sábado, 13 de abril de 2019

UN ASUNTO ESCANDALOSO: CAPITULO 14




Unos minutos después, Paula cambió de postura e intentó levantar la cabeza. Estaba atrapada, con la cabeza de Pedro hundida en su pelo. Estaba en un aprieto muy interesante. No podía moverse y el calor de la lámpara le quemaba la cara, y, sin duda, revelaba todos sus defectos. A Pedro, que seguía sin moverse, le latía el corazón a toda velocidad. Paula miró al suelo y vio la ropa y los papeles tirados y el vaso de coñac encima.


Le sopló al oído, pero no obtuvo respuesta, así que repitió la operación. Él parpadeó, giró la cabeza y se humedeció los labios. Poco a poco, fijó la mirada en ella.


—¿Estás bien? —le preguntó Pedro con voz débil.


Paula intentó sonreír. ¡Nunca había estado mejor!


Él se levantó.


—Lo siento, te estoy aplastando.


«Pedro Alfonso avergonzado», pensó ella. 


Sonrió todavía más.


—Jamás imaginé que fueses de los que hacía el amor encima de una mesa.


Él parecía consternado.


—No suelo hacerlo. Lo siento. ¿Te he hecho daño?


—Sólo si consideramos el placer como un dolor.


Ambos se movieron. La sensación fue curiosa, dado que Pedro seguía estando dentro de ella. 


Notó que la miraba de arriba abajo y sintió vergüenza. Él observó sobre todo la joya que llevaba en el ombligo, un triángulo de plata con un cristal de Swarovski en el medio.


—¿Es obra tuya? Es muy bonito —comentó mientras cubría todo su vientre con la mano y luego la subía poco a poco hacia los pechos.


Paula se frotó contra él, proporcionando placer a ambos.


Pedro sonrió y bajó la boca hasta uno de los pezones, que se había endurecido rápidamente, igual que su propio sexo.


—Si me das una segunda oportunidad, intentaré demostrarte que también me gustan las comodidades.


—No tengo nada en contra del hombre de hace unos minutos —contestó ella sonriendo y abrazándolo por el cuello—, pero tampoco me disgusta la idea de disfrutar de alguna comodidad más.



UN ASUNTO ESCANDALOSO: CAPITULO 13



Ella perdió la noción del tiempo. Se ofrecieron dos millones más, ella dio otro trago de coñac y sintió que se le endurecían los pezones al saber que Pedro no perdía detalle de sus movimientos. 


En vez de dejarle el vaso encima de la mesa, la rodeó y se apoyó en ella, a su lado. Pedro se giró un poco para ponerse enfrente, sin dejar de mirarla a los ojos.


Catorce millones de libras.


Paula tragó saliva.


Catorce millones doscientas mil. Paula se aclaró la garganta y dio otro trago más.


Catorce millones quinientas mil. Le dio la sensación de que la habitación se movía, tal vez por culpa del licor. Y Pedro Alfonso seguía tan tranquilo mientras que, para ella, la tensión era insoportable.


Sintió un cosquilleo en la piel de la garganta y se la frotó. Estaba nerviosa y preocupada por él. 


Pensó que no soportaría ver a Pedro perder el cuadro, no después de que ella se sintiese tan implicada, tan consciente de su mirada.


Catorce millones setecientas mil libras por el lote siete. A la una. Paulai se mordisqueó la uña del dedo pulgar, rezando. Hasta le costaba respirar. 


Catorce millones setecientas mil libras por el lote siete. A las dos. Paula contuvo la respiración. ¡Conseguido!


¡Todo había terminado! Pedro había ganado la subasta.


Expulsó el aire que había mantenido en los pulmones y se sintió emocionada. Dio un salto en el aire y levantó los puños en señal de victoria. Por primera vez en muchos minutos, tal vez en una hora, Pedro había dejado de mirarla y estudiaba la carpeta que tenía encima del escritorio. Tenía los hombros rígidos.


—Enhorabuena, señor Alfonso, y gracias por participar.


—Gracias, Maurice —hizo una pausa, como si quisiese añadir algo, pero luego miró a Paula a los ojos—. Gracias —repitió, y apretó los dientes.


Luego, colgó el teléfono y se levantó, la agarró por la cintura y la apretó contra su cuerpo.


Ella lo abrazó por el cuello y se pegó a él, hundiendo la cara en su hombro.


Paula deseó que la mordiese en el cuello. Nunca había estado tan excitada y no podía evitar pensar en las consecuencias, en otras mujeres, en su corazón, en el odio que Pedro sentía por Horacio.


Él, como si hubiese oído su ruego, le mordisqueó la garganta un momento antes de besarla en los labios. El sabor a cuero y a coñac le llenaron la boca. Y notó la dureza de su erección contra sus muslos.


Dejó escapar un grito ahogado y se apartó, pero su lengua la azotó, sus dientes chocaron, y notó que él la agarraba del trasero, obligándola a echarse hacia delante. Luego, bajó la mano por la bata, acariciándole la parte de atrás del muslo, y se la levantó para enrollársela a la cadera. Paula deseó desesperadamente entrar en contacto con él.


Sintió que perdía el control cuando Pedro empezó a frotar la parte interior de su muslo con el de él. Tembló de placer contra su cuerpo y confió en que estuviese sujetándola bien.


Pedro le desató la bata, enredó una mano en su pelo y le levantó la cara.


—¿Más? —lo oyó decir.


—Sí —Paula tomó aire y sintió que empezaba de nuevo a enloquecer.


Metió las manos por dentro de su camisa y acarició su piel suave. El tranquilo Pedro Alfonso estaba sudando. Había conseguido reducirlo a un animal salvaje, desesperado por copular, nada que ver con el hombre de negocios fino y sofisticado que era.


¿De dónde había salido aquella mujer libertina, que utilizaba uñas y dientes, que deseaba que le metiesen la lengua en la boca, como si fuese la droga a la que era adicta? Le gustaba el sexo, pero sólo cuando lo practicaba con alguien que le importaba de verdad.


—¡Hazlo! —exclamó, desesperada por tenerlo por completo.


—¿Crees que tengo algún control sobre esto? —preguntó él con voz entrecortada—. Lo perdí cuando entraste en la habitación.


La única respuesta que pudo darle ella fue frotar sus pechos contra su torso una y otra vez mientras intentaba bajarle los pantalones. Hasta conseguirlo y dejar al descubierto toda su masculinidad.


Lo vio llevarse una mano a la frente.


—¿Mi cartera?


Recogió los pantalones y buscó en los bolsillos, sin éxito. Después abrió el cajón que había en el escritorio, donde estaba la cartera.


Paula dio gracias de que él se hubiese acordado, porque a ella ni se le había ocurrido pensar en la protección, y tomó el preservativo para extenderlo por su sexo con una dedicación que hizo que ambos contuviesen la respiración durante unos segundos. La verdad era que Pedro estaba muy bien dotado. Lo oyó gemir y notó que le agarraba la mano con fuerza. Paula pensó que aquel hombre agitado, sudoroso y despeinado podía llegar a gustarle. 


Aunque lo que necesitaba en ese momento era que fuese suyo.


Entonces él le cubrió los pechos con ambas manos y le robó la respiración con la boca, y el ojo de la tormenta continuó avanzando, haciéndolos caer de nuevo en un estado de frenesí sexual.


Pedro la sujetó con firmeza con una mano mientras con la otra limpiaba la superficie de su mesa. Ella se sentó y lo atrajo hacia sí con piernas y brazos. Y el aire se llenó de gemidos y suspiros. Pedro la agarró por las caderas y la echó hacia delante. Su calor se fundió con el de él cuando la penetró. Por un segundo, la impresión y el placer de tenerlo dentro la paralizó. Después se irguió, apretó las piernas alrededor de su cintura y se preparó para el viaje de su vida. Él mantuvo un brazo debajo de ella, para protegerla de la dura mesa, y hundió la otra en su pelo mientras la besaba.


Una vez unidos sus cuerpos y sus labios, Paula se entregó por completo a un acto tan intenso, tan lleno de fuego y de brillo como el diamante del piso superior, mientras se preguntaba si sobrevivirían o entrarían ambos en combustión.


El orgasmo la golpeó, haciendo que flaquease y perdiese el ritmo. Relajó las piernas y gimió de placer. Pedro se irguió un poco y la levantó más para cambiar de ángulo y seguir dándole placer. 


La sensación fue tan intensa que Paula volvió a dejarse llevar por una sensación que parecía interminable, cada vez más viva. Pero aguantó y volvió a abrazarlo con las piernas hasta que notó que la sujetaba de manera diferente, que sus brazos se ponían rígidos y sus manos la agarraban con menos fuerza. Pedro la levantó un poco del escritorio, echó la cabeza hacia atrás y gimió durante unos segundos. Luego, se dejó caer encima de ella.



UN ASUNTO ESCANDALOSO: CAPITULO 12




Afortunadamente, Pedro la dejó sola durante el resto del día y Paula pudo terminar los primeros modelos en cera de su creación. Trabajó hasta tarde, le dio las buenas noches desde la puerta de su despacho y se fue a la cama, intentando olvidarse del beso. A pesar de que había dormido poco la noche anterior, no consiguió conciliar el sueño.


Dio vueltas en la cama mientras escuchaba el murmullo del mar por la ventaba abierta. Pensó en darse un largo paseo por la playa, algo que hacía en ocasiones cuando estaba preocupada o no conseguía dormir, pero desechó la idea ya que sabía que no podría evitar pensar en él y en el beso que le había dado.


Por fin, sobre la una de la madrugada, se levantó y se puso la bata para ir a prepararse un chocolate caliente a la cocina.


En el piso de abajo, la luz del despacho estaba encendida y la puerta, entreabierta.


Paula se detuvo un momento, que le resultó interminable, con el corazón latiéndole a toda velocidad. La casa estaba en silencio, así que se acercó muy despacio y apoyó la oreja en la puerta de madera. De pronto, oyó su voz y se sobresaltó. Sólo volvió a respirar cuando se dio cuenta de que estaba hablando por teléfono.


¿Con quién estaría hablando a esas horas? 


Sintió una desagradable mezcla de culpabilidad y celos. Tal vez estuviese manteniendo una relación a distancia y por eso llamaba tan tarde…


Pero pronto se dio cuenta de que era una llamada de negocios. Al parecer, la otra persona estaba en una subasta. Cuando lo oyó murmurar «Cinco millones», su decoro la abandonó y asomó la cabeza por la puerta.


Pedro estaba sentado, con el teléfono en la oreja. Se había remangado la camisa hasta los codos y había desabrochado los botones superiores. Una de sus manos descansaba en una carpeta que tenía delante, debajo de un vaso con un líquido de color ámbar. La lámpara del escritorio estaba encendida, pero el resto de la habitación estaba en penumbras.


Paula se movió entre las sombras y su presencia no pareció desagradarlo ni alegrarlo, pero no le quitó la vista de encima. Ella se apoyó en la puerta, con el corazón acelerado.


Después de un par de minutos, Pedro dio un trago a su bebida, dejó el auricular y encendió el altavoz del teléfono, sin separar la mirada de su rostro. Y ella interpretó el gesto como una invitación. Era una oportunidad para conocer mejor su mundo.


Avanzó hasta una silla y apoyó las manos en ella, para mantenerla como barrera.


Por el teléfono, oyó que mencionaban una casa de subastas muy conocida y las palabras «lote siete». La subasta debía de tener lugar en Londres y Paula se preguntó si el hombre que había al otro lado del teléfono sería un empleado de la casa de subastas o de Pedro.


El objeto que se subastaba era un famoso cuadro de un artista irlandés contemporáneo que había fallecido en los años sesenta. Paula sabía aquello porque Horacio tenía uno de sus cuadros. Oyó cómo el hombre iba narrando las apuestas a Pedro. Las pausas entre apuesta y apuesta le parecieron interminables.


Se preguntó si Pedro sonreiría si se llevaba el cuadro. ¿Lo celebraría tomándose una copa? 


Tenía muchas preguntas. Él estaba intensamente concentrado.


El precio había ascendido a ocho millones de libras. Paula se acercó un poco más al escritorio, maravillada con su calma. Lo más probable era que Pedro no estuviese gastándose su dinero pero, en su lugar, ella habría estado muy nerviosa.


—¿Diez millones, señor? —oyó preguntar al otro hombre por teléfono.


Pedro la miró, sin inmutarse. Y dio su visto bueno.


La siguiente pausa fue muy larga. Paula se aproximó a la silla que había justo enfrente del escritorio.


—Acaban de ofrecer once, señor Alfonso —oyó decir después de un rato.


—Adelante —contestó Pedro en voz baja.


Paula se llevó la mano a la boca y se acercó al escritorio. Él siguió tan tranquilo y le tendió el vaso que tenía en la mano.


Era coñac. Y Paula recordaría aquella noche cada vez que volviese a olerlo. Sintió cómo bajaba por su garganta y le calentaba los pulmones. Se pasó el vaso muy despacio por la frente antes de dejarlo encima de la mesa. Tuvo que echarse hacia delante para que Pedro pudiese alcanzarlo.


Su mirada era impenetrable. Ella, nerviosa, notó que una gota de sudor le recorría la espalda.


—Señor Alfonso, el otro agente está consultando con su cliente. ¿Quiere seguir en línea?


—Sí.


—Por cierto… Con respecto al otro articulo que le interesaba, por el momento no tengo nada, lo siento. No obstante…


—Dime.


—Conozco a un hombre que acaba de salir de la cárcel y que me debe un favor.


—Maurice, con qué gente te juntas —rió él.


—Ya se lo haré saber si puede ser de ayuda —se oyeron voces por el teléfono—. Señor, creo que vamos a proseguir.


—Gracias —contestó Pedro, volviendo a posar sus ojos en Paula.




UN ASUNTO ESCANDALOSO: CAPITULO 11



Intentó concentrarse en Mateo. ¿Por qué iba a ir a verla a ella? ¿Y qué negocios tenía con Pedro? Lo único que tenían en común era que a ninguno de los dos le gustaba Horacio Blackstone.


—¿Qué negocio se trae exactamente con Mateo? —Pedro se quedó inmóvil—. ¿Tiene algo que ver con los diamantes de Blackstone Rose? —añadió Paula.


—¿Qué sabe de esos diamantes?


—Que hace un mes aparecieron de manera misteriosa en el bufete de los abogados de Horacio y que tuvieron que dárselos a los Chaves —de repente, ató cabos—. Usted los encontró. Y los devolvió.


—Yo no los encontré. Me los dieron para que los autentificase.


—¿Quién?


—Eso tendrá que preguntárselo a Mateo, son suyos.


—Ya le dije que no lo conozco. Estuvo presente en el funeral, pero no quiso saber nada de nosotros.


—Debería escoger mejor con quién confraterniza —comentó él—. ¿Acaso hay alguien en el mundo a quien no le caiga mal Horacio Blackstone?


—El enfrentamiento entre ambas familias no fue sólo culpa de Horacio, y lo sabe.


—Hábleme de ello.


—Todo el mundo lo sabe.


—Yo sé lo que he leído en los periódicos —dijo él sentándose en un tronco y dando un par de palmaditas a su lado—. Quiero oírlo de boca de alguien de la familia.


Ella se sentó, muy consciente del cuerpo de Pedro, grande y caliente, demasiado cerca de ella. Vio una gota de sudor en su frente y pensó que su espalda debía de estar empapada también. Lo que no entendía era por qué eso hacía que se le acelerase el pulso, en vez de tener el efecto contrario.


Se inclinó y tomó un puñado de arena blanca para dejarlo escapar entre los dedos. Desde la muerte de Horacio, la prensa había hablado mucho de la enemistad entre los Blackstone y los Chaves, y ella estaba cansada del asunto.


—Javier, mi abuelo, y Horacio eran amigos y se convirtieron en socios después de que Horacio se casase con mi tía Úrsula. Tío Oliver, el hermano de mi madre y de Úrsula, se quedó en Nueva Zelanda, al frente del negocio familiar. Entonces, el abuelo Javier se puso enfermo y renunció a todos sus derechos de explotación a favor de Horacion. Y, como es natural, Oliver no se lo tomó demasiado bien.


Por decirlo de alguna manera. Según su primo Javier, al hombre todavía le daba un ataque cada vez que oía hablar de Horacio Blackstone.


—Le disgustó sobre todo que Javier regalase el Corazón del interior de Australia a tía Úrsula.


La joya formaba parte de la historia del país, pero como muchos otros diamantes excepcionales, también era conocido por traer mala suerte a su dueño.


—Horacio lo hizo cortar y engarzar en un fabuloso collar llamado Blackstone Rose.


—Eso, para echar sal en la herida de Chaves —murmuró Pedro.


Ella asintió.


—Pero después del secuestro de James, el primer hijo de Horacio, tía Úrsula se deprimió. Para animarla, el tío Horacio dio una fiesta para celebrar su treinta cumpleaños por todo lo alto. Asistió hasta el primer ministro —Paula sonrió al recordar cómo describía su madre los vestidos, la decoración—, pero terminó en lágrimas.


—Fue la noche que robaron el collar —comentó Pedro.


Todo el mundo tenía su teoría. Algunos pensaban que había sido un intento de chantaje fallido. Y seguro que Pedro pensaba que Horacio había escondido el collar para cobrar el dinero del seguro.


—Horacio acusó a Oliver y las cosas se pusieron muy feas —continuó Paula—. Oliver denunció a sus hermanas y les dijo que, para él, era como si estuvieran muertas… mientras tuvieran algo que ver con un Blackstone —terminó la frase señalándolo con un dedo, imitando a su tío Oliver.


Él sonrió. Le sonrió de verdad, y Paula sintió que se derretía por dentro.


—Pero se ha saltado una parte —la reprendió él.


—¿El qué? Ah, bueno, supongo que sabe que la pobre tía Úrsula se cayó a la piscina…


—Después de haber bebido demasiado.


Paula se llevó un dedo a los labios.


—Nunca hablamos de ello —susurró de manera dramática—. Durante la pelea, Horacio también acusó a Oliver de haber organizado el secuestro del pequeño James.


Por desgracia, aquella acusación sería lo que nunca olvidaría Oliver. Su esposa, Katherine, y él no podían tener hijos. Javier y Mateo eran adoptados.


—¡Qué majo!


—Había perdido a un hijo —le recordó Paula—. Y aunque supongo que ha oído decir que le gustaban mucho las mujeres, mi madre siempre decía que quiso mucho a la tía Úrsula. No debió de ser divertido verla luchar contra la depresión.


Pedro no parecía impresionado, ni conmovido. Su choque con Horacio debía de haber sido espectacular.


Paula suspiró.


—No lo entiendo, Pedro—dijo Paula, tuteándolo por primera vez—. Mateo tiene derecho a estar enfadado, en especial después de lo ocurrido durante los últimos meses. Pero no entiendo por qué tú sigues odiándolo después de tanto tiempo.


—La curiosidad mató al gato —respondió él en tono frío.


—Creo que tu odio por Horacio raya en la obsesión.


—¿Sí? —dijo él, arqueando una ceja con cinismo.


—Es demasiado personal. ¿Qué te hizo? ¿Te quitó a una mujer?


Él rió.

—¿Son celos profesionales? ¿Te ganó en el negocio de tu vida? —insistió ella.


—Horacio Blackstone nunca me ganó en nada.


—Tal vez hayas oído las historias que se cuentan y hayas decidido que eres el hijo perdido de Horacio —bromeó Paula, a pesar de saber que era una broma macabra.


Su tío siempre había pensado que James, su primer hijo, aparecería algún día en la puerta de la casa. La investigación nunca se había cerrado y debió de dar un giro importante justo antes de su muerte, porque Horacio cambió el testamento. El nuevo perjudicaba a Kimberley y favorecía a su hijo mayor, James, si éste aparecía en un periodo de seis meses después de su muerte.


A la prensa le había encantado aquel nuevo episodio en la siempre emocionante saga de la familia Blackstone y se habían barajado varios candidatos, entre ellos, Javier Chaves, el hermano de Mateo.


—Veamos —continuó—, debes de tener más o menos su edad, unos treinta y cinco años. Y he oído que creciste en un hogar de acogida.


Él se puso tenso y la miró fijamente. Paula le mantuvo la mirada.


Pedro no dio señal de estar de acuerdo o en desacuerdo, pero algo la llevó a añadir:
—¿Qué pasó? ¿Fuiste a verlo con tu teoría y él se rió de ti y te echó de la habitación?


Pedro se quedó inmóvil un momento, luego puso una mano al lado de su pierna y se levantó, cerniéndose sobre ella. Olía a sudor, a jabón y a deseo. Colocó la otra mano al otro lado.


Estaba atrapada.


Lo vio bajar el rostro hacia el suyo.


—Estás equivocada, Paula —le dijo él en tono suave, mientras le lanzaba una mirada de advertencia y de deseo al mismo tiempo.


Paula pensó que había ido demasiado lejos con aquella estúpida broma.


—No soy el hijo perdido de Horacio —murmuró Pedro, acercándose todavía más—. Porque si lo fuera, jamás haría lo que voy a hacer.


Paula supo qué era lo que iba a hacer. Lo vio venir y no pudo moverse. Tuvo que echar la cabeza hacia atrás y clavar las uñas en el tronco para agarrarse. Hasta que él cruzó el último milímetro que los separaba, el punto de no retorno.


Si hubiese estado de pie, se le habrían doblado las rodillas con el primer roce de sus labios. Se miraron a los ojos hasta que Pedro empezó a jugar con sus labios, con su lengua. La besó con firmeza, sin tocar ninguna otra parte de su cuerpo, pero invadiendo todos sus sentidos. Y Paula pensó que aquélla era la primera vez que la besaban de verdad en toda su vida.


Ella no habría podido parar aquel beso, pero fue Pedro quien se separó de repente y la dejó allí sentada, sin aliento.


—¿Te ha parecido el beso de un primo, Paula? —le preguntó sin dejar de mirarla.


Ella todavía estaba intentando recuperar el sentido común y la dignidad cuando lo vio marcharse corriendo.


Notó que le dolía el dedo corazón y se lo llevó a la boca para intentar sacarse la astilla que se le había clavado.


Se sentía completamente perdida.





UN ASUNTO ESCANDALOSO: CAPITULO 10




Poco antes de las seis de la mañana, una hora infame para ella, Paula salió de la casa a contemplar el amanecer sobre la playa. La marea estaba alta y la temperatura debía de rondar los veinte grados. Bostezó y fue dando traspiés entre los árboles que bordeaban la playa, luego se quitó las sandalias y probó el agua.


Durante toda la noche, no había podido dejar de darle vueltas a la respuesta física de su cuerpo hacia Pedro en el taller.


Aquel hombre no era su amigo. Además, ya tenía una mujer, una mujer especial, a juzgar por el valor del regalo que iba a hacerle. ¿Pero por qué tenía que ser tan impresionante? ¿Cómo iba a vivir bajo el mismo techo que él durante las tres siguientes semanas sin sucumbir a sus encantos?


Sabía cómo. Sólo tenía que acordarse de Nick… de la humillación.


El agua se le metió entre los dedos de los pies, estaba fría y le recordó a un frío día de invierno dos años antes. Nico casi había terminado con ella.


Tenía que habérselo imaginado; con veinticinco años, no era ninguna novata. Nico la había agasajado, le había hecho perder la cabeza en un espacio de tiempo relativamente corto. Le había prometido amor y matrimonio, y para siempre. Ya pesar de que ella siempre había vivido en una pecera para evitar a los medios de Sidney, había confiado en él.


Hasta el día en que había salido de casa para ir a probarse el vestido de novia y se había encontrado con diez periodistas esperándola en la puerta, bajo la lluvia. A partir de aquel día, había empezado a odiar los paraguas grandes y negros. Le recordaban a los buitres esperando a que alguien muriese.


Los periodistas conocían muchos detalles de la boda. Mientras ella se había quedado en casa preparando, tan contenta, su boda, Nico se había dedicado a entretener a una conocida actriz de culebrones en un callejón, cerca de un club nocturno. Las fotografías eran pornográficas. Cuando le había pedido explicaciones, el muy canalla, borracho, había acusado a Paula de haberle mentido acerca de su posición en la familia Blackstone. A pesar de que ella se lo había repetido en numerosas ocasiones, hasta entonces no se había dado cuenta de que no era la heredera de la fortuna, sino que no tenía dinero.


Horacio había ido a rescatarla, como había hecho con su madre años antes. Y Paula había deseado desaparecer. Un par de meses recorriendo Asia habían reducido su dolor, pero también habían hecho que su madre se preocupase mucho por ella. Cansada del constante escrutinio de la prensa, se había negado a volver a Sidney, y Horacio la había apoyado para que abriese su negocio allí, en Port, donde nadie la conocía ni les interesaba que fuese Paula Chaves, de la familia Blackstone.


El amanecer era precioso y le recordó por qué le encantaba aquel lugar. Se llenó los pulmones con el aire del mar y se dijo que tenía que resistirse a Pedro, porque si no lo hacía, le haría todavía más daño que Nico. Y aquello le estropearía aquel maravilloso lugar para siempre.


Se sintió más fuerte, decidida a terminar el trabajo lo antes posible y acabar con la tentación, pero el corazón le dio un vuelco al ver una figura vestida con pantalones cortos de color azul y una camiseta negra sin mangas que corría hacia ella. Se le había olvidado que le gustaba correr temprano por las mañanas, antes de que el calor y la humedad se volviesen insoportables.


Pedro redujo la velocidad al verla.


—¿Demasiado calor para dormir?


Paula creyó verlo sonreír con ironía. Era evidente que se acordaba de cuál había sido su reacción ante él la noche anterior, y que quería que ella se diese cuenta de que lo sabía.


—Ánimo —dijo ella con educación mientras caminaba de vuelta hacia los árboles.


Pero Pedro empezó a trotar marcha atrás, delante de ella.


—¿Sabías que Mateo Alfonso va a venir dentro de un par de días?


—No, no lo sabía —contestó ella, sorprendida por la pregunta.


No lo conocía en persona. Lo había visto en el funeral de Horacio, pero él había guardado las distancias con toda la familia. Paula había pretendido presentarse pero, al final, y dadas las circunstancias, había preferido presentar un frente unido junto a la familia del hombre que la había criado.


Había visto al hermano de Mateo, Javier, un par de veces y le había caído muy bien. Pero era comprensible que Mateo estuviese disgustado por la presencia de Marise en el avión accidentado y su inclusión en el testamento del magnate. En especial, dado que la prensa había dudado de que él fuese el padre de Benito, su hijo y de Marise.


—¿Cómo lo sabe?


—Porque me llamó anoche.


—¿Lo llamó? —preguntó ella frunciendo el ceño.


Pedro dejó de correr y se agachó a atarse bien los cordones de las zapatillas.


—Los dos nos dedicamos a comerciar con piedras preciosas. No es tan raro, ¿no?


Paula lo miró con curiosidad.


—Le comenté que estaba aquí y me dijo que él también iba a venir. Di por hecho, dado que es su prima, que venía a verla a usted.


Ella negó con la cabeza.


—Jamás vendría hasta aquí a verme.


Pedro se apoyó en un tronco para estirar el músculo de la pantorrilla y Paula no pudo evitar fijarse en el vello oscuro que cubría sus fuertes piernas.