viernes, 3 de julio de 2015

MI ERROR: CAPITULO 17




El edificio era una vieja casa de cinco pisos en un barrio deteriorado, con las ventanas tapadas por tablones de madera.


Pedro había seguido a la chica a pie. Daniela iba con la cabeza baja, sin mirar a ningún lado salvo cuando entró en la casa por la parte trasera, y no detectó su presencia.


Había sido un alivio que Paula le pidiera que fuese con ella.


 Incluso se sentía extrañamente agradecido a Daniela porque, sin quererlo, los había unido aún más. Sólo por eso, haría lo que pudiese por ella.


—Deberías esperar aquí —sugirió. A saber lo que iban a encontrar.


—No, prefiero subir —dijo Paula—. Uf, qué horror. Esto huele fatal.


—Ten cuidado… hay cristales en el suelo —le advirtió él, encendiendo una linterna.


—Daniela no puede quedarse aquí, Pedro. Está sucio, húmedo… ¿a qué huele?


—A moho —contestó él—. Pero si quiere quedarse aquí no podrás hacer nada.


—¿Quieres apostar algo?


—Si la sacamos de aquí a la fuerza se irá a otro sitio… y es posible que no podamos encontrarla.


—Según tú, volvería a buscarme.


—No, ya no.


No después de haberle robado.


—Tenemos que hacer algo —insistió Paula—. Está embarazada,Pedro.


Había algo en su voz, algo más que el miedo a perder a su hermana… un anhelo que lo golpeó directamente en el corazón.


—¿Te lo ha dicho ella? Porque yo estoy seguro de que sufre anorexia —contestó Pedro. Cuando Paula se volvió para mirarlo, sorprendida, se encogió de hombros. En fin, ella no era la única que estaba desvelando secretos—. Miranda.


—Ah.


Nunca se lo había dicho, nunca había compartido esa pesadilla con nadie. Era el secreto de su hermana, pero Paula asintió como si fuera toda la explicación que necesitaba. Habían empezado aquel matrimonio como una página en blanco, sin recuerdos, sin problemas, pero la vida no era así. Estaba la familia, el pasado…


Uno no podía escapar de lo que era.


—Me lo contó la enfermera en el hospital —dijo Paula entonces—. Está embarazada y tiene que vivir en un sitio seguro. Tiene que vivir conmigo.


—¿Le has pedido que se quede en tu casa?


—Sí, pero no aceptó —contestó ella—. Tengo que convencerla, Pedro. Aquí podría pasarle cualquier cosa.


—No te preocupes. Le haremos una invitación que no podrá rechazar.


—¿Qué vas a hacer? No pensarás ofrecerle dinero otra vez, ¿verdad?


—Confía en mí, Paula. Ven —dijo él, tomando su mano.


Se abrieron paso entre un montón de basura, siguiendo un camino marcado por huellas que llevaba al piso de arriba. 


Daniela había convertido una de las habitaciones en algo parecido a un nido, juntando muebles viejos y trozos de moqueta.


No había electricidad, pero algo de luz se colaba a través del sucio cristal de la ventana. Suficiente para verla sentada en el suelo, rodeada de tarjetas de crédito, dinero, la gargantilla de perlas…


Y la alianza que Pedro había puesto en su dedo.


No le había dicho que Daniela también se había llevado la alianza, pero él lo supo cuando abrió el cajón y se llevó una mano al estómago.


Paula se acercó a su hermana.


—Ven conmigo, Daniela. Ven a casa.


—Vete. ¡No te necesito!


—Por favor, Daniela, deja que cuide de ti. Hazlo por tu niño.


—No te necesito —repitió su hermana obstinadamente—. No te quiero en mi vida.


Lo decía de forma vehemente, pero Pedro reconoció una desesperada necesidad en su voz. La chica había robado a Paula para instigar su rechazo, para mantener el control. Para no arriesgarse a ser rechazada.


Pedro había pasado por eso cuando Miranda tomó un camino de autodestrucción y sabía lo duro que debía de ser para Paula. Y era duro para él verla sufrir así.


—Tú eliges, Daniela —le dijo, inclinándose para tomar una de las tarjetas—. O vas a casa de tu hermana o llamo a la policía.


Paula contuvo el aliento pero, al ver un brillo de complicidad en sus ojos, entendió lo que estaba haciendo.


—Lo siento, pero no solo te has llevado mis cosas. Algunas de las tarjetas eran de una cuenta conjunta… y he tenido que llamarlo —dijo Paula.


—No he hecho nada con ellas —protestó Daniela.


—Ve a casa con Paula y olvidaremos lo que ha pasado.


La joven se levantó, metió las manos en los bolsillos de la cazadora y se dirigió a la escalera. Al ver que no la seguían, se volvió.


—¿Qué?


—¿No olvidas algo? —preguntó Pedro, señalando el botín, que seguía en el suelo.


Daniela recogió las tarjetas, la gargantilla y el dinero y luego miró alrededor.


—Había un anillo. Estaba ahí, lo he visto hace un momento.


Casi se sentía orgulloso de ella. Había esperado que no dijese nada sobre la alianza.


—No te preocupes, lo tengo yo —dijo, abriendo la mano. Y luego tomó la de Paula para ponerlo en su dedo—. Creo que estará mejor aquí.


Al sentir el peso de la alianza, Paula recordó el momento en que Pedro lo puso en su dedo, cómo la había emocionado, lo feliz que había sido en ese instante…


—No volveré a perderlo —le prometió en un susurro. Y, por un momento, fue como si estuvieran de vuelta en aquella playa, con una vida llena de posibilidades frente a ellos. Pero no podía ser. No podía volverse atrás—. Bueno, ¿a qué estamos esperando?


—¿No quieres esto? —preguntó Daniela, ofreciéndole las cosas que había robado.


—Guárdatelas en el bolsillo. Ya hablaremos al llegar a casa.


—Os acompaño —se ofreció Pedro.


—No. Daniela y yo vamos a ir dando un paseo por el mercado.


—¿Estás segura?


—Estoy segura. Pero gracias —sonrió Paula, tocando su brazo—. Llámame.







MI ERROR: CAPITULO 16




Pedro, viendo el portal abierto, dobló el periódico y se levantó. Daniela se marcharía siempre, mantendría a su hermana angustiada, intentaría hacerle daño.


Cuando Paula se asomó a la ventana, el inteligente truco para llamar la atención de la chica lo hizo sonreír. Aunque Daniela no respondió. Había imaginado que la respuesta sería una sonrisita de satisfacción, pero en lugar de eso pareció encogerse.


Esperó hasta que Paula cerró la ventana y luego fue tras ella.



****


Paula se volvió hacia el ordenador para buscar una agencia especializada en reunir a familias separadas. Pero rellenar una ficha con sus datos y apretar botones era horriblemente impersonal; necesitaba hablar con alguien…


«Todo el mundo necesita a alguien».


No, se había terminado. Aunque Pedro podría ayudarla en cuestiones prácticas. Era un hombre acostumbrado a quitarse de encima el papeleo e ir directo al grano para conseguir lo que quería…


Pero el precio podría ser demasiado alto.


Paula había hecho el papel que se le había sido asignado durante tres años, escondiendo sus sentimientos porque lo único que Pedro Alfonso había dejado bien claro desde el primer día era que él nunca usaba la palabra «amor».


Durante su luna de miel había pensado que eso no importaba. Que aunque nunca dijera esa palabra, la sentía.


El error había sido bajar la guardia después de hacer el amor con él, cuando Pedro estaba medio dormido, cuando ella soñaba con tener una familia propia…


Su expresión habría sido suficiente para que pusiera los pies en la tierra. Pero, al día siguiente, la dejó sola porque tenía que solucionar un problema urgente en la oficina, un recordatorio del lugar que esa luna de miel, y ella, ocupaban en su vida.


Había vivido un matrimonio a medias durante tres años y, aunque la pasión de Pedro no había disminuido, sí se había vuelto más distante… al menos hasta aquellos últimos días. 


Ella lo amaba, lo había amado desde el día que lo conoció. 


Nunca amaría a nadie con la misma entrega, pero prefería no tener nada antes que volver a lo que había dejado atrás.


Y ahora tenía que pensar en Daniela.


Marcó el número de teléfono de la agencia y habló con alguien que anotó todos los datos, haciéndole recordar detalles que no creía recordar. O que quizá había intentado olvidar. El hombre le prometió llamar al final del día, aunque fuera para decir que no había encontrado nada.


Hecho eso, escribió un e-mail para Clara y Simone contándoles lo que estaba pasando. Mientras escribía, podía oír sus voces haciendo las preguntas adecuadas, proponiendo ideas, dándole consejos. Era justo lo que necesitaba para aclarar su cabeza y no se molestó en enviar el e-mail.


Ellas sólo podían ofrecerle su comprensión y Paula no quería eso. De hecho, lo que necesitaba en aquel momento era la frialdad de Pedro. Su habilidad para distanciarse de las cosas.


Aunque su marido no estaba comportándose de una forma nada predecible últimamente.


Debería advertirle sobre el diario perdido de Simone, pensó entonces. No podrían hacer nada, pero al menos estaría preparado. Haría algo para evitar que Miranda y él fuesen molestados por la prensa. Aunque, en realidad, se compadecía de cualquier periodista que intentase molestar a Miranda.


Y también era hora de informar a Jace y a la gente de relaciones públicas de la cadena para que preparasen un comunicado de prensa…


Y hora de ir a casa de Pedro para recoger todas sus cosas, lo que iba a quedarse, lo que iba a regalar…


Pero cuando se detuvo para poner gasolina descubrió que habían abierto su bolso. Faltaba el dinero, las tarjetas de crédito…


«Llámame», le había dicho Pedro.


Aparentemente, no iba a tener más remedio.



****


—Lo siento mucho.


Se había disculpado una docena de veces porque algunas de las tarjetas de crédito correspondían a una cuenta conjunta. Cuando lo llamó al móvil, Pedro había ido a rescatarla de inmediato y ahora estaba sentado al borde de la cama, esperando que contestasen en la central de tarjetas mientras ella comprobaba qué más cosas le faltaban.


La única joya que tenía en el apartamento era la gargantilla de perlas que se había puesto en la entrega de premios, valiosa para ella solo porque Pedro se la había regalado.


La había dejado sobre la cómoda por la noche, sin molestarse en guardarla…


¡Su alianza!, pensó entonces. «Por favor, que no se la haya llevado». Pero cuando abrió el cajón, Paula se llevó una mano al estómago.


—¿Qué pasa?


Ella sacudió la cabeza. Era horrible, pero no podía contárselo…


—Debería haber dejado las tarjetas de crédito en casa o haberme librado de ellas, pero…


—En realidad, me alegro de que no lo hayas hecho.


—¿Por qué?


—Porque no me habrías llamado si esa chica sólo se hubiera llevado cosas tuyas.


—Es mi hermana, Pedro. De verdad. Y no sólo porque me llamase Paula… me dijo cosas que nadie más que ella sabría… —Paula se llevó una mano al corazón.


—Tranquila —Pedro tomó su mano—. No pasa nada. Recuperaremos tus cosas, pero antes tengo que hacer esta llamada…


—¿Recuperarlas? No pensarás llamar a la policía, ¿verdad?


La central de tarjetas respondió entonces y tuvieron que esperar un momento mientras él daba los detalles.


—Bueno, ya está hecho. Nos enviarán unas nuevas dentro de veinticuatro horas.


—No quiero tarjetas nuevas. Lo que quiero es que me prometas que no llamarás a la policía.


—No, esta vez no.


—Gracias. ¿Pero cómo vamos a encontrarla?


—Cuando me marché esta mañana… bueno, no me marché. Estuve tomando un café aquí al lado y seguí a tu hermana hasta el edificio de okupas en el que vive.


—Pero Pedro


—¿He hecho mal?


—No —dijo Paula—. Has hecho bien.


—No lo hice porque creyera que iba a robarte. Lo hice para que supieras dónde estaba. Por si no volvía.


—Ah… —Paula estaba a punto de llorar, algo que no había hecho en años. Pedro se había pasado la mañana allí, perdiendo el tiempo, algo que no hacía nunca, y lo había hecho por ella—. Gracias.


—A menos que sea una ladrona experta, y no lo creo, seguramente seguirá teniendo tus cosas..


—No puedo creer…


«No quiero creer» era seguramente la frase más correcta. 


No quería creer que su hermana fuera una ladrona. Quizá estuviera desesperada…


—Yo tampoco —dijo Pedro, sorprendiéndola—. Supongo que es más complicado que eso.


—No sé si podré lidiar con algo más complicado.


—Yo creo que puedes lidiar con todo, Paula. Te conozco y sé que nunca abandonas algo que te importa de verdad.


Más una pregunta que una afirmación. ¿Pero qué estaba preguntándole?


—¿Puedes prestarme un poco de esa confianza? —intentó bromear ella.


—No me necesitas. Si te digo dónde está, tú podrías encargarte de todo —respondió Pedro.


Paula se dio cuenta de que era verdad. Que se había enfrentado con lo peor que podía pasar, dejar a su marido, y había sobrevivido.


Había encontrado valor para dejar un trabajo que ya no le interesaba.


Había dejado atrás una imagen que ya no era ella…


—Es posible —murmuró—. Pero me gustaría que fueras conmigo.






MI ERROR: CAPITULO 15




Pedro, inquieto, dio una vuelta a la manzana antes de aparcar el coche en un sitio que no podía verse desde el apartamento de Paula, compró el periódico y entró en un café a esperar.


Paula había tomado la decisión de que su pasado y su futuro eran incompatibles. Que encontrar a Daniela significaba perderlo a él. Que, una vez que se supiera la verdad sobre su pasado, y la prensa estaría hurgando para encontrar hasta el detalle más sórdido, él no querría saber nada.


Que pensara eso lo avergonzaba. Quizá hubiera querido la seguridad que él podía ofrecerle, pero también había querido mucho más que eso: un matrimonio de verdad, una familia.


No era a ella a quien le faltaba valor para enfrentarse con lo que eso significaba; él era incapaz de abrazar la vida con todos sus defectos.


En realidad, le estaba agradecido por haberlo dejado. Se sentía como un hombre al que hubieran obligado a sacar la cabeza de un seguro agujero en la arena.


Y Paula había salido de su cascarón. Seguía siendo vulnerable, seguía pensando que su éxito en televisión era un accidente, el resultado de un buen trabajo de relaciones públicas, pero estaba haciendo un esfuerzo por defenderse sola. Incluso había estado dispuesta a decirle que ya no lo necesitaba como bastón.


Y, haciendo eso, había apartado la alfombra bajo sus pies. 


Pero mientras ambos se levantaban, él tenía que asegurarse de que miraban en la misma dirección y, de alguna forma, sabía que Daniela era la clave.



****


Daniela estuvo tanto tiempo en el baño que Paula temió que hubiera vuelto a marcharse. Y tuvo que hacer un esfuerzo para no ir a buscarla, intuyendo que aquélla era una prueba de confianza.


La recompensa llegó cuando por fin volvió a la cocina, oliendo vagamente a su gel de vainilla y sin la pintura violeta en el pelo.


—¿Vive aquí? —preguntó, sentándose en el taburete.


—¿Pedro?


—¡Pedro! ¿Qué clase de nombre es ése?


—Le pusieron ese nombre por un bisabuelo.


—Un bisabuelo, qué suerte. Ente las dos no tenemos ni un padre siquiera. Me dijo que era tu marido, pero en el baño no hay cosas de hombre.


—¿Pedro te dijo eso? ¿Cuándo?


—La primera vez que lo vi. Cuando se puso todo protector porque me acerqué a tu coche.


Pedro protector. Otra cosa nueva…


—Sí, bueno, es mi marido. Pero nos hemos separado.


—¿No me digas? Pues estuvo aquí el fin de semana pasado. Y no se había afeitado esta mañana, así que supongo que ha dormido aquí.


—Sí… anoche llegamos muy tarde a casa y durmió en el sofá. ¿Y tú? ¿Vives con el padre de tu hijo?


—No.


—¿Estás enamorada de él?


—Por favor…


—Pero te acostaste con él sin usar preservativo…


—No hay otra manera de tener un niño, que yo sepa.


—¿Tú querías…? —Paula tragó saliva. Claro que sí, alguien que la quisiera sin reservas.


—Esa enfermera no debería haberte contado que estaba embarazada. Esas cosas médicas son confidenciales.


—Quería que entendiera por qué te habías desmayado en la calle. ¿Estás tomando vitaminas? ¿Has ido al ginecólogo?


—¿Esto qué es, la Inquisición?


—Tu niño necesita que lo protejas, Daniela.


—Como que tú sabes algo de eso —replicó su hermana, desdeñosa—. Ya me las arreglaré. Aún estoy acostumbrándome a la idea.


—¿De cuántos meses estás?


—No sabía que estuviera embarazada hasta anoche. Tuve la primera falta hace un mes y medio más o menos, pero no me desmayé a propósito como dice Pedro Picapiedra.


Ah, vaya, su hermana tenía sentido del humor. Las cosas empezaban a mejorar.


—No es tan terrible. De hecho, te ofreció dinero. ¿Por qué no lo aceptaste?


—Sólo quería librarse de mí.


—No… estaba probándote —dijo Paula.


Protegiéndola.


—Pues yo paso.


—A mí no tienes que demostrarme nada, Daniela. Podemos ir juntas al ginecólogo si quieres.


—No te necesito.


—Todo el mundo necesita a alguien.


Alguien a quien llamar. Alguien que siempre estuviera al otro lado, a quien le importasen sus sentimientos.


¿Qué sentía Pedro?


¿Qué había sentido cuando le dijo que se marchaba?


—¿Trabajas? —preguntó Paula, poniendo mantequilla en las tostadas.


—No.


Aquello no iba bien.


Le pagaban una increíble cantidad de dinero por charlar con gente cada mañana y solía hacer que se sintieran cómodos, que quisieran hablar con ella. Pero la regla de oro era no hacer preguntas que pudieran contestarse con un sí o un no. 


Claro que, antes de entrevistarlos, había buscado información sobre ellos. Con Daniela, no sabía nada.


Y no se atrevía a preguntar qué había pasado con su familia de adopción porque temía la respuesta.


—Gracias por el sándwich.


Mientras ella estaba todavía intentando morder el suyo, Daniela había terminado y se levantó del taburete.


—¿Te vas?


«Déjala ir, ya volverá».


Ése sería el consejo de Pedro. Pero claro, para él era fácil.


—¿Quieres quedarte para ayudarme a buscar a tu padre en Internet?


—¿Crees que no lo he hecho ya? No soy tonta.


—Iba a ponerme en contacto con una agencia especializada en encontrar gente.


Daniela, en la puerta, vaciló.


—¿Para qué? Si quisiera saber algo de mí, me habría buscado.


—A lo mejor tiene miedo. A lo mejor piensa que tú no quieres saber nada de él. ¿Tú sabes el valor que hace falta para buscar a una persona a quien le has hecho daño?


Daniela la miró; su delgado rostro estaba sembrado de dudas.


—A lo mejor le da igual. A lo mejor es un… —pero no terminó la frase. Incapaz, a pesar de su gesto de desafío, de decir la palabra.


—Dilo, Daniela. No será nada que no haya oído antes.


—Los fetos pueden oír también, ¿no?


Paula intentó no sonreír ante la inesperada evidencia de su instinto maternal.


—Eso dicen.


—¿Tú no tienes niños con Pedro?


—No.


—Los hombres son una pesadez —suspiró su hermana.


—No todos —sonrió Paula—. Puedes quedarte aquí, Daniela. Tengo una habitación de más. Y toda el agua caliente que te haga falta.


—Ya tengo un sitio.


—¿Un sitio adecuado para el niño?


—Yo viví en sitios peores cuando era pequeña.


—Entonces serás consciente de lo que nunca debería ver un niño —replicó Paula.


—Yo era feliz… —Daniela apretó los labios.


¿Feliz entonces? ¿Era eso lo que iba a decir? Si ésa era su idea de la felicidad, ¿qué horrores habría vivido desde que Paula tuvo que hacer un esfuerzo para disimular su preocupación.


—La oferta sigue en pie hasta que tú quieras. ¿Necesitas algo?


—¿De mi famosa hermana, que no se ha molestado en saber nada de mí durante todos estos años? —antes de que apartase la mirada, Paula vio un brillo de lágrimas en sus ojos. No era tan dura, pensó—. Yo te quería. No a ti, a Paula Chaves. Ella era todo lo que debe ser una hermana mayor: divertida, lista, simpática, cariñosa. Solía verla todas las mañanas y pensaba que si mi hermana hubiera sido así, yo habría sido la niña más afortunada del mundo. Qué tontería, ¿verdad?


—No… ésa no era yo…


—Desde luego. Las dos sois unas falsas.


—Daniela, por favor…


—¿Por favor qué? Quince años y lo único que consigo es una carta de tres líneas y una fotografía. ¿Qué esperabas que hiciera, Paula… perdona, Paula? ¿Caer a tus pies porque, por fin, habías encontrado tiempo para mí?


—Nunca me olvidé de ti —Paula no dijo nada más. ¿Para qué? ¿Cómo esperaba que Daniela entendiera lo que no entendía ella misma?—. Voy a intentar averiguar algo sobre el paradero de tu padre, así que la próxima vez que llames… no cuelgues, ¿eh?


—¿Quién ha dicho que voy a llamar otra vez? —le espetó Daniela, antes de salir corriendo.


Paula tuvo que contenerse para no ir tras ella. No tenía derecho a saber dónde iba o con quién.


Había perdido ese derecho cuando la dejó y ahora tendría que ganarse su confianza no volviendo a decepcionarla nunca.


Entonces, como una iluminación, corrió a la ventana.


—¡Daniela! Si quieres, puedo enseñarte a conducir.


Pero Daniela no levantó la mirada; al contrario, se envolvió más dentro de su cazadora.