lunes, 12 de marzo de 2018

EN LA NOCHE: CAPITULO 34




Paula miró por la ventana del restaurante y sintió que se le encogía el corazón con una mezcla de placer y dolor cada vez más habitual. A través de la llovizna que oscurecía la calle podía ver claramente el reflejo amarillo, azul y verde de la camisa de Pedro. Estaba de pie delante de un puesto de mercado de frutas, con las manos en los bolsillos. Tenía los pies cruzados y la mirada fija en la puerta del restaurante.


Se había convertido en su sombra, y aquello empezaba a agobiarla. Cada vez que se volvía, allí estaba él. El policía que se resistía a escuchar y a admitir que se estaba sobrepasando en sus obligaciones. Durante las últimas semanas, desde que había vuelto del hospital, vigilaba todos sus movimientos ante el riesgo de una represalia de Fitzpatrick. Pedro estaba decidido a protegerla y nada de lo que ella pudiese decir podía cambiar su decisión.


Aunque tampoco la seguía porque quisiera pasar todo el tiempo posible junto a ella. Estaba convencida de que a él no se le aceleraba el pulso ni sentía un vuelco en el estómago cuando la veía. No, sabía que no había nada personal en todo ello. Simplemente cumplía con su trabajo.


Naturalmente, Paula había rechazado su propuesta de compartir el piso con él, pero no podía evitar verlo cerca en todo momento. Por otro lado, su madre y su cuñada facilitaban la tarea a Pedro, manteniéndolo al corriente de sus planes. A sus hermanos, sin embargo, no les gustaba ver a Pedro permanentemente cerca de ella y se turnaban para marcar un territorio alrededor de su hermana, pero terminaron aceptándolo cuando Javier confirmó el riesgo potencial que corría. La remota posibilidad de que Fitzpatrick intentase hacerle algo para que no testificase era suficiente para que los hermanos Chaves decidiesen colaborar. No sólo trataban de evitar que apareciese por el trabajo sino que aprovechaban para convencerla de que olvidase la idea de establecer su propio negocio.


Estaba harta de los hombres. Todos eran iguales. Prestaban un flaco favor a los derechos de las mujeres y a la igualdad de los sexos con su primitivo afán protector y posesivo hacia ellas. Quizás consiguiese más si, en vez de discutir, impusiese sus derechos.


-Cambiamos los extractores de humos hace sólo tres meses.


-¿Disculpe?


-Los extractores de humos. Son de lo mejor que hay en el mercado.


Paula siguió al dueño del restaurante a la cocina. Aquél era el tercer local que había visitado aquella mañana. Debería haberse conformado con un par de ellos, ya que le flaqueaban las fuerzas, pero estaba dispuesta a encontrar el restaurante que buscaba durante aquella semana.


-Ahora, déjeme mostrarle la capacidad del congelador principal –añadió el dueño con una amplia sonrisa.


Paula observó que la zona de la pared junto a los ventiladores estaba burdamente parcheada con escayola.


-Ah, sí –explicó el dueño-. Hicimos una pequeña reparación. Es sólo un trabajo de mantenimiento. Nada importante.


Paula repasó de nuevo las anotaciones de su libreta.


-¿Se ha sustituido todo el cableado eléctrico después del incendio, o sólo el de los extractores de humos?


-Pero ¿quién le ha dicho eso? ¿Qué le hace pensar que hemos tenido un incendio en el restaurante?


-Me he ocupado de informarme antes.


-Bueno, en realidad, no fue nada. Un pequeño sobrecalentamiento de un cable viejo. Pero ya lo hemos arreglado –contestó, sin darle importancia-. ¿Le he dicho ya que los manteles están incluidos en el precio?


Conteniendo un suspiro, Paula trazó una línea diagonal en la página y cerró la libreta. La localización del restaurante era perfecta, pero sería necesario hacer una reforma en profundidad y cambiar todo el cableado eléctrico. Demasiado para su presupuesto.


-Muchas gracias por haberme dedicado su tiempo, señor Worsley –dijo extendiendo la mano.


-Ha sido un placer, señorita Chaves. Espero volver a verla pronto por aquí –dijo él, inclinando la cabeza en tono confidencial-. Debo decirle que hay varias personas más interesadas en el restaurante, por lo que quizás no quiera esperar mucho para tomar la decisión.


Paula pensaba que las únicas personas que podrían estar interesadas en aquel local eran las del cuerpo de bomberos. Se dirigió a la salida y, abriendo el paraguas, se alejó por la acera.


Diez segundos después, Pedro apareció junto a ella. El sonido de su voz le produjo una placentera vibración a lo largo de la espalda. 


Como siempre. A continuación, sobrevino de dolor y humillación. Como siempre. Nerviosa, se concentró en intentar eludir los charcos.


-Judith me espera en el café de la esquina. Desde allí me iré directa a casa, así que ha terminado tu trabajo por hoy.


-Judith se ha marchado hace veinte minutos. Me ha pedido que te transmita sus disculpas por tener que irse –informó Pedro.


-¿Qué? ¿Cómo puedes saberlo?


-Me ha llamado al teléfono móvil para decirme que había olvidado que tenía una cita con el dentista y pedirme que me asegurase personalmente de que llegases a salvo a casa.



Debería habérselo imaginado cuando Judith insistió en que fuesen juntas en el coche al centro. Aquél era el tercer encuentro accidental con Pedro que Judith había provocado en los últimos cuatro días. Resignada, levantó el paraguas para compartirlo con él.


-¿Dónde has aparcado el coche?


-Un par de calles más allá, junto al semáforo. Gracias –dijo, intentando aproximarse más a ella-. ¿Qué tal te encuentras? ¿Crees que puedes caminar esa distancia?


Paula no tenía intención de dejarse impresionar por el tono amable que Pedro utilizaba. Se debía sólo a su sentimiento de culpa, no al afecto. Ya había tenido la misma sensación en el hospital.


-Estoy bien.


-No ha habido suerte, ¿eh?


-¿A qué te refieres?


-A esos restaurantes que has visitado. Pareces desanimada.


-El primero ya lo habían alquilado. El segundo estaba en un lugar poco apropiado. El tercero había tenido un incendio hacía poco –explicó con desgana.


-No me sorprende. He reconocido a Worsley a través de la ventana. Tiene dos edificios de apartamentos en la zona sur y están peor aún.


-Trataba de quitar importancia al problema –dijo Paula.


-Sí, me lo figuro. Pero no ha podido convencerte.


La confianza que Pedro parecía tener en ella contrastaba con la actitud de sus hermanos. Pedro siempre había respetado la idea de que ella montara su propio negocio.


-¿Has pensado en montar tu propio restaurante en lugar de reformar uno ya existente? –preguntó él.


-Ésa sería mi siguiente alternativa. Sería mucho más costoso y me llevaría bastante tiempo conseguir todos los permisos. Además, si tener una clientela asidua, tardaría mucho más tiempo en sacar rentabilidad al negocio. Sin embargo, me gusta hacer las cosas a mi manera.


-Supongo que recibirás el dinero en unos meses. El fiscal está impaciente por llevar a Fitzpatrick a juicio.


-Y después de que testifique, todo habrá acabado.


Pedro dudó durante unos instantes.


-Sí.


Paula pensaba que todo acabaría con la boda de Fitzpatrick. Había vuelto a pensar lo mismo cuando recibió el disparo. Parecían pasarse el día estableciendo nuevos plazos de tiempo en su relación y luego alargándolos, por un motivo u otro. Pero ahora no existía ningún tipo de relación. Culpabilidad, obligación y responsabilidad. Aquello era todo lo que ella significaba para Pedro.



Él la rodeó por los hombros mientras esperaban a que el semáforo se pusiera en verde. A pesar de la fatiga, Paula podía sentir todos sus nervios en tensión. Sujetaba firmemente el paraguas, tratando de olvidar su pulso acelerado por el contacto. Era consciente de lo cerca que estaban, refugiados de la lluvia bajo el mismo paraguas.


Se preguntaba cuánto tiempo más seguiría teniendo aquellas sensaciones. No importaban los esfuerzos que hiciera por evitarlas. Aún se sentía atraída por él. Tal vez fuese porque, a causa de su falta de experiencia, no podía olvidar sus besos y sus caricias. Ahora que algunas sensaciones dormidas durante años habían despertado en ella, no podía eliminarlas.


Era frustrante. Hasta el momento en que conoció a Pedro era feliz con la vida que llevaba. 


Sabía lo que quería y sus planes no incluían a ningún hombre. Ahora que intentaba empezar a olvidarlo, no la dejaba ni un instante. Le dolía verlo. Y le gustaba verlo. Seguía siendo perfectamente capaz de ocuparse por sí misma de todos los aspectos de su vida. Sin embargo, no sabía qué quería en lo relativo a Pedro. Tal vez aún tenía la esperanza de que la relación entre los dos fuese posible.


Por fin, el semáforo se puso en verde. Los peatones empezaron a cruzar la calle, pero Paula se quedó inmóvil.


-Paula –dijo Pedro, tomándola por el codo-. ¿Qué sucede?


-El sistema de protección que has montado a mi alrededor. Estoy harta.


-Será sólo hasta que testifiques –aclaró Pedro.


-No. Ya es suficiente.


Paula dio media vuelta y se alejó de él con paso rápido. Pedro salió tras ella.


-Paula. ¡Espera!


Ella bajó la vista y continuó caminando.


-Le relevo de su trabajo, detective Alfonso. Regresaré sola a casa.


-No puedo permitir que lo hagas –dijo Pedro.


-Por supuesto que puedes. Estoy segura de que tienes muchos delincuentes a los que perseguir, en lugar de hacer de niñero conmigo. Pide a Javier que designe a otro.


-No lo hará.


-Entonces lo llamaré yo e insistiré para que lo haga.


-No asignará a nadie más porque tampoco me ha asignado a mí.


-¿Cómo?


-Lo hago en mi tiempo libre. Me he tomado unas semanas de vacaciones y la policía no sabe nada del uso que les doy.


Durante un instante, una sensación de esperanza la invadió. No se trataba de su trabajo. Tal vez fueran otras las razones por las que no se separaba de ella.


Se preguntaba cuánto tiempo más iba a estar dudando sobre sus auténticas intenciones


Un coche negro apareció de repente. Un segundo antes formaba parte del torrente de tráfico y ahora avanzaba directamente hacia ella.


De forma instintiva, saltó hacia atrás, pero resbaló en el asfalto mojado. El tacón de su zapato quedó atrapado en la rejilla y extendió los brazos para amortiguar su caída. El coche aceleró. Sus ruedas salpicaban finas gotas de agua. En el primer momento, Paula sólo pensó en su traje de seda. Lo había comprado hacía poco y se sentía muy guapa con él. Confiaba en que el conductor la viese y redujera la velocidad, pero no fue así. El coche terminó arrollando un quiosco de prensa y se subió a la acera.


Todo había sucedido muy rápido. En el instante en que Paula fue consciente de que el conductor no había hecho el menor intento de evitarla, sintió los brazos de Pedro alrededor de la cintura. Las ruedas del coche le arrancaron el paraguas de la mano.


-¿Te encuentras bien? –preguntó Pedro con voz agitada.


-¿Lo has visto? ¿Has visto lo que ha hecho?


Paula clavó las uñas en la espalda de Pedro, sintiendo temblar todo su cuerpo.


-Claro que lo he visto. ¡Vámonos de aquí!


-No. Tenemos que denunciar al conductor. Debe ser un borracho.


Miró a su alrededor y vio que el coche negro había desaparecido entre el tráfico.


-Mira cómo ha dejado mi paraguas –añadió.


-¿Puedes andar? –preguntó Pedro.


-Y mi traje está hecho una ruina.


Lentamente, levantó la mirada hacia la cara de Pedro.


-Podía haberme matado.


-Creo que era lo que intentaba –asintió.


-Oh, Pedro. Podía haberme matado –repetía insistentemente.


Los dientes de Paula castañeteaban, pero no a causa del frío.


-Vámonos de aquí –dijo él.


-¿Adónde? ¿Qué piensas hacer?


-Lo que debería haber hecho desde el principio.




EN LA NOCHE: CAPITULO 33




La habitación de Paula estaba llena de flores. 


En la ventana, en el suelo, sobre la mesa, llenando todo de brillantes colores. Había una delicada orquídea rosa de Armando y Judith, una violeta africana de Esther, varios ramos de gladiolos naranja y un enorme ramo de rosas de sus padres. También había un dibujo hecho con lápices de colores, que habían pegado en la puerta del baño. Varios platos de plástico con restos de comida de Jeronimo y Christian se apilaban en una bandeja, y un montón de novelas de misterio se apilaba en la mesilla, junto al teléfono.


Una televisión alquilada, colgaba del techo en una de las esquinas, emitía imágenes sin sonido. Pero Paula no le prestaba atención. 


Estaba reclinada sobre varias almohadas, acariciando una rosa roja. Era de Pedro.


Según le habían contado las enfermeras, Pedro había ido todos los días al hospital a interesarse por ella. Había anotado los nombres de todas las personas que la habían visitado. Quería asegurarse de que nadie que no estuviese autorizado tuviese acceso a su habitación. Ella había dicho ya a la policía que no recordaba nada del tiroteo.


Por lo menos, Pedro parecía haber aceptado el hecho de que no quería verlo. No tenía ningún sentido. Ya no había nada entre ellos, por lo que no era necesario fingir que seguían siendo novios. Después de las últimas palabras que Pedro le había dicho, justo antes del tiroteo, no entendía cómo se había atrevido a enviarle flores. El aire de la habitación tenía un olor sofocante.


Ahora tenía la mente más despejada. Paula se preguntaba cuál había sido el motivo por el que Pedro había estado en el hospital continuamente desde que salió del quirófano. 


Probablemente estaría preocupado por su salud, nada más. Si hubiera muerto, Pedro habría tenido que enfrentarse a todo tipo de papeleo, lo que le habría provocado muchos quebraderos de cabeza.


Era posible que también se sintiera culpable. A fin de cuentas, le había asegurado que no corría ningún peligro cuando la convenció para que lo ayudara. Tal vez le preocupara la posibilidad de que ella llevase antes los tribunales al departamento de policía. Probablemente era una combinación de todo aquello lo que lo mantenía pendiente de ella. Estaba segura de que sentía lástima por ella. La consideraría una pobre y patética mujer solitaria, hambrienta de sexo, que confundía la excitación de la adrenalina con algo distinto. Afortunadamente para ella, él la había rechazado antes de que todo aquello terminase por hacerla enloquecer. No había tenido tiempo; un disparo la interrumpió.


Cerrando los ojos, arrancó un pétalo de la rosa y lo dejó caer al suelo. Afortunadamente no había llegado a enamorarse. Recuperarse de un agujero en el pulmón era lo suficientemente doloroso para añadir el dolor de un agujero en el corazón.


Sus hermanos habían aceptado la farsa del compromiso sin problemas. Evitaban hablar de ello, así como mencionar el nombre de Pedro o cualquier detalle de la boda de la hija de Fitzpatrick. Se comportaban de forma muy protectora con ella, todos excepto Armando. Su carácter se había suavizado desde que Jimmy y él habían empezado a resolver sus problemas.


Sorprendentemente, su padre y él habían estado hablando con ella sobre sus planes de abrir un restaurante. Aquello no quería decir que aprobaran sus deseos de independencia, pero por lo menos no se cerraban en banda, y aquello suponía un avance.


-Buenos días. ¿Qué tal te sientes, Paula? –preguntó Geraldine, abriendo la puerta.


Arrancó otro pétalo de la rosa y lo dejó caer en la colcha.


-Regular. Gracias.


-¿Puedo hacer algo por ti?



-No, gracias. Christian me ha traído ya el desayuno.


-He visto a Pedro en el vestíbulo. Tiene un aspecto horrible –dijo Geraldine, acercando una silla a la cabecera de la cama-. Creo que deberías hablar con él, aunque sólo sea durante unos minutos.


-Ya no tenemos nada que decirnos.


-Oh, Paula, no te haría daño ceder un poco. Cualquiera que viera a Pedro pensaría que se le ha muerto el perro y lleva una semana sin dormir.


-Gerri, ¿cuántas veces te lo he repetido? Pedro no me ama. Yo no lo amo. Nuestro compromiso era una farsa. Todo ha terminado.


Geraldine alzó la cabeza.


-Me da igual lo que digan Jeronimo y los chicos. Pedro es un buen hombre. Podía haberlo hecho mucho peor. Y los dos rebosáis felicidad cuando estáis juntos. Me parece que entre vosotros hay algo mucho más profundo que una mera relación profesional.


-Las hormonas del embarazo te juegan malas pasadas, Gerri –dijo Paula-. Por cierto, ¿cuándo esperas que nazca el niño?


-No me hables. Ayer vi un documental sobre elefantes. ¿Sabías que su período de gestación dura veintidós meses? Creo que voy a ir a hacerme la revisión al zoo.


-¿Te encuentras bien? ¿Cuándo has ido al médico por última vez? –preguntó Paula.


-Hace dos días, y me dijo que estoy bien. Pero no cambies de tema. Estábamos hablando de Pedro.


Paula tomó el mando a distancia y subió el sonido de la televisión.


-Lo he visto por mí misma –insistió Geraldine-. Pedro estaba destrozado mientras estabas en quirófano. Ese hombre te adora.


-Eso es lo que parece. Todo ello formaba parte del trabajo de Pedro para poder introducirse en la boda. Él quiere a Fitzpatrick y yo quiero la recompensa. Eso es todo. Fin de la discusión.


Paula había contado la misma historia tantas veces que ya la recitaba de memoria.


-Muy bien. Muchas parejas se dedican a contar cómo se conocieron. La vuestra parece adecuada para relatársela a los nietos.


Suspirando, Paula hundió la cabeza en la almohada. Geraldine no era la única persona que pensaba aquello. Judith y su madre le habían dicho algo parecido el día anterior.


En el caso de su madre, no le extrañó. Insistía en que un principio difícil no era nada del otro mundo, y estaba deseando que algún día su hija sentase la cabeza y se casase. Era muy romántica, y se negaba a creer que el brillo que había en sus ojos fuera simplemente parte de la actuación.


Por otro lado, la forma en que Judith salía en defensa de Pedro también era comprensible. Aún le estaba muy agradecida por haber ayudado a Jimmy, con independencia de los motivos que hubiera tenido para hacerlo.



-Os empeñáis en negar la realidad –dijo Paula-. Judith, mamá, Esther, todo el mundo. Simplemente porque no aceptáis la idea de que os hayan engañado.


-Paula, lo he visto. No puede ser tan buen actor.


-Te sorprendería lo bien que puede interpretar Pedro un papel.


-Quizás lo veas de forma diferente cuando vuelvas a casa y las cosas vuelvan a la normalidad.


-¿Volver a la normalidad? –murmuró Paula-. No dejaré de respirar mientras espero.


-Hablando de esperar, yo tampoco puedo –dijo Gerandine, levantándose y dirigiéndose al lavabo-. Al niño le ha dado por jugar al fútbol con mi tripa, pero esta conversación no ha terminado.


Paula cambió impaciente el canal de la televisión. Sería estupendo estar de nuevo en casa. Allí estaría a salvo de todos sus familiares que intentaban arreglarle la vida.


En cuanto saliera del hospital, empezaría a buscar locales para su restaurante. No podría cobrar la recompensa hasta que Fitzpatrick se encontrase detenido, pero con la información que Pedro había obtenido, era sólo cuestión de tiempo. Aquello era lo que el policía le había dicho cuando le tomó declaración.


Recordó que se apellidaba Bergstrom. Se había comportado de forma correcta y amigable durante toda la declaración. Era un hombre joven, atractivo según la opinión de su madre. Rubio, con ojos azules y aspecto de modelo. 


Cuando sonreía pudo apreciar el rostro sonrojado de Monique, la enfermera que se hallaba junto a ella durante la declaración.


Paula suponía que era atractivo en el estricto sentido de la palabra. Seguramente muchas mujeres lo encontrarían arrebatador con su elegante traje y su sonrisa resplandeciente. De todas formas, tal vez se habría parado a mirarlo si durante la declaración no hubiese tenido que permanecer tumbada boca arriba rodeada de tubos y vendajes. O si Bergstrom hubiera tenido el pelo más oscuro, con un rizo sobre la frente. 


O si llevara una camisa hawaiana. Si tuviese un hoyuelo en el mentón. Si sus hombros fuesen más anchos y sólidos. Si sus labios supieran a miel.


Tomando la rosa entre los dientes, la destrozó y arrojó los restos al suelo. Después, tomó un libro de la mesilla. Era el momento de volver a la normalidad. Su colaboración con Pedro en la investigación había terminado. A partir de aquel momento, cuando necesitase algo excitante, lo buscaría en la biblioteca.


La portada del libro mostraba la mano de un esqueleto apretando el polvoriento gatillo de un revólver. Era justo lo que necesitaba para distraerse de todas las cosas en las que no quería pensar. Con un gesto de disgusto, abrió el libro. Antes de pasar de la primera línea, sintió la necesidad de volver a mirar la portada. No era la imagen del cadáver lo que la molestaba. Era el revólver. Parecía extraño, demasiado grande y muy corto. Si fuera más largo, sería un rifle. 


Sin embargo, una pistola podría parecer más larga si tuviera un silenciador en el extremo. Le tembló la mano mientras una imagen empezó a tomar forma ante sus ojos. Un silenciador.


Recordaba haber visto su brillo entre las sombras. Dos hombres estaban de pie, uno frente al otro. Después, uno de ellos cayó al suelo. Resultaba difícil fijarse en nada que no fuera el dolor que sentía. Pero no era la portada del libro lo que veía. Era un recuerdo. El hombre sobre el que Bergstrom le había estado preguntando repetidamente. Ella lo había visto. 


Había presenciado el asesinato.


El sonido de la puerta del baño, cuando salió Geraldine, la sacó violentamente de sus pensamientos. El libro cayó al suelo, y Paula se llevó la mano a la frente. Tenía la piel cubierta por un sudor frío.


-Estás blanca como la sábana –exclamó Geraldine-. Espera, voy a llamar a la enfermera. 


En vez de pulsar el botón que estaba junto a la cama, salió directamente al pasillo a pedir ayuda.


La cabeza de Paula estaba a punto de estallar. 


Estaba segura de que no había visto nada. Su memoria debía hacerse bloqueado. Tal vez aquello se debiera al dolor o a la medicación que le estaban administrando. Tal vez fuese un temor instintivo a repasar con más detalle lo que había sucedido aquella noche. Pero ahora ya no podía detenerse. Las imágenes se agolpaban unas con otras luchando por emerger en su memoria.


Una enfermera entró en la habitación y se aproximó a ella. Paula sintió sus fríos dedos en el brazo y luego en la muñeca, tomándole el pulso.


-Estoy bien –dijo Paula con voz débil-. De verdad.


Oyó el sonido de unos pasos en el pasillo. Esta vez sonaban más firmes. De repente, Pedro entró en la habitación.


-¿Qué ha sucedido? ¿Qué pasa aquí?


-Espere fuera –dijo la enfermera.


-Nada de eso.


Se dirigió rápidamente al otro lado de la cama y la miró con evidentes signos de nerviosismo.


-Paula, ¿qué te sucede?


Paula se quedó atónita al verlo. Tenía el pelo enredado. Bajo los ojos, grandes bolsas negras reflejaban su agotamiento. Su ropa arrugada confirmaba largas noches de vigilia.


Geraldine tenía razón. Estaba destrozado.


-Por favor, señor, no puedo permitir que continúe en la habitación.


-No hay problema –dijo Geraldine-. Es de la familia. Pero ¿cómo está Paula? ¿Ha sufrido una recaída?


-Estoy bien. Sólo estoy un poco mareada –acertó a decir Paula.



La enfermera sacó el tensiómetro y lo apretó en torno a su brazo. Después introdujo el disco del estetoscopio por debajo, junto a la piel. Le tomó la temperatura y a continuación le examinó la herida.


-No hay señales de infección y sus constantes vitales son correctas. No le toca la medicación hasta dentro de dos horas, pero si lo desea puedo conseguirle algo para aliviar el dolor.


-No quiero más calmantes. Mi cuñada no debería haberla llamado.


-No se preocupe. Probablemente se ha debido a que aún se encuentra débil y agotada. No se queden mucho tiempo con ella –añadió, dirigiéndose a Pedro y a Geraldine-. Necesita descansar más que recibir visitas.


Tan pronto como la enfermera salió de la habitación, Geraldine rodeó la cama y, tomó la mano de Paula entre las suyas.


-Lo siento. No tenía intención de cansarte. Parecías tan despejada que olvidé que tienes por delante una larga recuperación.


-No te preocupes.


-Será mejor que me vaya. Hasta luego, Pedro –dijo Geraldine, dirigiéndose hacia la puerta.


Paula giró la cabeza para mirar a Pedro.


-No es necesario que te quedes.


Él se acercó. Se inclinó para tomar el libro del suelo y lo dejó en la mesilla, junto al teléfono. De nuevo bajó la mirada. Vio los restos de la rosa en el suelo, los tomó y los echó a la papelera.


El corazón de Paula dio un vuelco. Se recordó que no quería volver a verlo. Pero tampoco quería que sufriera. Lo echaba de menos, aunque no podía echar de menos algo que ni siquiera había tenido. Sólo había sido una mentira, una farsa.


-¿Qué ha sucedido? –preguntó Pedro-. No importa lo que diga la enfermera. Puedo ver que hay algo que no marcha bien.


-Estaba recordando lo que sucedió la noche del disparo. Después de la boda.


Las líneas que rodeaban su boca se hicieron más profundas. Parecía imposible, pero la expresión de Pedro se volvió aún más preocupada.


-No tienes idea de lo culpable que me siento, Paula. He estado esperando que me diese la oportunidad para disculparme por mi comportamiento y por la forma en que he actuado contigo.


-No quiero hablar ahora de nuestras relaciones personales. Todo ha terminado. Hay algo más. Recuerdo haber visto una pistola.


-¿Cómo dices?


-Después de que me disparasen. Cuando me colocabas en el suelo.


-¿Viste una pistola? ¿Dónde? –preguntó nervioso.



-Detrás de ti. Levanté la cabeza un momento y vi que había dos hombres en la esquina del garaje –dijo Paula, como si la presencia de Pedro atrajese a su memoria detalles de aquella noche.



-¿Qué más viste? –preguntó Pedro, acercándose más a ella.


-Una pistola. Un hombre que caía al suelo. El brillo rojo del pelo de un hombre. Vi que un hombre guardaba una pistola en la chaqueta y huía. El extremo de la pistola era largo, probablemente llevaba un silenciador.


El recuerdo de aquellos momentos hizo temblar la voz de Paula.


-Tranquilízate –dijo Pedro tomando su mano-. Ya ha pasado todo. Nadie va a venir a hacerte daño nunca más.


-Pedro. He visto un asesinato. Un hombre murió allí, justo delante de mí.


El calor de los dedos de Pedro sobre su mano la tranquilizó.


-Intenta concentrarte en el hombre que estaba de pie. ¿Recuerdas cómo era?


-Tenía miedo de que disparase también contra nosotros, pero no lo hizo. No podía vernos. Después guardó la pistola en la chaqueta y caminó entre las sombras hacia el garaje.


-¿Pudiste ver cómo era? ¿Era alto, bajo? ¿Recuerdas cómo vestía?


-Llevaba el traje gris claro. Lo vimos durante toda la noche. Era Fitzpatrick.


-¿Estás segura? Estaba oscuro y tú estabas tumbada en el suelo.


-Por supuesto que estoy segura.


Las manos de Pedro estrecharon las de Paula.


Durante unos instantes permaneció, allí de pie, mirándola. Después, una amplia sonrisa iluminó su cara.


-Ya lo tenemos –murmuró.


Paula no quería volver a separarse de Pedro nunca más. Deseaba atraerlo hacia sus brazos y disculparse por haber destrozado la rosa que le había mandado. Se sentía culpable por haber pensado que era un miserable. No comprendía qué le sucedía. 


Parecía que no aprendía nunca.


Pedro quedó sorprendido por la fortaleza de Paula, incluso en aquellos momentos. A pesar del trauma que había sufrido, por encima del dolor del rechazo, iba a proporcionar la clave que permitiría acabar con Fitzpatrick para siempre.


Asesinato. Aquello era más de lo que él esperaba. No tendrían que esperar a atraparlo por blanqueo de dinero y evasión de impuestos. 


Con el testimonio de Paula, podrían encerrarlo por asesinato.


Todo ello confirmaba la teoría de Javier de que el disparo que Paula había recibido se había debido a un accidente. Fitzpatrick no la había visto. Por ello, no había motivo para que se preocupase. Al menos, por el momento.


La imagen de Paula desprotegida en la cama de hospital le provocó un profundo sentimiento de culpa. Estaba muy pálida. El pronóstico era bueno, pero le quedaba un largo período de recuperación por delante.


Bajó la mirada a sus manos entrelazadas. Ya había dejado antes que las emociones interfiriesen en su trabajo y aquél era el resultado. Por el bien de Paula, no iba a permitir que sucediese de nuevo. Tenía que concentrarse en el trabajo. Tenía que hacer caso omiso a los deseos de introducirse en la cama junto a ella y mecerla en sus brazos mientras le prometía que nunca nadie volvería a hacerle daño.


-¿Cuándo piensan darte de alta? –preguntó por fin.


-Mañana o pasado.


-Estaré contigo.


-No es necesario. Mi familia ya se ha organizado para turnarse y que siempre haya alguien conmigo.


-Estaré contigo. No te dejaré sola –insistió Pedro.


-Pedro, no necesito tu culpabilidad no tu compasión. Lo que me ha sucedido ha sido un accidente. No quiero que te sientas obligado a seguir haciendo… lo que estés haciendo.


-Lo que me gustaría es quedarme en tu casa para poder cuidarte. O que tú te quedes en la mía. Como te encuentres más cómoda.


-¿Quieres decir que te gustaría quedarte en mi casa? –preguntó Paula con desconfianza.


Pedro echó una ojeada por la habitación, observando los jarrones con flores que había por todos lados.


-Explicaré toda la situación a tu familia ahora mismo. Tus hermanos seguramente pondrán objeciones, pero estoy seguro de que Javier me dará todo su apoyo en este asunto.


-¿Javier?


-Intentaremos mantener esto oculto por el mayor tiempo posible, pero tenemos que estar preparados en el caso de que Fitzpatrick decida actuar.


-Pedro, ¿de qué estás hablando?


-Tú eres una testigo ocular. Tu testimonio va a ser crucial para condenar a Fitzpatrick. Por ello no podemos correr el menor riesgo con tu seguridad. Quiero permanecer junto a ti para garantizar tu protección.


Durante un momento, Paula se quedó mirando a Pedro. Sus ojos parecían desolados e indefensos en medio de su pálido rostro. Apartó la mano de la suya y volvió la mirada hacia otro lado.


-No.


-Pero necesitas protección.


-No. Definitivamente, no necesito que nadie más se preocupe por mi vida.


-Paula, por favor. Sólo intento cumplir con mi trabajo.


-Por supuesto. ¿Qué otro motivo te iba a llevar a hacerlo?