jueves, 2 de julio de 2020

A TODO RIESGO: CAPITULO 58




—Me alegro de que me propusieras que saliéramos de casa. No soportaba ni un minuto más seguir encerrada —le comentó Paula a Pedro, deteniéndose para admirar una colección de ángeles de porcelana en una tienda.


—Pero lo que no te propuse es que fuéramos de compras.


—Dame un respiro, Pedro. En esta tienda me puedes vigilar tan bien como en casa. Y disfruta del espíritu navideño mientras compro algunos regalos.


Pedro revisó concienzudamente la zona antes de preguntarle:
—¿Qué estás buscando?


—No lo sé. ¿Qué le puede regalar una mujer a un duro agente del FBI? ¡Uy! —rápidamente miró a su alrededor, dándose cuenta de que solamente ella sabía que Pedro trabajaba para la agencia federal. Afortunadamente nadie más la había oído—. ¿Qué es lo que le gustaría que le regalaran a un vendedor de coches tan guapo y sexy como tú? —se corrigió.


—Una preciosa embarazada que se parezca a ti —le respondió Pedro, al oído.


—Puede que para Navidad ya no esté embarazada.


—En ese caso tendré que conformarme con una joven madre.


—Vaya. Ya casi ni me acuerdo de lo que se siente al no estar embarazada.


—Yo te refrescaré el recuerdo en unos pocos días.


—Ocho, sí el bebé nace cuando tiene que nacer.


—Termina con las compras. Y date prisa, por favor.


—Relájate. Tú eres el único hombre de la tienda —se detuvo para hojear unos libros.


Su atención se vio atraída por uno de ellos, en cuya portada aparecía la foto de una mujer meciendo a un bebé en sus brazos, frente a un árbol de Navidad hermosamente decorado.
Colocó el libro en su lugar y, nada más volverse, casi se dio de bruces con Lautaro Collier, vestido de uniforme.


—Hey, no sabía que estabas ahí.


—Hola, Paula—al ver que miraba a su alrededor, añadió—: Si estás buscando a tu novio, está justo detrás de ti, vigilándonos como si fuera un perro de presa. Supongo que se quedará aquí a pasar las navidades.


—Tal vez. No es seguro —respondió.


—Y supongo también que no habrás vuelto a tener ningún problema en El Palo del Pelícano, ¿verdad?


—No. Ni uno solo —era extraño, pero Paula tuvo la sensación de que lo disgustaba su respuesta.


—Me alegro de saberlo. Pero tienes que tener mucho cuidado. Esa casa es tan vieja como grande. Con todas esas escaleras. Y esos balcones. No sería tan raro que tuvieras una mala caída.


Su tono sonaba casi siniestro, pero Paula pensó que probablemente se debía a su propia susceptibilidad. Jugar al escondite con un asesino solía provocar esos efectos.


—Estaré perfectamente —pronunció con una seguridad que distaba mucho de sentir.


—Eso espero. Si yo fuera tú, sería cuidadoso con las compañías.


—¿Te refieres a Pedro?


—A Pedro o a quien sea. Las personas no son siempre lo que parecen. Bueno, tengo que irme. Estoy de ronda por el centro comercial, y a la gente le gusta verme entrar en cada tienda. La presencia de un agente del orden siempre proporciona seguridad.


Sus palabras siguieron resonando en la mente de Paula una vez que se hubo marchado. Casi parecía como si supiera mucho más de lo que había dicho, con aquella referencia a los balcones de la casa. Como si desconfiara de Pedro. Tampoco lo culpaba. Un antiguo compañero de universidad aparecía de repente y se quedaba a vivir con una mujer que estaba embarazada de ocho meses: eso debía de resultar sospechoso a mucha gente.


—Pareces preocupada —le comentó Pedro, acercándosele—. ¿Es por algo que te haya dicho tu amigo el policía?


—No. Simplemente estoy cansada. Salgamos ya.


—Bien. Comprendo tu necesidad de salir de casa, pero no la de ir de compras. Este lugar parece bastante seguro, pero me siento mucho mejor cuando puedo controlar todas las variables.


—A la orden, señor —le hizo un formal saludo con la mano y se disponía a tomarlo del brazo cuando sonó su teléfono móvil. Se lo sacó de un bolsillo y aceptó la llamada—. ¿Diga?


—Paula, soy Joaquin. ¿Estás bien?


—Por supuesto. ¿Por qué me lo preguntas?


—Hace unos pocos minutos recibí una llamada muy extraña. Sonaba a un tipo mayor. Me dijo que era tu abuelo y que necesitaba urgentemente ponerse en contacto contigo.


—Mi abuelo falleció hace años. Murió aquí, en Orange Beach.


—Eso es lo que yo pensé. Quería tu número de teléfono pero no se lo di.


—¿Te dio su nombre y su número?


—Iba a pedírselo, pero se interrumpió la comunicación. Supuse que volvería a llamar, pero no lo hizo.


—Si lo hace, llámame enseguida.


—Lo haré.


Terminaron con una breve conversación acerca de algunos temas de negocios y Paula colgó.


Pedro la guio hacia la salida.


—Era Joaquin, ¿no?


—Sí. Al parecer alguien lo llamó con intención de ponerse en contacto conmigo. Y diciendo que era mi abuelo.


Frunció el ceño, preocupado.


—Salgamos de aquí. Ya me contarás todos los detalles en el coche.


Uno de los empleados lo llamó justo cuando abría la puerta.


—¡Espere! ¡Su paquete!


Pedro le dio las gracias y guardó el paquete en el coche, muy serio. Paula terminó de explicarle el mensaje que había recibido de Joaquin.


—Tiene que ser la llamada de un trastornado, Pedro. ¿Qué puede ser si no? No pudo haber sido el hombre que ha estado intentando matarme —reflexionó—. Él sabe dónde estoy.


Pedro golpeó el volante con el puño.


—¡Ojalá Joaquin hubiera conseguido el nombre!


—Lo hará si vuelve a llamar —Paula intentó sacarse aquella llamada de la cabeza mientras regresaban a casa para pasar otra tarde en la cúpula, intentando desentrañar un rompecabezas que parecía imposible de resolver. Comenzaba a sentirse un poco mareada. O quizá fuera el hambre, que volvía a asaltarla de nuevo—. Para un momento en la tienda de alimentación. Me gustaría comprar algo de comida para casa. Y unas galletas para llevárselas a Florencia. Parecía tan deprimida después de la discusión que tuvo con su hijo…


—Sí, ese Leo no es precisamente un encanto, y menos con su madre. Casi parecía una persona diferente de la que vino a arreglarte el grifo el otro día.


—Sospecho que esta mañana le pasaba algo. Florencia me confesó que tenía problemas con drogas. Hace tres meses que salió de una cura de desintoxicación.


—¿A qué droga es adicto?


—Alcohol mezclado con cocaína. Estuvo limpio por un tiempo, pero ella está segura de que ha recaído de nuevo.


—Le estuvo pidiendo dinero a Mateo antes de marcharse esta mañana.


—Supongo que fue una suerte que no me robara nada el otro día en la casa, cuando fue a reparar el grifo. O, al menos, yo no me di cuenta de ello.


Pedro aparcó delante de la tienda y entraron en la tienda. Paula sentía mucha lastima por Florencia: las galletas serían un pobre consuelo, pero necesitaba hacer algo por ella, demostrarle su solidaridad con un gesto.


La casa Shelby estaba a unos cincuenta metros de la autopista, y se accedía a ella por una polvorienta carretera llena de baches. El viejo coche de Florencia estaba aparcado en un lateral, detrás de la camioneta de Leo. Pedro aparcó justo detrás del coche.


Pedro no esperaba que Leo le diera problemas, pero de todas formas estaba preparado para cualquier eventualidad. Florencia no tardó en abrir la puerta.


—Estuvimos en la tienda y se me ocurrió comprarte estas galletas —le explicó Paula, sonriente, tendiéndole la bolsa de papel.


—Eres tan atenta y encantadora como tu abuela. Muchísimas gracias. ¿Queréis entrar? Prepararé un café.


—Gracias, pero yo prefiero agua mineral. Ya he agotado mi ración diaria de cafeína.


—Yo jamás rechazaría un café —terció Pedro, entrando después que Paula.


—Disculpad por el ruido —se excusó Florencia mientras pasaban por el salón de camino a la cocina—. Leo siempre pone la música a todo volumen. De día y de noche. La misma música una y otra vez. Pero prefiero que esté aquí que en la calle.


—Debería sugerirle que se pusiera unos cascos —le sugirió Pedro—. En beneficio de sus oídos.


—Es difícil conseguir que Leo haga nada —sacó unas tazas del armario—. Se pone los cascos solo cuando quiere.


Leonardo Shelby. Problemas con las drogas. Sin dinero. ¿Podría ser él el autor de los atentados contra Paula? Era posible. Pedro observó detenidamente la habitación mientras escuchaba a medias a Paula y a Florencia charlar sobre las navidades. Finalmente, el tema de la conversación se centró en Leo. Su madre estaba muy preocupada por él, y con razón.


Pedro se dijo que aquella era exactamente la oportunidad que había estado buscando. Si pudiera hablar con Leo, quizá fuera posible sonsacarle algo.


—Yo puedo hablar con él. Tengo alguna experiencia con chicos que han intentado dejar las drogas.


—Dudo que quiera venir a la cocina —repuso Florencia—. Antes solía respetar mis deseos, habría hecho cualquier cosa que yo le hubiese pedido, pero ahora…


—Permítame entonces que vaya yo a verlo a su habitación.


—Como quieras. Es la del fondo del pasillo. Sigue el ruido. No puedes perderte.


Llegó al final del pasillo y llamó a la puerta. No hubo respuesta.


—Soy Pedro Alfonso, el amigo de Paula. Me gustaría hablar un momento contigo, si no te importa —seguía sin haber respuesta. Giró el pomo de la puerta. No estaba cerrada con llave—. ¿Puedo entrar?


Silencio. Pedro no necesitaba más invitación. Y en el momento en que abrió la puerta y vio el arma, comprendió por qué Leo se había quedado callado.



A TODO RIESGO: CAPITULO 57





Pedro se acercó a la esquina de la terraza, siguiendo a Leo con la mirada. Aquel chico se estaba metiendo en problemas, si no lo estaba ya. Si seguía así, acabaría muerto o en la cárcel. 


Cuando todo terminara, con mucho gusto se ofrecería a hablar con él para intentar ayudarlo. 


Vio que se detenía debajo de la escalera en la que estaba trabajando Mateo Cox, que bajó para saludarlo. Parecían tener la misma edad, aunque Mateo era mucho más robusto. No podía oír lo que estaban diciendo.


De repente Mateo sacó su cartera y le entregó unos cuantos billetes. Leo le había dicho a su madre que, de una manera u otra, conseguiría el dinero. Pedirlo era mucho más seguro que otras formas de conseguirlo pero, si el chico estaba metido en asuntos de drogas, tal vez había recurrido ya a métodos más expeditivos.


Maldijo entre dientes. Ese sería el tipo ideal que Marcos Caraway reclutaría si andaba buscando a alguien que le hiciera el trabajo sucio.


Sí, Leo habría constituido la elección perfecta, y Marcos habría podido contactarlo fácilmente en los círculos del mundo de la droga. Había otras piezas que también encajaban. Leo tenía acceso a la casa. Pudo haber serrado la barandilla de la terraza en la que Paula estuvo a punto de matarse. Pudo haberlo hecho el día en que volvieron a casa y se lo encontraron fuera, esperando para entrar y arreglar el grifo roto. O pudo haberlo hecho incluso antes de que Paula llegara a Orange Beach.


Eso también explicaría lo del dinero que, según le había asegurado a su madre, iba a recibir pronto. Lo conseguiría cuando hubiera rematado con éxito su trabajo. Ya tenía una pista.





A TODO RIESGO: CAPITULO 56



Paula seguía escribiendo notas en su cuaderno. Había trabajado como una posesa desde que se levantó de la cama aquella mañana, sumergiéndose en una frenética actividad. Por tres veces una voz interior la había interrumpido para recordarle que no había escape alguno para sus sentimientos, pero la había desoído para ocuparse de otra hoja de cálculo o de otro informe financiero.


En aquel instante se sentía cansada, y estaba sucumbiendo a la avalancha de emociones que la había estado atormentando durante los últimos días. Varias imágenes asaltaban su mente: se veía a sí misma meciendo a una preciosa niña, dándola de mamar, vistiéndola.


El anhelo era tan abrumador como siempre. No tenía sentido negarlo. Pero aun así… ¿cómo podría quedarse con el bebé? En su trabajo se sentía valorada, necesitada. Pero su trabajo era exigente, consumía una gran cantidad de su tiempo, le imponía viajar. Ella no tenía nada que ofrecerle a un bebé. Con toda seguridad fracasaría en su papel de madre, como le había pasado a Mariana.


Empezaron a temblarle las manos y cerró el cuaderno. Las demás mujeres no se ponían histéricas solo de pensar en la simple posibilidad de convertirse en madres. ¿Qué le sucedía a ella para que tuviera tantísimo miedo de intentarlo? Eso mismo le había ocurrido cuando ya tenía un pie puesto en el altar y cortó su relación con Joaquin. Suspiró y escondió las manos en el regazo para disimular su temblor cuando oyó acercarse a Pedro.


—¿Vas a seguir dirigiendo la empresa desde el hospital?


—No estoy dirigiendo la empresa —respondió.


—Cualquiera lo diría por el ritmo de trabajo que te has impuesto esta mañana.


—No hay razón para no trabajar. Florencia tiene la casa bajo control.


—Podríamos dar un paseo por la playa.


—¿Es eso lo que quieres hacer?


De repente sonó el timbre y Pedro reaccionó por impulso. Paula pudo ver cómo se tensaban sus músculos y se endurecían los rasgos de su rostro, mientras se llevaba la mano a la pistola. 


Segundos después escucharon a Florencia hablando con su hijo. Sus voces llegaban claramente hasta donde estaban, por la caja de la escalera.


—Te dije que no vinieras aquí a molestarme. No tengo ningún dinero que darte —le recriminó Florencia, furiosa.


—Te lo devolveré.


—¿Con que? No tienes trabajo y no haces ningún esfuerzo por encontrarlo.


—Ya te dije que tenía un negocio en marcha. Antes de que pasé mucho tiempo, tendré todo el dinero que necesite. Solo te estoy pidiendo un crédito. O me lo das o ya lo conseguiré yo como pueda.


—No me amenaces, Leo. Me he desvivido mil veces por ti y siempre es lo mismo. Sé para qué quieres ese dinero, y yo no pienso pagarte ese vicio. No pienso pagarte para ver cómo te vas matando a ti mismo poco a poco.


—Me voy.


—No, Leo, espera. Te daré un poco, no tengo más. Tengo que pagar el seguro y los gastos de tu estancia en el hospital.


—Es igual, guárdatelo. No necesito suplicarle a nadie.


El portazo resonó en toda la casa. Lo siguiente que escucharon fue el ahogado llanto de Florencia. Pedro salió a la terraza y Paula bajó para consolar al ama de llaves.


Aparentemente la maternidad no había sido una cosa fácil para Florencia Shelby. una mujer buena y cariñosa que durante años no se había movido de su pueblo. Ella había llevado en su seno a Leonardo como Paula llevaba en aquel momento en su seno a la hija de Juana. Debía de haber albergado sueños, ilusiones, esperanzas para el futuro de su retoño. E, incluso ahora, debía de quererlo desesperadamente. La maternidad era lo contrario de la seguridad. No había garantía alguna de nada.