sábado, 15 de julio de 2017

¿CUAL ES MI HIJA?: CAPITULO 20





La brisa alborotó su cabello cuando los labios de Pedro sellaron los suyos en un beso posesivo. ¿Se habría puesto celoso la noche anterior? ¿Sería aquello posible?


Sus labios y su lengua le decían que era muy posible. Su mano sobre su pelo y la firmeza de su cuerpo indicaban que Pedro quería mucho más. Ella le había echado los brazos al cuello para atraerlo hacia sí. Ahora los dedos de Paula se deslizaban por su pelo y él respondía besándola más profundamente y frotando la parte inferior de su cuerpo contra la de ella. Paula deslizó las manos desde los hombros hacia el pecho de Pedro.


Él dejó un instante de besarla y le dedicó una mirada cargada de deseo y pasión.


—Quiero tocarte —susurró Paula sintiéndose todavía más débil que antes.


—Adelante, pues —murmuró Pedro esperando a ver cuál era el siguiente paso que ella quería dar.


—No estamos vestidos para la ocasión —dijo ella en voz baja deslizándole la mano por debajo del jersey.


—Querrás decir que no estamos «desvestidos» para la ocasión.


Entonces Pedro volvió a besarla mientras ella le trazaba con las yemas de los dedos un camino imaginario desde el pecho hasta el cinturón. Podía sentir la dureza de la hebilla por debajo de su camiseta.


Mientras la lengua de Pedro seguía el mismo ritmo que la suya, la mente de Paula se pobló de imágenes de los dos y un deseo como nunca antes había conocido se apoderó por completo de ella. Continuó deslizando la mano hasta que le cubrió la virilidad con la palma. Pedro gimió.


Ella sabía que estaba jugando con fuego pero no le importaba.


Sabía que el deseo de Pedro se iba haciendo más y más apremiante, como le sucedía a ella, y sin embargo no quería detenerse.


Pero él sí lo hizo. Le cubrió la mano una vez más aunque está vez no lo hacía para darle calor.


—¿Qué quieres que pase, Paula?


La pregunta de Pedro la golpeó como una dosis de realidad que la dejó paralizada. ¿Acaso no sabía que no podía creer en los sueños? ¿No sabía que aunque nunca hubiera experimentado una atracción física tan poderosa, la química no duraba? ¿No sabía que no se podía confiar en los hombres?


De pronto, Paula se sintió más ridícula que en toda su vida.


Apartó la mano de él, agarró de nuevo las riendas de su caballo y aspiró con fuerza el aire.


—Está claro que no pensaba en nada. No debería haber venido aquí esta mañana.


—Entonces, ¿por qué lo has hecho?


—Pensé que debíamos arreglar las cosas.


—¿Hay algo en particular que quieras decirme?


Paula hizo un esfuerzo para volver a revestirse de amor propio antes de contestar.


—Sí. No necesito que nadie me proteja. Si un hombre se acerca a mí puedo arreglármelas sola perfectamente.


Cuando hubo pronunciado aquellas palabras, supo que tenía que ser justa.


—Pero también quería darte las gracias. Hacía mucho que nadie cuidaba de mí.


—No estoy muy seguro de que fuera eso lo que yo hice.


El tono de voz de Pedro era enigmático, y Paula pensó que sería mejor no preguntarle nada porque tal vez no le gustara la respuesta.


Si la atmósfera entre ellos se había vuelto incómoda la noche anterior, ahora lo era mil veces más.


—Será mejor que me vaya. Las niñas se levantarán enseguida.


—Cabalgaré contigo la mitad del camino. Luego me acercaré a echar un vistazo a las cepas de la zona este.


¿Estaría tratando otra vez de protegerla? ¿Querría asegurarse de que regresaba sin problemas?


Tras subirse a lomos de Giselle, Paula lo miró y vio que él la
estaba observando. Entonces tiró de las riendas de la yegua y se encaminó hacia la casa.


Se había dicho a sí misma que no necesitaba la protección de Pedro ni la de nadie. Pero ahora caía en la cuenta de que tenía que protegerse de sí misma porque se estaba enamorando de Pedro Alfonso y no sabía qué hacer al respecto.


Pedro nunca sabía qué iba a encontrarse cuando regresaba a casa de la bodega para cenar. A veces Paula estaba ayudando a su madre en la cocina, y otras estaba en el dormitorio de las niñas leyéndoles un cuento. Estaba claro que Abril y Mariana no querían dormir separadas, así que el dormitorio de Mariana era de las dos.


Había días en que Paula llevaba a las niñas por la tarde al establo para jugar al escondite entre las cuadras.


Lo cierto era que estaba deseando volver a verla. Cada vez que pensaba en ella recordaba su mano colocada en él. Aquella imagen parecía dar vueltas por todos los circuitos de su cerebro. No hubiera querido que Paula se detuviera. Lo que él hubiera querido era...


Lo que todos los hombres querían. Satisfacción física.


—Paula está en el salón —le informó su madre—. No te vas a creer lo que están haciendo.


Había un cierto tono de reproche en la voz de Eleanora.


—¿Jugar a las muñecas encima de tu mesa auxiliar de caoba? — preguntó Pedro, recordando la reacción de su madre la primera vez que Mariana y él habían hecho aquello.


—No. Mariana vio que Paula se pintaba las uñas y quiso que se las pintara a ella también. El esmalte es de un tono rosado muy suave, pero de todas maneras... sólo tiene tres años.


Pedro le entraron ganas de reírse, pero se contuvo porque no quería ofender a su madre. Pero no pudo evitar hacer una broma.


—Me aseguraré de que no crezcan antes de la cena.


Eleanora le lanzó una mirada de advertencia. Él sonrió y se dirigió al salón.


Cierto que Mariana era demasiado pequeña para empezar a pintarse las uñas. Tal vez él debería...


Pedro se detuvo en el umbral cuando escuchó la risa de su hija.


Era una risa limpia, libre y alegre. Nunca la había escuchado reírse de aquella manera con anterioridad.


El cuadro que tenía delante era una imagen que quería conservar para siempre en su memoria. Paula y Mariana estaban sentadas una frente a la otra en el sofá con las piernas cruzadas. Abril estaba de rodillas en el suelo mirándolas.


Agarrando una de las manos de Abril, Paula le sopló
exageradamente en las uñas. La niña se reía.


—Muévelas arriba y abajo —le sugirió su madre—. Ya están casi secas.


Entonces volvió a concentrarse en Mariana. Con extrema precaución, Paula pasó el pincel del esmalte de uñas en el dedo meñique de la pequeña. Luego dejó el bote sobre la mesa y, tal y como había hecho con Abril, agarró la mano de Mariana y le sopló con exagerada fuerza sobre las uñas.


La risa de Mariana inundó el salón.


—Hace cosquillas —consiguió decir entre carcajadas.


—No, no hace cosquillas —respondió Paula arañando
suavemente la barbilla de la niña, que encogió la cabeza entre risas—. Pero esto sí —aseguró repitiendo el mismo gesto con Abril.


De pronto, Mariana se puso de rodillas y rodeó el cuello de
Paula con sus bracitos.


—Gracias, mami.


Las palabras de la niña inmovilizaron por completo a Pedro, y él pudo ver que a Paula también la habían pillado por sorpresa. Se dio cuenta de que Mariana estaba utilizando la palabra «Mami» no con el conocimiento de que Paula fuera su madre, sino con el deseo de corazón de que aquella mujer lo fuera. Era consciente de que los demás niños tenían mamás. Lo veía en las tiendas y en la televisión. Ella no tenía y estaba claro que quería una.


Pedro entró en aquel momento en el salón y se acercó al sofá. Al hacerlo vio que Paula tenía los ojos llenos de lágrimas.


—¿Qué estáis haciendo? —preguntó rodeando el hombro de Abril con su brazo.


—Pintarnos las uñas, igual que mamá —dijo la niña mostrándole la manita.


Pedro se fijó en que Jillian las tenía pintadas de un rosa suave.


—Mariana me pidió que le pintara las suyas. Pensé que no era nada malo. Aunque creo que tu madre no lo aprueba.


A Paula le temblaba un poco la voz, y Pedro podía comprender perfectamente la razón.


—¿Por qué no vas a ver a la abuela? —le preguntó a Mariana.


—Yo también quiero —intervino Abril.


—Claro. ¿Sabes? Podías pensar en empezar a llamar «abuela» a Eleanora, igual que hace Mariana. Creo que le gustaría.


En aquel momento, Paula supo que Pedro había escuchado a Mariana llamarla «mami» a ella.


Cuando las niñas salieron corriendo hacia la cocina, Paula dejó caer las piernas al suelo.


—Me ha pillado completamente por sorpresa.


—Ya supongo.


—Ella ve que otros niños tienen madre —continuó explicando Paula—. Es normal que también quiera tener una. ¿Te ha molestado?


—Es tu hija.


—Sí, pero durante tres años tú no lo has sabido y tener que
asumirlo ahora... Supongo que siempre imaginaste a Mariana llamando así a tu esposa.


Lo lógico era que la aseveración de Paula fuera cierta. Después de todo, Pedro se lamentaba todos los días de lo que Fran se estaba perdiendo y de lo que se estaba perdiendo Mariana. Y sin embargo le había parecido de lo más natural que Mariana viera a Paula como su madre.


—Tenemos que vivir en el mundo real, Paula. Y la realidad es que tú eres la madre de esta niña.


Se hizo entre ellos un silencio que pareció durar una eternidad.


Finalmente, Paula se puso de pie.


—Has animado a Abril a que llame «abuela» a tu madre. Tal vez deberías pensar en pedirle también que te llame a ti «papá»


—Lo hará cuando llegue el momento adecuado.


Repasando una vez más la idea a la que llevaba dando vueltas varias semanas, Pedro se dio cuenta de que él podía hacer algo para que ese momento llegara. Solo había una manera de solucionar la situación con Paula.





¿CUAL ES MI HIJA?: CAPITULO 19





Pedro se encontró a sí mismo colocándose al lado de Paula y entrando en la conversación.


—Ella está conmigo —afirmó dando a entender mucho más.


La charla que había mantenido con Paula sobre las citas le había recordado a Pedro lo infeliz que había sido ella en su matrimonio. Ojalá le hubiera contado algo a él. Deseaba que le tuviera confianza, pero lo cierto era que tampoco él se la había demostrado. Le había contado fragmentos sueltos de su pasado pero no la historia completa.


Cuando aquel estirado había hecho su aparición en el pasillo con ojos sólo para Paula, Pedro se había puesto inmediatamente en alerta.


Él llevaba semanas tratando de luchar contra la fascinación que sentía por Paula, y por eso comprendía que aquel tipo hubiera clavado la mirada en ella y no la hubiera apartado.


Tenía la sensación de que aquel hombre no estaba en el pasillo buscando libros para niños, así que decidió no perderlo de vista.


Paula abrió mucho los ojos, pero el hombre siguió en sus trece.


—¿No ha venido usted para la cita de los cinco minutos? —le preguntó a Paula ignorando por completo a Pedro.


Mirándolo de un modo que le dio a entender que no le había
gustado el modo en que había irrumpido, Paula negó con la cabeza y sonrió al desconocido.


—No, he venido solo para... Hemos venido a comprar libros
infantiles.


La mirada del hombre rubio se deslizó hacia la mano de Paula, en la que no había signo visible de anillo.


—¿Está usted comprometida? —le preguntó.


—No, pero no me interesan las citas de cinco minutos —
respondió ella negando con la cabeza.


Al escuchar su respuesta, el pretendiente de Paula se sacó una tarjeta de visita del bolsillo exterior de la chaqueta y se la tendió.


—En caso de que decida que le apetece tener una cita, llámeme — dijo guiñándole un ojo antes de dirigirse hacia la cafetería.


Cuando se hubo marchado, Paula se giró hacia Pedro.


—Sé hablar por mí misma, ¿sabes?


Pedro se sentía disgustado con la situación, y no comprendía aquel ataque de celos que nunca antes había experimentado.


—Pensé que te estaba ayudando —aseguró sin levantar la voz—. A menos que quieras meterte en esa cafetería y ponerte a la cola. Dijiste que no habías tenido ninguna cita desde...


—Eso no significa que no tenga intención de volver a salir nunca con nadie —lo interrumpió Paula con tono desafiante.


—¿Quieres tener una cita con él? —preguntó Pedro señalando la tarjeta que ella tenía en la mano.


—Siempre hay una posibilidad —respondió Paula sonriendo con picardía mientras la guardaba delicadamente en el bolso.


Pedro apretó la mandíbula. La complicidad que habían
compartido durante unos minutos había desaparecido. 


¿Acaso le importaría mucho que ella saliera con otro hombre?


A la mañana siguiente, Ralph Marlowe, el hombre que se
encargaba de los caballos y de mantener el jardín impecable, le dijo a Paula en el establo:
—Es muy temprano para salir a montar. El sol todavía no ha
terminado de salir.


—He visto a Pedro salir y pensé que sería una buena idea.


La noche anterior, cuando salieron de la librería, había entre ellos una atmósfera pesada. Hicieron en silencio el trayecto hasta casa y tras acostar a las niñas no mantuvieron ninguna conversación. Ni siquiera se dieron las buenas noches. Por la mañana, cuando vio salir a Pedro en dirección al establo, decidió seguirlo para despejar el ambiente que había entre ellos.


—El señor Pedro cabalga a cualquier hora, de día o de noche, en verano o en invierno, llueva, nieve o haga sol.


Paula soltó una carcajada.


—Él es mucho mejor jinete que yo. ¿El camino que ha tomado es muy complicado?


—No, pero es que tampoco suele seguir el camino. Aunque puedo decirle hacia donde creo yo que se dirige.


—Eso estaría bien.


Abril y Mariana estaban durmiendo. Eleanora andaba por la
cocina preparando galletas. Aquella era una buena oportunidad para dar con Pedro y aclarar las cosas. Aunque no estaba muy segura de qué iba a decirle.


La noche anterior se había enfadado mucho con él por el modo en que se había comportado con el hombre que se había acercado a hablar con ella. Pero luego se dio cuenta de que tal vez Pedro sólo estuviera intentando protegerla. A veces no sabía a qué atenerse con él. Era difícil saber en qué estaba pensando... O qué sentía, menos cuando hablaba de su propio matrimonio. En eso siempre había sido muy claro con ella.


Amaba a Fran, y la admiración que Paula había visto en sus ojos la noche que su esposa dio a luz había sido algo real y verdadero.


Por suerte, Pedro había seguido el camino que ella había
recorrido con Giselle en alguna ocasión. A Paula le gustaría salir a montar más a menudo pero el día no tenía horas suficientes para hacer todo lo que quería hacer. Ni siquiera había tenido tiempo para acercarse a una tienda de informática y preguntar por algún técnico para que le echara un vistazo a su ordenador portátil, que llevaba tiempo sin funcionar.


A medida que Paula cabalgaba se iba envolviendo en la hierba que brotaba verde y fresca, en los cerezos a punto de florecer, en el cielo azul decorado con unas cuantas nubes blancas... Había filas y filas de cepas con uvas que volvían a la vida.


Paula dejó que el viento le revolviera el cabello. Tenía las manos frías por la brisa de la mañana, pero dejó de importarle en cuanto divisó Pedro un poco más adelante.


Tenía un aspecto confiado, seguro de lo que estaba haciendo. Así era él. Si sabía a dónde quería ir, nada podría detenerlo. Paula lo había visto con las niñas, en la bodega y en el modo en que manejaba su vida.


No parecía necesitar a nadie, y lo entendía. Ella tampoco quería necesitar a nadie, pero a veces le hacía falta el oído de Carla, que tan bien sabía escuchar, sentir el brazo de la señora Carmichael alrededor de su hombro y desde luego los abrazos de Abril. Ahora también los de Mariana.


Cuando Paula llegó a la altura de Pedro, él redujo la velocidad y la miró fijamente.


—Has madrugado mucho —comentó.


—Ayer dijeron en las noticias que iba a hacer un día maravilloso.


—¿Por eso has salido a montar?


—Esa fue una de las razones.


—¿Y la otra?


Paula se revolvió en la silla y apretó las riendas.


—Hay veces en que no sé cómo actuar contigo. Anoche, cuando interviniste de pronto, no entendí la razón.


Por encima de sus cabezas se escuchaba el sonido lejano de un avión. La brisa jugueteaba entre los pinos, los cedros y la hierba. Todo volvía a la vida tras el frío invierno.


Pedro no dijo nada mientras subían la cima que daba a la parte sur de los viñedos. Al llegar, él desmontó, sujetó las riendas del animal y Paula hizo lo mismo.


Lo observó mientras contemplaba el riachuelo y las largas filas de viñedos. Llevaba puestos unos pantalones vaqueros y un jersey negro de cuello caja. Debajo asomaba el cuello de una camiseta. La brisa le apartaba el cabello de la cara, pero Pedro estaba de cara al viento, como si disfrutara de aquella sensación. Paula tenía la sensación de que era un hombre tremendamente sensual aunque ella sólo hubiera experimentado una décima parte de aquella sensualidad.


—Anoche intervine porque no quería que ese tipo de molestara. Fue después cuando me di cuenta de que tal vez estuvieras interesada.


—Para una mujer siempre es halagador saber que un hombre quiere salir con ella.


Pedro se dio la vuelta lentamente y dejó que su mirada resbalara desde su cabello hasta sus vaqueros ajustados, pasando por la chaqueta de franela que llevaba puesta. A pesar de la brisa y del frío de la mañana, Paula se sintió de pronto mucho más caliente.


—¿Vas a llamarlo?


—No —respondió ella acariciando arriba y abajo las riendas que tenía en la mano—. No me gustaba.


Sus miradas se cruzaron y se quedaron clavadas la una en la otra. Entonces Pedro le posó la mano sobre la que ella tenía sujetando las riendas.


—Estás fría.


Las manos de Pedro eran cálidas, llenas de fuerza, y le gustó sentirlas sobre las suyas.


—Sólo tengo frío en las manos.


Él soltó las riendas de su caballo, le tomó ambas manos y se las llevó a la cara. En un principio, Paula sintió que tenía las mejillas frías, pero luego se dio cuenta de que debajo de ellas había un calor innegable.


Tener las manos de Pedro sobre las suyas colocadas en su rostro le parecía un gesto más íntimo que besarse. Cuando él inclinó la cabeza y le besó la palma, Paula supo lo que era el calor de verdad. Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo mientras los labios de Pedro se deslizaban por su mano. Se le escapó un gemido de la garganta, y sintió que le temblaban las rodillas mientras la lengua de Pedro hacía maravillas con las líneas de su palma.


Él no apartó los ojos de los suyos y Paula supo que así podía ver las reacciones que provocaba en ella. Sabía que no debería dejarle, pero no podía disimular. Del mismo modo que no podía seguir negando lo que sentía por él. Le atraía tanto...


Como si le hubiera leído el pensamiento, Pedro la atrajo hacia sí y la abrazó con fuerza de modo que la protegía del frío, de sus propios pensamientos y de cualquier cosa que pudiera interponerse entre ellos.


—Te sientes atraída por mí, y yo me siento atraído por ti —
murmuró él mientras sus labios se posaban sobre los suyos.


No había modo de negarlo. Paula no podía ignorar el modo en que se sentía cuando la abrazaba. No podía disimular cómo se sentía cuando Pedro entraba en una habitación. Ni cuando la besaba.