miércoles, 8 de mayo de 2019

TRAICIÓN: CAPITULO 17



Paula se mordió el labio inferior. Su impresión de ella estaba un millón de veces alejada de la realidad, pero ¿por qué pinchar la burbuja en aquel momento? Era obvio que él pensaba que era una especie de imán para los hombres y seguramente sería una pérdida de tiempo intentar convencerlo de otra cosa. Porque ella no esperaba ningún futuro de aquello. Sabía que solo una tonta esperaría una relación con un hombre como Pedro, pero, aun así, se le encogió el corazón al pensar en lo pasajero que sería aquello. Y si sus fantasías sobre ella lo excitaban, ¿por qué no seguirle el juego? ¿Por qué no arañar en los pocos conocimientos que tenía y trabajar con eso?


–¿Siempre pierdes tanto tiempo hablando? –ronroneó.


Su comentario hizo que cambiara la atmósfera. 


Captó una tensión nueva en él, que la tomó en brazos y la llevó a la cama, donde la depositó sin molestarse en apartar la colcha. Le lanzó una mirada insondable.


–Perdóname por no reconocer tu… –él deslizó la mano entre las piernas de ella, apartó el tanga con un murmullo y pasó el dedo por el calor húmedo de ella– impaciencia.


Paula tragó saliva, porque ahora el dedo de él trabajaba con un objetivo y ella sentía que aumentaba su calor interior. Quería que volviera a besarla, pero la única zona que él parecía interesado en besar era su torso y después su vientre y después… después… Ella reprimió un respingo cuando él le bajó el tanga, colocó la cabeza entre sus piernas y ella sintió el cosquilleo de su pelo en los muslos. Su cuerpo estaba tenso por lo que pasaría a continuación, pero nada habría podido prepararla para aquel primer lametón dulce. Se retorció en la cama e intentó apartarse del placer casi insoportable que escalaba dentro de ella, pero él le sujetaba las caderas para que no pudiera moverse. Así que ella yació allí impotente, prisionera voluntaria del magnate griego, mientras una oleada tras otra de placer alcanzaban tal intensidad, que cuando estallaron, fue como si un río rompiera sus orillas y gritó el nombre de él.


Cuando sus espasmos empezaban a desaparecer, sintió un calor delicioso atravesar su cuerpo. Alzó la vista y lo encontró apoyado sobre ella con una sonrisa divertida en los labios.


–Umm –musitó él–. Para ser una mujer que da una de cal y otra de arena, no esperaba que gritaras así.


Paula no supo qué decir. ¿Sería vergonzoso confesar que nunca había conocido un placer así? Se preguntó cómo reaccionaría él si supiera lo pobre que era su experiencia sexual. Se lamió los labios. «No lo espantes», se dijo. ¿Por qué romper aquella maravilla con la realidad? «Dile lo que espera oír. No seas la mujer que nunca te has atrevido a ser».


–No deberías ser tan bueno –musitó–. Y entonces yo no gritaría.


–¿Bueno? Todavía no he empezado –murmuró él.


Ella tragó saliva.


–Yo no…


Él la miró fijamente.


–¿No qué, Paula?


Ella se lamió los labios.


–No tomo la píldora ni ninguna otra cosa.


–Aunque la tomaras, siempre me gusta asegurarme doblemente –dijo él.


Sacó un preservativo del bolsillo de los pantalones y Paula lo observó ponérselo y pensó en lo anatómico que resultaba todo aquello, como si las emociones no jugaran ningún papel en lo que estaba a punto de ocurrir. 


Tragó saliva. ¿De verdad había pensado que podría ser de otro modo? ¿Que Pedro Alfonso podría mostrarle ternura o afecto?


–Bésame –dijo de pronto–. Por favor. Bésame.





TRAICIÓN: CAPITULO 16




Una vez dentro, Pedro llevó a Paula arriba, en una exhibición de dominio masculino que ella encontró embriagadora. Mientras él le besaba con ansia el cuello y los labios, ella estaba en una cima tan elevada de placer, que casi no se dio cuenta de que él le alzaba los brazos por encima de la cabeza y le quitaba el vestido prestado. Hasta que de pronto quedó frente a él vestida solo con un tanga. Casi desnuda bajo la luz de la luna, debería haber sentido timidez, pero la expresión de los ojos de Pedro le hacía sentirse de todo menos tímida. Levantó la barbilla y la envolvió una sensación de liberación cuando se encontró con la sonrisa apreciativa de él.


–Eres magnífica –dijo él.


Le agarró uno de los pechos como si fuera un vendedor calculando el peso de una sandía, y ese gesto casi brutal la excitó. Todo lo relacionado con él era excitante en aquel momento. Él posó la vista en el tanga.


–Parece que, bajo la ropa corriente que sueles llevar, te vistes para complacer a tu hombre –dijo con una sonrisa–. Y eso me gusta.


Su arrogancia era increíble y Paula quería decirle que se equivocaba en muchos sentidos. 


Que el tanga era lo único que podía ponerse con ese vestido sin mostrar una línea de bragas y que normalmente llevaba un sujetador de algodón. Pero él jugaba con sus pezones y la sensación era tan increíblemente dulce, que no tuvo fuerzas para dar explicaciones. Porque durante el corto recorrido desde la playa hasta el dormitorio, había sabido que ya no había vuelta atrás. No parecía importar si estaba bien o mal, simplemente parecía inevitable. Iba a dejar que Pedro Alfonso le hiciera el amor y nada podría detenerla.


Alzó la vista hacia él, que empezaba a desabrocharse la camisa.


–Juega con tus pechos –le ordenó con suavidad–. Tócate.


Aquello debería haberla escandalizado, pero no fue así. Quizá porque él había conseguido convertirlas en una orden suave e irresistible. 


¿Debía decirle que su experiencia sexual era minúscula y que no sabía si se le daría bien aquello? Pero, si lo iba a hacer, tenía que hacerlo sin reservas. Acercó las manos a sus pechos y comprobó con sorpresa que, en cuanto prescindió de sus inhibiciones, empezó a sentirse sexy. Imaginó que eran las manos de Pedro las que trazaban movimientos eróticos sobre su piel excitada. Se contoneó con impaciencia y cerró los ojos.


–No –dijo él–. Abre los ojos. Quiero que me mires. Quiero ver tu expresión cuando llegues al orgasmo. Y créeme, llegarás una y otra vez.


Paula abrió mucho los ojos porque las palabras de él eran muy gráficas, muy explícitas. Tuvo la impresión de que demostraba deliberadamente su control sobre ella. ¿Era eso lo que le gustaba, estar al cargo? El corazón le latió con fuerza porque él ya estaba desnudo, con una erección pálida y orgullosa entre los rizos oscuros, y ni siquiera las sobrecogedoras dimensiones de aquello consiguieron intimidarla. Pedro se acercó, le quitó las manos de los pechos y las reemplazó por sus labios. Inclinó la cabeza y besó cada pezón por turnos. Los acarició con maestría hasta que ella soltó un gemido de placer.


–Me gusta oírte gemir –dijo–. Prometo que te haré gemir toda la noche.


–¿De verdad?


–Sí –él deslizó los dedos en su pelo y le sostuvo la cabeza para que solo pudiera mirarlo a él–. ¿Sabes cuántas veces te he imaginado así, Paula? ¿Desnuda a la luz de la luna como una especie de diosa?


¿Diosa? ¿Estaba loco? ¿Una chica que rellenaba estantes en un supermercado? Estuvo a punto de reír. Quería decirle que no dijera esas cosas, pero la verdad era que le gustaban. Le gustaba cómo la hacían sentirse. ¿Y por qué no se iba a sentir como una diosa por una vez cuando las palabras de él creaban imágenes en su mente que incrementaban su deseo? Porque probablemente aquel era el modo en que actuaba él. Aquel era su método. La halagaba hasta someterla con frases de experto. Le decía las cosas que anhelaba oír, aunque no fueran ciertas. Presumiblemente, aquello era lo que hacían siempre los hombres y las mujeres y no significaba nada. El sexo no significaba nada. 


Esa era una de las cosas que le había enseñado su madre.


Pedro –consiguió decir con los labios secos.


–¿Tú también has soñado conmigo? –murmuró él.


–Tal vez –confesó ella.


Él soltó una risita de placer y pasó la mano por el minúsculo tanga.


–Me encanta que seas misteriosa –dijo–. ¿Hace mucho que aprendiste a tener a un hombre en ascuas?



TRAICIÓN: CAPITULO 15





Paula vio el cambio súbito que se producía en él. La tensión que daba rigidez a su cuerpo, que ella sospechaba que era un reflejo de la tensión que sentía también ella. Y supo lo que iba a ocurrir por la expresión de la cara de él, por la mirada de deseo que activó una necesidad parecida en lo más profundo de ella.


Pedro –susurró.


Pero sonó más como una plegaria que como una protesta. Él la abrazó y ella le dejó, sin hacer caso a las objeciones que poblaban su mente. Y en el momento en que la tocó, estuvo perdida.


Él la besó en la boca y ella oyó su gemido de triunfo cuando le devolvió el beso. Abrió los labios y él le deslizó la lengua en la boca para profundizar el beso. Se balanceó contra él y clavó las uñas en su pecho a través de la fina seda de la camisa. Y Pedro movió las caderas contra las de ella con urgencia y deslizó la mano dentro del corpiño del vestido para rozarle los pechos sin sujetador con los dedos. Y ella también le permitió eso. ¿Cómo iba a pararlo cuando lo deseaba tanto?


Él lanzó un gemido apagado mientras exploraba cada pezón y ella sintió que su ropa interior se humedecía. ¿Le iba a hacer el amor allí? ¿La tumbaría sobre la arena suave sin darle tiempo a protestar? Sí. Eso le gustaría. No quería que nada destruyera el momento, porque aquello había tardado mucho en llegar. Ocho años, para ser exactos. Ocho largos y áridos años en los que había sentido su cuerpo como si fuera de cartón y no de carne y hueso receptivos. Paula tragó saliva. No quería tiempo para pensar dos veces en lo que estaba a punto de ocurrir, quería dejarse llevar y ser espontánea. Una oleada de excitación la embargó hasta que recordó lo que llevaba. Separó los labios de los de él y se apartó.


–El vestido –musitó.


Él la miró sin comprender.


–¿El vestido? –preguntó.


–No es mío, ¿recuerdas? No quiero… estropearlo.


–Por supuesto. Es un vestido prestado –dijo él.


Su mirada se endureció y un aleteo de triunfo tiñó su sonrisa. La tomó en brazos y caminó con ella por la arena hacia la casita.