miércoles, 26 de diciembre de 2018

EL SOLTERO MAS CODICIADO: CAPITULO 20




Pedro la miró en silencio por unos segundos llenos de tensión, furioso porque tuviera esa opinión de él. Pero entonces recordó el adolescente con las hormonas revolucionadas que había sido y soltó el aire en una prolongada exhalación.


-Lo intenté -admitió con una amarga carcajada-. Lo intenté por todos los medios -añadió. Se apartó de Paula y se frotó la nuca.


-¿Me estás diciendo que Malena te rechazó? -lo presionó Paula-. No me lo creo, Pedro. Mi hermana estaba tan loca por ti que hubiera hecho cualquier cosa.


-Sí -afirmó él, asintiendo-. Siempre me gustó eso de Malena


Los ojos de Paula destellaron.


-También me gustaban sus ojos -murmuró, observando los de Paula-. Eran muy parecidos a los tuyos, salvo que no eran verdes... No recuerdo el color, pero sé que no eran verdes.


-Azules -dijo Paula.


-También me gustaba su voz. Suave y femenina. Igual que la tuya... cuando eres simpática, al menos -dijo, acariciándole la tensa mandíbula con el pulgar.


Ella apartó el rostro de su tacto, pero él le clavó la mirada, decidido a explicarle lo que había sentido por Malena. Hasta ese momento él tampoco lo había entendido.


-Lo que más me gustaba de ella era su boca, Pau... ¿Sabes por qué?


-No creo que necesite saberlo.


-Porque me recordaba a la tuya -respondió él con un ronco susurro.


Una expresión de sorpresa y aturdimiento desplazó el dolor de los ojos de Paula. Pedro bajó la mirada a su boca, tan suculenta y apetitosa que tuvo que contenerse para no devorarla.


-El único problema era que besarla no se parecía en nada a lo que imaginaba que sería besarte a ti.


Paula pareció quedarse sin respiración.


-Nunca hice el amor con ella, Pau. Nos quedábamos en el asiento trasero de mi coche, pero nunca llegué tan lejos. Sabía que no estaba siendo justo. No era Malena a quien estaba besando.


En el silencio que siguió sólo se oyeron los latidos de su corazón. Y tal vez los latidos de Paula. Ella se sentó en el sofá, junto a la chimenea, y dobló las piernas bajo el cuerpo.


-¿Me estás diciendo que pensabas en... mí? -susurró-. No me lo creo. Ni siquiera parecías darte cuenta de que yo era una mujer.


-Tú parecías preferirlo así -repuso él, paseándose tranquilamente por la habitación-. Llevabas el pelo tan corto que no te hacía falta peinarlo. Te habrías muerto antes que llevar un vestido. Nunca te maquillabas ni lucías joyas. Lo tuyo eran las camisetas, los vaqueros y una vieja gorra de béisbol -se detuvo ante ella y se rió con nostalgia-. Y maldecías como cualquier chico. Siempre tenías los codos y las rodillas magullados de escalar rocas o montar en bici. Y cuando alguien te hacía enfadar, no dudabas en atizarlo.


-Sí, bueno... -murmuró mientras evitaba su mirada, como si se sintiera avergonzada por la descripción pero fuera incapaz de negarla-. A eso me refiero. Me veías como a uno de los chicos, así que...


-Yo no he dicho eso -la interrumpió él, sentándose a su lado en el sofá. Presionó la rodilla contra sus piernas dobladas y desnudas y sintió la suavidad de su piel a través de los vaqueros-. Había momentos en los que no podía evitar fijarme en que no eras uno de los chicos.


-¿Cuándo? -preguntó ella, mirándolo con una extraña expresión de vulnerabilidad.


Él dudó un momento. Le resultaba difícil admitir esos secretos que siempre le había ocultado.


-Como cuando tomabas un cucurucho de helado.


-¿Un cucurucho de helado?


Pedro reprimió una sonrisa y se relajó en el sofá, extendiendo el brazo a lo largo del respaldo, junto a la nuca de Paula, y empapándose de su olor y belleza.


-Tenías una manera de saborear el helado que me hacía... mmm... mirarte -confesó-. Sobre todo tu boca. A veces la imaginaba durante toda la noche. Y pensaba en cómo sería besarte.


-¿Be... besarme? -balbuceó ella, poniéndose colorada.


-Besarte -afirmó él. Las imágenes del pasado volvieron con fuerza y erotismo. Paula no había sido guapa entonces, pero casi lo había vuelto loco-. Recuerdo cuando te ponías aquellos shorts vaqueros. Se deshilachaban con cada lavado, y al final del verano sólo te llegaban por aquí -le pasó los dedos por los muslos desnudos, tentadoramente cerca de las braguitas.


Sus miradas se encontraron en un destello de calor.


-Lo disimulabas muy bien -susurró ella.


-Lo intentaba.


-Incluso las veces que te sorprendí mirándome, acababas burlándote de las pecas de mi nariz o del aparato de mis dientes y te ibas con otra persona.


-Tenía que hacerlo -dijo él con el ceño fruncido.


-¿Por qué?


«Porque desearte me daba un miedo terrible», pensó, y apartó incómodamente la mirada.


-Maldita sea, Paula, éramos amigos. Colegas. Me sentía como un idiota pensando en ti de esa manera -hizo una pausa, incapaz de explicar lo desgarrado que se había sentido en el fondo-. Sospechaba que me darías una paliza si lo supieras.


No era exactamente una mentira, pero tampoco era cierto. La razón principal de su distanciamiento había sido la férrea convicción de que estaría perdido si se acercaba demasiado a ella. Atrapado por algún hechizo.


-Aunque seguramente me habría arriesgado a recibir una paliza si no hubieras sido tan ingenua...


-¿Ingenua yo? -preguntó ella, boquiabierta.


-Eras una cría dulce y pura.


-¡Dulce y pura! -repitió, absolutamente perpleja. Se inclinó hacia él y le puso las manos en la oreja-. ¿Hola? ¿Está Pedro ahí dentro?


Él se apartó con una carcajada.


-Es cierto. Seguro que nadie te besó antes de que te marcharas de Point.


Ella arqueó una ceja.


-Estás incurriendo en una grave equivocación.


-¿Quieres decir que te besó algún chico? -preguntó él con incredulidad-. ¿Quién?


-No es asunto tuyo.


-Nunca saliste con nadie.


-Eso no lo sabes.


Pedro apretó la mandíbula, irritado porque algún chico, a quien seguramente él había conocido, hubiera estado saliendo con ella a escondidas. Besándola... Paula sonrió con expresión satisfecha.


-Sí, bueno -aceptó Pedro, riendo-. A pesar de toda tu vasta experiencia, seguías siendo una ingenua.


-¿Qué te hace pensar eso?


-Pequeños detalles -dijo él, acariciándole un mechón de sus sedosos cabellos negros-. Como cuando te empujaba al agua. ¿Sabías que lo hacía a propósito?


-Claro que sí. Me empujabas en los muelles, por amor de Dios.


-¿Sabías por qué?


-¿Por diversión? -preguntó ella, mirándolo con recelo.


-Por ejemplo -admitió él con una sonrisa maliciosa-. Salías del agua hecha una furia, despotricando contra mí, empapada y con tu camiseta de algodón... pegada a tu cuerpo -la voz se le quebró y quedó en silencio, aturdido por el calor que le provocaba el recuerdo.


Bajó la mirada a sus pechos sin poder evitarlo. 


Eran más grandes y voluptuosos ahora, pero con los mismos pezones puntiagudos que se asomaban a través del algodón mojado.


-Me excitabas tanto al salir del agua, Paula, que habría dado lo que fuera por poder tocarte...


Una ola de sensualidad líquida cubrió la mirada de Paula.


-¿Sabes una cosa? -le preguntó ella-. Te habría permitido hacerlo.



EL SOLTERO MAS CODICIADO: CAPITULO 19




-¡Shhh! Lárgate -susurró Paula, abriendo las puertas lo suficiente para asomar la cabeza-. Vas a conseguir que todo el mundo salga en busca del chimpancé.


-¿El chimpancé? -repitió él con voz profunda y suave desde algún sitio bajo el balcón-. ¿Es que no reconoces a un ave exótica cuando la oyes?


Paula se mordió el labio para reprimir una carcajada.


-¿Alguna vez te han dicho que eres desesperante?


-Sí. Una amiga llamada Paula Chaves. ¿La conoces?


Una inesperada sensación de pérdida se instaló en su estómago.


-¿Cómo sabías qué habitación era la mía? -le preguntó para cambiar de tema.


-Se lo pregunté ayer a los hijos de Dee.


-Vete, Pedro.


-Baja. Te he traído tu coche.


-Podemos cambiar los coches por la mañana.


-Necesitaré el mío esta noche, por si acaso me llaman para una emergencia. Siento haber llegado tan tarde. El único que podía llevarme a casa era el viejo Walt, de mantenimiento, y su turno no acabó hasta las once. Además, tuve que pararme a lavar tu coche con la manguera después de haberlo sacado del barro. Pensé que no querrías conducirlo en ese estado.


Una mezcla de gratitud, culpa y otras emociones difíciles de nombrar la hizo salir al balcón, donde buscó la presencia de Pedro a la luz de la luna.


Necesitaba verlo. Lo había juzgado mal. Pedro no sólo había cumplido su palabra, sino que se había tomado más molestias de las necesarias para ayudarla después de una larga jornada en el hospital.


-Gracias por traerme el coche -dijo, apoyándose en la barandilla-. Pero no tenías por qué lavarlo.


-Quería hacerlo -respondió él, moviéndose en las sombras para que pudieran verse más claramente.


A Paula le dio un vuelco el corazón al verlo tan alto y varonil, con sus anchos hombros y las piernas separadas. El pelo le relucía a la luz de la luna, y sus susurros adquirían una sensual aspereza en la noche veraniega.


-Tenemos que intercambiar las llaves de los coches, Pau. Baja.


Ella tragó saliva, sabiendo que Pedro quería algo más que la llave. Se sentía terriblemente tentada.


-Puedes tirármela aquí y yo dejaré caer la tuya.


-Está muy oscuro. Podría perderse en la hierba.


-Entonces tendrás que esperar hasta mañana.


-Tengo una idea mejor.


Ella vio cómo agarraba un banco del jardín y lo colocaba bajo el balcón.


-¿Vas a subirte al banco para que te dé la llave? -preguntó, vagamente decepcionada-. ¿Pedro?


Al cabo de un breve silencio, oyó un ruido sordo, una maldición ahogada y el roce de unas botas contra la pared de ladrillo.


-No estarás intentando subir aquí, ¿verdad? -dijo con aprensión-. Será mejor que no lo hagas -añadió, y soltó un grito cuando las manos de Pedro se aferraron a la barandilla y sus alborotados cabellos rubios aparecieron ante ella-. Estás loco -susurró, inclinándose sobre él-. Alguien te verá y llamará a la policía. Te caerás y te romperás el cuello. Te... oh, Dios mío.


Con el corazón desbocado por la angustia, retrocedió mientras Pedro se encaramaba a la barandilla y plantaba sus botas en el balcón.


-No creías que podría hacerlo, ¿verdad? -dijo con una sonrisa torcida.


Ella sintió deseos de estrangularlo por asustarla de aquella manera.


-Podrías haberte quedado en el banco y yo te hubiera dado la llave.


-Vaya, no se me había ocurrido -dijo él sin dejar de sonreír.


Paula soltó un resoplido.


-¿Te das cuenta de los problemas que tendrías si llamara a la policía?


Pedro se apoyó indolentemente en la barandilla. 


Llevaba vaqueros y camiseta negros, y con su pelo alborotado alrededor de su atractivo rostro parecía la versión fantástica de un ladrón.


-Adelante. Denúnciame.


-Debería hacerlo.


Su mirada ambarina le recorrió el rostro, y Paula se embebió en la contemplación de sus rasgos varoniles, salpicados por la luz de la luna. El dulce olor del loto y la hierba impregnaban la brisa nocturna, embriagándola. Las ranas y los grillos cantaban con un ritmo fuerte y constante, como el torrente sanguíneo que palpitaba en sus orejas. Y el suave murmullo del mar la llenaba de una extraña sensación premonitoria.


La sonrisa de Pedro fue borrándose de su rostro a medida que su mirada absorbía el resto de Paula, que sintió su cálido escrutinio por todas partes, como si fuera una caricia. Cruzó los brazos al pecho para detener aquella seducción silenciosa y se rodeó los brazos desnudos con los dedos. La camisola de satén apenas cubría las braguitas, dejándola atrevidamente expuesta. Los finos tirantes se habían deslizado de sus hombros, y aparte de un borde de encaje las piernas y los muslos estaban desnudos. Era como llevar un bañador, se dijo. Y sin embargo, estar al descubierto le infundía una arrobadora sensación de poder.


Pedro volvió a mirarla a los ojos con renovada intensidad.


-¿Desde cuándo eres tan condenadamente hermosa?


Paula sintió que se abrasaba bajo la piel. Pedro la estaba consumiendo con su mirada, incitándola a exhibirse aún más. La afectaba con demasiada facilidad.


-Iré por tu llave -dijo, y se giró llena de pánico hacia las puertas francesas.


Él se movió para bloquearle el paso, pero fue su mirada lo que la detuvo.


-Antes quiero cobrarme el resto del pago -susurró.


A Paula se le formó un nudo en la garganta.


-No sé a qué pago te refieres.


-Un beso -dijo él con una sonrisa, aunque su mirada seguía siendo seria e intensa-. Me debes un beso.


-En ningún momento acepté pagarte con un beso.


-Claro que sí -replicó él. Le acarició la mejilla y hundió la mano en sus cabellos, provocándole el deseo de recibir más-. No con palabras, pero sí con tus ojos... -añadió, trazando una línea sensual junto a la boca-. Bésame, Paula -le pidió-. Por favor. Llevo pensando en esto toda la noche.


Un deseo traicionero la recorrió. Quería ceder al impulso, pero ambos sabían que no sería sólo un beso. Tenía que obligarse a recordar las razones por las que no podía intimar con él... El caso de negligencia. Su propia reputación profesional. Y las traiciones del pasado.


-Entonces... ¿te parezco hermosa ahora, Pedro?


Él cerró los ojos y le rozó ligeramente el labio inferior con la boca.


-Sí... Y si te estás preguntando por qué creo que eres hermosa, debo decir que mi criterio está basado en una reacción puramente física. Nunca he visto a una mujer más hermosa -le aseguró en un vehemente susurro.


Ella respiró hondo y se apartó de él. La camisola de satén color melocotón reflejaba los destellos de la luna, ciñéndose a sus pechos y elevándose sobre sus braguitas cuando Paula apoyó una mano en la cadera.


-¿Le decías las mismas cosas a Malena?


-¿A Malena?


-Shhh -lo hizo callar Paula, tapándole la boca con una mano cuando la luz del balcón superior se encendió.


Se oyeron unas voces murmurando sobre ellos, y Paula miró a Pedro con ojos muy abiertos para obligarlo a permanecer en silencio. El le rodeó la cintura con el brazo y la hizo entrar en la habitación, cerrando las puertas tras ellos. La mano de Paula se apartó de su boca y se posó en el hombro


-No hagas ruido -susurró ella. Estaba tan cerca que su aliento le calentaba a Pedro el cuello y la barbilla-. No quiero que nadie sepa que estás aquí.


Él asintió, aunque no le importaba quién pudiera oírlos.


-¿Por qué me has preguntado por Malena? -le preguntó en voz baja.


-¿Le decías que era la mujer más hermosa que hubieras visto en tu vida?


-No pensaba eso de Malena.


-¿Ah, no? Ella creía que sí lo pensabas.


Pedro se quedó momentáneamente sin palabras y levantó las manos en un gesto de súplica.


-¿Qué estás intentando decirme, Paula?


-Le rompiste el corazón a Malena.


-¿Qué? -espetó él, absolutamente perplejo.


-La usaste y luego te deshiciste de ella.


Pedro se dejó caer en un sillón cercano y la miró en silencio mientras intentaba asimilar el impacto de aquella acusación. Entonces se frotó los ojos y soltó una silenciosa carcajada.


-¿Por eso me desprecias? -preguntó, volviendo a levantarse-. ¿Porque crees que le rompí el corazón a Malena?


-No te hagas el sorprendido -dijo ella, encarándolo con las manos en las caderas-. Es mi hermana, Pedro. ¿Te acuerdas de cómo te sentiste por Becky?


-Sí.


-Así me siento yo por Malena.


Pedro comprendió finalmente la magnitud de su enfado. Apretó los dientes con frustración. No podía permitir que Paula pensara lo mismo que él pensaba de Gaston Tierney.


-Paula, te juro que nunca hubo nada serio entre Malena y yo -le dijo con total sinceridad.


-Ahí quería llegar -replicó ella con la voz quebrada-. Dices que no hubo nada serio entre vosotros, pero algunas mujeres se toman las cosas más en serio que tú, Pedro. Como Malena y yo.


-Crees que me acosté con ella, ¿verdad?


Aquella pregunta la pilló por sorpresa.


-No... no es asunto mío.


-¿Te dijo Malena que me había acostado con ella?


-¡Claro que no! Malena nunca me hablaba de esas cosas. Yo era su hermana pequeña. Pero no soy estúpida. Si un semental como tú iba a buscarla en mitad de la noche, dudo que fuera para buscar cangrejos.


-Un semental como yo -repitió él tranquilamente. El tono cortante de Paula dejaba muy claro que no se lo había dicho como un cumplido-. Crees que la persuadí para que saliera de casa, le llené la cabeza de falsos halagos y la convencí para que nos acostáramos, ¿no?


-¿No fue así?



EL SOLTERO MAS CODICIADO: CAPITULO 18





Mientras lo esperaba, organizó sus notas y planchó su ropa. A las diez encendió la televisión, pero su atención seguía en otra parte. 


Una tarifa de dos besos... ¿Cómo se podía ser tan arrogante?


Las once en punto, y Pedro seguía sin aparecer.


Tal vez había tenido que ocuparse de otra emergencia. O tal vez había encontrado otra cosa mejor que hacer para la noche del viernes. Paula intentó no pensar en qué «cosa» podía ser. ¿Quién lo llevaría a casa después del trabajo? El hospital estaba a una hora en coche desde Point. ¿Quién sería capaz de atravesar los pantanos a esas horas? Una hermosa joven, por supuesto. Y Pedro le estaría pagando la carrera... con besos.


Lo cual no le importaba a Paula. En absoluto. 


Apagó la televisión y se paseó por la habitación.


Pedro podía estar con las mujeres que quisiera. 


Ella sólo quería recuperar su coche.


El reloj dio las doce. Las doce y media... Paula apretó los dientes. Pedro le había prometido ir y había roto su promesa. Tenía derecho a estar furiosa con él. Casi había olvidado lo indigno de confianza que era Pedro Alfonso. Al día siguiente, en el picnic, interrogaría a cualquiera que pudiese ayudarla en el caso. Seguiría todas las pistas que pudiera, se reuniría con el personal del hospital y regresaría a Tallahassee sin el menor remordimiento.


Se dio una ducha, se cepilló los dientes y se puso un camisón. Al retirar la colcha para acostarse, oyó un ruido que la hizo detenerse. 


Algo pequeño y duro había golpeado la ventana.


Volvió a oírse un ruido semejante, y Paula se acercó a las puertas francesas que daban a un balcón privado. Mientras escudriñaba la oscuridad exterior, un objeto golpeó el cristal. Un guijarro.


De repente lo comprendió. Cuando eran niños, Pedro arrojaba piedras a la ventana de su dormitorio por la noche. Ella se escabullía de casa y los dos se iban a correr aventuras nocturnas... buscando cangrejos en la arena o pescando en los muelles privados.


En los últimos años, Pedro había arrojado piedrecitas a la ventana de Malena. Paula había permanecido despierta, escuchando cómo su hermana salía furtivamente de casa y preguntándose qué aventuras compartiría con Pedro. Dudaba que fueran a buscar cangrejos. Ahora se daba cuenta de que había estado resentida con Malena. Y dolida porque Pedro hubiera elegido a su hermana. Pedro siempre había sido su amigo, y al entrar en la adolescencia ella había deseado que la besara y que la quisiera más que como a una amiga. Pero él había preferido a su hermana mayor y más guapa.


La verdad sobre su disgusto la avergonzaba. No era extraño que la hubiera enterrado bajo una explicación más aceptable. Pero lo más alarmante era que, después de todos esos años, aún no había perdonado a Pedro. ¿Había besado a Malena con la misma pasión conque la había besado a ella aquel día? ¿Le había susurrado tonterías que la hicieran sentirse como si fuera la única mujer en el mundo para él? De ser así, no podía culpar a Malena por creer que él estaría siempre dispuesto a ayudarla.


Otro guijarro golpeó el cristal, devolviendo a Paula al presente.


«No abras», se advirtió a sí misma. «No salgas al balcón». Pedro había llegado demasiado tarde. El intercambio de coches podía esperar hasta el día siguiente.


Un silbido suave sonó en la noche de septiembre. Era otra señal que habían usado de niños.


Paula se mordió el interior de la mejilla y se cruzó de brazos. No abriría las puertas. Ni en un millón de años. Sabía a qué había venido Pedro


A cobrar el beso pendiente.


Una corriente de calor se arremolinó en su estómago.


Otra señal alcanzó sus oídos... La señal que Pedro se había esforzado tanto por perfeccionar. Aunque su intención era parecer el canto de un ave exótica, a Paula siempre le había parecido un chimpancé herido.


Una involuntaria sonrisa curvó sus labios. Si seguía haciendo ese ruido conseguiría que todos los huéspedes del hotel salieran a los balcones.


El chimpancé volvió a llamarla, y Paula puso una mueca de exasperación. Aquel hombre era tan desvergonzado como enervante y atrevido.


Abrió las puertas del balcón para decírselo.