martes, 12 de diciembre de 2017

PRINCIPIANTE: CAPITULO 23




Pedro había aparcado en el lado opuesto de la facultad al que había dejado a Paula. Se echó la mochila al hombro y se dirigió a clase.


Quería decirle a Paula la verdad, que era un hombre adulto, no un crío, que era policía profesional, no un estudiante.


Pero había un problema: si descubría su tapadera, podía morir.


Al acercarse a la clase, vio a dos estudiantes en la parte de atrás de una puerta abierta. Lo que vio y la rabia que le atenazó el estómago, le recordaron por qué había insistido tanto para que le dieran aquella misión.


Kevin Washburn, el chico que necesitaba un amigo pero se conformaba con un chute, estaba hablando con Daniel Brown.


Pedro aflojó el paso y los observó. Daniel, vestido con unos vaqueros anchos y jersey de cuello alto de color marfil, mostró una bolsa de plástico pequeña en la palma de la mano y se la metió al bolsillo. Kevin, con la ropa arrugada como si hubiera dormido con ella y la piel amarillenta, sacó un puñado de billetes y se los tendió.


Pedro sintió deseos de gritarle una advertencia a Kevin y darle un puñetazo a Daniel.


Pero lo que hizo fue parar a beber de la fuente para esconder la cara y procurar llegar después de la venta. Se volvió a tiempo de presenciar el intercambio y luego echó a andar por el pasillo en dirección a ellos.


—Hola, Kevin.


El chico se sobresaltó. Lo miró como si no lo reconociera.


—Hola —dijo al fin.


Pedro lo observó por encima del hombro hasta que desapareció en el baño. Cuando se volvió, Daniel le sonreía.


—Justo el hombre que quería ver.


Pedro fingió que no tenía nada de raro que Daniel estuviera al lado de una clase en la que tenía prohibido entrar.


—¿Dónde están tus gorilas —preguntó.


Daniel hizo una mueca.


—Creo que tú y yo empezamos con mal piel.


—Yo creo que nos comprendemos perfectamente. No me gustan los hombres que amenazan a mujeres.


—Estaba borracho. Fue un error —bajó la voz—. Tengo una propuesta para ti.


—¿En serio?


—Una amiga mía dice que ayer le compraste algo.


Las noticias circulaban muy deprisa.


—Puede ser.


—Si eso es lo tuyo, podemos ayudarnos mutuamente —Daniel hablaba como si fuera su mejor amigo.


—Te escucho.


Daniel sacó una tarjeta de uno de sus bolsillos.


—Toma. Ven a verme aquí esta noche a las nueve.


¿Un estudiante con tarjeta? O quería vengarse a lo grande por la pelea o estaba a punto de abrirle la tienda de la anfetamina. La expresión de Pedro permaneció inescrutable.


—Esto está en el centro. ¿Quieres que vaya contigo a un edificio abandonado?


—Es una discoteca. Habrá mucha gente allí para protegerte.


—¿Y cuál es tu propuesta?


—Puedo prometerte un suministro continuado de lo que vende Kelly. A cambio necesito un guardaespaldas. Lucio y Sergio no lo hacían bien, pero creo que tú eres un chico que puede entender la necesidad de hacer bien el trabajo.


—¿Y por qué me lo ofreces a mí? Tienes que querer algo más a cambio que un tipo fuerte.


Daniel sonrió.


—¿Ves? Sabía que eras listo. Lo que yo quiero es… Necesito a alguien con tus… —señaló el aula de Paula— contactos, para que hable a cierta profesora de mí.





PRINCIPIANTE: CAPITULO 22




—Paula, no hagas eso.


La mujer miró a Pedro sentado al volante de su coche. Sus ojos azules revelaban una mezcla de rabia y resignación.


Aunque se sentía como una cobarde, sabía que no había otra salida.


—Es lo que quiero, Pedro. He dejado que me traigas esta mañana a la universidad, pero ahora tenemos que seguir caminos separados. Puedes venir a clase, por supuesto, pero no podemos tener ningún otro contacto. No hay nada entre nosotros.


La mano fuerte de él se posó en su barbilla para volverla hacia él.


—Mírame a los ojos y repite eso.


Paula apartó la cara de él.


—No hay nada entre nosotros.


Pedro retiró la mano.


—¿A qué hora sales hoy de trabajar?


—A las tres y media —comprendió que había caído en la trampa—. No, de eso nada.


—Te recogeré a las tres y media.


Ella movió las manos en el aire con fuerza.


—Te agradezco el apoyo de esta noche, pero tengo que pensar en mi reputación.


—Si no me dices que dejarás que te lleve a casa esta tarde, te besaré ahora mismo aquí, en el aparcamiento.


Paula lo miró sorprendida.


—Vale —dijo—. Puedes llevarme a casa.


Abrió la puerta del coche y salió sin mirarlo y sin esperar su ayuda.


—Cuida de Ana —dijo él.


Paula se volvió.


—No puedes llamaría en público por su nombre —le advirtió en un susurro—. Todavía no se lo he dicho a nadie —suspiró—. Sólo quiero ahorrarme problemas. Por favor.


Pedro ignoró su comentario y puso el motor en marcha.


—Nos veremos a las tres y media.


Paula cerró la puerta y lo miró alejarse. Se caló el gorro hasta las orejas y avanzó hacia el edificio. En el primer escalón vio a Horacio Norwood, vestido con abrigo y guantes gruesos de lana. Estaba charlando con un estudiante que llevaba un anorak negro.


—Buenos días, Paula —la saludó Horacio con una sonrisa.


—Buenos días —ella reconoció a Joey King por el anorak antes de que el chico se volviera—. Joe.


—Doctora Chaves —el chico arrastró los pies con nerviosismo y miró a Horacio—. Gracias por el consejo, doctor Norwood. Con eso he pagado el alquiler de este mes. Bien, tengo que ir a clase. Nos vemos en unos minutos, doctora Chaves.


Entró apresuradamente, eludiendo mirarla, cosa que Paula encontró curiosa. Joey nunca había sido muy conversador, pero siempre se había mostrado educado. Y ese día parecía darle vergüenza hablar con ella fuera de clase.


Sonrió Horacio.


—No sabía que te dedicaras a buscar empleo a los estudiantes.


La sonrisa de él se había desvanecido.


—Informarlos de dónde pueden tener ocasión de hacer dinero es mucho más apropiado que salir con ellos.


Paula lo miró sorprendida.


—¿Cómo dices?


—Ayer estabas hablando conmigo en el Café Bookstore y te marchaste con él. ¿Y ahora llegas con él? ¿Has vuelto a pinchar una rueda?


Paula dio un golpecito con el dedo en el pecho de Horacio y le hizo retroceder un paso, fuera de su espacio personal.


—Eso no viene a cuento, Horacio. Entre Pedro Tanner y yo no hay nada.


—¿Estás segura? —un golpe de viento lanzó un mechón de ella sobre su cara. Horacio se lo colocó detrás de la oreja y dejó un momento la mano en el cuello, en un gesto algo más que amistoso—. Simon fue un idiota por lo que te hizo. No quiero verte sufrir otra vez.


La lana del guante le picaba en la oreja y ella se apartó.


—Ya soy mayorcita, Horacio. Puedo cuidarme sola —miró su reloj—. Tengo que darme prisa. Llego tarde a clase.


Subió apresuradamente las escaleras y entró en el edificio. 


Pero después de atravesar las segundas puertas dobles de cristal se detuvo. Sentía carne de gallina en la nuca.


Otra vez no.


Se volvió despacio y miró por encima del hombro para ver si alguien la había seguido. Un puñado de estudiantes se disculparon y pasaron a su lado. Pero seguía teniendo la sensación de ser observada.


Se volvió por completo, empujó las puertas de cristal y desanduvo el camino hasta la entrada. Horacio ya no estaba. 


Y no parecía haber nadie que mirara en su dirección.


Paula se quitó el gorro y sacudió la melena. Aquella sensación empezaba a cansarla. Quizá Pedro tenía razón y su perseguidor era demasiado cobarde para dar la cara.


O quizá no la vigilaba nadie y se había sentido influida por la muestra inesperada de afecto de Horacio. Movió la cabeza. En realidad él tenía algo de razón sobre su comportamiento reciente.


Era algo que podía arruinar su carrera y partirle el corazón.




PRINCIPIANTE: CAPITULO 21





Paula se dio la vuelta en la cama y miró los números del reloj electrónico que brillaban en la oscuridad. Era la 1:46.


Hacía casi dos horas que intentaba dormirse.


—¡Maldita sea!


A lo mejor no podía dormir porque tenía mucho calor. Intentó apartar las mantas, pero habían formado un nudo entre sus piernas a causa de todo lo que se había movido.


—¡Maldita sea!


Se colocó de lado para sentarse y sacó la ropa de entre sus piernas. Estiró la sábana y las dos mantas hacia atrás y volvió a tumbarse.


Miró el techo un rato y luego se colocó de costado y abrazó la almohada larga que usaba para apoyar el estómago y la espalda. Sabía que la razón de que no pudiera dormir era el miedo a que volvieran las pesadillas de la noche anterior. 


Papá se había acercado mucho, había estado en su casa, con las cosas de su niña.


¿Por qué iba a querer nadie torturarla de aquel modo? ¿Por qué querían manchar así el periodo más importante de su vida?


Volvió a sentarse. Había ido ya dos veces al baño, quizá lo que necesitaba era algo de comer, una taza pequeña de cereales. La leche podía darle sueño y los cereales impedirían el hambre de primeras horas de la mañana. Sí, eso era lo qué necesitaba.


Bajó de la cama y se puso las zapatillas. Se echó la bata de franela rosa sobre el pijama de algodón y fue de puntillas a la cocina.


—No puedes dormir, ¿eh?


La voz de Pedro ni siquiera la sobresaltó. Tal vez no había ido allí a por cereales después de todo.


Oyó un clic y se encendió la lámpara de la mesita al lado del sofá. Pedro la había puesto al mínimo y el opaco círculo de luz arrojaba un resplandor apagado sobre sus hombros y su pecho desnudo.


Sonrió con humor.


—Yo tampoco puedo dormir.


Se sentó y ella respiró con fuerza. La luz mostraba ahora otra parte de su cuerpo, los vaqueros abiertos en la cintura y el golpe que cubría su flanco izquierdo.


Pedro —se acercó a examinarlo.



El color era menos intenso, pero el tamaño del golpe parecía haber crecido.


—No es tan malo como parece —bromeó él.


—Mientes —lo acusó ella; se sentó en la mesita de café frente a él.


Pedro le tocó la barbilla y la miró a los ojos.


—Estoy bien. No dejes que tu preocupación por mí te impida dormir.


—Creía que habías ido al hospital.


—Y fui. El médico dijo que podía quitarme las vendas para dormir.


Paula le apretó levemente las manos.


—Siento mucho que te pasara esto por mí.


—Soy yo el que lo siente —se inclinó un poco hacia ella—. Siento no haberte protegido de lo que has tenido que ver esta noche.


—No —ella cubrió las manos de él con las suyas—. Me alegro de que estés aquí —cerró los ojos—. No dejo de ver una navaja cortando muñecos y…


Pedro la besó en la frente.


—El hombre que hace esto es un cobarde. Le gusta aterrorizarte, pero no se enfrenta a ti cara a cara.


Aquello se parecía a los análisis de personalidad que hacía ella. Echó la cabeza atrás y lo miró a los ojos.


—¿Cómo lo sabes?


—Es su perfil.


—¿Perfil?


Algo brilló en los ojos de él.


—Es lo que ha dicho el inspector Alfonso —repuso.


—No me gusta tener miedo, Pedro.


Él le frotó la espalda con gentileza.


—Lo sé.


La niña se movió en su interior y Paula recordó la admiración de Pedro cuando la había notado moverse y también la vehemencia con la que ella le había dicho que la niña no era asunto suyo.


—Ven —se abrió la bata y colocó la mano de Pedro sobre su vientre para que notara a la pequeña dar patadas. Los dedos largos de él cubrieron la parte baja de su abdomen—. A ella tampoco le gusta tener miedo —susurró la mujer.


Ana golpeó la mano de Pedro y él dio un salto.


—¿Hace eso a menudo?


Paula sonrió.


—También duerme mucho.


Pedro apretó la mano con gentileza en su vientre y la niña quizá lo encontró tan irresistible como su madre, ya que se estiró, giró y llevó a cabo toda una actuación.


Pedro movía la mano por el vientre y seguía los movimientos fascinado.


—¡Genial!


Levantó la vista, con el rostro a pocos centímetros del de Paula. Una serenidad tranquila oscurecía sus ojos. Era como si todos los conflictos y aspiraciones que nublaban la mente de un joven se hubieran desvanecido. Era un hombre seguro de sí, seguro de aquel momento con ella.


—Gracias.


La besó con ternura, sin apartar la mano del vientre. Fue un beso lento y concienzudo. El calor posesivo de su mano y el de su boca creaban un fuego de satisfacción en la sangre de ella. Paula le devolvió el beso con la misma lentitud.


Fue un beso que cortaba barreras de miedo e inseguridad, un beso que espantaba sus dudas.


Un beso que llevó algo nuevo e inesperado al corazón de Paula.


Se apartó antes de que la revelación que sentía dentro de sí pudiera tomar forma y sustancia. Si no reconocía el sentimiento, no tendría que lidiar con él.


Pedro no pareció importarle la retirada. Se inclinó sobre su vientre y volvió la atención a la niña. Sonrió.


—Si eres tan testaruda como tu madre, pequeña, te irá bien. Pero ahora duérmete y deja descansar a mamá.


Paula se echó a reír. En un impulso lo besó en la mejilla.


—No había compartido esto con nadie. Sentirla moverse, hablar con ella… no creía que nadie comprendería el milagro que es.


—Me siento honrado.


Paula reprimió un sollozo. Una lágrima rodó por su mejilla.


—¡Eh? —dijo él con gentileza.


—Son las hormonas.


—Es el cansancio.


Le secó la lágrima con el pulgar.


—Ven conmigo.


La ayudó a levantarse, le tomó la mano y tiró de ella hacia el dormitorio.


—¡Pedro! —protestó ella—, no creo que esté preparada para…


Él se llevó un dedo a los labios.


—Me siento halagado —dijo—. Y quizá un día acepte la oferta —sonrió—. Pero protegerte también implica ocuparse de tu salud. Y no podré hacerlo si no duermo un poco.


Esa vez ella lo siguió de buena gana hasta la cama. Él le retiró la bata y la sentó en el lecho para quitarle las zapatillas. La tumbó y la tapó con la sábana y las mantas.


Se tumbó luego encima de las mantas y la tomó en sus brazos. Paula se acurrucó contra él y apoyó la cabeza en su hombro.


—¿Seguro que así estarás cómodo? —preguntó.


—Sí —la besó en la cabeza—. Ese sofá es demasiado corto.


Paula soltó una risita contra su pecho y decidió aceptar su fuerza y su consuelo para ahuyentar las pesadillas.



Acurrucada en sus brazos, no tardó en quedarse dormida. 


Como siempre, sus últimos pensamientos conscientes fueron para su hija. Y para Pedro, que se había dormido ya con los brazos en torno a ella y su vientre, protegiéndolas a las dos.