ella en un susurro áspero.


Estaba tan cerca de explotar, tan cerca, y después, quedó allí, ahogando su gemido en el hombro de Pedro y sintiendo el espasmo de su cuerpo alrededor del de él. Aquello drenó cada una de las terminaciones nerviosas que habían estado inactivas durante mucho tiempo.


Pedro se deslizó sobre ella, prolongando su orgasmo, hasta que recuperó el aliento y comenzó a moverse más rápido.


—Paula —gritó cuando llegó al clímax y sus movimientos se hicieron más lentos, más largos, hasta que se derrumbó encima de ella.


Glorioso. No había otra manera de describir su unión. Ella lo abrazó y se olvidó del pensamiento racional. Solo existía el ahora. El resplandor que había dejado su amor. Pedro se acostó a su lado y la llevó contra él.



Paula entrelazó sus dedos con los de él y cerró los ojos. 


Quería decir algo, pero no le salían las palabras, entonces, optó por el silencio y la calidez de Pedro, y en ese abrazo se quedaron dormidos.