lunes, 24 de septiembre de 2018

A TU MERCED: CAPITULO 14




Pues se equivocaba, lo lamentaba muchísimo.


Paula lamentaba haber aceptado ir con él, lamentaba haberlo conocido, lamentaba haber cometido el error de responder como si Pedro fuese un ser humano decente y normal. 


Pero no volvería a ocurrir.


Sólo intentaba romper la perpetua tensión que había entre ellos, mostrarse amable. Pero ella no podía evitar que Pedro fuese un hombre amargado, emocionalmente resentido con todo y con todos.


Paula suspiró, mirando el cielo por la ventanilla.


Pero la revelación sobre su infancia la había emocionado porque había visto el dolor en sus ojos, un dolor que intentaba enmascarar bajo una cínica fachada. Entendía ahora por qué había mantenido su identidad argentina durante el tiempo que vivió en Inglaterra, aunque eso había enfurecido a la dirección del equipo y, al final, le había costado su puesto. Era lo único que le quedaba de su padre, de su antigua vida. Pedro había intentado no desaparecer él también.


Al otro lado de la ventanilla el sol empezaba a desaparecer y el cielo era del mismo gris plomizo que el océano Atlántico a sus pies. 


Cansada. Paula miró la revista que tenía apoyada en la rodilla y leyó el mismo párrafo por enésima vez: La próxima temporada se llevará la tendencia camuflaje.


Ah, qué apropiado, pensó, llevándose una mano a la boca para disimular un bostezo.


—Estás cansada.


La voz de Pedro la sobresaltó.


—¿Por qué no duermes un rato? Ya sabes dónde está el dormitorio.


Se lo había enseñado cuando subieron al jet y la lujosa decoración la había dejado absolutamente sorprendida. Nada le gustaría más que tumbarse en esa cama, ridículamente desproporcionada en un avión tan pequeño, para dormir un rato, pero el tono ligeramente desdeñoso de Pedro la sacaba de quicio. No quería darle esa satisfacción.


—No, estoy bien. Además, es tu cama, no la mía.


—Yo tengo informes que leer.


—Sí, yo también —dijo ella, abriendo su ordenador portátil—. Cuanto antes empiece a trabajar, antes podré volver a casa. Y creo que estarás de acuerdo en que eso es lo mejor para todos.


Al menos había algo en lo que estaban de acuerdo, pensó Pedro, inclinándose para bajar la persiana de la ventanilla y bloquear así el reflejo de su cara. A medida que avanzaba la oscuridad, el rostro de Paula había empezado a aparecer en el cristal como una fotografía y sus ojos se veían atraídos por él continuamente. No podía evitar fijarse en cómo se mordía los labios cuando estaba leyendo, en cómo se apartaba el flequillo de la cara con un gesto nervioso…


Todo lo cual era completamente irrelevante, pensó, intentando concentrarse en un informe económico.


Los negocios eran un juego como cualquier otro para él. Había que observar las tácticas de los oponentes, reconocer sus puntos fuertes y sus debilidades y atacar cuando llegaba el momento. 


Y había que hacer todo eso sin emoción alguna.


Eso era algo que se le daba bien.


Pero cuando miró a Paula unos minutos después sintió una opresión en el pecho. Estaba erguida en el asiento, con el ordenador sobre las rodillas… pero tenía la cabeza ligeramente caída, el flequillo sobre la cara.


Se había quedado dormida.


Pedro se levantó para colocar el ordenador sobre la mesa y luego, agarrándola por la cintura, la tomó en brazos.


La cabeza de Paula cayó hacia atrás, ofreciéndole una panorámica perfecta de su rostro, de altos pómulos y labios generosos. Su corazón dio un doloroso salto dentro de su pecho. Durante seis años la había pintado en su mente como un cruce entre Lolita y Lady Macbeth, pero era imposible reconciliar esa imagen con la frágil y delicada joven que tenía en brazos.


Dejando escapar un suspiro, la llevó al dormitorio y la depositó suavemente sobre la cama, tapándola con una manta de cachemir que había a los pies… sin rozarla.


Luego se dio la vuelta y tan rápidamente como había entrado, salió del dormitorio y cerró la puerta.




A TU MERCED: CAPITULO 13




—¿Vino, lady Chaves? 


Paula asintió con la cabeza, conteniendo un gruñido de irritación por el uso de su título mientras Alberto, el auxiliar de vuelo, servía dos copas de vino blanco.


Llevaban una hora en el aire, pero a pesar del lujoso interior del jet, se sentía nerviosa e incómoda. Había pasado todo ese tiempo leyendo una revista, pero no recordaba ni una sola palabra de lo que había leído. Sin embargo, sabía de memoria la portada del periódico que estaba leyendo Pedro.


Alberto desapareció después de servir el vino y Paula tomó su copa.


—¿Te importaría decirle a la tripulación que no tienen que llamarme lady Chaves? Yo no suelo utilizar el título y prefiero que la gente me llame por mi nombre.


Pedro levantó la mirada.


—Ah, claro. Si lo prefieres así, se lo diré. Pero resulta irónico que de repente, quieras olvidar tu aristocrático título.


—¿Irónico? ¿En qué sentido?


El tomó un sorbo de vino.


—Es evidente que no tienes el menor problema para usarlo cuando te conviene.


Alberto apareció de nuevo con dos platos de langosta y ensalada verde y Paula esperó hasta que estuvieron solos para contestar:
—Vamos a ver si entiendes algo de una vez por todas: adoro a mi familia y estoy muy orgullosa de ser quien soy, pero nunca he usado mi título para abrirme puertas.


Jugando con una hoja de lechuga, Pedro pensó que no era eso lo que el tipo con el que cenó por la noche le había contado. Miembro de la federación de rugby, le había confiado mientras tomaban un oporto que no había habido otras empresas compitiendo para hacer los uniformes, que sólo habían tenido en cuenta el proyecto de la hija del presidente.


—No es eso lo que me han contado, pero seguro que tú piensas que por tener un trabajo y un apartamento tu vida es como la de los demás. Pero el apellido de tu familia…


—¿Cómo puedes ser tan hipócrita? Estamos manteniendo esta conversación a bordo de un jet privado. ¿Qué sabes tú sobre cómo viven los demás?


—La diferencia —replicó Pedro, con tono venenoso— es que yo he trabajado mucho para conseguirlo. Yo no vengo de una familia con apellido aristocrático.


Esperaba que ella se echase atrás, que entendiese que la mimada heredera que no sabía lo que era crecer sin nada, particularmente una identidad, estaba en terreno peligroso. Pero en lugar de eso, Paula soltó el tenedor y lo miró a los ojos.


—Muy bien, tu vida no ha sido fácil y por eso tienes que demostrarle a todo el mundo lo que vales, ¿no?


Sus palabras fueron como un golpe en el plexo solar. Un golpe duro e inesperado.


—De modo que —siguió Paula— tu pasado familiar te ha marcado tanto como a mí el mío.


—Yo no tengo un «pasado familiar».


—Todo el mundo lo tiene.


—Quizá en tu mundo, pero no en el mío. Mi «pasado familiar» se borró cuando tenía cinco años y me llevaron a Inglaterra.


—¿Por qué? —le preguntó ella.


Pedro hubiera querido decirle que no era cosa suya, que estaba entrando en terreno que él tenía cerrado bajo llave y guardado con alambre de espino, pero hacer eso sería una traición a su padre.


¿Y no había traicionado su madre a Ignacio Alfonso más que suficiente?


—Argentina era un país problemático cuando yo nací, sometido a una dictadura militar. Mi padre y mis tíos fueron detenidos porque eran miembros de un sindicato y mi madre, que era de familia inglesa, decidió llevarme a Londres al día siguiente. No nos llevamos nada.


—¿Qué fue de tu padre?


La luz del sol que entraba por las ventanillas del avión iluminaba el rostro de Paula, haciendo que su piel pareciese de oro. Había apoyado los codos en la mesa que los separaba y sus ojos tranquilos, tan verdes como un prado inglés en verano, parecían atraerlo, llevándolo hacia sus profundidades.


—¿Quién sabe? Se convirtió en uno de los miles de desaparecidos. Nadie sabe qué fue de ellos.


—Debió ser horrible —murmuró Paula—. No saber qué ha sido de una persona querida…


—Durante un tiempo yo quise creer que seguía vivo —dijo Pedro—. Desgraciadamente, mi madre no creía eso y volvió a casarse rápidamente… con el hombre para el que trabajaba como ama de llaves en Oxfordshire.


—Ay, ya. Pero no creo que fuese fácil tampoco para ella.


Pedro se pasó una mano por la frente. Por supuesto, debería haber imaginado que Paula Chaves lo vería desde el punto de vista de su madre: eran iguales. La lealtad y la honradez no estaban en el programa.


—Yo creo que sí lo fue —contestó—, Creo que fue muy fácil para ella reinventarse a sí misma y portarse como si el pasado nunca hubiera existido. Lo difícil era vivir con el recordatorio de su primer marido y ahí empezó mi encarcelación en los colegios públicos británicos.


Paula alargó una mano para apretar la suya y el roce pareció quemarlo.


—Lo siento mucho.


Había esperado seis años para oír esa frase y la ironía de las circunstancias lo dejó helado. ¿Qué era lo que sentía, la traición de su madre o la suya propia?


Pedro apartó la mano bruscamente.


—Lo dudo —murmuró, levantándose—. Lo dudo mucho.



A TU MERCED: CAPITULO 12




—Por fin —Pedro entró en la casa y miró alrededor—. Estaba a punto de marcharme. Pensé que te habías echado atrás.


—No ir a Argentina cuando me has ofrecido esa… ¿cómo lo llamaste? Ah sí, esa gran oportunidad de demostrar lo que valgo. ¿Y por qué haría eso?


—Dímelo tú. ¿Estás lista?


—Aún no son las once —contestó Paula, volviéndose hacia la escalera—. Ven conmigo.


—Espero que no tardes mucho —mientras subía tras ella, Pedro intentaba no mirar su trasero—. Mi chófer está esperando.


—Insisto: no son las once —repitió Paula.


Pedro se encontró en un salón con un enorme ventanal y brillantes suelos de madera. A un lado estaba la cocina, con armarios pintados de azul y una estantería llena de platos y cacerolas. 


Al otro lado había un enorme sofá tapizado en brocado rosa y una alfombra de pelo blanco. Las paredes estaban pintadas en color marfil e incluso en aquella mañana gris tenía un aspecto luminoso y alegre.


Y también increíblemente desordenado.


—¿Te han robado o siempre está así?—preguntó, mirando alrededor.


Intentando no pisar las pilas de ropa, revistas, zapatos y telas, se acercó a la puerta por la que Paula acababa de desaparecer y sintió una oleada de calor al comprobar que era su dormitorio.


—No y no —contestó ella, vaciando el contenido de una maleta en un antiguo armario—. Es que no me había dado cuenta de que ahora es verano en Argentina y tú has llegado casi media hora antes de lo previsto.


Pedro miró su reloj.


—Quince minutos. Pensé que habrías hecho anoche la maleta.


—¿Y por qué pensaste eso? ¿Crees que voy a poner mi vida patas arriba y cancelarlo todo cuando tú chascas los dedos?


Sin decir nada, Pedro se inclinó para tomar una prenda rosa que había en el suelo. Era un liguero de seda.


—Parece que no cancelaste nada —dijo, irónico.


—Anoche estuve trabajando, aunque no es cosa tuya —replicó Paula—. Por eso no tuve tiempo de hacer la maleta. Además, para eso me has contratado, ¿no? Para que diseñe el nuevo uniforme del equipo de Los Pumas. Si lo que querías era alguien con la habilidad doméstica de Blancanieves, deberías haber ido a Disneylandia.


Sí, podría tener razón. Por lo que había descubierto la noche anterior, Blancanieves sería tan capaz de diseñar un uniforme deportivo como lady Paula Chaves, y seguramente daría menos trabajo.


Apoyándose en el quicio de la puerta, Pedro metió las manos en los bolsillos del pantalón y la observó, pensativo. Sabía por la conferencia de prensa, cuando ella negó que hubiese habido problemas con la confección de las camisetas, que era una mentirosa. De hecho, sería divertido intentar averiguar cuándo decía la verdad y cuándo estaba mintiendo. Además, el vuelo a Buenos Aires duraba quince horas: un reto así haría que el tiempo pasara volando.


Suspiró, impaciente, mirando la cama con cabecero de hierro llena de almohadones… y también sujetadores y ropa interior. La feminidad del sitio lo hacía sentir incómodo porque le recordaba cosas que había decidido olvidar. Un frasco de perfume sobre una antigua cómoda inmediatamente le recordó el fresco aroma de su cuerpo; una barra de carmín, la imagen de sus labios, jugosos y rosados cuando la besaba, enrojecidos por su sangre cuando se apartó.


—Supongo que no valdría de nada decirte que te des prisa.


Paula apretó los dientes y, deliberadamente, se dispuso a doblar una camisa de lino.


—Si me ayudases, iría más rápido. ¿O ayudar a alguien es un concepto extraño para ti?


—Eso depende —contestó él, con una voz cargada de ácido—. Si la persona a la que ayudas va a decir luego que lo ha hecho todo sola…


Paula tomó otra camisa blanca del armario, negándose a dejarse afectar por sus pullas.


—Olvídalo —murmuró—. Pero no molestes.


—No te dejes esto —dijo Pedro, ofreciéndole el liguero que había tomado del suelo. Paula se lo quitó y lo tiró en un cajón.


—No voy a necesitarlo. Pensé que había dejado bien claro que sólo vamos a trabajar —le dijo, metiendo en la maleta varias braguitas de algodón blanco—. Ya está, he terminado.


—¿Sólo vas a llevarte eso?


Ella se encogió de hombros mientras cerraba la maleta. Diez minutos antes no podía meter una cosa más y ahora estaba casi vacía, pero no pensaba guardar ni una sola prenda que pudiera parecer frívola o excitante.


—Yo creo que es suficiente. No pienso quedarme mucho tiempo y no tengo la intención de…


—¿Pasarlo bien?


—Por supuesto que no.


—Bueno, si estás segura de que no vas a cambiar de opinión… ¿de verdad no quieres guardar nada más?


—No, nada. Vámonos de una vez.