domingo, 1 de marzo de 2015

¿ME QUIERES? : CAPITULO 17




Cuando Pedro regresó al apartamento que Omar tenía en Knightsbridge sintió que el impacto de lo sucedido aquella noche iba a hacerle estallar la cabeza. Había pasado de soltero a futuro padre en un segundo, y ahora iba a casarse.


Casarse. Ser padre era lo primero que se sentía incapaz de hacer, y ser marido lo segundo. Y no había empezado con buen pie precisamente, ¿verdad? Pero se había enfadado mucho con Paula, con sus planes y sus esquemas. Iba a tener un hijo suyo y, sin embargo, le consideraba un accesorio. Un inconveniente pasajero. Un donante de esperma que solo necesitaba durante un corto espacio de tiempo para evitar el escándalo.


Eso le enfurecía. Y sí, también le dolía de un modo que le sorprendió. Sabía que no iba a ser un buen padre por una cuestión genética, pero Paula lo había dado por hecho sin ninguna evidencia.


Pedro entró en el ascensor privado. No estaba acostumbrado a no tener el control de la situación. Él era el que tomaba las decisiones, el que hacía que las cosas ocurrieran. No era un accesorio, y desde luego no pensaba ser un marido de adorno solo para complacerla. Porque aquella noche, cuando Paula reapareció de forma tan brusca en su vida, se había dado cuenta de que todavía la deseaba. 


Un breve roce de su piel en la calle, el aroma de su dulce perfume, y se había puesto duro como una roca. Ella había logrado en dos segundos lo que ninguna mujer había conseguido desde que volvió de la isla. Si iba a casarse con ella, entonces lo disfrutaría.


Pedro se quedó paralizado cuando se abrieron las puertas del ascensor al llegar al vestíbulo del apartamento.


Se escuchaba la televisión del salón, lo que significaba que Omar estaba allí. Desde que él había vuelto a Londres, su padre se pasaba mucho por allí, casi como si le echara de menos. Su relación nunca había sido de padre-hijo, pero desde que volvió a Londres, estaba decidido a dejar atrás la ira que sentía hacia su padre.


No siempre era fácil, pero cada vez iba mejor. Pedro había pensado quedarse en uno de sus hoteles hasta que encontrara una casa que comprar, pero Omar insistió en que se quedara en el apartamento ya que él apenas lo usaba ya. Pedro quiso negarse, pero al ver la expresión esperanzada de su padre fue incapaz de hacerlo.


–Te ha echado de menos, Pedro–le había dicho Alicia.


–¿Te lo ha dicho él? –le espetó su hermano.



Ella negó con la cabeza. Era la buena de la familia, la dulce, la que había tratado de mantener la paz entre todos.



–No con esas palabras. Pero es la verdad. Desde que dijiste que ibas a volver, no habla de otra cosa.



Pedro suspiró. Omar no era un mal hombre; solo era impulsivo e irresponsable.


La última persona con la que le apetecía tratar aquella noche era con él, pero dejó la chaqueta en el respaldo de una silla y se dirigió hacia el salón. Omar estaba viendo un partido de fútbol y bebiendo cerveza, gritando cuando su jugador favorito hizo un buen lanzamiento. El balón rozó el palo de la portería y Omar soltó una palabrota.


–Hola, Pedro –dijo alzando la vista cuando la sombra de su hijo cruzó la habitación.


Pedro se metió las manos en los bolsillos.


–Hola, papá.


–¿Qué pasa, muchacho? –preguntó Omar quitando el volumen del televisor al mirarle.


Pedro no le sorprendió que se le notara el conflicto que tenía. Lo que sí le sorprendió fue que Omar le preguntara.


Quería decirle que sí, que le ayudara a solucionar aquello. 


Que le dijera algo que le sirviera.


–Nada que no pueda solucionar –respondió en cambio.


Había aprendido hacía mucho tiempo a no contar con el consejo de Omar. Tenía buena intención, pero poca visión. 


Como cuando se levantó en la fiesta de anuncio de compromiso de Alicia y la felicitó por haber atrapado a un príncipe rico. Desde luego, aquel no fue su mejor momento.
Omar se encogió de hombros.


–Siempre has sido un chico listo. Has salido a tu madre. Estoy muy orgulloso de ti, ¿lo sabías?


Pedro sintió una punzada de dolor ante la mención de su madre. Omar se había disculpado mucho tiempo atrás por haber dejado que su madre le criara sola, pero todavía le dolía que la mencionara.


–Sí, gracias.


Su padre alzó la vista otra vez y arrugó la frente.


–¿Quieres que me vaya?


Sí quería. Y al mismo tiempo no.


–Si no quieres, no.


Omar se reclinó en el sofá y le dio otro sorbo a su cerveza.


–Chantelle ha invitado a sus amigas a casa esta noche y no quería estar ahí. Las mujeres pueden ser diabólicas cuando se juntan, te lo aseguro.


Pedro entró en la cocina y sacó una cerveza para él de la nevera antes de volver a sentarse al lado de Omar. El partido continuó, y su padre animaba o maldecía en función de las jugadas.


Pedro se tomó la cerveza sintiéndose triste. ¿Por qué no le había dicho a su padre que se fuera?


–¿Por qué te casaste? –le preguntó cuando hubo una pausa en el partido.


Omar volvió a quitar el sonido y se giró para mirarle como si tuviera monos en la cara.


–¿Cuál de las veces?


–Cualquiera de ellas.


Omar dejó escapar un suspiro.


–Supongo que me parecía que era lo que tenía que hacer.


–¿Has estado alguna vez enamorado?


Omar compuso una mueca.


–Todas las veces, hijo mío.


Pedro sintió una punzada en el estómago.


–¿Cómo es posible?


Su padre se encogió de hombros.


–No lo sé. ¿A qué viene esto?


Pedro apoyó la cabeza en el respaldo del sofá y cerró los ojos. ¿Qué más daba? De todas formas no tardaría mucho en salir en los periódicos.


–Voy a casarme –dijo con sequedad.


–No pareces muy contento.


–No sé cómo sentirme.


–¿Está embarazada?


–Sí.


Omar soltó un silbido entre los dientes.


–Entonces es lo que debes hacer –se puso de pie y le puso una mano en el hombro–. Todo saldrá bien, ya lo verás.


–Seguro que sí –dijo Pedro, lamentando extrañamente que su padre no tuviera nada más que decir. Nunca habría pensado que un día desearía su consejo.


Omar le apretó un poco el hombro, como si quisiera decir algo más, pero luego apartó la mano y Pedro escuchó sus pasos al alejarse.


Unos instantes más tarde se cerraron las puertas del ascensor y supo que Omar se había ido. Sacó el móvil y se quedó mirando la pantalla largo rato antes de pulsar los contactos. Tenía que contárselo a Alicia antes de que lo leyera en la prensa. Pero no podía soportar la idea de hablar con alguien más aquella noche, así que le puso un mensaje.


Me voy a casar. Con Paula Chaves. Solo quería que lo supieras. Los periódicos van a hacer su agosto.


Dejó el teléfono un instante y en seguida emitió un sonido.


¡Vaya! Por lo que veo en la isla pasaron más cosas de las que contaste. Felicidades. Supongo. Por favor, dime que estás contento.


Pedro vaciló un instante antes de escribir la respuesta que sabía que Alicia necesitaba leer, tanto si era verdad como si no: No te preocupes, Alicia. Estoy contento.




¿ME QUIERES? : CAPITULO 16




Pedro no dijo nada y Paula se preguntó si la habría oído. 


Parecía muy distante. Y tan guapo y viril que sintió ganas de llorar. Llevaba puesto un traje oscuro hecho a medida, por supuesto. No llevaba corbata, sino una camisa azul oscura abierta en el cuello. Tenía aspecto de seductor, pensó con amargura. Pero su rostro atribulado no era el de un playboy.


Jugueteó con el vasito de cristal que tenía en la mano y se lo quedó mirando antes de apurar el contenido.


–¿Me estás pidiendo que me case contigo, dulce Paula? –le preguntó en voz baja.


Ella tragó saliva.


–Sí –era la mejor manera, la única, de proteger a su hijo. 


Había pensado mucho en ello durante el vuelo y sabía que era lo correcto–. Pero no te preocupes, no será una atadura –continuó–. Será un matrimonio pasajero.


Pedro arqueó una de sus oscuras cejas.


–¿Pasajero?


Paula percibió la frialdad en su tono, el desdén, pero aun así continuó.


–Es lo más lógico. Nos casamos para darle un apellido a nuestro hijo –se humedeció los labios–. Para evitar el escándalo. Y… y luego nos divorciamos cuando nazca el niño. Es la solución perfecta.


–Por supuesto –dijo Pedro con frialdad.


Ella se retorció los dedos y se dio cuenta de que eso le hacía parecer insegura. Hizo un esfuerzo por parar. Por quitarse con calma el impermeable y dejarlo en el respaldo del sofá de cuero. Por sentase en él y apoyarse contra los cojines.
Por levantar la cabeza y mirarle con lo que confiaba fuera una expresión serena.


–Me alegro de que lo veas igual que yo –dijo.


Pedro dejó el vasito en el mueble-bar y recorrió la estancia como si fuera un león enjaulado.


–¿He dicho yo eso? –su voz era tan cortante como el cristal.


Cargada de rabia contenida.


Paula se estremeció involuntariamente. Estaba cansada y el corazón le latía con fuerza contra las costillas. No había comido nada en todo el día. Quería acurrucarse y dormir durante horas, y quería levantarse con Pedro a su lado, sonriéndole mientras le apartaba el pelo de la cara y la besaba. Igual que en la isla.


–¿Tienes un plan alternativo? –le preguntó. Sonaba muy profesional, pero por dentro se estaba muriendo.


–No has pensado bien en esto, ¿verdad,Paula?


–Sí lo he hecho –afirmó ella–. He considerado las alternativas. Esta es la mejor opción.


–¿Para quién?


Paula parpadeó, momentáneamente desconcertada por la pregunta.


–Para… para nosotros. Para nuestro hijo. ¿Quieres que nazca bajo la nube del escándalo?


Pedro apretó las mandíbulas.


–Nena, creo que a ti es a la única a la que le importa eso. Hay maneras mucho peores de empezar a vivir.


Ella se llevó la mano al vientre en gesto inconsciente. Una corriente de furia desató una pequeña tormenta en su interior.


–Tú sabes por qué es importante para mí –los ojos se le llenaron de lágrimas. Las cosas se habían calmado un poco desde que Ale la abandonó un mes atrás, pero sabía que seguía siendo objeto de interés. Si le daba a la prensa un motivo de escándalo, volvería estar en los titulares.


Pedro siguió mostrándose frío y distante.


–Sé por qué es importante para ti. Pero no lo entiendo. Y no creo que hayas pensado a fondo en este asunto, Paula.


Ella resopló.


–Entonces dime qué he olvidado.


Pedro se acercó y le puso una mano a cada lado de la cabeza, atrapándola en el círculo de sus brazos. Paula sintió deseos de agacharse, pero no lo hizo para no demostrarle cuánto la alteraba. Y menos después de lo de Daniela.


Echó la cabeza hacia atrás mientras él inclinaba el rostro hasta situarlo a escasos centímetros del suyo. Paula vio el bulto de los músculos de sus antebrazos, el modo en que la tela de la camisa se le estiraba sobre el pecho.


–Estás aquí, conmigo, en una de las habitaciones de mi hotel. Te has subido a un avión y has volado a Londres para estar conmigo. No tenías programado venir, lo has hecho sin pensar.


–No ha sido así –jadeó ella.


Y sin embargo sabía que sí. Desde el momento en que vio las dos líneas rosas de la prueba de embarazo, no había pensado con claridad y coherencia. Solo supo que tenía que ver a Pedro y decirle lo que pasaba.


–Pues lo parece. Si nos casamos, y supongo que querrás que sea lo más rápidamente posible, ¿qué crees que dirán tus queridos periódicos? Sumarán dos y dos, ¿no te parece?


Paula apartó la vista.


–Es posible –y entonces, sin poder evitarlo, extendió las manos y le sujetó el rostro con dedos temblorosos acariciándole los pómulos. Le dio la impresión de que él se estremeció con su contacto pero no estaba muy segura. No tenía tiempo para asegurarse–. Pero Pedro, eso dará igual cuando nos casemos. No serán más que habladurías y nuestro bebé estará a salvo.


Pedro deslizó la mirada hacia su boca. Una descarga de puro deseo se clavó en el centro del cuerpo de Paula. A pesar del cansancio, del embarazo, del dolor y la ira de volver a verle, su cuerpo le deseaba.


Se sintió molesta consigo misma. ¿De verdad era tan débil?


Dejó caer las manos de su rostro. Pedro volvió a incorporarse y el momento pasó. Pero no había tiempo para lamentaciones. 


Necesitaba convencerle de que se casara con ella.


–Debería enviarte de vuelta a casa –murmuró él.


–Pero no lo harás –estaba segura de que no lo haría. No sabía por qué, pero lo estaba. Lo notaba en el modo en que la miraba. Tanto si le gustaba como si no, estaban juntos en aquello.


Pedro sacudió lentamente la cabeza.


–No, no lo haré. Voy a hacer algo mucho peor.


A ella le dio un vuelco al corazón. ¿Qué podía ser peor que volver a casa y enfrentarse sola a la prensa?


–Me casaré contigo, Paula –aseguró Pedro con tono pausado–. Pero no con tus condiciones, nena.


El miedo se apoderó de ella.


–No… no he puesto condiciones. Solo he dicho que sería algo pasajero.


La sonrisa de Pedro consiguió asustarla y encandilarla al mismo tiempo.


–Que sea pasajero implica que será un matrimonio falso. Y a mí no me gusta fingir. No voy a hacerlo. Así que si quieres esta boda, tendrás que compartir mi cama y mi vida hasta el final.


El terror le caló los huesos.


–Pero eso… –se detuvo y tragó saliva. Aquello no era lo que había imaginado. Había imaginado un acuerdo amable y claro que le proporcionaría a su hijo un apellido y les llevaría a ambos a actuar hacia un propósito común. Pensó incluso ingenuamente que, tras un par de semanas juntos, podrían vivir separados la mayor parte del tiempo. Sin duda la apretada agenda laboral de Pedro facilitaría las cosas.


Pero aquello… Oh, Dios.


–Eso es chantaje –dijo con un nudo en la garganta–. Sabes que no tengo más remedio que aceptar las condiciones que me pongas.


A él le brillaron los ojos.


–Siempre se puede elegir.


No si quería proteger a su hijo.


–¿Por qué me haces esto? ¿Por qué no podemos simplemente ser civilizados? No te estoy pidiendo mucho, solo que me ayudes a proteger a nuestro hijo del escándalo que sin duda se armará si no nos casamos –estaba prácticamente gritando.


Pedro permaneció impasible. La miró con frialdad.


–¿Has terminado ya?


–Por el momento sí –afirmó ella desafiante. Maldito fuera por despertar tantas emociones en ella. Por estar allí tan impávido y frío mientras ella era un cúmulo de sentimientos e inseguridades.


–¿Te has parado a pensar que tal vez estés más preocupada por ti misma que por el niño? –le preguntó Pedro–. ¿De verdad crees que dentro de cinco, diez o veinte años importará si estabas casada o no cuando diste a luz? ¿Crees que a un niño le importa más el estatus marital que un hogar feliz en el que crecer?


Paula tragó saliva al sentir una punzada de duda. ¿Estaría más preocupada por sí misma? ¿Estaba demasiado asustada como para enfrentarse sola al fuego?


Pedro, yo…


Él alzó una mano para silenciarla.


–Nos casaremos, Paula. Pero con mis condiciones. Si no quieres aceptarlas, tienes otra opción. Si no la tomas, no me culpes a mí por tu cobardía.





¿ME QUIERES? : CAPITULO 15




No había oído bien. Seguro que no. El mundo parecía ir más despacio, los sonidos del exterior del coche se distorsionaban en sus oídos. Pedro solo podía centrarse en ella, en su rostro cansado y sus ojos demasiado abiertos.


–¿Cómo? –preguntó con voz más fría de lo que era su intención.


Paula apartó la vista y se encogió de hombros.


–No lo sé. Yo… estaba tomando la píldora, pero no la tomé los dos días que estuvimos varados en la isla –dejó caer la barbilla al pecho–. Cuando volvimos debí confundirme con la dosis.


Paula jugueteó con las perlas que asomaban sobre el impermeable, las mismas que llevaba en la isla. Un gesto nervioso que él conocía ya muy bien.


Pedro solo pudo parpadear. Una corriente helada le atravesó, dejándole paralizado. Un hijo. Su hijo. No le cabía ninguna duda de que aquel niño era suyo. Ninguna.


Pero no podía ser padre. Era la última persona del mundo capacitada para serlo. ¿Y si era como Omar? ¿Y si no sabía qué hacer cuando aquel pequeño ser llegara al mundo y le necesitara?


El frío atravesó el pánico y eso acabó con su inmovilidad. 


Salió del coche con calma y le tendió la mano a Paula. Tras una breve vacilación, esta deslizó los dedos en la palma. 


Una nueva sensación se apoderó de él al sentir el contacto de su piel.


Ella no dijo nada cuando la guió al interior del hotel y atravesaron el vestíbulo hasta el ascensor de madera y bronce.


–¿Qué habitación? –preguntó mientras el ascensorista esperaba pacientemente.


–La quinientos cuatro –murmuró ella.


El ascensor se puso en marcha con velocidad sorprendente para su antigüedad y alcanzaron el quinto piso muy deprisa.


–Ya hemos llegado, señor Alfonso –dijo el ascensorista.


Pedro sacó un billete del bolsillo superior de la chaqueta y se lo puso al hombre en la mano sin fijarse de cuánto era. 


Luego acompañó a Paula hasta la puerta de su habitación. 


Ella sacó la llave de un bolsillo, la abrió, entró y Pedro hizo lo propio detrás de ella.


Embarazada.


Había una lámpara encendida en la suite que iluminaba la zona de estar. La habitación estaba decorada con antigüedades, tapizados de seda y los últimos inventos electrónicos. Pero Pedro no se fijó en ninguna de aquellas cosas. Lo único que veía era a la mujer que tenía delante.


Todavía llevaba el impermeable abotonado hasta el cuello y tenía las manos en los bolsillos. Sus ojos decían que estaba agotada y asustada.


Pedro sintió una punzada de ira. ¿Tenía miedo de él, después de lo que habían pasado juntos?


–¿Has confirmado el embarazo? –le preguntó.


No era la primera vez que una mujer aseguraba que estaba esperando un hijo suyo, aunque sí era la primera que se lo creía.


Ella alzó la cabeza y la barbilla en gesto desafiante.


–Me acabo de hacer la prueba esta mañana. Ha dado positivo.


–¿No has ido al médico?


Paula sacudió la cabeza.


–Me entró pánico. Tenía… tenía que verte.


–¿Y qué plan tienes ahora, Paula? ¿Qué quieres de mí? –sabía que sonaba duro y cruel, pero no era capaz de hacerse a la idea de que iba a tener un hijo, un niño inocente que se merecía algo más de lo que él podía darle–. Si estás pensando en poner fin al embarazo, no me opondré –añadió.


Ella abrió los ojos de par en par y se llevó la mano al vientre. 


Pedro se sintió como un imbécil.


–No –afirmó Paula–. Quiero tener este hijo.


–¿Por qué? –no pretendía ser cruel, pero tenía que saberlo.


Su madre había sido madre soltera hasta su muerte. Pedro se había preguntado muchas veces si hubiera escogido otro camino de haber sabido lo difícil que iba a ser.


–Porque sí. Porque tengo medios económicos y porque no soy tan egoísta como para negarle a este niño la oportunidad de vivir cuando tengo tanto que dar.


–No será fácil –aseguró Pedro–. Tienes que saberlo.


Ella parecía firme. Decidida. Una dama dragón.


–Soy muy consciente.


Pedro se acercó al mueble bar y se sirvió dos dedos de whisky. Necesitaba calmar el acelerado corazón, algo que le tranquilizara los nervios. Embarazada. Él siempre había sido muy cuidadoso, sin duda debido a las circunstancias de su nacimiento, algo que juró que no le sucedería a un hijo suyo. 


No supo que tenía un padre hasta que, a los diez años, perdió a su madre.


Alzó el vasito de cristal y dio un sorbo.


–Por supuesto, os apoyaré económicamente a ti y al niño –afirmó girándose hacia Paula.


No abandonaría a su hijo. Lo haría lo mejor que pudiera, aunque no sabía cómo.


–No necesitamos tu dinero –le espetó ella con la cabeza alta–. El dinero no es el problema.


Pedro sabía que todavía estaba ofendida por lo que le había dicho sobre interrumpir el embarazo, pero no había sabido qué más decir. No sabía cómo ser padre.


–No, por supuesto que no –reconoció él.


Paula venía de familia adinerada y tenía su propia herencia, igual que la madre de Pedro. Pero a su madre el dinero no la había protegido al final. Había muerto sola y le había dejado al cuidado de un padre que Pedro no sabía ni que existía. 


Fue un cambio brutal pasar de una casa a otra en cuestión de semanas, pasar de una madre cariñosa a un padre desconocido.


Pedro sabía hacia dónde se encaminaba la conversación, pero una parte de él se resistía. Le dio otro sorbo al whisky como si estuviera saboreando sus últimos momentos de libertad.


–Necesito algo más de ti –dijo ella con la voz algo quebrada–. Algo más que dinero.


Pedro temió por un instante que se pusiera de rodillas y le rogara, pero por supuesto no lo hizo. Paula alzó todavía más la cabeza. Le brillaban los ojos con determinación. Una descarga de deseo se apoderó de él, recordándole por qué la había deseado en un principio.


–¿Y de qué se trata, dulce Paula? –pero ya sabía lo que iba a decirle. La conocía.


Las palabras salieron de su boca tal y como Pedro había esperado.



–Necesito tu apellido.