miércoles, 5 de agosto de 2015

LA TENTACIÓN: CAPITULO 8




—Has seguido mis instrucciones al pie de la letra —comentó cuando ella se quedó delante de él.


Era exquisita. ¿Cómo era posible que no se hubiese dado cuenta antes? La delicadeza de sus rasgos era un descubrimiento, como la elegancia de su cuerpo y la finura de su cuello. Su presencia se imponía en la habitación aunque lo que llevaba era sencillo, discreto y refinado.


—Me dijiste que me deshiciera de mi ropa gris e insulsa…


¿Eso era todo lo que podía decir él?, se preguntó ella con cierta decepción.


—¿Quieres una copa de vino? —preguntó él mientras se sentaba maravillado porque ella había conseguido alterarlo—. ¿Adónde has ido de compras?


Ella también se sentó y le contó por encima lo que había hecho. ¿La había mirado fijamente mientras se acercaba a él o solo había querido cerciorarse de que estaba a la altura? 


Su expresión había sido indescifrable y ella había sentido la necesidad de que le dijera que estaba guapa. Él, naturalmente, estaba tan impresionante como siempre. 


Llevaba un traje gris oscuro que parecía hecho a medida y que resaltaba su físico.


—Tu pelo… —murmuró él—. Está muy bien.


Ella se sonrojó. Ya no se sentía como su secretaria, sino como una chica con la que había salido, aunque sabía que era una idea absurda.


—Me lo he teñido un poco —reconoció ella con timidez—. Espero no haberme excedido.


—Es… —él se había quedado sin palabras—. Es… Te queda muy bien.


—¿No deberíamos repasar las preguntas que pueden hacernos sobre la compra?


Él se dio cuenta de que esa compra no podía importarle menos. Por una vez, los negocios no podían estar más lejos de su cabeza. Esos disparatados pensamientos que se le habían colado de vez en cuando, cuando se la imaginaba sin la coraza de secretaria eficiente, se habían convertido en una imagen abrumadora de ella sin ropa y tumbada en su cama… Pero ¿adónde le llevaba eso? Siempre había tenido a gala que no mezclaba el trabajo con el placer y era una medida para ahorrarse problemas. Sin embargo, esa mujer…


—Sí —murmuró él—. Deberíamos comentar los posibles problemas y atajarlos…


Él vació la copa y se sirvió otra de la botella que había en la mesa. ¿Posibles problemas? ¿A quién le importaban? Los tenía previstos. Quería pensar en otras posibilidades… 


Escuchó a medias lo que decía ella sobre las complicaciones de adquirir una empresa familiar.


—Sobre todo cuando son… ¿Cuántos hijos has dicho? ¿Tres? ¿Todos participan en las tomas de decisiones…?


—Sí, tres hijos —contestó él con un murmullo antes de dar un sorbo de vino.


Tenía que hacer un esfuerzo sobrehumano para no mirarle los pechos. No se parecía en nada a las mujeres con las que había salido y que presumían de que no tenían que usar sujetador.


—Dos chicos y una chica —añadió él al darse cuenta de que ella esperaba que lo aclarara un poco—. También creo que a la chica le da un poco igual. Le gusta ser una hippy con el riñón cubierto. ¿Y tú? ¿Tienes hermanos?


—¿Cómo dices?


—Estamos bebiendo algo y no tenemos que pasar el rato hablando de trabajo —él le llenó la copa apartándole la mano que había levantado para detenerlo—. ¿Tienes familia? ¿Hermanos, sobrinos, primos y tíos que aparecen en días especiales o vacaciones?


Ella notó las palpitaciones del pulso en el cuello. Su madre era hija única y su padre tenía un hermano en Australia al que odiaba. Cuando era pequeña, le habría gustado tener un hermano, pero, con el paso del tiempo, había descartado ese sueño. ¿Qué habría pasado si su hermano hubiese sido como su padre? No, su desdichada familia siempre había ido a la deriva sin nadie al lado para que recogiera los restos si pasaba algo, como había sucedido. Él solo estaba siendo amable y ella no tenía secretos de Estado, pero le costaba empezar a hablarle de su vida privada. Necesitaba mantener los límites entre ellos si también quería mantener a raya la atracción que sentía hacia él. ¿Acaso se había alterado ya como una muchacha en la primera cita con un chico? 


¿Acaso no había querido que él se fijara en ella y no solo como su eficiente secretaria? Estaba en un terreno peligroso donde no podían olvidar cuáles eran sus papeles. Sin embargo, si no contestaba, despertaría su curiosidad y él no pararía hasta que supiera lo que quería saber.


—Yo… yo soy hija única y mi padre murió en un accidente de coche.


—Lo siento —sin embargo, tal y como lo dijo…— ¿Y tu madre?


—Vive en Devon —contestó ella antes de dar dos sorbos de vino y sonreírle.


—¿Ya ha terminado la conversación de cortesía? —preguntó él.


—Acabo de mirar el reloj que tienes detrás y es hora de que nos marchemos.


Paula se levantó y evitó mirarlo mientras se alisaba el vestido. 


Cuando levantó la mirada, se encontró con los ojos de él clavados en los de ella. Se sonrojó y se le secó la boca. El desconcierto la paralizó. ¿Estaba mirándola como ella no quería mirarlo a él?


—Estás… impresionante —murmuró él tomándole el brazo.


—Gracias —dijo ella con la voz ronca.


No sabía qué la ponía más nerviosa, si que estuviera agarrándola del brazo o que le hubiese dicho el halago que había querido oír con todas sus ganas mientras la miraba de una manera que hacía que le vibrara todo el cuerpo. Quizá fuese la mirada que empleaba siempre que veía a una mujer medianamente aceptable.


—Aun así —añadió ella—, sigue sin gustarme que me digas lo que puedo ponerme y lo que no.


—Aun así, serás la sensación de la noche.


—¡Por favor! —ella se rio para intentar desdeñar ese halago.


—¿No me crees?


La limusina había aparecido como por arte de magia y el chófer fue a abrirle la puerta.


—Yo… quizá… No lo sé.


Ella lo dijo en voz baja, ronca y balbuciente. Al revés de como solía hablar. Era una voz que armonizaba con su precioso vestido de Cenicienta. Lo miraba con los ojos muy abiertos y cautivada por las facciones duras de su rostro y su forma de mirarla. Oyó que se le escapaba algo y, espantada, se dio cuenta de que era un gemido casi inaudible, pero que a ella le sonó como las campanadas de una catedral.


Pedro paladeó el momento. Sentía la calidez de su cuerpo, estaban apoyados el uno en el otro como llevados por una corriente invisible. Si se giraba en ese momento, rompería el hechizo… y eso era lo mejor que podía hacer. ¡Era su secretaria! Una secretaria muy buena. ¿Quería estropear eso por empezar algo que no podía terminar? Por algo que acabaría haciéndole daño a ella. Por eso había límites que no se podían traspasar.


La besó. Le pasó la lengua lentamente por la boca y notó la erección cuando ella gimió. ¡Estaban en el asiento trasero de un coche! Sin embargo, no pudo contenerse, le tomó un pecho pequeño y redondeado con la mano y le acarició el pezón con el pulgar.


—No llevas sujetador… —comentó él sin poder creérselo.


El pezón estaba duro y él sintió la necesidad apremiante de decirle al chófer que diera media vuelta para volver al hotel y… tomarla, para arrancarle el vestido, bajarle la ropa interior y tomarla tan deprisa y poderosamente como pudiera.


—El escote de detrás es demasiado bajo…


No quería que él hablara, quería que siguiera besándola. El cuerpo le abrasaba, le hervía la sangre y no podía pensar. 


Notó su mano en el muslo, entre sus piernas, y un ataque de cordura hizo que se irguiera y que se estirara el vestido mientras recuperaba el juicio, aunque todavía sentía el cosquilleo de su contacto en los pezones. ¿Podía saberse qué había hecho?


—¿Qué pasa?


Estaba tan excitado que le costó juntar esas dos palabras. 


No sabía si era por el sabor de lo prohibido o porque ella era una novedad después de tantas Georgias, pero jamás había estado tan excitado.


—¿Qué pasa? ¿Qué crees que pasa, Pedro?


Ella miró de reojo al chófer, pero él parecía indiferente a lo que había pasado en el asiento trasero. Pedro tenía razón. 


Los subordinados sabían que lo prudente era mirar hacia otro lado cuando se trataba de las… travesuras de sus adinerados empleadores.


—No tengo ni idea —farfulló él apoyándose en la puerta y mirándola con calma—. Primero me besas y acto seguido decides hacerte la virgen escandalizada. ¿Qué ha apagado
la pasión?


¿Cómo podía mirarla como si se hubiese equivocado al pasarle una llamada o al transcribir algo? ¿Cómo podía ser tan… frío?


—Eso no debería haber pasado jamás y no habría pasado si no hubiese bebido dos copas de vino.


—Una y media. Si besas a un hombre por haberte bebido una copa y media de vino, ¿qué haces cuando te bebes una botella? No hay nada peor que una mujer que culpa al alcohol de haber hecho algo que quería hacer y luego se arrepiente.


—Bueno —Paula se sonrojó—, no volverá a suceder. Cometí un error y no se repetirá. Además, no quiero que se vuelva a hablar del asunto.


—¿O…?


—O mi situación contigo será insostenible y no quiero que eso ocurra. Me gusta mi trabajo. No quiero que un error diminuto lo estropee.


Pedro se quedó en silencio hasta que ella tuvo que mirarlo aunque solo fuera para comprobar que había oído lo que había dicho. Un error diminuto… Le divirtió su ingenuidad al creer que podía dar carpetazo a lo que había pasado y fingir que no había pasado. Lo había deseado, su cuerpo cálido se había amoldado al de él y había notado su deseo palpitante. 


Si hubiese introducido la mano por debajo de ese vestido, la habría encontrado húmeda y ardiente.


—Supongo que ninguna mujer te lo había dicho antes —siguió ella para romper ese silencio que estaba desquiciándola—. No quiero ofenderte, pero tiene que ser así.


—Tienes razón. Ninguna mujer me lo había dicho antes. No me ofendo y, naturalmente, si decides que lo acertado es negar la evidencia, por mí no hay inconveniente. Fingiremos que no ha pasado.


—Perfecto —replicó ella sintiendo un vacío en el estómago.


—Ya hemos llegado.






LA TENTACIÓN: CAPITULO 7





Nunca jamás había tenido un presupuesto ilimitado para comprar ropa, ni para comprar nada. Cuando era pequeña, el sueldo de su padre había bastado. Era un directivo medio que se ocupaba de los gastos, le daba lo suficiente a su esposa y se gastaba el resto en sí mismo. No había ido de vacaciones, o, si habían ido, ella era tan pequeña que no se acordaba. Había tenido muy poco dinero para ropa. Su madre le daba algo, si quedaba después de pagar los gastos de la casa, pero no había sabido lo que era gastarse dinero en cosas que no fuesen estrictamente necesarias. Por eso, le había costado asimilar que eso era exactamente lo que le había ordenado que hiciera. Se había llevado una pequeña guía de bolsillo y, en vez de ir directamente a las tiendas, había ido en la limusina a los Campos Elíseos, aunque estaban muy cerca del hotel. Paseó por delante de los exclusivos restaurantes y cafés y, aunque no tenía tiempo para visitar museos, sí pudo admirar algunos edificios y sumergirse en ese ambiente de opulencia. Se sentó en una terraza para tomarse un café y un croissant y para observar a la gente. Recordó todo lo que le había dicho Pedro y volvió a sentirse dolida porque la había despreciado como a alguien inferior. Daba igual que alabara su destreza profesional, daba igual que la elogiara por su iniciativa al haber obtenido tanta información sobre la empresa que quería comprar, daba igual que confiara en ella para que completara informes que él le entregaba solo esbozados. 


Era la persona insignificante, anodina y gris que no sabía vestirse.


Se acordó de Georgia con su ceñido vestido rojo, con sus tacones de vértigo, con la melena morena y las largas uñas pintadas de rojo. Ella no quería imitar esa imagen, esa mujer había encarnado todo lo que era evidente, pero tampoco iba a ser una remilgada.


Tardó un poco, pero, cuando salió de la tercera tienda, ya se había acostumbrado. Fue ganando confianza a medida que avanzaba la tarde y, a las cinco, volvió al hotel con varias bolsas. Dejó las bolsas en la habitación, se dejó embriagar por ese lujo que no volvería a conocer y llamó para concertar una cita en el spa del hotel.


A las seis y media, estaba otra vez en su habitación completamente relajada. Se miró el pelo, las uñas y los pies, aunque nunca había sido vanidosa. De jovencita, cuando las otras chicas se miraban al espejo y susurraban sobre chicos, ella no paraba de estudiar y de preguntarse qué le depararía el día siguiente, de qué humor estaría su madre y si su padre estaría en uno de sus viajes «de ocio». Los años habían pasado sin que tuviera tiempo para prestar mucha atención a su aspecto. Además, había aprendido que la belleza tenía un precio. Ella no era bella y no le interesaba intentar serlo. Sin embargo, en ese momento… Se dio un baño en ese cuarto de baño ridículamente lujoso y, veinte minutos después, salió extrañamente emocionada. No era exactamente Cenicienta, pero sí podía olvidarse por esa noche de la seria, atildada y miedosa Paula Chaves. Se había comprado cuatro vestidos, uno para cada noche que iban a pasar en París, pero el más elegante era el que se había comprado para la recepción de esa noche. Era largo, rosa claro, ceñido y con el cuello redondo. Su cuerpo, que siempre le había parecido delgado y plano, quedaba muy favorecido y unos zapatos con tacones de diez centímetros resaltaban su estatura. 


También se había comprado un chal de cachemir iridiscente con pequeñas perlas, se había pintado las uñas a juego con el vestido y el pelo… El pelo castaño, que siempre llevaba lavado sin más, había revivido mientras le hacían las manos y los pies. Unos reflejos caramelo le daban una luz que la convertían en una persona que casi no reconocía. 


Entusiasmada, se hizo una foto y se la mandó a su madre.


Sonrió cuando su madre le contestó con muchos signos de exclamación. Era una persona distinta, al menos por fuera, y, a las siete y media en punto, salió de la habitación para bajar al bar.


Le gente se daba la vuelta para mirarla y eso no le había pasado jamás en su vida. No sabía si le gustaba o no, pero era algo desconocido para ella. ¿Era eso lo que le gustaba a Pedro? ¿Por eso era tan vago? ¿Por eso se quedaba con lo que le gustaba y desechaba lo demás sin darle más vueltas? ¿Estaba tan acostumbrado a ser el centro de atención que no tenía que hacer ningún esfuerzo? ¿Para qué iba a perseguir a la gente si la gente lo perseguía a él? 


¿Para qué iba a comprometerse con una relación si la vida era como una tienda de caramelos donde podía elegir el que le gustaba y luego probar otro distinto? Se preguntó si sentía placer ganando dinero. Ya había ganado mucho, y siendo muy joven. Tanto que podría durarle muchas vidas seguidas.


No podía negarse que trabajaba una barbaridad y que tenía un don genial para conocer los mercados, pero ¿le resultaba estimulante? ¿Había algo que pudiera ser estimulante cuando se podía tener lo que se quisiera sin ningún esfuerzo?


Cuando llegó al bar, se quedó boquiabierta. Tenía una alfombra antigua y las paredes estaban cubiertas por tapices que dejaban muy claro que el hotel también era antiguo y estaba orgulloso de serlo. Unas cortinas de terciopelo colgaban de las ventanas y las sillas entonaban con ese ambiente de antigüedad cara. No había ni un toque moderno que pudiera indicar que el siglo XXI estaba en plena efervescencia. Era una pura decadencia francesa que recordaba a los tiempos de la aristocracia y la nobleza. 


Entonces, echó una ojeada y lo vio sentado a una mesa, leyendo un periódico y con el ceño fruncido. Pedro, absorto por la sección económica del periódico y bebiendo distraídamente una copa de vino tinto, no se percató de su llegada, ni de las cabezas que se habían girado para mirarla.


Sin embargo, fue dándose cuenta de que se hacía el silencio. Sus ojos se clavaron en ella y contuvo la respiración unos segundos. Se levantó un poco, un gesto que ella interpretó como una señal para que se acercara a él, y no dejó de mirarla ni un segundo.









LA TENTACIÓN: CAPITULO 6




Hacía tiempo que Paula no salía del país para pasar unos días de vacaciones. Sabía que eso no iban a ser unas vacaciones, sino todo lo contrario, pero saldría del país y vería algo de la ciudad por su cuenta aunque tuviera que sacar un par de horas cuando no estuvieran trabajando. 


Además, su madre se lo había tomado bien, mejor de lo que ella se había esperado.


Había ido el fin de semana a Devon, como siempre, y había decidido que le daría la noticia justo antes de marcharse. 


Pamela Chaves, una mujer nerviosa incluso en sus mejores momentos, había ido haciéndose más neurótica y frágil a lo largo de su desdichado matrimonio. Tenía cincuenta y tantos años y seguía siendo hermosa, como ella sabía que nunca sería. Su madre era baja, rubia y con unos ojos azules de mirada soñadora. Era la típica damisela indefensa que los hombres parecían adorar. Sin embargo, con el tiempo, esa belleza había sido tanto un lastre como una bendición. Ella había observado, sin poder hacer nada, que su madre se apagaba bajo el peso de la personalidad de su marido, que era mucho más arrogante y extravagante. Había sido el ejemplo clásico de una mujer que siempre había confiado en su apariencia y que, cuando las cosas se habían complicado, no había tenido nada más a lo que agarrarse. 


Cuando Renzo Chaves empezó a perder interés por su bonita mujer, ella no pudo sobrellevarlo. Intentó por todos los medios ser más guapa, se cortó el pelo y se lo tiñó de mil maneras e hizo dieta hasta que los hombres se paraban por la calle, pero no sirvió de nada y acabó tirando la toalla, decidió permanecer pasiva mientras las aventuras de su marido eran cada vez más escandalosas. Se amilanaba cuando él bramaba y esperaba sin rechistar cuando desaparecía durante días y volvía a aparecer sin más explicaciones que el olor a perfume. Aguantó temerosa hasta que él le arrebató toda la confianza en sí misma y ya no tuvo ni fuerza ni valor para buscar una solución. Tampoco se quejó cuando él le dijo que, de no haber sido por el dinero, habría acabado con ese matrimonio hacía mucho tiempo. 


Había estado económicamente atado a ella. Tenían la hipoteca de la casa y tantas facturas pendientes que si se hubiese divorciado y ella se hubiese llevado su parte, él habría acabado viviendo tan mal que no habría podido tener amantes. Se quedó, pero también se ocupó de amargarle la vida todo lo que pudo a su frágil esposa.


Cuando Paula se sentía insegura sobre su apariencia, se decía que la belleza llevaba al desengaño. Solo había que ver las mujeres con las que salía Pedro. ¿Quién podía decir que una mujer bella lo tenía todo?


Renzo Chaves murió en un accidente de coche que liberó a su esposa de esa cautividad, pero que también dejó un legado aplastante. Pamela Chaves estaba encerrada en su casa, le aterraba la idea de salir de las cuatro paredes que la rodeaban. Afortunadamente, vivía en un pueblo pequeño donde la gente se cercioraba de que estaba bien durante la semana. Los fines de semana, ella intentaba sacarla al jardín e, incluso, había conseguido que fuese un par de veces a la tienda más cercana, aunque había sido agotador. Pagaba una terapia que le costaba un ojo de la cara, pero la recuperación era muy lenta e incierta. Creía que los fines de semana eran los momentos favoritos de su madre y se los reservaba independientemente del precio personal que tuviese que pagar. Además, después de año y medio de tratamiento y visitas, le parecía que su madre empezaba a ser una mujer un poco distinta. Le parecía menos temerosa y más dispuesta a dar paseos cortos. Naturalmente, el tratamiento iba a seguir, pero ella creía que antes o después podría pasar algunos fines de semana lejos de su madre.


Sin embargo, no sabía para qué. Su vida amorosa después de Alan era inexistente y, cuando su madre se lo preguntaba con delicadeza, siempre contestaba que no necesitaba un hombre. El mensaje tácito era que los hombres eran un problema, que solo había que ver a su padre y a Alan. 


También le había contado algunas cosas de Pedro que reafirmaban ese mensaje.


Sin embargo, cuando le dijo a su madre que no podría contar con ella el fin de semana siguiente por motivos de trabajo, se sorprendió agradablemente por su reacción.


—Me parece bien —dijo Pamela con una sonrisa—. Tengo que aprender a ser más independiente.


Ella pensó que esa carísima ayuda profesional que pagaba estaba dando resultados y que, efectivamente, estaba deseando ir a París.


Habían quedado en el aeropuerto y en ese momento, mientras esperaba al taxi, volvió a hacer un repaso mental. 


Los documentos y el ordenador portátil los llevaría en el equipaje de mano. Tenía el móvil y había metido la ropa de trabajo que necesitaba. Estarían cuatro días fuera y había conseguido meter todo en una maleta de tamaño medio. 


Hacía un día frío pero soleado y se dejó llevar por la sensación de absoluta libertad. Era una sensación tan insólita que también sintió una punzada dolorosa. Eso era algo que la mayoría de las chicas de su edad se tomarían como algo normal, pero ella estaba paladeándolo como si fuese un bocado delicioso que se acabaría enseguida. ¡Un bocado delicioso! ¡Pasaría casi todo el tiempo con Pedro


Se acordó de él con la bata, de su pecho desnudo, de esas piernas musculosas, de él reclinado en la cama enorme como un macho dominante que irradiaba atractivo sexual. 


Descartó la idea de que parte de su emoción pudiese deberse a que iba a pasar cuatro días con él en París, precisamente allí.


Sonó el móvil. Era el taxista que le comunicaba que ya estaba esperándola y se centró en los asuntos prácticos. Su madre estaba bien. No se había olvidado nada. Estaba gestándose otra gran operación, se había informado sobre la empresa en cuestión y había descargado todos los datos que podrían ser útiles para Pedro.


Cuando llegó al aeropuerto, Pedro ya estaba en el mostrador de primera clase, donde habían quedado. Él miró su maleta con escepticismo.


—¿Ese es todo el equipaje que has traído?


Para su fastidio, había pensado en ella más de lo habitual. 


No sabía qué había esperado, pero, como cabía esperar, llevaba su uniforme de trabajo, un traje gris, algo más claro por el clima, y los mocasines negros de cuero.


—Solo son cuatro días.


Lo miró de arriba abajo. Llevaba unos pantalones color crema con un jersey también color crema y una camisa de rayas. Era sofisticado e impresionante, el tipo de hombre que solo viajaría en primera clase.


—He salido con mujeres que han hecho equipajes más grandes que el tuyo para pasar una noche en un hotel —comentó él con ironía.


Disfrutaba cuando ella se sonrojaba y desviaba la mirada si le parecía demasiado provocativo algo que había dicho él. 


Tomó su pasaporte para ver la poco favorecedora foto, hizo los trámites y se dirigieron a la sala de espera de primera clase.


—Nunca he estado en París —reconoció ella impresionada por la sala de espera.


Pedro ladeó la cabeza y se sintió complacido porque ella nunca le contaba nada personal. Eso, en cualquier otra mujer, habría sido un punto a su favor, pero en ella le resultaba extrañamente irritante. Era como si cuanto menos le contara ella, más quisiera descubrir él.


—¿Nunca?


—Nunca.


—Creía que los viajes del colegio siempre iban a Francia. ¿Has estado en otra parte de Francia?


Se acordó de aquellos tiempos. El colegio público al que había asistido no había sido gran cosa y en su casa tampoco la habían supervisado mucho. Su padre había estado ausente casi todo el tiempo, fuera física o mentalmente, y su madre había ido hundiéndose en su propia desdicha y dejando de lado las actividades cotidianas que hacían casi todas las madres.


—Fui a España una vez. Una de mis amigas del colegio me llevó dos semanas de verano cuando tenía catorce años. Fueron las vacaciones más maravillosas que recuerdo.


—¿Y las vacaciones con la familia?


—No hubo muchas —contestó ella con cierta brusquedad.


—Sé lo que es eso.


Lo miró atónita. No sabía prácticamente nada de su pasado.


Lo había conocido como un hombre ya formado, como un multimillonario sin lazos sentimentales ni ganas de tenerlos. 


Era el hombre brillante y con talento que trabajaba mucho y apostaba fuerte, que chasqueaba los dedos y esperaba que todo el mundo se pusiese firme, pero que rara vez hacía un esfuerzo por alguien. Estuvo a punto de preguntarle qué quería decir, pero, por algún motivo, le aterró dar ese paso y cambió de conversación. Además, ¿le habría contado algo personal?


Él notó que ella no había querido seguir el camino abierto por su comentario. Tampoco sabía muy bien por qué lo había hecho. Nunca había querido que una mujer entrara en su pasado. ¿Le habría contado su paso por la casa de acogida? Lo dudaba, pero, para ser justos, no podía imaginársela exclamando con una compasión falsa o utilizándolo como una palanca para que se abriera como una concha. Le picó la curiosidad y la miró con los ojos entrecerrados. De repente, el viaje a París le pareció repleto de posibilidades. Se preguntó si alguna vez se habría soltado el pelo, si se habría desmelenado y emborrachado, si habría bailado encima de una mesa. No podía imaginárselo. ¿Qué estaría pasando por su cabeza? ¿Qué hacía los fines de semana? Se preguntó si habría un hombre en su vida aunque ella hubiese dicho que no.


Las preguntas quedaron flotando en el aire cuando anunciaron su vuelo. Naturalmente, ella habló de trabajo durante el viaje. Había mostrado mucha iniciativa y le presentó una lista de datos y cifras sobre una empresa que él estaba intentando comprar. Sin embargo, estaba maravillada por viajar en primera clase. Él lo había captado. 


Ella quería parecer imperturbable y mantener la actitud de eficiencia, pero también quería mirar todo lo que la rodeaba. 


En París, se alojarían en uno de los hoteles más caros, un hotel que se tomaba el lujo en serio. Sintió una oleada de placer solo de pensar en la cara de ella cuando entrara. 


Volvía a ser un jovencito que quería impresionar a una chica, aunque en su juventud había estado demasiado ocupado como para esas cosas. La huida había sido más importante que las chicas, si bien estas tampoco habían sido un problema. Además, no tenía que impresionar a nadie.


La limusina que los llevaría a donde quisieran estaba esperándolos en el aeropuerto.


—¿Nunca haces nada como las personas normales? —le preguntó ella con ironía.


—¿Por qué iba a hacerlo? —contestó él cuando estuvieron sentados.


Ella se había pasado el pelo por detrás de las orejas y llevaba unos pendientes con unas pequeñas perlas que eran lo opuesto a los extravagantes pendientes que se habrían puesto la mayoría de las chicas de su edad. Paula, que se sentía casi como una reina después de haber viajado en primera clase, se rio.


—Lo haces muy poco —comentó él en tono serio y sorprendiéndose a sí mismo.


—¿El qué? —preguntó ella con los ojos entrecerrados.


—Reírte.


—No sabía que trabajar fuese divertido —replicó ella en tono relajado y sin sarcasmo—. ¿Tú haces algo por ti mismo, Pedro?


—Gano dinero —contestó él con una sonrisa demoledora—. Mucho dinero. Aparte, pago a la gente para que se ocupe de todo lo demás.


—Pero eso no puede ser gratificante todo el tiempo.


—¿Vas a echarme un sermón sobre todas las cosas que no se pueden comprar con dinero? —él se acordó de su pasado. El dinero le habría comprado muchas cosas entonces y probablemente por eso se había dedicado a ganarlo—. Si vas a echármelo, no conseguirás que me lo trague.


—El amor no se puede comprar con dinero.


Pedro se rio a carcajadas, pero ella captó cierto nerviosismo y lo miró con curiosidad.


—Yo he comprobado todo lo contrario.


—Eso no es amor.


Ella se apoyó en la puerta del coche. ¿Cómo habían acabado hablando de algo tan personal?


—No, pero a mí me da resultado —replicó él con ironía.


No la había considerado una romántica, pero lo parecía. 


Quizá todas las mujeres lo fueran. Al menos, les apasionaba la idea de estar enamoradas, de organizar bodas, del traje blanco, de ser felices para toda la vida, como si eso existiera. Las relaciones no duraban. Todas se hundían en distintos grados. Él era un ejemplo perfecto, aunque en su caso el hundimiento había sido absoluto. Eso, si las dos personas que tuvieron relaciones sexuales y lo engendraron, tuvieron una relación de otro tipo. Lo dudaba, pero no lo sabría nunca. Lo abandonaron siendo un bebé.


—¿Y sentar la cabeza? ¿Y el matrimonio? —preguntó ella sin poder resistir la curiosidad.


—¿Qué? —preguntó él arqueando las cejas.


—¿No te tienta lo más mínimo?


—Que yo sepa, no. Mi querida secretaria, hace mucho que llegué a la conclusión de que solo puedo confiar en el dinero. Sé cómo ganarlo y el uso que puedo darle. El dinero no tiene variables impredecibles. Es posible que sea frío, pero no da la lata ni exige nada imprevisible. Además, como habrás observado, me compra lo que quiero y cuando quiero.


Ella tampoco se hacía ilusiones sobre el amor, pero aun así no había caído en ese escepticismo y se estremeció al vislumbrar la frialdad gélida que había dentro de él. No solo no creía en el amor, sino que nunca se molestaría en buscarlo. Para él, no existía. Ganaba dinero, pagaba a personas para que se ocuparan de las pequeñas incomodidades de la vida y se acostaba con mujeres para aliviarse físicamente. No era un buen tipo y, aunque fuese injusto, muy pocas mujeres podían resistirse a su magnetismo sexual. Se dio la vuelta y miró por la ventanilla. 


El día era soleado.


—¿Podrías decirme cuál es el plan para hoy? —preguntó ella, aunque seguía dándole vueltas a la conversación.


—Iremos al hotel, descansaremos unas horas y esta noche saldremos con un cliente.


—No he reservado nada.


—François y Marie van a recibirnos en su casa. Como hemos llegado hoy, y no el lunes, toda la familia estará allí. Me ha parecido que sería una buena oportunidad para oír sus opiniones sobre la venta de la empresa y sofocar los nervios de última hora.


—¿En su casa?


—Dicen que es palaciega. François me ha dicho que irán algunos dignatarios muy importantes. Celebran el cuadragésimo aniversario de su boda. Es un honor que nos hayan invitado.


Paula lo miró aterrada. Había pensado que llevarían a los clientes a algún restaurante donde ella podría pasar desapercibida como la secretaria eficiente que tomaba notas. No había previsto nada demasiado complicado y no sabía qué ponerse en un sitio palaciego lleno de dignatarios, pero dejó de pensar en todo cuando la limusina se paró delante del hotel. Aunque no tenía dinero y había viajado muy poco, había oído hablar de ese hotel. Miró boquiabierta la impresionante fachada, pero la impresión fue todavía mayor cuando entró detrás de Pedro. El mármol, las lámparas que colgaban del techo y los tapices hablaban claramente de su categoría.


—¿Vamos a alojarnos aquí? —preguntó ella con incredulidad.


—Ya sabes que mi lema es que, si puedes permitirte lo mejor, ¿por qué renunciar a ello?


Lo miró. Pedro estaba en su ambiente y ella sintió cierta emoción y nerviosismo por ser la mujer que estaba a su lado, aunque estuviera solo porque era su valiosa secretaria.


—Tengo que preguntarte una cosa —susurró ella mientras los acompañaban a las suites contiguas.


—No hace falta que susurres. Me extrañaría que al botones le interese lo que decimos. En sitios como este es esencial poner cara de póquer. A los ricos de verdad no les gusta que les miren.


Ella lo miró con los ojos como ascuas y él se rio.


—¿Tengo que disculparme por mi arrogancia?


Se dirigió al botones en perfecto francés y el muchacho se inclinó, sonrió por la generosa propina y desapareció.


—Supongo que solo eres sincero —reconoció ella a regañadientes.


A juzgar por lo que veía detrás de él, la habitación era enorme, con una sala separada y decorada con un lujo decadente.


—La sinceridad, una de las pocas virtudes verdaderas. Querías preguntarme algo… —él entró en la habitación sin mirar alrededor y ella supuso que ya había estado muchas veces allí—. Entra.


Ella entró mientras él se quitaba el jersey y lo tiraba a la cama, que era enorme. Al hacerlo, se le levantó la camisa y ella pudo vislumbrar un poco de su abdomen como una tabla de lavar.


—¿Y bien? No te quedes ahí.


Él se dio la vuelta, sacó la Blackberry y frunció el ceño por algún correo electrónico mientras ella entraba vacilantemente en la habitación. La presencia de la cama era desconcertante y hacía que se acordara de la última vez que había estado en un dormitorio con él, algo en lo que no quería pensar. Entonces, él levantó la mirada y le señaló un grupo de butacas situado junto a la ventana.


—Me temo que no había previsto que fuésemos a hacer algo tan elegante como cenar con… dignatarios —comentó ella—. Creía que solo íbamos a trabajar.


—Y has traído el traje gris, un par de blusas blancas, unas medias negras y los zapatos negros.


—Ya sé que es insulso, Pedro, pero no me tomo el trabajo como un desfile de moda. Si me hubieses dicho que…


—Ya sabías que teníamos que salir con este cliente. No habrás supuesto que tus trajes de trabajo iban a estar a la altura.


—¿Por qué no? Son profesionales y adecuados.


—Son insulsos y apagados.


—¡Creo que no es justo!


—Recibes la misma asignación para ropa que los demás empleados de tu categoría, pero da la sensación de que no te has gastado un penique en ropa.


Porque se lo gastaba pagando a un profesional que ayudara a su madre. Porque, aunque tenía un buen sueldo, después de pagar todas las facturas y de apartar un poco para los pequeños ahorros que estaba acumulando lentamente, le quedaba muy poco dinero y nada para chaquetas de quinientas libras o zapatos que podían costar más todavía.


—¿Por qué lo sabes?


—Bueno, no hay más que verlo, a no ser que estés gastándote el dinero en un misterioso guardarropa que no es para el trabajo.


—No sabía que tenías una etiqueta para el trabajo. Tampoco creo que tenga que ponerme ropa que no me gusta solo porque tú lo digas.


—Antes de que esta conversación entre en un terreno que no va a gustarme, te propongo que emplees el resto del día en ir de compras.


—Yo… yo tendría que tirar de mis ahorros…


—Te haré una transferencia, pero cómprate suficiente ropa de marca y utiliza el spa del hotel. Haz lo que haga falta.


—Lo que haga falta ¿para qué? —preguntó ella en tono tenso.


Le gustaría desaparecer para no tener que oír a ese hombre que le decía que era un embrollo.


—Paula, tienes veintitantos años y todavía no te he visto con nada frívolo.


—Nunca vendría a trabajar con algo frívolo.


—¿Tienes algo que no sea sobrio, serio y gris?


Sabía que estaba siendo rudo, pero había captado algo ardiente debajo de esa fachada atildada y quería que saliera al exterior.


—François y Marie son ricos y franceses, la mezcla es sinónimo de elegancia. Se quedarían pasmados si aparecieras conmigo llevando uno de esos trajes grises baratos que sientan tan mal. La operación no se irá al traste por lo que lleves, pero ayudaría que estuvieses a la altura.


«Baratos que sientan tan mal…». Las palabras le retumbaron en la cabeza hasta que se mareó por la rabia.


—No se me ocurrió traer el vestido negro.


—Me imagino que será del mismo estilo que el traje.


—¿Quieres decir barato y que sienta mal?


—Podría haberlo dicho con palabras más bonitas, pero no es mi estilo. Si te pones uno de esos trajes, te sentirás fatal en cuanto entres en su casa. Al ser sincero, estoy ahorrándote ese suplicio. Se preguntarán qué empleador soy que no paga a sus empleados lo suficiente para que se compren ropa aceptable.


—¿No te das cuenta de lo insultante que estás siendo en este momento?


Estaba a punto de llorar, pero no iba a hacerlo por nada del mundo.


—¿No te das cuenta de lo mal que te sentirías si llegas allí y compruebas que desentonas y llamas la atención?


—¿En qué propones exactamente que me gaste tu dinero?


—Estás metiéndote en un terreno peligroso, Paula. Podría proponerte que te compres algo elegante y con colorido o podría decirte que…


—Te pido disculpas si crees que estoy siendo desagradecida o grosera, Pedro, pero me fastidia que me digan lo que puedo ponerme y lo que no.


Sin embargo, si pensaba en que entraba con uno de sus trajes o con su sencillo vestido negro en una habitación llena de franceses muy elegantes, sabía que él tenía cierta razón. 


Sencillamente, no soportaba que él pudiera decirle cualquier cosa sin importarle los sentimientos de ella, que ni siquiera fingiera que era diplomático.


—Las cosas son así.


Sin embargo, y por una vez, estaba molesto consigo mismo por hacer lo que hacía siempre, por decir lo que pensaba sin medias tintas.


—¡Muy bien!


Ella lo miró con el ceño fruncido y él estuvo tentado de explicarle que no había una sola mujer sobre la faz de la Tierra que no habría saltado de alegría por tener la posibilidad de ir de compras a costa de él. Ella, sin embargo, tenía un gesto agrio, como si la hubiese humillado en público. La gente era superficial y una de las primeras cosas que había aprendido en su ascensión social era que juzgaban por lo que veían, que había que olvidarse de toda esa palabrería sobre lo que había debajo. Si te vestías y te comportabas como un rey, te tratarían como si lo fueses.


Sin embargo, se sintió más molesto cuando notó otra punzada de remordimiento. Ella se había ofendido, aunque lo que le había dicho era verdad. Aun así, no iba a disculparse por mucho que lo mirara con el ceño fruncido. 


Miró su reloj y le dijo que se diera prisa. Le recomendó un par de barrios llenos de tiendas exclusivas e, incluso, le dijo que podía llevarse la limusina.


—¿A qué hora tengo que encontrarme contigo? —consiguió preguntar ella a pesar de la rabia.


—La recepción empieza a las ocho. Nos encontraremos en el bar de aquí a las siete y media. Podemos beber algo antes y llegar allí sobre las ocho y media.


Naturalmente, el gran hombre podía llegar tarde. ¡No iba a quedar bien con el hombre a quien quería comprarle la empresa! ¡Eso solo lo hacían los pobres mortales!


—¿Trabajaremos algo antes de que nos marchemos? —preguntó ella con una cortesía envarada.


—Es sábado. Creo que puedes librar.


—Muy bien.


Paula hizo un esfuerzo para mover las piernas y se dirigió hacia la puerta. Se ducharía, se pondría su insulsa ropa gris y se marcharía para gastarse el dinero que él le había dicho que tenía que gastarse para estar a la altura y no desentonar.


—Nos veremos en el bar a las siete y media —añadió ella—. Avísame si hay un cambio de plan.


Salió de la habitación sin mirar atrás. Sabía que su reacción había sido exagerada, pero había perdido la calma por la arrogancia y superioridad de ese hombre.


Se duchó muy deprisa, sin fijarse casi en la habitación, que era muy parecida a la de él, y se marchó. Quería que su anodina secretaria hiciera algo con su aspecto para no avergonzarse cuando la mirara, ¿no? ¡Pues haría todo lo posible por cumplir sus deseos!