domingo, 11 de junio de 2017

ROJO: CAPITULO 3





‐No entiendo por qué tienes que estar fuera todo el fin de semana.


El abuelo de Paula, Hugo Chaves, siguió cambiando la tierra a los tiestos del invernadero. Incluso después de treinta años como presentador de un conocido programa de jardinería en televisión, jardinería con Hugo, no había perdido el amor por lo más básico de su trabajo.


Paula se apoyó en la pared, suspirando.


‐Ya te lo he explicado. Han venido unos clientes europeos y tenemos que hacer que se diviertan. Es una cosa de trabajo.


Al menos, eso esperaba.


‐Eso no hubiera ocurrido en mis tiempos. Es increíble que una secretaria tenga que pasar el fin de semana con su jefe... a menos, claro, que entre ellos hubiera algo ‐Hugo levantó la cabeza para mirar a su nieta como solía hacer cuando era una adolescente y llegaba tarde a casa.


‐No te preocupes, no hay nada entre mi jefe y yo.


‐Bueno, de todas formas, esas cosas no pasaban en mis tiempos ‐ refunfuñó él.


No, era cierto. Y tampoco había un casino en Auckland entonces, de modo que su abuelo sólo habría podido jugarse algo de dinero en las carreras de caballos o en una amistosa partida de póquer con sus colegas del estudio de televisión.


‐¿Abuelo?


‐¿Sí?


‐Prométeme que no irás a la ciudad mientras yo estoy fuera.


Hugo Delacorte se dio la vuelta para mirarla y Paula sintió que se le encogía el corazón. El siempre había sido su ancla, incluso cuando la regañaba de adolescente, tras la muerte de sus padres en un accidente de tráfico. Pero ahora los papeles se habían cambiado y era Hugo quien dependía de ella.


‐¿A la ciudad?


‐Ya sabes a qué me refiero: al casino. Prométeme que no saldrás de casa. Con lo que me van a pagar por trabajar este fin de semana casi podré pagarle a Lee el dinero que le debes.


‐¡Eso no es problema tuyo! ‐exclamó su abuelo, avergonzado.


‐Pero es que sí es problema mío. No quiero que te preocupes por esa deuda, abuelo, dije que te ayudaría y lo haré.


‐¿Y piensas ayudarme pasando un fin de semana con tu jefe? Debe pagarte mucho dinero si así vamos a poder pagar a esa sanguijuela de Ling.


‐Abuelo, sólo vamos a trabajar...


‐Quieres hacerme creer que no tienes nada con tu jefe, pero yo no te creo.


Los ojos de Paula se llenaron de lágrimas, pero las contuvo. No quería llorar delante de Hugo porque si se daba cuenta de cuánto la angustiaba aquella situación no dejaría que lo ayudase... Sabía cómo lo había avergonzado que descubriera su deuda con el prestamista...


‐No hay nada entre mi jefe y yo, te lo aseguro. Y por favor, no vayas al casino. No podré concentrarme este fin de semana si tengo que estar preocupada por ti.


‐Más bien soy yo quien debería estar preocupado por ti ‐replicó su abuelo.


‐No tienes que preocuparte ‐suspiró Paula, intentando olvidar el comentario de Pedro de que sería «su acompañante».


Tenía que haberlo dicho de broma. Era imposible que Pedro Alfonso esperase de ella algo más que su trabajo como secretaria porque hasta la noche anterior jamás había mostrado el menor interés por ella como mujer. Además, sabía que no era su tipo. ¿Por qué iba a empezar a interesarse ahora?


Pero no podía dejar de pensar en el brillo de sus ojos cuando la reconoció en el casino. Claro que ella no era esa mujer. Daba igual las expectativas que él tuviera para el fin de semana, Paula no era esa mujer.


Suspirando, se inclinó para besar a su abuelo en la mejilla.


‐Te quiero mucho.


‐Yo también a ti, hija.


Paula lo miró durante unos segundos antes de salir del cobertizo que usaba como taller y entrar en la casa. Había envejecido diez anos en los últimos meses y la preocupaba dejado solo ese fin de semana. Llevaba casi cuatro semanas sin ir al casino, pero... ¿se atrevía a esperar que no volviese nunca?


Cuando entró en la casa miro los numerosos premios que había ganado su abuelo por su programa de televisión sobre jardinería, todos colocados sobre la repisa de la chimenea.


Hugo no se había tomado bien la jubilación pero, ocho años antes, la cadena de televisión había pensado que a los sesenta y cinco ya no estaba en su mejor momento y habían contratado a un presentador más joven. Aunque aun recibía cartas de sus fans.


El trabajo que empezó a hacer desde entonces como portavoz de una cadena de invernaderos lo había hecho feliz durante un tiempo, pero ese trabajo requería que viajase por todo el país y, al final, a los setenta años, había tenido que retirarse.


Y entonces descubrió el casino y la emoción de ganar, por un tiempo al menos. Cuando sus ganancias le dieron entrada a la zona VIP de jugadores, la cosa había tomado un rumbo muy diferente y Paula se quedo horrorizada al descubrir que, en un corto periodo de tiempo, se había visto endeudado hasta el cuello.


Y no le quedó más remedio que insistir en usar sus propios ahorros para pagar su deuda con Lee Ling. Después de todo, ella no pagaba nada en la casa, algo que según su abuelo era innecesario. Pero Paula sabía que el dinero del seguro de vida de sus padres prácticamente se había agotado y Hugo estaba viviendo de lo que había ahorrado de sus días en televisión.


Cuando fue a pagar al prestamista, Ling le había informado de la cantidad que le debía su abuelo y propuesto una forma alternativa de pago: por cada noche que lo acompañase al casino, no le cargaría el interés normal sobre la deuda.


Paula quería a su abuelo más que a nadie en el mundo. 


Hugo había cuidado de ella cuando sus padres murieron y había tenido que soportar su comportamiento rebelde durante la adolescencia, algo que hacía para enmascarar el dolor. Y también había estado a su lado cuando por fin se
tranquilizó y empezó a portarse como una adulta.


Cuando el interés del público por la trágica muerte de sus padres se desvaneció y ella había dejado de luchar contra el mundo, lo único que deseaba era que la dejasen en paz. Incluso cambió de colegio, apuntándose al nuevo con el apellido de su abuelo para pasar desapercibida.


Y él la había apoyado en todo momento.


Paula había dependido de su abuelo para todo.


Ahora le debía ese favor. Tenía que pagar la deuda que tenía con Ling y sacado de aquel horrible apuro. De modo que había aceptado la propuesta de Ling de acompañado al casino, para «endulzar» sus tratos con los clientes. Odiaba cada segundo, pero mientras pudiese ayudar a su abuelo, lo haría.


Y aquel fin de semana también merecería la pena, se dijo.


Pero cuando se iba a la cama esa noche se dio cuenta de que su abuelo no le había prometido que no iría al casino, de modo que sólo podía rezar para que así fuera. Esperaba con todo su corazón que no se arriesgase de nuevo porque si era así, todo lo que ella estaba haciendo no serviría de nada.


Paula estaba preocupada pensando que se sentiría incómoda con Pedro durante el fin de semana, pero no debería haberse preocupado en absoluto.


Las esposas de los clientes decidieron viajar con ella mientras los hombres iban en el coche con Pedro y, durante el viaje, parecieron contentarse con que ella se dedicara a conducir, señalando algunos lugares de interés por la ventanilla de vez en cuando, hasta que llegaron a Puhoi.


Después de comer en el histórico restaurante del pueblo, el grupo dio un paseo, deteniéndose de vez en cuando en alguna tienda de regalos hasta que llegaron al cementerio. 


Allí, el señor Schuster encontró las tumbas de algunos de sus antepasados. Y estaba claro por las inscripciones en las lápidas que aquella gente había vivido una vida muy dura.


En realidad, era difícil reconciliar el Puhoi de hoy con el que aquella gente debía haberse encontrado más de un siglo atrás, cuando llegaron de Praga, un viaje por barco que había durado cuatro meses.


Pero todos estaban encantados de estar allí y, evidentemente, el detalle de Pedro los había conmovido.


Paula sabía lo importante que eran las exportaciones de lana de la empresa Alfonso a la república Checa, el origen de los pobladores de Bohemia que habían llegado allí tantos anos antes, pero dudaba que ésa fuera la razón por la que Pedro había decidido parar en Puhoi.


Pedro Alfonso era un hombre que respetaba la familia y la herencia familiar. Cualquiera que trabajase para él sabría el respeto y el cariño que sentía por sus padres. Tanto el señor como la señora Alfonso trabajaban para la empresa, aunque ella dedicaba su tiempo a la Obra Social, que patrocinaba varias casas de acogida para adolescentes huérfanos o problemáticos.


Si Paula no hubiera tenido a su abuelo para cuidar de ella cuando sus padres murieron, seguramente habría acabado en una de esas casas.


Aunque Pedro era hijo único, Paula sabía por sus primos, sobre todo Bruno Colby, que salía mucho en las revistas del corazón últimamente, que todos se tenían mucho cariño. Para ellos la familia era algo indestructible y eso explicaba que se hubiera molestado tanto por los clientes.


El resto de la jornada hacia el norte, hacia Russell, transcurrió sin el menor problema. Paula seguía a Pedro en el todo terreno negro que le había adjudicado... y le encantaba lo suave que era el poderoso coche.


Pararon de nuevo en la ciudad de Whangarei, donde sus invitados se quedaron encantados con una demostración de vidrio soplado que hizo uno de los artesanos de la zona. 


Pero para cuando llegaron al hotel de Russell, estaba un poquito cansada de conducir y de hacer de guía turística.


Cuando daba la vuelta al coche para sacar los equipajes del maletero, Pedro la detuvo.


‐Déjalo.


Se había materializado a su lado de repente y estaba tan cerca que podía sentir el calor de su cuerpo a través del jersey. El jersey que él había pagado.


‐Los empleados del hotel se encargarán del equipaje. Estás aquí como mi acompañante, no como mi criada.


Paula asintió con la cabeza, decidida a mantener las distancias durante el fin de semana. La palabra «acompañante» no dejaba de repetirse en su cabeza.


Debería haberle dejado claro que «acompañante» era una persona que acompañaba y nada más. Claro que otra vocecita le preguntaba cuánto protestaría si él esperase otra cosa.


Pedro Alfonso era, sin la menor duda, un hombre muy atractivo. Desde el pelo oscuro a las suelas de sus zapatos hechos a mano, era el epítome del éxito y el poder, algo que resultaba muy atractivo. Y, sin embargo, seguía soltero.


A los treinta y cuatro años, ocho más que ella, había tenido varias relaciones, pero nunca habla dado el paso definitivo hacia el altar. Y siendo un hombre para quien la familia era tan importante, resultaba sorprendente que no se hubiera casado todavía.


Pero mientras podía una mano en su espalda para guiarla hacia la puerta, Paula se recordó a sí misma que no era asunto suyo lo que Pedro Alfonso hiciera con su vida.


Tras la publicitada muerte de sus padres y su horrible comportamiento después de la tragedia, por no hablar del escrutinio público al ser la meta de alguien tan conocido como Hugo Chaves, Paula valoraba la intimidad por encima de todo. Por eso no solía contarle a nadie quién era su abuelo.


Era más fácil ir por la vida siendo una desconocida... hasta que las deudas de Hugo lo habían puesto todo patas arriba.


Paula arrugó el ceño, preguntándose si volvería al casino ese fin de semana.


‐¿Algún problema? ‐preguntó Pedro, inclinándose un poco para hablarle al oído.


‐No, no pasa nada ‐murmuró ella, sintiendo que se le ponía la piel de gallina.


¿Por qué reaccionaba así?, se preguntó.


Aunque nunca le había molestado tener un jefe tan guapo, al contrario, hasta entonces no se había sentido en absoluto atraída por el.


¿Era porque había visto a la Paula Chaves que había bajo la ropa ancha y las lentillas oscuras? ¿Porque, por una vez, quería que la viese como la mujer que era?


Pero pensar esas cosas no llevaba a ningún sitio, se dijo. 


No, estaba allí para hacer un trabajo y eso era lo que pensaba hacer: actuar como guía para los clientes y asegurarse de que todo saliera como estaba previsto.


Sabía que la familia Alfonso ganaba millones con sus negocios, pero no estaba preparada para la elegancia y el lujo del hotel; que era en realidad una fabulosa finca con vanas casas distribuidas por el inmenso jardín.


Desde allí podía ver una panorámica de las islas Bay y la piscina olímpica daba la impresión de estar colgada sobre el mar.


La casa en la que entró con Pedro debía de ser la más lujosa de todas.


Paula sabía, porque había enviado allí a muchos clientes, que tenía cuatro suites, cada una con su cuarto de baño pero la belleza de su habitación la dejó boquiabierta.


Los cuadros debían valer más que todas sus posesiones juntas. De niña no había conocido la pobreza, al contrario, pero aquello era increíble...


‐¿Tienes un minuto? ‐le preguntó Pedro desde la puerta.


‐Sí, claro. Dime.


‐Sólo quería enseñarte la oficina. Tenemos que hacer algunos cambios en el contrato que estoy negociando con el señor Schuster.


Paula dejó escapar un imperceptible suspiro de alivio. Muy bien, si era una cuestión de trabajo, no había el menor problema. Eso era algo que podía hacer automáticamente.


‐¿Los Schuster y los Pesek ya están instalados?


‐Sí, pero han dicho que querían salir a estirar un rato las piernas antes de cenar. Hemos quedado en el porche a las seis para tomar un aperitivo, de modo que tenemos una hora para hacer esos cambios en el contrato antes de firmado.


‐¿Ya está a punto de firmarse? El otro día me dio la impresión de que el asunto no iba tan bien.


‐Hemos conseguido ponernos de acuerdo durante el viaje.


‐¿Ese era tu objetivo? ¿Por eso hemos venido en dos coches?


‐Me gusta hacer las cosas como es debido y no necesariamente siempre en una oficina. La corporación Tremont ha estado metiendo la nariz últimamente y no vamos a perder otro contrato por culpa de Josh Tremont si yo puedo evitarlo.


‐Ah, ya entiendo.


‐Durante el viaje hemos tenido oportunidad de charlar, de que me dijeran lo que pensaban. Dos perros, un hueso, ya sabes. Estoy seguro de que firmaremos el contrato antes de volver el lunes a Auckland.


Pedro llevó a Paula a la oficina, una sala con equipo informático de última generación, y no tardaron mucho en hacer los cambios necesarios.


Cambios que Paula debía admitir eran más ventajosos para
Schustery Pesek de lo que ella esperaba en un contrato de esa magnitud.


Estaba casi terminando cuando Pedro se levantó.


‐Vaya ducharme. Y cuando hayas enviado el nuevo contrato al departamento jurídico, tú deberías hacer lo mismo. Relájate durante unos minutos antes de la cena.


‐¿No quieres que espere el correo de respuesta?


Él sacó el móvil del bolsillo.


‐Yo me encargo de eso, no te preocupes. Si hay algún cambio te lo diré. Por cierto... ‐Pedro se detuvo en la puerta‐, me gusta lo que te has puesto hoy.


‐Debería gustarte, lo has pagado tú ‐dijo Paula.


Cuando terminó con el contrato volvió a la habitación y se tomó unos segundos para admirar la fabulosa panorámica desde el ventanal. Si algún día tenía la oportunidad de vivir en un sitio como aquél no se cansaría nunca de admirarlo. 


Había algo en el mar, tranquilo como estaba aquel día o bravo durante una tormenta, que siempre le daba cierta paz.


Aquel fin de semana iba a ser agradable, pensó. Todo iba a salir bien, estaba segura.


Paula entró en el vestidor, donde algún empleado del hotel había dejado su bolsa de viaje, y buscó el vestido que había comprado para esa noche. Pero cuando iba a colgarlo en la percha se quedó helada.


En el armario había camisas de hombre pantalones, chaquetas...


Alguien había cometido un terrible error.


Aquélla era su habitación, ¿no?


Rápidamente, se dio la vuelta para mirar en los cajones. Y al abrir el primero encontró calzoncillos y calcetines.


Su corazón empezó a latir a toda velocidad.


Alguien había cometido uno error, desde luego. Tomando su bolsa de viaje, Paula salió del vestidor...


‐¿Dónde vas? ‐al oír la voz de Pedro se quedó helada.


Acababa de salir de la ducha y tenía el pelo despeinado, como si se lo hubiera secado con una toalla a toda prisa, gotas de agua corriendo por sus hombros y su torso desnudo...


Nerviosa, Paula tuvo que tragar saliva. Pero estaba demasiado desconcertada como para saber si era de vergüenza o algo peor. Deseo.


No encontraba palabras. Sabía que debería apartar la mirada, pero no podía hacerla. No podía dejar de mirar aquel torso ancho, de pectorales marcados, la toalla sujeta sobre las caderas, las piernas desnudas...


‐¿Paula?


Ella levantó la mirada por fin.


‐Yo he encontrado mi ropa en el vestidor. Iba a... llevarla a mi habitación.


‐Deja las cosas donde estaban, Paula. Ésta es tu habitación.


‐Pero...


‐O, tal vez debería decir, nuestra habitación.





ROJO: CAPITULO 2




‐Verdes.


Paula miró a Pedro, sorprendida por tan extraño saludo.


‐¿Perdona?


‐Tus ojos eran verdes anoche, pero ahora vuelven a ser marrones. ¿De qué color son en realidad?


Estaba sentado tras su escritorio, mirándola con expresión seria, y Paula tenía la impresión de que no estaba hablando sólo del color de sus ojos.


‐Son verdes ‐suspiró por fin‐. Ahora llevo lentes de contacto.


Aquello iba a ser más difícil de lo que había pensado. 


Aunque no había conciliado el sueño en toda la noche porque temía la inquisición de su jefe. Había hecho lo posible por llegar antes que Pedro, pero él debía haberse levantado antes del amanecer para llegar a la oficina. El café que solía llevarle junto con los periódicos del día ya estaba allí. Había notado el aroma cuando salió del ascensor en la planta privada de Pedro en la torre Alfonso.


‐¿Y por qué los escondes? ‐le preguntó él, levantándose para mirada a los ojos‐. ¿Por qué escondes tantas cosas, Paula?


Ella dio un paso atrás, pasándose las manos nerviosamente por los costados de la chaqueta.


‐No sé de qué estás hablando.


‐No juegues conmigo, Paula. Tú sabes muy bien de qué estoy hablando. De esto ‐dijo él, señalando el aburrido y ancho traje de chaqueta‐ y de esto ...


Estaba señalando su pelo, ahora recogido en un estirado moño... que Pedro deshizo en un segundo, tirando las horquillas sobre su escritorio.


Mientras su larga melena resbalaba por sus hombros vio el mismo brillo de interés en sus ojos que había visto por la noche en el casino.


‐No estoy escondiendo nada. ¿Qué quieres, que venga a trabajar como iba vestida anoche?


Pedro tuvo que sonreír.


‐Bueno, eso haría que venir a trabajar fuera mucho más interesante, desde luego. Pero no, no me refería a eso ‐le dijo, apoyándose en el escritorio‐. Llevamos dos años trabajando juntos y, sin embargo, después de anoche, ya no te conozco. ¿Cuál de las dos Paula es la auténtica?


‐¿Y qué más da? Yo hago mi trabajo en la oficina, eso es lo único importante. Tú estás contento, los clientes están contentos... la ropa que me ponga fuera de la oficina no tiene la menor importancia.


‐¿Ah, no? ¿Y qué pasa con la gente con la que te relacionas fuera de la oficina? ¿De verdad crees que ser vista con Lee Ling es bueno para la empresa Alfonso?


‐Lee ni siquiera sabe que trabajo para ti.


‐¿Crees que ninguno de mis clientes te habrá visto con un hombre como Ling? Clientes cuyos asuntos tú conoces tan bien como yo ‐dijo Pedro‐. Esto tiene que terminar, Paula. No sé qué es Ling para ti, pero no puedes seguir viéndolo.


‐¡Tú no puedes decirme con quién debo salir fuera de la oficina!


‐¿No puedo? Durante el último mes he notado que no prestabas tanta atención al trabajo como antes. Has cometido errores... sé que lo has solucionado después, pero no creas que no me he dado cuenta. Lo que haces fuera de la oficina se refleja en el trabajo... considéralo una advertencia, Paula. Si los errores continúan, recibirás una advertencia por escrito.


‐Pero...


‐No vaya tolerar que pongas en peligro la calidad de tu trabajo por culpa de tus actividades extra profesionales.


Paula lo miró, perpleja. No podía hablar en serio.


‐No te gusta la gente con la que salgo fuera de la oficina, pero no puedes esperar que deje de ver a alguien sólo porque crees que eso afecta a mi trabajo... o porque crees que disgustaría a tus clientes si me vieran con él.


‐¿Por qué no?


‐Porque es absurdo.


‐Tú decides, Paula. Sabes lo importante que es para mí que estés al cien por cien todos los días. Si no puedes prometerme eso, me veré obligado a despedirte.


‐¡No puedo perder mi trabajo!


Sabía que había dicho demasiado en cuanto la frase escapó de sus labios, pero en aquel momento la idea de quedarse sin trabajo era aterradora. Si quería llevar a cabo el plan de pagos que había acordado con Lee, con sus desorbitados intereses, tenía que ahorrar todo lo que pudiera.


‐Admito que he estado un poco distraída últimamente, pero no volverá a ocurrir.


Pedro la observó, en silencio. La idea de perder su puesto de trabajo parecía asustada de verdad. Y que lo hubiese admitido decía mucho.


¿Estaría en deuda con Ling?, se preguntó. ¿Y cómo habría caído en las garras de ese prestamista?


Con el salario que ganaba, jamás hubiera imaginado que tenía problemas económicos. Claro que tampoco habría imaginado nunca que saldría con alguien como Lee Ling. 


¿Sería adicta al juego?


Esa idea era muy inquietante. Después de haber perdido parte del negocio por culpa de la corporación Tremont el año anterior, le preocupaba que su secretaria gastase más de lo que ganaba. Si alguien era vulnerable por razones monetarias, estaba abierto a todo tipo de tentaciones, incluyendo vender secretos de la empresa al mejor postor... algo que estaba en la liga de Lee Ling. .


Pedro había creído siempre que Paula estaba por encima de esas cosas, pero ya no estaba tan seguro. Su salario podía compararse con el de alguno de sus ejecutivos, pero él esperaba mucho a cambio de lo que le pagaba. Sin marido y sin hijos que mantener, a menos que también le hubiera mentido sobre eso, la creía una joven sin problemas económicos... Desde luego, nunca habría imaginado que le debiera dinero a nadie.


Y podía ver que se sentía incómoda porque tenía los labios apretados, como si así pudiera evitar decir algo más.


¿Cómo podía aquella Paula, que prácticamente había pasado desapercibida para él como mujer, ser la criatura sensual que había visto en el casino?


Pedro la miró de arriba abajo: un aburrido traje de color beige, zapatos planos del mismo color, una blusa abrochada hasta el cuello. Ojos marrones, nada de maquillaje, sólo un toque de brillo en los labios. Y ese pelo: esa gloriosa melena de color castaño con brillos rojizos acariciando los hombros de la chaqueta... era casi un insulto esconderla.


Como le había pasado por la noche, estaba deseando tocarla, rozar aquella brillante melena con los dedos para ver si era tan suave como parecía. Poner la mano en su cuello y empujar su cabeza hacia él para saborear sus labios, para abrirlos con la lengua...


«Tranquilízate», pensó, enfadado consigo mismo. «Es tu ayudante, no un juguete sexual». Pero, por mucho que lo intentase, no podía evitar ver a la mujer de rojo de la noche anterior.


Suspirando, se dio la vuelta para sentarse de nuevo tras el escritorio, que servía como barrera para esconder su reacción. Una reacción que no parecía capaz de controlar.


¿Cuándo había perdido el control?, se preguntó. Era algo que no le había ocurrido nunca.


Lo enfurecía que Paula tuviera ese poder sobre él. Paula Chaves era su secretaria, su mano derecha en el trabajo. Nunca se había fijado en ella como mujer y no quería hacerlo. No quería desearla.


Pero así era.


‐¿Qué es Ling para ti? ‐le preguntó directamente.


‐Somos... somos...


‐¿Sí?


‐Soy su acompañante ‐contestó Paula por fin, irguiendo los hombros, como retándolo a llamarla mentirosa.


‐¿Su acompañante? ‐repitió Pedro, levantando una ceja‐. ¿No me digas?


‐Que yo sepa, no hay ninguna ley que me prohíba ser su acompañante.


‐¿Y existe un arreglo económico para... que seas su acompañante?


Que se pusiera colorada era, lamentablemente, la respuesta que esperaba.


Aunque ella negaba vigorosamente con la cabeza.


El teléfono de su despacho empezó a sonar y Paula hizo un movimiento hacia la puerta.


‐Déjalo ‐dijo Pedro‐. Aún no hemos terminado.


¿Cómo podía no haberse fijado nunca en lo suave que era su piel, en esa complexión de porcelana?


‐¿Cuántas veces ves a Ling... como acompañante?


‐Un par de veces a la semana. ¿Por qué?


‐¿Y los fines de semana?


‐A veces, también.


Pedro se le ocurrió una idea entonces. Quería saber hasta dónde llegaba su compromiso, y tal vez su deuda, con el prestamista. ¿Mordería el anzuelo?, se preguntó. Esperaba que no fuera así. Esperaba que dijese que no y poder así darle la vuelta al reloj, antes de verla con ese vestido rojo, antes de verla y desearla con todas sus fuerzas.


‐¿Vas a ver a Ling este fin de semana?


‐¿Por qué lo preguntas?


‐El viernes voy a llevar a mis clientes europeos a Russell para enseñarles la ciudad. Quiero que vengas con nosotros en el segundo coche y que actúes como anfitriona este fin de semana.


‐¿Desde cuándo mis horas de trabajo incluyen los fines de semana? ‐ preguntó Paula.


‐Desde que estoy dispuesto a pagártelo como horas extra.


Pedro mencionó una cifra que la hizo levantar las cejas, sorprendida. Si lo que había entre ella y Ling fuera una relación de verdad no aceptaría ir con él. Pero si aceptaba su oferta, estaba claro que Paula tenía un serio problema.


Los hombres como Lee Ling tenían la habilidad de mover la portería cuando uno pensaba ,que había marcado un gol y la mayoría de sus víctimas no entendían en qué clase de problema podía meterles un préstamo cuyo interés aumentaba en progresión geométrica cada día. Si Paula estaba con Ling por un problema económico, necesitaría todo el dinero que pudiese encontrar.


Pero intentó disimular. No quería que se diera cuenta de que había descubierto el problema.


‐¿A qué hora nos vamos?


Pedro tuvo que disimular su decepción. Habla aceptado y eso se lo decía todo.


‐Saldremos a las once y pararemos en Puhoi para comer. Los antepasados del señor Schuster están entre los pobladores de Bohemia que llegaron aquí en 1860 y creo que le gustará conocer el sitio.


‐¿Y nuestros planes cuando estemos en Russell?


‐El sábado iremos a ver la famosa roca y los delfines, si el tiempo lo permite. Y posiblemente el domingo jugaremos al golf e iremos de excursión. Volveremos a Auckland el lunes por la tarde.


‐¿Tendré que llevar ropa formal o informal? 


Pedro sonrió.


‐¿Como el vestido de anoche?


De nuevo, Paula se puso colorada, aunque esta vez parecía más enfadada que otra cosa.


‐No, no te preocupes. Ropa informal durante todo el fin de semana. Nos alojaremos en Whakamarie ‐Pedro mencionó un hotel de cinco estrellas conocido por contener una serie de villas separadas para los clientes‐, y he pedido un servicio de catering para todo el fin de semana.


‐Muy bien. Imagino que saldremos desde aquí.


‐Sí, pero comprueba que los dos coches tengan el depósito lleno y estén en el garaje de la oficina el viernes por la mañana.


Después de darle una lista de instrucciones, Pedro le dijo que podía irse y, una vez solo, se echó hacia atrás en el sillón, mirando por la ventana desde la que se veía el puerto de la ciudad de Auckland, que incluso a media semana estaba lleno de yates. Y; en aquel momento, envidiaba la libertad de sus propietarios.


Pedro se levantó del asiento para dirigirse al despacho de Paula. Ella tenía el teléfono apoyado entre el cuello y el hombro mientras tecleaba algo en el ordenador. Apoyándose en el quicio de la puerta, se quedó mirándola.


‐Este fin de semana, sí. No, no estoy disponible, tengo un asunto urgente de trabajo.


Evidentemente, estaba diciéndole a Ling que no podía verlo ese fin de semana. Sabía que debería sentirse satisfecho, pero en realidad era una victoria pírrica.


‐Dije que te daría tu dinero la semana que viene... sí, ya sé que me he retrasado, pero te doy mi palabra de que lo tendrás cuando vuelva... ‐ entonces giró la cabeza y se quedó callada al ver a Pedro en la puerta‐. No puedo hablar ahora. Te llamaré el lunes por la noche.


Paula colgó el teléfono y levantó la barbilla para mirado.


‐¿Querías algo?


‐Sí, que no te pongas ese traje tan ancho ni las lentillas ‐dijo él entonces‐. Quiero que este fin de semana seas la auténtica Paula. De hecho... ‐ Pedro metió la mano en el bolsillo del pantalón para sacar una tarjeta de crédito‐ cómprate algo decente para este fin de semana.


Ella miró la tarjeta, que había caído sobre su mesa.


‐¿Te preocupa que no tenga nada que ponerme?


‐A juzgar por lo que te pones para venir a la oficina, sí, me preocupa. Imagino que el vestido que llevabas anoche te lo compró Ling y, sencillamente, yo me ofrezco a hacer lo mismo.


Paula se irguió un poco más, si eso era posible. Pero no dejó de mirado a los ojos mientras tomaba la tarjeta.


‐Gracias ‐le dijo, con tal rabia que Pedro deseó haber manejado el asunto de otra manera‐. No te preocupes, no te defraudaré.


Después, se levantó del sillón para acercarse al armario donde guardaba el bolso y metió allí la tarjeta. Pero mientras volvía a su escritorio Pedro notó que estaba temblando.


‐¿Te importaría decirme en calidad de qué voy a ir contigo este fin de semana para que creas necesario comprarme ropa?


Lo había preguntado con un tono seco que dejaba bien claro lo enfadada que estaba en ese momento. Y, sin embargo, Pedro se tomó su tiempo para responder:
‐En calidad de acompañante, Paula. Mi acompañante.