jueves, 7 de noviembre de 2019

PARA SIEMPRE CONTIGO: CAPITULO 6




Nerviosa, Paula entró en su despacho y sacó una bata limpia del armario. Después agrupó los bocetos que tenía desperdigados por la mesa de dibujo. Eran las once menos cinco y no tenía tiempo de revisarlos. «Al menos no llego tarde a la reunión», pensó y se dirigió a la sala de reuniones que estaba al final del pasillo.


A pesar de la desconcertante entrevista que había mantenido con Pedro Alfonso, Paula se las arregló para recobrar la compostura y hacer su presentación. Cuando se sentó, no recordaba nada de lo que había dicho. Sus amigas, Silvia y Lila, que trabajaban en el departamento de Marketing, estaban presentes y continuamente sonrían a Paula para darle ánimos. Ella estaba segura de que después pasarían por su despacho para hacer un análisis de su intervención.


A juzgar por la reacción del resto de sus compañeros, sobre todo por la expresión de satisfacción que tenía su supervisor, Paula pensaba que lo había hecho bien. Hasta el gerente de ventas más cascarrabias parecía encantado con la nueva colección. Paula escuchó los comentarios y anotó las sugerencias que le hicieron, todo ello rebosante de orgullo.


Animada por el éxito, regresó a su despacho y comió allí mientras trabajaba. Ya no le parecía tan grave lo que le había pasado delante de Pedro Alfonso. Podía haberse reído de sí misma de no ser porque se había estropeado el jersey.


Paula había terminado de comer cuando la llamó Lila. Le dijo que creía que había hecho un buen trabajo en la presentación y que le encantaba la nueva colección.


—Nico estaba muy impresionado —añadió ella. Se refería a su jefe, que era el vicepresidente del departamento de Mercado Internacional y además el prometido de Lila—. Espero que la empresa empiece a fabricarlos pronto. Me encantaría tener un juego de alianzas a tiempo para nuestra boda.


Lila y Nico todavía no habían fijado la fecha para la boda, pero Paula sabía que estaban tan enamorados que tendrían un noviazgo muy corto.


—No te preocupes, Lila. Siempre puedo hacer un par para vosotros —le prometió Paula—, aunque la empresa decida no sacar la colección.


Cuando terminó de hablar con Lila, Paula se percató de que no había recibido la llamada de la secretaria de Pedro. Se sorprendió. El parecía tan interesado en concertar una segunda cita… 


Su tarjeta estaba sobre la mesa de dibujo, sujeta con un clip. La miró, pero ni se le pasó por la cabeza la idea de llamarlo. Quizá era el tipo de hombre que se emociona en el momento, pero que diez minutos después está pensando en otra cosa.


Oh, bueno. Mucho mejor. Quizá se había olvidado de todos los regalos de diseños y había decidido entregar unos paraguas con monograma. Quizá nunca volviera a saber nada de él.


La idea debía resultarle alentadora, pero por algún motivo no le gustaba. Un golpe en la puerta entreabierta interrumpió sus pensamientos.


Paula se volvió y vio que Silvia estaba en la puerta. Silvia solía visitarla al menos una vez al día, para hablar y ponerse al corriente de cómo iban las cosas. También se veían en casa, ya que Silvia era vecina de Paula.


Después de conocerse, se percataron de que tenían muchas cosas en común. Aunque las dos tendían a ser personas bastante solitarias, en los últimos meses se habían hecho muy amigas. 


Como Paula, Silvia salía poco con chicos y recordaba su pasado con sentimientos confusos. Pero Paula al menos había crecido con unos padres que la querían. Aunque ellos no se querían entre sí. Silvia no tenía familia y se había criado en casas de acogida. Cuando cumplió los dieciocho años se independizó y más tarde entró a trabajar en Colette, Inc., donde ocupaba el puesto de director adjunto del departamento de Marketing. Mientras que con una infancia así era fácil volverse una persona triste y amarga, Silvia era todo lo contrario. Era una mujer animada y cariñosa que enseguida hacía amigos.


—Los has dejado impresionados, esta mañana. Marianne ya ha convocado una reunión para tratar la campaña publicitaria —le dijo Silvia—. Un anuncio de página entera en una de las revistas de novias más importantes. Eso para empezar.


Paula solía recibir ese tipo de noticias con calma, pero se emocionó al oír que sus diseños habían tenido tanto éxito.


—¿De verdad? Ni siquiera he comenzado a hacer las muestras.


—Creo que será mejor que empieces. ¿En qué estás trabajando ahora?


Silvia se fijó en el alfiler de corbatas que Paula había diseñado para Pedro Alfonso. Paula había trabajado en ello casi toda la tarde y ya lo tenía casi terminado. Sentía la necesidad de contarle a Silvia cómo había sido la reunión con el millonario atractivo y aparentemente soltero, pero se contuvo. No quería hablar de él. Ni siquiera con Silvia. Sentía un nudo en la garganta solo de pensar en él. Se estaba comportando como una adolescente.


Retiró el alfiler de corbatas y miró a su amiga.


—No es nada. Solo una muestra que tenía que montar para un cliente. ¿Alguna novedad sobre la compra? —preguntó para cambiar de tema.


—Nada importante —Silvia se encogió de hombros y retiró un mechón de pelo de su cara—. Creo que Grey ha comprado algunas acciones más, pero aún le queda bastante para tener el cincuenta y uno por ciento —los ojos de Silvia oscurecían cuando hablaba del enemigo de la empresa y Paula sentía lo indignada que estaba su amiga—. La cosa es que una vez que obtenga el control de la empresa, piensa destruirla. Solo quiere ver que Colette se destruye. Nadie sabe por qué. Alguien tiene que detener a ese hombre.


—Sí, por supuesto —suspiró Paula—, ¿pero quién? Tiene que ser alguien que tenga muchísimo dinero… o alguien que pueda llegar al corazón de Grey y lo haga cambiar de opinión.


—Si es que ese hombre tiene corazón —dijo Silvia—. Odio ver cómo la gente se desmoraliza a mi alrededor. No podemos abandonar. Eso es lo que él quiere. Tenemos que agarrarnos las faldas y continuar bailando —la expresión de Silvia hizo que Paula se riera—. Eso me recuerda, Paula, que todavía no me has contestado si vas a participar o no en la subasta. Lo harás, ¿no? Primero perdí a Yanina, y después a Lila —dijo, refiriéndose a las dos amigas que se habían casado y comprometido respectivamente—. Este año, tenemos escasez de mujeres estupendas y te necesitamos —suplicó Silvia.


Desde hacía años, Colette, Inc., patrocinaba una subasta de solteras y destinaba los beneficios a un orfanato de la ciudad. Era el mismo orfanato en el que Silvia había vivido durante muchos años, así que ella siempre se implicaba mucho en la organización de la subasta. Ese año, el evento se iba a celebrar en el salón de baile del hotel más elegante de la ciudad, el Fairfield Plaza. La lista de invitados incluía a las personas más importantes del lugar. Paula siempre compraba una entrada para contribuir con la causa. Pero nunca asistía. No le gustaban ese tipo de eventos.


Sin embargo, ese año sus amigas insistían en que se inscribiera en el grupo a subastar. La idea aterrorizaba a Paula y al pensarlo le entraban ganas de salir corriendo al aeropuerto y tomar el primer avión a Brasil.


Por supuesto, no podía hacerlo.


Pero tampoco podía ponerse un traje de noche, subirse a un escenario y esperar a que los hombres apostaran dinero para pasar una noche con ella. Preferiría meterse en aceite hirviendo. Preferiría…


—Vas a hacerlo, ¿verdad? —preguntó Silvia—. Esta noche puedo ayudarte para ver qué te pones. Yanina y Lila han dicho que también se pasarían por tu casa. Yo llevaré la cena. ¿Qué te parece comida china?


—Bueno… hoy no es un buen día —dijo Paula. Intentó mirar a su amiga a los ojos pero no pudo.


—Paula… conozco esa mirada —dijo Silvia—. Tienes que hacerlo. No voy a aceptar que me digas que no. Tenemos que hacerlo entre todas. La subasta es nuestra oportunidad para demostrarle a Marcos Grey que seguimos haciendo las cosas como siempre. Que no nos vamos a rendir.


Aunque Paula estaba de acuerdo con lo que decía Silvia, no la convencía la idea de que si se subía a un escenario con traje de noche y zapatos de tacón, moviendo las piernas para que los hombres apostaran más dinero, conseguirían frustrar los planes del despiadado Marcos Grey.


—Paula, por favor. Sabes que esto es muy importante para mí. Este año tenemos que hacer una buena subasta. Tenemos que demostrarle a ese hombre de qué madera somos —insistió su amiga—. Sé que eres muy tímida y que esto es difícil para ti. En serio, lo sé. Pero también puede ser algo bueno para ti. Quiero decir, eres muy guapa… pero nadie, excepto yo y otras personas contadas, han tenido la oportunidad de comprobarlo. Quiero que todo el mundo de esta empresa sepa que eres preciosa. Estarían meses hablando de ello —añadió Silvia en tono de broma—. ¿Me ayudarás… por favor?


Paula quería negarse… pero no podía decepcionar a su amiga. Ese acto era muy importante para Silvia, y para la imagen de toda la empresa. Si el acto benéfico salía bien, y normalmente ocurría así, demostrarían a Marcos Grey que eran fuertes y que estaban unidos.


Había algo más en las palabras de Silvia que era verdad. Quizá había llegado el momento de que dejara de esconderse como un ratoncito. Quizá fuera bueno para ella subirse a un escenario. Si tuviera más seguridad en sí misma, quizá no se pusiera tan nerviosa cuando un hombre la invitara a comer, como le había sucedido con Pedro Alfonso.


—Vale, me has convencido. Lo haré —aceptó Paula.


—¡Estupendo! —Silvia se acercó y le dio un abrazo—. Sabía que no me decepcionarías. ¿Tienes algo en casa que te puedas poner?


—¿Qué tal ese vestido de seda gris que me puse para la fiesta de Navidad? —preguntó Paula.


Silvia frunció el ceño.


—No sé si lo recuerdo… Ah, sí. El de seda gris. ¿Era de manga larga y cuello vuelto?


Paula asintió. Silvia sonrió y negó con la cabeza.


—No te preocupes, yo te llevaré algunas cosas. Encontraremos algo perfecto —prometió Silvia.


Paula estaba preocupada. Sabía que Silvia y ella no coincidían en lo que consideraban perfecto. Pero no se dejó vencer por el miedo y puso una amplia sonrisa.


—La comida china me parece bien. Y no te olvides de traer una ración extra para Lucy —siempre se acordaba de su perra—. No te preocupes, Silvia. No voy a fallarte.


—Lo sé —dijo Silvia, y Paula sabía que lo decía de verdad. Aunque Paula no hacía amigos con facilidad, a los que tenía nunca los decepcionaba.


—No te preocupes, será divertido —prometió Silvia, y se puso en pie—. Oh, casi se me olvida… —Silvia miró el paquete que tenía en la mano. Era una caja mediana envuelta en papel marrón—. La recepcionista me pidió que te diera esto —explicó Silvia—. Lo trajeron hace un rato —miró la etiqueta mientras se lo daba a Paula—. Hmm, es de Chasan's —dijo, nombrando una de las tiendas de ropa más caras de la ciudad—. Creía que hacías las compras en el centro comercial, Paula. ¿Te has ido a gastar dinero por ahí, sin avisarme?


—Nunca he estado en Chasan's. Debe ser un error —Paula miró el paquete y vio que su nombre estaba escrito en la etiqueta.


Silvia se quedó hasta que Paula abrió el paquete y encontró una caja azul cerrada con un lazo dorado. Desató el lazo y abrió la caja. Bajo una hoja de papel dorado, encontró un jersey de color rosa pálido muy parecido al que llevaba puesto. Bueno, de mejor calidad… y mucho más caro que el suyo.


Paula sacó el jersey y Silvia se quedó boquiabierta.


—Cielos… es precioso. ¿Quién te lo envía? ¿Es tu cumpleaños o algo así?


—Mi cumpleaños es en junio. Ya lo sabes —contestó Paula sin mirar a su amiga. Respiró hondo antes de leer la tarjeta que encontró dentro de la caja. Ya sabía quién le enviaba el regalo, pero le costaba creerlo.




Paula,
¿Estás segura de que no me he chocado contigo esta mañana? Insistías en que no, pero me siento responsable de haber estropeado tu precioso jersey. Por favor, acepta este regalo en agradecimiento a la ayuda que me has prestado hoy… y espero que nos veamos pronto.
Pedro.

PARA SIEMPRE CONTIGO: CAPITULO 5




Paula estaba sorprendida consigo misma y no podía comprender por qué reaccionaba de ese modo. Era como si, en ese momento, él no estuviera hablando de las piedras, sino de ella.


Pero eso era ridículo. Volvió a ponerse las gafas y se centró de nuevo en las joyas.


—Ah… bien. Me alegro de que te gusten. Probemos a poner una en el alfiler —abrió el cajón que había en un lado de la mesa y sacó algunas herramientas y un tubo de pegamento.
Un rato más tarde, había quitado la esmeralda del alfiler de corbata y en su lugar había colocado un pequeño zafiro sin cortar.


Se lo mostró a Pedro.


—¿Qué te parece?


—Es precioso. Perfecto —exclamó él—. ¿Puedo mirarlo con la lente?


Entonces, sin esperar a que Paula le diera el alfiler de corbata, le agarró la mano y se la colocó bajo la lente. Su roce era suave pero firme. Ella sintió como si una corriente eléctrica recorriera su cuerpo y trató de permanecer inmóvil. Apenas respiraba.


—Sí, es perfecto. El zafiro es una buena elección —comentó él sin soltarle la mano—. Aunque creo que me gustaría ver los otros montados con un rubí y una esmeralda, solo para comparar. Una vez que hemos decidido cambiar el diseño de la montura…


Él retiró la mano y Paula dejó el alfiler sobre el cojín de terciopelo. Abrió el cuaderno y se tomó un instante para ordenar sus pensamientos.


—Sí, por supuesto. Un rubí y una esmeralda —dijo en voz alta, y lo apuntó en el cuaderno—. Esta es otra idea para un nuevo diseño —añadió. Tomó el lápiz e hizo el boceto de un nuevo diseño. Era una montura que envolvía a la piedra, como si fueran los pétalos de un capullo a punto de florecer.


Pedro se quedó quieto, observándola dibujar. 


Cuando ella levantó el cuaderno para mostrarle el boceto, él inclinó la cabeza para mirarlo. Por la expresión de su rostro, Paula supo que estaba impresionado por su destreza artística. Eso le parecía curioso. No pensaba que un hombre que había pasado toda su vida en un ambiente de negocios, reconocería o valoraría el talento artístico.


Pedro Alfonso no era lo que ella esperaba.


—Esto es excelente, Paula —la miró a los ojos—. Es el tipo de cosa que esperaba encontrar… pero no sabía cómo explicártelo —añadió con una sonrisa tan atractiva que Paula sintió que se le aceleraba el corazón—. ¿Podrías hacer uno de muestra para que yo lo viera?


—Por supuesto —dijo ella.


De pronto era consciente de que estaban muy cerca y de que él tenía el rostro a pocos centímetros del de ella. Pestañeó y se sentó derecha.


—Podría tenerlo listo para mañana por la tarde —dijo ella.


—¿Tan rápido? Eso es estupendo. Deja que compruebe mi agenda para mañana a ver si estoy libre… —Pedro sacó un pequeño libro negro del bolsillo de su chaqueta y lo abrió.


—No es necesario que vuelvas aquí; quiero decir, seguro que estás muy ocupado. Podemos mandarte la pieza con un mensajero —le explicó Paula—. Después me llamas y me dices qué te ha parecido.


¿Estaba tartamudeando? La idea de tener otra reunión con Pedro Alfonso la había puesto nerviosa. Respiró hondo y confío en que él aceptara su propuesta.


—No hay problema. Esta época del año es bastante tranquila para mí —contestó él, y ella sintió un nudo en el estómago—. Además, tenemos que pensar algo aparte del alfiler de corbata —le recordó él—. Y tengo que volver a la oficina en pocos minutos —miró el reloj—. ¿Buscamos un hueco para reunimos mañana?


—Sí, por supuesto —contestó Paula. Miró hacia la mesa y frunció los labios con resignación. Prepararía el alfiler de corbatas para él. Eso resultaría entretenido… pero la idea de trabajar más adelante con él… la desconcertaba. Y no quería saber por qué.


—¿Qué tal si quedamos para comer? —preguntó él.


—¿Comer?


Él se rio.


—Ya sabes, ¿la comida que está entre el desayuno y la cena? ¿No comes… o eres una de esas mujeres que siempre se mata de hambre?


—Yo nunca hago dieta —contestó Paula.


En algún momento de su vida, sobre todo durante la adolescencia, sí que se había preocupado por su figura. Pero con el paso de los años, el exceso de peso había desaparecido de su cuerpo, y aunque todavía recordaba la imagen de su juventud, en la actualidad estaba delgada y su cuerpo era proporcionado. No hacía nada especial para mantenerse en forma, aparte de los largos paseos y las carreras que echaba por el parque con su perra Lucy. El duro trabajo que hacía con las esculturas también mantenía sus músculos en forma. No le gustaba la mayoría de los deportes, y la idea de hacer ejercicio en un gimnasio, frente a los espejos y delante de mucha gente la aterrorizaba.


—¿Nunca haces dieta, eh? Qué alentador —contestó Pedro—. ¿Así que mañana puedo llevarte a cualquier sitio que sirvan comida de verdad, en lugar de pienso para conejos? —insistió él—. Conozco el sitio adecuado. ¿Qué te parece Crystal's?


¿Crystal's? Ese era el restaurante más elegante de Youngsville, Indiana. Ella nunca había estado allí, pero había oído que había que esperar un mes para conseguir una reserva. Por supuesto, eso no sucedía si se era un cliente habitual, y sin duda, Pedro Alfonso lo era.


—He oído que es un sitio estupendo. Gracias por la invitación… pero no creo que pueda comer contigo —dijo Paula. Se puso en pie y agarró el cuaderno y la taza de café.


—¿Por qué no? Creo que podemos avanzar mucho durante la comida —insistió Pedro. Se levantó y se colocó frente a ella, bloqueando su vía de escape. Estaba tan cerca que cuando ella levantó la cabeza para contestar, tuvo que echarse un poco hacia atrás.


—Sí, estoy segura de que podríamos avanzar mucho —dijo con diplomacia, recordando que, después de todo, él era un cliente importante—. Pero me temo que estaré en una reunión que durará toda la tarde.


Era mentira. No tenía ninguna reunión, pero no se le ocurría nada más que decir.


—Entonces, ¿qué tal el miércoles? ¿Tienes alguna reunión el miércoles? —preguntó él. Su voz era dulce y su tono ligeramente divertido. 


Paula pensó que él se había dado cuenta de que estaba mintiendo. Aun así, no comprendía por qué insistía tanto en invitarla a comer.


—Tengo que comprobarlo. No estoy segura —apretó el cuaderno contra su pecho y se dispuso a marcharse—. Llamaré a tu despacho y te lo diré.


—De acuerdo —él asintió y esbozó una sonrisa. Paula pensó que lo que intentaba era contener una gran sonrisa, que se estaba riendo de ella. 


Que encontraba divertido que una mujer se agobiara tanto por una simple invitación a comer. Se sentía estúpida… pero no podía evitarlo.


Miró al suelo para evitar su mirada y se dirigió hacia la puerta. Quería marcharse, alejarse de él y quedarse a solas. Pero entonces, hizo algo aún más estúpido. Tenía tanta prisa por marcharse que derramó el café sobre sí misma. 


Sintió que el líquido caliente empapaba la bata y el jersey. Miró hacia abajo y vio lo que había sucedido.


—Oh… maldita sea —murmuró en voz alta. Dejó caer el cuaderno al suelo y apoyó la taza en la mesa. Tenía una gran mancha marrón en la bata y no quería imaginarse cómo podía estar el jersey.


—Déjame que lo recoja —dijo Pedro, y se agachó para recoger el cuaderno—. Lo siento… ¿me he chocado contigo o algo así? —preguntó preocupado.


—No… nada de eso. A veces hago estos desastres yo sola —explicó Paula.


—Pero yo estaba en tu camino. No podías pasar —dijo él disculpándola—. ¿Puedo ayudarte a quitarte la bata? —preguntó Pedro con educación.


—Oh, no… ya puedo sola, gracias.


Había llegado el momento de la verdad. Tenía que quitarse la bata porque estaba goteando.


Se desabrochó los botones y se quitó la bata. 


Después hizo una bola con ella para contener la mancha mojada. El jersey, que todavía estaba mojado por la lluvia, se adhería a su cuerpo como si fuera una segunda piel. Además tenía una horrible mancha marrón que cubría gran parte de la tela. Una de esas manchas que no resultaría fácil quitar.


—Bueno, supongo que tendré que ir a buscar otra bata —dijo ella.


Miró a Pedro y vio un brillo extraño en sus ojos. 


Un brillo completamente masculino que la asustó muchísimo. Él no había estado observando la mancha durante todo ese rato, sino… observando su silueta. Estaba segura de ello. También estaba segura de que él no pensaba que debajo de esa bata gris pudiera haber algo que mereciera la pena mirar.


Al menos, no se la comió con la mirada y rápidamente miró a otro sitio y puso una sonrisa.


—Aquí tienes el cuaderno —era su turno para estar un poco avergonzado—. Y toma mi tarjeta —añadió—. Mejor pensado, le diré a mi secretaria que te llame para concertar una segunda cita.


—Me parece bien —dijo Paula, y caminó hacia la puerta. Llevaba el cuaderno apretado junto al pecho, aunque no le cubría demasiado. Su secretaria. Bien. Así no tendría que buscar ninguna excusa. Sería mucho más sencillo.


—Bueno, Paula, gracias por tu ayuda —dijo él cuando ella se disponía a salir de la sala—. Estoy deseando ver el alfiler de corbatas.


—Lo haré lo más rápido posible, señor Alfonso… Y ha sido un placer —dijo, recordando las buenas maneras. También recordó que debía llamarlo por su nombre. Pero no quería. Debía mantener la distancia entre ellos para conseguir que la relación fuera estrictamente de negocios—. Adiós —le dijo cuando salió.


—Adiós, Paula—contestó él—. Hasta pronto.


Mientras se dirigía hacia el ascensor, Paula pensó que Pedro no hablaba de manera impersonal ni como si estuviera en una reunión de negocios.




PARA SIEMPRE CONTIGO: CAPITULO 4




Colocó los objetos que había sobre la mesa y aprovechó para serenarse. La mesa estaba preparada para ver piezas de joyería. Tenía un cojín de terciopelo azul en el centro, un lente de aumento y una lámpara de gran intensidad.


Paula colocó la lámpara y la lente, y después se subió las gafas que se le habían caído hacia la punta de la nariz. Sentía que le temblaban las manos y confiaba en que él no se diera cuenta.


—Intentaré ser breve y no ocupar mucho de su tiempo, señorita Chaves —dijo él—. Éste es el problema. Me gustaría hacer un regalo a mis empleados en el banquete de la empresa que se celebrará dentro de un par de meses. Es parte de nuestro congreso de ventas nacionales y suelen asistir unos quinientos empleados —le explicó—. Ese día se anunciará el retiro de algunas personas y normalmente la empresa siempre les regala un reloj de escritorio con una inscripción. Pero este año me gustaría hacer algo diferente. Un alfiler de corbata, quizá. O un llavero de oro con un medallón o una inscripción —sugirió—. Después están los premios por rendimiento extraordinario. Sobre todo en el área de ventas. Los empleados reciben una prima, por supuesto. Pero también me gustaría darles un regalo. Necesitaré cien unidades en total. ¿Cree que podrían estar listas para… la primera semana de diciembre?


Paula lo observaba mientras él hablaba. Tenía un rostro muy expresivo. Tenía la frente ancha, los pómulos y el mentón prominentes y una amplia sonrisa. Pensó que algún día le gustaría hacerle un boceto. También le gustaba cómo la miraba a los ojos, de manera directa.


Cuando él terminó de hablar y continuó mirándola, ella se dio cuenta de que había estado tan distraída observándolo que apenas había oído una palabra de lo que le había dicho.


—¿La primera semana de diciembre? —repitió ella.


—¿Cree que no dará tiempo? Siempre dejo las cosas para el último momento —admitió él. 


Paula se sorprendió al oír que su tono era casi de disculpa.


¿No se suponía que los millonarios eran airados y exigentes? ¿No se suponía que tenía que golpear la mesa con el puño o algo así?


—Probablemente. Quiero decir, quizá, depende de qué es lo que desee —dijo ella, y miró al cuaderno—. Haremos todo lo posible por ajustamos a la fecha, señor Alfonso.


Lo miró a los ojos y vio que estaba sonriendo. Riéndose de su balbuceo. Oh, cielos. Parecía una idiota, y se sentía como tal.


—Llámeme Pedro —le recordó—. ¿Puedo llamarla Paula?


Ella asintió. Sentía un gran nudo en la garganta. 


No sabía qué le estaba pasando. Solía ponerse nerviosa cuando conocía gente nueva, sobre todo si eran hombres, pero solía ser capaz de disimularlo. Aquel hombre la estaba poniendo nerviosa y ella deseaba controlar sus nervios. Y el latido acelerado de su corazón.


—Tienes razón. No he sido muy concreto, ¿verdad? —dijo él—. He visto algunas cosas que me gustan en la sala de exposiciones. Creo que la señora Randolph las ha dejado sobre la mesa para que pudiéramos verlas.


—Sí, por supuesto. Ése será el comienzo —Paula tomó una bolsa de terciopelo azul que estaba sobre la mesa y la abrió—. Veamos qué tenemos aquí… —murmuró. Sacó los objetos uno por uno y los fue dejando sobre el cojín. A medida que se concentraba en su trabajo se sentía cada vez más relajada. Le resultaba más sencillo tratar con los clientes cuando ya tenían algo sobre lo que trabajar.


Tomó la primera pieza, un alfiler de corbata de oro de catorce quilates con un asta grabada y una esmeralda de corte cuadrado. La piedra estaba engarzada en una montura con forma de corona que a Paula no le gustaba demasiado.


—¿Qué te parece? —le preguntó él.


Ella lo miró. No estaba segura de si debía ser sincera o no. No quería ofenderlo, pero por otro lado, le había pedido su opinión.


—¿Sinceramente? —preguntó ella.


—Por supuesto.


—Me gusta el detalle del asta —dijo, y colocó la pieza bajo la lente de aumento para que él la viera mejor—. Pero no me gusta demasiado la montura. Es bastante corriente… y un poco hortera.


—Yo pienso lo mismo —él asintió y esperó a que continuara.


Paula se sintió mejor. Tenía la certeza de que Pedro Alfonso tenía buen gusto. Además se parecía al suyo, lo que facilitaba mucho las cosas.


—Mucha gente se pondría una pieza pequeña como esta para acompañar a otras joyas —continuó ella—. Una montura más sencilla haría que la piedra resaltase más. Y también, chocaría menos con otras piezas.


Le dio la vuelta al alfiler y lo dejó sobre el cojín de terciopelo. Durante unos instantes, se quedó mirándolo.


—Espera… tengo una idea —se levantó de la silla—. A ver qué te parece esto…


Se acercó a un armario de madera y sacó un juego de llaves de debajo de su bata. Abrió las puertas del armario y dejó al descubierto tres hileras de cajones que contenían piedras preciosas de todos los tamaños y colores.


Tardó un instante en encontrar lo que buscaba, sacó varias bolsitas de plástico que contenían piedras preciosas y las llevó hasta la mesa.


—Quiero enseñarte estas piedras —dijo Paula—. Se llaman cabochon. ¿Quizá las hayas visto antes?


—No… no las he visto nunca —contestó Pedro.


—Son piedras que no están cortadas, pero sí pulidas. He elegido unos zafiros. Pero existen todo tipo de piedras sin cortar: rubíes, esmeraldas, amatistas. Mira, échales un vistazo —dijo ella, y giró la lente de aumento hacia él.


Él observó las piedras con detenimiento y ella aprovechó para observarlo a él. Tenía el cabello oscuro y espeso, un poco ondulado. Lo llevaba corto y peinado hacia un lado, aunque de vez en cuando, le caía un mechón sobre la frente. 


Paula se percató, de que a la luz, su oscura melena estaba salpicada con cabellos de plata. Tenía el ceño fruncido, la mandíbula prominente y un hoyuelo en la barbilla que le quedaba muy bien.


«Es guapo», pensó ella, «muy guapo».


De pronto, Pedro levantó la vista y vio que ella lo estaba mirando. Paula se sintió insegura, como si al mirarla a los ojos él pudiera leer sus pensamientos. El sonrió y ella, al sentir que se ponía colorada, bajó la vista.


—Bueno… ¿qué opinas? —intentó preguntar con naturalidad, pero su voz parecía forzada. Se quitó las gafas y limpió los cristales con el borde de la bata. Era algo que hacía cuando estaba nerviosa y que a veces no se daba ni cuenta de que lo estaba haciendo.


—Preciosa —contestó él—. Muy sutil y natural. Muy… original.


Sus palabras y la manera en que la miraba eran desconcertantes.