sábado, 8 de febrero de 2020

TE ODIO: CAPITULO 17





Pedro abrió la puerta de su estudio. Las estanterías estaban llenas de volúmenes, desde una biografía de Glenn Curtis hasta libros sobre el óxido nítrico, con un suntuoso escritorio de caoba situado frente a una panorámica de la bahía.


Cuando estaba en San Cerini casi siempre podían encontrarlo allí, o en su garaje, jugando con los motores. Los motores lo calmaban, tenían sentido. Si cuidaba de ellos, ellos cuidaban de él.


Al contrario que la gente.


Maldita sea, le había pedido que se casara con él.


Pedro tomó una botella de whisky del armario. 


La noche antes de que Paula volviese a Europa, él la había mirado, dormida en sus brazos.


—Cásate conmigo —susurró, sin esperar que ella accediera.


Pero Paula abrió esos preciosos ojos suyos y contestó, con voz temblorosa:
—Sí.


La alegría lo había abrumado de una manera desconocida para él. Durmieron toda la noche abrazados en un diminuto colchón en el suelo…


Al día siguiente, mientras ella estaba en Barnard haciendo las maletas, Pedro había vendido el viejo motor en el que llevaba años trabajando y lo había cambiado por un anillo de compromiso.


Decidido a pedir su mano de forma oficial, había usado la cocina de su casera para preparar fetuccini como solía hacerlos su abuela. Luego colocó una mesita plegable en el centro de la habitación, la cubrió con un mantel prestado y encendió una vela para darle un toque romántico.


Pero, a pesar del cuidado y el amor que había puesto en los detalles, todo salió mal. Ella se había mostrado nerviosa y distraída durante la cena y, cuando por fin se arrodilló, sacando el anillo para pedirle que fuera su esposa, Paula se había transformado por completo ante sus ojos.


—¿Mi marido? —exclamó, tirándole el anillo a la cara—. ¿Estás loco? Sólo has sido una aventura de verano. Me acostaba contigo para pasarlo bien. Pensé que lo sabías. Yo soy la princesa de San Piedro, tú no eres nadie.


Pedro se sirvió un whisky doble, mirando el palacio real de San Piedro por la ventana. Lo había observado durante su primera noche en la villa, viendo cómo las luces del palais brillaban sobre el agua.


El amor hacía que un hombre se volviera ciego, mudo, sordo.


Pero, en realidad, debería darle las gracias. 


Pedro devolvió el anillo y volvió a comprar su motor, el primer prototipo del famoso motor Alfonso, y su desprecio lo había empujado a convertirse en millonario. Un hombre más poderoso de lo que nunca hubiera imaginado. Y, aunque había sido despiadado a veces, jamás cayó tan bajo como su padre Había hecho su fortuna sin la ayuda del vecindario de Little Italy.


La única vez que había usado esos contactos fue un día antes, para encontrar al sobrino de Paula.


Pero ahora entendía que, por mucho que consiguiera en la vida, ella siempre lo vería como un pobre mecánico. Por muchos millones que tuviese en el banco, su valor sería cero para ella.


Pedro se tomó el resto del whisky de un trago. 


Podía soportarlo, se dijo. Le daba igual lo que la gente pensara de él… ahora. De niño no había sido tan fácil. Su padre entraba y salía de la cárcel constantemente… su madre los había abandonado cuando él tenía tres meses.


De niño había sido un objetivo fácil, pero cuando llegó a secundaria aprendió a pelear, a lanzarse sobre un oponente mucho más grande que él para que retirase sus palabras. Y ésa había sido una experiencia valiosa. Lo había hecho más fuerte.


Pero no quería que sus propios hijos pasaran por eso.


Al contrario, quería ofrecerles la mejor situación económica, poder, respeto, para que siempre los tratasen bien. Quería darles una madre que los quisiera lo suficiente como para no abandonarlos…


Pedro hizo una mueca. Demasiado buena para ser su amante, ¿no? Demasiado buena para casarse con él.


«Soy la princesa de San Piedro. Tú no eres nadie»


—Signor Alfonso, ¿algún problema?


Un criado estaba en la puerta del estudio.


—No, todo va bien —contesto Pedro, con una sonrisa cruel—. Todo va muy bien.


Él le demostraría quién era. La seduciría, la haría reír y haría que lo amase. Y sobre todo…


—Ha llegado su nueva moto, signor Alfonso—dijo el joven criado—. La han llevado al garaje. El signor Bertolli está echándole un vistazo.


—Excelente —Pedro se levantó, sonriendo. 


Había tomado una decisión.


Si Paula no le daba su respeto por voluntad propia, él lo tomaría a la fuerza.


Sería el dueño de la princesa más conocida del mundo, la poseería completamente.


La seduciría y la dejaría embarazada.


La obligaría a ser su mujer.




TE ODIO: CAPITULO 16




«Deja que vuelva a casa, con la gente que me quiere».


Sus palabras golpearon a Pedro con la fuerza de un mistral.


Había querido mantener una corta aventura con ella, el tiempo suficiente para saciar su deseo, pero…


Cierto, Paula lo había dejado una vez, pero entonces él era un crío. Habían cambiado muchas cosas. Él había cambiado.


Había asumido con toda arrogancia que Paula, al igual que otras mujeres, se derretiría como la mantequilla bajo sus expertas caricias. Pero en lugar de eso, cuando ella enredó los brazos en su cuello, envolviéndolo en una dulzura aún más
profunda de lo que recordaba, fue él quien empezó a hundirse.


Había sentido un estremecimiento, un deseo tan poderoso como nunca había conocido. Sus besos lo excitaban como a un adolescente. Un momento en sus brazos, recibiendo el calor de su piel, lo había hecho volver atrás en el tiempo. 


Una caricia y había olvidado a las demás mujeres. Que Dios lo ayudase, pero había tenido la momentánea iluminación de querer a Paula como esposa…


Y se alegraba de que le hubiera recordado a Mariano.


Pedro apretó los dientes, mirando a aquella mujer medio desnuda, imposiblemente bella.


Y completamente enamorada de otro hombre. 


Un bobo con un título de nacimiento, un príncipe, un hombre civilizado. Pero ¿por qué le sorprendía? No era la primera mujer que elegía a Mariano antes que a él…


—Bésame —dijo Paula, echándole los brazos al cuello.


Era tan pequeña, tan suave. Las caderas femeninas rozaban sus muslos y todo su cuerpo la anhelaba dolorosamente. Como si hubiera estado en erección durante una década, esperándola. Paula se inclinó hacia delante, acariciando su torso.


Había pensado que tenía controlado su deseo por ella. Estaba acostumbrado a controlarlo todo… todo salvo su insomnio, maldito fuera. 


Pero mirándola ahora, tan seductora, tan poderosa, apenas cubierta por dos trocitos de tela, la deseaba más de lo que podía soportar.


Mientras que ella quería darse prisa por terminar con el trato.


Paula iba a casarse con otro hombre, a darle hijos, a darle todos sus días y sus noches.


No.


Una noche de placer, de repente, no era suficiente para Pedro. En absoluto.


Paula tenía que ser suya y de ningún otro hombre.


—¿Pedro?


Él la miró, sintiéndola temblar como un pajarillo.


—Hicimos un trato. Una noche, no un día. No un revolcón a toda prisa, una noche —repitió—. Así que tendrás que esperar. Tú y ese precioso prometido tuyo.


—No puedes retenerme aquí…


—Claro que puedo —la interrumpió él, tomando el vestido del suelo—. Póntelo. Es de día y las ventanas están abiertas. Pareces una cualquiera.


Pedro vio que se ponía pálida antes de darse la vuelta e hizo lo imposible para evitar el sentimiento de culpa que lo consumía. Sabía que Paula no merecía ese insulto. Su pasión era lo que más le había gustado de ella; era la más dulce inocencia envuelta en pecado.


Pero su inocencia era una mentira. Había descubierto eso de la manera más dolorosa. Era sólo una trampa para hacer que los hombres la amasen… antes de aplastarlos bajo el peso de su desprecio.


—¿Dónde vas? —preguntó Paula, sujetando el vestido rojo como una herida roja sobre su abdomen.


Sin contestar, Pedro abrió la puerta y se dirigió a su estudio. De todas formas, no le gustaba su dormitorio. Era una jaula, el sitio en el que no había pegado ojo desde que compró San Cerini. 


El insomnio había empezado allí. Pero no se había quedado allí. Ahora lo seguía a todas partes, a su ático de Nueva York, a su finca en
Irlanda. Hacía ejercicio hasta que caía rendido, boxeaba en un club hasta que no podía más. Incluso había hecho el amor durante horas con mujeres cuyo rostro no recordaba. Nada lo había ayudado.


¿Y qué? Tener insomnio le daba más tiempo para trabajar. En los tres últimos años su valor neto se había cuadruplicado. Su compañía, formada por empresas exportadoras de acero y metal junto con los famosos motores Alfonso, lo había convertido en multimillonario. Ahora tenía todo lo que un hombre podía desear.


Y si sobrevivir con tres horas de sueño al día lo hacía abrupto y grosero algunas veces… en fin, la gente no debería sacarlo de quicio. Sus empleados sabían que debían hacerlo bien a la primera.





TE ODIO: CAPITULO 15





El sujetador estaba hecho de un fino encaje azul, rematado por una cintita, y era casi transparente; el tanga, atado con cintas a cada lado, podía quitarse dando un tirón. Paula se inclinó para desabrochar sus sandalias, ofreciéndole una panorámica de sus pechos, y las tiró a un lado, como una stripper que había visto en una película.


—¿Dónde has aprendido a hacer eso?


Paula rezó para que no se diera cuenta de su inexperiencia, para que no supiera que era la primera vez que hacía algo así. Pedro había estado con tantas mujeres… ¿se reiría de ella?


—Son las once de la mañana. No voy a estar aquí todo el día y toda la noche. Un trato es un trato, Pedro. Puedes tomarme ahora, esta noche me voy a casa.


Estaba asombrada por ese comportamiento descarado, pero una parte de ella quería que la tomase de inmediato, antes de que perdiera la razón. Antes de que su corazón empezase a recordar con qué desesperación lo había amado una vez.


Y, sobre todo, antes de que descubriera su secreto: que nueve años antes había tenido un hijo suyo.


Alexander era hijo de Pedro.


—Por favor —susurró—. Deja que vuelva a casa, con la gente que me quiere.


Él apartó la mirada de sus pechos.


—Lo siento, pero un trato es un trato. No vas a ir a ningún sitio.




TE ODIO: CAPITULO 14





Paula sintió un escalofrío. La enorme suite frente a la bahía de San Piedro, era el sitio perfecto para una luna de miel. El dormitorio estaba decorado con tapices exquisitos y muebles estilo Luis XIV. A través de los ventanales podía ver un balcón de piedra y palmeras moviéndose con la brisa…


Era perfecta en todos los sentidos. Salvo que Pedro Alfonso no era el hombre con el que iba a casarse. En unos meses sería la esposa del príncipe Mariano y, durante el resto de su vida, sería fácil mantener a resguardo su corazón.


Paula parpadeó rápidamente para contener unas lágrimas incomprensibles cuando Pedro besó su cuello.


—¿Estás llorando, bella? ¿Esto te desagrada tanto?


—No —contestó ella. Ése era el problema precisamente—. Puedes tener a muchas mujeres en tu cama. ¿Por qué yo? ¿Qué soy yo para ti?


Pedro la dejó sobre la cama y, por un momento, el brillo de burla desapareció de sus ojos.


—Tú eres la que se me escapó.


Paula no pudo disimular el escalofrío que la recorrió de arriba abajo mientras besaba su cuello, pasando la mano por el vestido. La empujaba con su peso hacia el colchón, acariciándola por todas partes, mordisqueando el lóbulo de su oreja, separando sus piernas…


Pedro debía pesar el doble que ella, pero cada kilo era puro placer. Su cuerpo era musculoso, fuerte. Paula quería quitarle la camisa y acariciar su piel desnuda, buscar su boca en un beso apasionado.


Pero no se movió. No podía. Salvo aquel verano en Nueva York, había pasado toda su vida obedeciendo las reglas y siendo buena. Por mucho que quisiera vivir peligrosamente…


Pedro la besó entonces, acariciando sus pechos por encima de la tela del vestido.


La urgencia de los labios masculinos provocó un incendió en su sangre. Él la hacía sentir cosas que no quería sentir, drogando sus sentidos. La hacía temblar de la cabeza a los pies.


Era como si hubiera estado durmiendo durante diez años y ahora, de repente, estuviera despierta.


Por voluntad propia, sus brazos buscaron el cuello de Pedro para apretarlo contra ella, disfrutando del calor de su torso a través de la camiseta. Sentía cada centímetro de piel que él acariciaba. Sentía demasiado…


Pedro metió las manos bajo el vestido para acariciar sus pechos, apretando un pezón entre dos dedos. Agarrándose a sus hombros, Paula se arqueó, colocando las caderas entre sus piernas. Intentaba permanecer inmóvil, pero enseguida se dio cuenta de que estaba frotándose contra él, desesperada por estar más cerca, desesperada por sentirlo desnudo dentro de ella.


Como si hubiera leído sus pensamientos, Pedro levantó su vestido. Paula podía sentir la seda subiendo por sus muslos con agonizante lentitud, la suave tela acariciando su piel como el agua.


—Bella —dijo él en voz baja, metiendo una mano bajo el tanga—. Eres preciosa…


Dejando escapar un gemido, ella arqueó la espalda para sentir sus dedos.


Pedro se deslizó por la cama para poner la cabeza entre sus piernas y cuando Paula vio lo que iba a hacer intentó empujarlo… no podía permitir…


Apartando a un lado el tanga, Pedro la rozó con la lengua. Cuando ella intentó moverse, la sujetó, tentándola para que aceptase el placer. Paula dejó caer la cabeza sobre el colchón mientras él la acariciaba con la boca, primero despacio, con roces suaves, luego empujando más fuerte, más profundo, abriéndola. La excitaba metiendo la lengua mientras acariciaba el escondido capullo con un dedo, introduciéndolo luego entre sus pliegues, chupando y lamiendo hasta que estuvo completamente húmeda. Cuando metió dos dedos y añadió un tercero, Paula tuvo que ahogar un grito. El placer era tan grande que pensó que iba a morirse.


Todo su cuerpo parecía a punto de explotar y, antes de que entendiese lo que estaba pasando, sintió que el placer crecía aún más, cargándose como las nubes negras en una tormenta…


No podía aguantar más. Pero no quería sus dedos. Quería…


Sin aliento, empezó a desabrochar su cinturón. 


No podía decirle lo que quería, ni siquiera podía pensarlo, pero estaba claro.


Pedro se detuvo, mirándola con una expresión rara.


—Eres mía, Paula. Para siempre.


Esa frase rompió el hechizo que parecía haberla hecho perder la cabeza. Por mucho placer que Pedro le proporcionase, el riesgo era demasiado grande.


—Por una noche —jadeó—. Tu amante por una noche.


—No —dijo él en voz baja—. Para siempre.


Pedro se levantó abruptamente, dejándola tirada en la cama.


—¿Qué pasa? ¿Por qué has parado?


—Es suficiente. Por ahora.


Paula se sentó, mortificada. Evidentemente, pensaba prolongar esa tortura hasta que hiciera o dijera lo que él quería y eso era lo que más la asustaba. Tenían que terminar con aquello de inmediato… antes de que ocurriera algo irremediable.


Antes de embriagarse de emociones prohibidas y placeres. Antes de que le contase todo lo que guardaba en su corazón…


Paula llevó aire a sus pulmones y se obligó a sí misma a pensar en lo impensable.


El plan B.


—No, Pedro.


—¿No? —él levantó las cejas.


—No vamos a esperar —Paula se levantó de la cama—. Vas a tomarme aquí, ahora mismo.


Le temblaban las manos mientras se quitaba el vestido y lo dejaba caer a sus pies. Con el sujetador y una braguita de encaje, tuvo que reunir valor para mirarlo a los ojos.


El arrogante y poderoso millonario parecía como si, de repente, tuviera problemas para respirar.




TE ODIO: CAPITULO 13




Cuando entraron en el vestíbulo, Paula miró alrededor. Era raro encontrarse por fin dentro de la famosa villa de San Cerini. Construida por un noble ruso en el siglo XIX, Pedro la había ampliado y convertido en una especie de fortaleza… con el lujo de un palacio más suntuoso que el propio palacio real de San Piedro.


Había pasado muchas horas en su habitación, viendo las luces de San Cerini al otro lado de la bahía preguntándose qué actriz o modelo estaría entreteniéndolo.


Pero esa noche sería ella quien estuviera en su cama. Sería ella quien disfrutase de sus caricias, quien se encendiera con sus besos…


Sólo podía rezar para que, mientras rendía su cuerpo, tuviera fuerzas para mantener escondido su secreto y su corazón.


Después de darle órdenes al ama de llaves, Pedro se volvió hacia ella.


—Ven conmigo.


Paula dejó que la llevara por una escalera de mármol… ¿dejó que la llevara?


Eso sí que era de risa. Como si ella tuviera algo que decir. ¿Quién podía parar a Pedro Alfonso cuando quería algo?


Especialmente cuando su propio cuerpo anhelaba obedecerlo…


Se detuvo frente a la puerta de su dormitorio.
Emocionada.


Aterrorizada.


«Mi plan», se recordó a sí misma. «Piensa en el plan». Tenía que convencerlo para que la sedujera lo antes posible. Mantendría su corazón helado, cubierto de una escarcha impenetrable. Luego se marcharía y haría lo posible para que sus caminos no volvieran a cruzarse nunca. Tan sencillo como eso.


O quizá no tanto. Pedro la tomó en brazos como si no pesara nada.


—¿Qué estás haciendo?


—Entrar en brazos con la novia —contestó Pedro.


—¡Yo no soy tu novia!


—Una vez te pedí que te casaras conmigo. ¿No te acuerdas?