jueves, 23 de abril de 2020

CITA SORPRESA: CAPITULO 26




–¿Que quiere preguntarte algo? –exclamó Isabel cuando Paula se lo contó–. ¿Y no te ha dicho
qué?


–Supongo que tendrá que ver con el trabajo.


–¡Por favor! No se invita a cenar a una chica para hablar de la aspiradora. A lo mejor te va a
decir que le gustas.


–No lo creo –suspiró Paula. No quería admitir que ella había pensado lo mismo, por supuesto–. Podría haberlo hecho en el despacho, sin gastarse dinero.


–Ah, pero es que hasta ahora trabajabas para él –insistió Isabel–. Yo creo que es el tipo de hombre que no aprueba las aventuras en la oficina. Pero podría sentir una secreta pasión por ti y ha decidido hablarte de ello... en el restaurante


Paula no le hizo ni caso, pero mientras se arreglaba tenía el estómago encogido. Había reservado mesa en un restaurante italiano cerca de su casa, aunque estaba segura de que no podría probar bocado.


¿Qué era aquello, una cena de trabajo o una cita? Aunque estaba segura de que no era una cita, no quería ponerse el traje de chaqueta y, al fin, se decidió por un vestidito de flores, un cárdigan bordado y sus zapatos favoritos. No eran muy apropiados para un día de lluvia, pero eran los mejores que tenía.


–Estás muy guapa –sonrió Isabel–. No pareces un ama de llaves.


Paula perdió valor. Quizá era un atuendo inapropiado.


–¿Crees que debería cambiarme?


–¿Qué quieres ponerte, un vestido gris, zapatos planos y un cinturón lleno de llaves? –bromeó
su amiga–. ¡No te cambies, estás estupenda! Pedro no podrá quitarte las manos de encima.


Pero Paula se equivocó. Pedro Alfonso parecía muy capaz de guardarse las manitas para sí
mismo. Lo único que le dijo era que estaba «diferente». Un cumplido muy halagador, desde
luego.


Y tampoco pareció impresionado por el restaurante. Pues peor para él, pensó Paula. Debería estarle agradecido por no reservar en el Dorchester.


–¿Es aquí? –preguntó, al ver los manteles de cuadros.


–Soy una cita barata –intentó sonreír Paula–. Aunque esto no es una cita, claro.


Desgraciadamente, los camareros no captaron el mensaje y los llevaron a la mesa más apartada, como si fueran una pareja de novios.


–Es una chica muy guapa –dijo el maitre, decidido a fomentar lo que él creía un apasionado romance.


–Sí. Muy guapa. ¿Puede traernos la carta, por favor? –murmuró Pedro.


Paula estaba colorada como un tomate.


–Lo siento. Normalmente no son tan... amables.


–A lo mejor es que normalmente no estás tan guapa como hoy.


Ella abrió la boca para decir algo, pero la volvió a cerrar.¡Milagro! Le había dicho que estaba
guapa.


Pedro se puso a leer la carta de vinos, como si estuviera solo. ¿Cómo podía decirle que estaba
guapa y después olvidarse de ella por completo? 


A lo mejor lo había dicho por decir. O para que
el camarero los dejase en paz. Paula intento concentrase en la carta, pero las letras bailaban ante sus ojos.


¿De verdad pensaba que era guapa? ¿Tendría Isabel razón?


Paula tuvo que hacer un esfuerzo para que Pedro no notase el temblor de su mano mientras sujetaba el tenedor.


¿No quería decirle algo? ¿Para qué se había molestado en invitarla a cenar si no quería hablar con ella?


–¿Cuándo quieres que empiece a trabajar? –preguntó, para romper el silencio.


–En cuanto puedas. Hoy he dejado a Ariana en casa de una vecina, pero la verdad es que no me gusta hacerlo.


–Podría empezar este fin de semana.


–Estupendo. Si te parece bien, iré a buscarte el domingo por la mañana.


Parecía distraído, como si estuviera pensando en otra cosa.


–¿Cuándo llega tu hermana?


–Dentro de dos semanas.


–Ah, estupendo. Pondré flores en su habitación, un jabón aromático... incluso haré una cena
especial. Esas cosas se me dan bien. Cuando era pequeña siempre había invitados en casa –sonrió Paula.


–Yo no he tenido invitados desde que Ana murió. Estela es la única persona que duerme en casa...


–¿Era eso de lo que querías hablarme?


–Pues no... no era eso.


–¿Qué era entonces?


–No sé cómo empezar... –dijo Pedro, aclarándose la garganta. Paula nunca lo había visto nervioso, pero parecía estarlo.


–Dímelo.


–No sé cómo vas a tomártelo.


–No lo sabré hasta que me lo digas.


–Es que Estela llamó el otro día y... ya te conté que siempre insiste en presentarme amigas
suyas.


–Sí, me acuerdo.


–Pues Ariana le dijo que no tenía que molestarse en buscarme novia porque ya la tenía. Y que voy a casarme.


–Ah, ya veo.


–Podría haberle dicho que mi hija estaba de broma, pero... no lo hice. Bueno... supongo que pensé que quizá podría ser buena idea –siguió Pedro, cada vez más nervioso–. Al menos Estela me dejaría en paz durante unos meses... Pero entonces me pidió detalles. Me preguntó el nombre de mi novia, a qué se dedicaba...


–¿Y qué le dijiste? –preguntó Paula. 


Pedro la miró a los ojos.


–Le dije que eras tú.






CITA SORPRESA: CAPITULO 25




–Despacho de Pedro Alfonso –suspiró Paula, al teléfono, el martes por la mañana.


–Hola, soy Alicia.


–Ah, hola. ¿Qué tal la pierna?


–Mucho mejor, gracias. ¿Cómo va todo? –preguntó la ayudante ejecutiva de Pedro Alfonso con tono condescendiente.


–Bien, creo. ¿Quieres hablar con Pedro?


–Por favor.


A Alicia no parecía gustarle que lo llamase Pedro, en lugar de señor Alfonso. A lo mejor había que ser su ayudante personal durante cinco años antes de tutearlo.


–Enseguida te paso.


Pedro salió de su despacho cinco minutos después.


–Acabo de hablar con Alicia –dijo, innecesariamente.


–Ya –murmuró Paula. Seguro que, al hablar con ella, había recordado lo que era tener una
secretaria eficiente–y profesional. Al contrario que su sustituta.


–Por lo visto, vuelve a la oficina el próximo lunes.


–¿El lunes? –repitió Paula.


«El lunes es demasiado pronto», le hubiese gustado gritar.


Pedro se aclaró la garganta.


–Le he dicho que no tiene que volver si no está recuperada del todo, pero insiste en que ya se
encuentra perfectamente.


–Ya veo –murmuró Paula. ¿Qué otra cosa podía decir?


–Pensé... que ibas a quedarte un poco más.


Después se quedaron en silencio, como si ninguno de los dos supiera qué decir.


–Bueno, al fin y al cabo es una buena noticia –dijo Paula por fin.


–Sí –murmuró él. 


Pero no parecía convencido–. Tendrás la oficina organizada otra vez. Nada de perros abandonados...


–No.


–Será mejor que empiece a ordenar un poco todo esto –dijo Paula entonces, mirando la
montaña de papeles y carpetas. Tres días no eran mucho tiempo–. ¿Crees que debo llamar a la agencia?


–¿Qué agencia? –preguntó Pedro, que estaba mirando por la ventana, con las manos en los bolsillos.


–La agencia de trabajo temporal. Puede que me encuentren otro sitio para el lunes.


–Ah. Sí, sí... será mejor que lo hagas.


De modo que ésa era la despedida. Menos mal que no había pasado nada, pensó Paula, mientras volvía a casa en el autobús. Siempre supo que no tenía sentido enamorarse de Pedro Alfonso. No quería pasarse la vida siendo una segundona detrás de la bella e irreemplazable Paula. Había decidido eso después de una intensa terapia de chocolate el domingo por la noche. Quería pasarlo bien.


Pero eso fue más fácil de creer después de tomarse el gintonic que Isabel le preparó. Mucho
más fácil que en aquel momento. Porque después del viernes no volvería a ver a Pedro.


Los últimos tres días fueron horribles. Pedro estaba tan taciturno que Paula casi se alegró de marcharse. Al menos no tendría que soportar aquel ambiente tan tenso.


–Será mejor que dejemos solucionado todo lo posible antes de que vuelva Alicia –le dijo el
último día.


Ya, claro. No quería que su preciosa Alicia tuviera demasiado trabajo, ¿verdad? Paula se puso furiosa. Ella no era Alicia, pero llevaba seis semanas allí y, además de hacer su trabajo, sacaba a Derek a pasear todos los días. No lo habría matado darle las gracias.


–¿Eso es todo? –preguntó, atónita.


–Una cosa más –dijo Pedro entonces–. Siéntate, por favor.


Paula abrió el cuaderno con aire resignado.


–¿Sí?


–No hace falta que tomes notas. Sólo iba a preguntarte si habías encontrado otro trabajo.


–Ah. No, aún no.


–¿Y qué te parecería hacer algo diferente? –preguntó Pedro entonces.


–¿Cómo?


–El día de la cena en casa de Gabriel y Paola dijiste que te apetecía hacer algo diferente, ¿te
acuerdas?


–Sí, bueno...


–¿Lo decías en serio?


–Pues no sé. ¿Se te ha ocurrido algo? –preguntó Paula.


–Sí, ama de llaves.


Paula soltó una carcajada. 


–No lo dirás en serio.


–¿Por qué no?


–Ya sabes que soy muy desordenada. Y ya viste mi casa el otro día. Yo soy la última persona
que querrías como ama de llaves.


–Lo importante es que a Ariana le gustas mucho –dijo Pedro entonces, sin mirarla–. Y no le
gusta mucha gente, la verdad. Lo que necesito es alguien que vaya a buscarla al colegio, que
haga la cena... y podrías cuidar de Derek. Todos sabemos que nunca vas a llevarlo a casa de tus
padres. Ariana me mataría.


–¿Y Rosa? –preguntó Paula.


–Llamó anoche por teléfono. Por lo visto, tiene que seguir atendiendo a su madre, que está
muy grave. Le he dicho que contrataré a un ama de llaves temporal, por si pudiera volver en un
par de meses... pero no creo que vuelva, francamente.


–Entonces, ¿sería un puesto de trabajo permanente?


–En realidad, no. Ariana no quiere que nadie viva con nosotros, así que sería sólo durante un
tiempo... hasta que podamos manejarnos solos. Pero ahora con el perro es más complicado.


–¿Y por qué me lo pides precisamente a mí? –Pedro se metió las manos en los bolsillos.


–Porque mi hermana llega dentro de un par de semanas y tú no tienes trabajo.


–Ah, Estela. La mandona. Ya, claro.


–Si no tengo a nadie que se ocupe de la casa montará un número... sólo serían unas semanas, un mes como máximo. Te pagaría más de lo que ganas ahora.


Paula hacía garabatos en el cuaderno mientras se pensaba la oferta. En realidad, trabajaba como secretaria porque nunca se le había ocurrido hacer otra cosa.


Paola e Isabel eran mucho más serias sobre su trabajo, pero en lo más profundo de su corazón
Paula tenía la fantasía infantil de vivir en el campo, en una casita donde pudiera hacer mermelada, con rosas y un enorme jardín donde habría perros y gatos abandonados. Ser ama de llaves no era precisamente su sueño, pero sí mejor que quedarse en casa todo el día sin hacer nada.


Cuanto más lo pensaba más le gustaba la idea. 


El dinero le iría bien y tener un trabajo era mejor que estar esperando que la llamasen de la agencia. Además, así podría ahorrar algo.


Y le tenía mucho cariño a Ariana y a Derek. El hecho de que fuera a pasar más tiempo con Pedro era sólo un accidente y no tenía nada que ver con los nervios que le agarrotaban el estómago.


–¿Viviría en tu casa?


–Preferiblemente –contestó él.


–Tendría que hablar con Isabel. Es mi compañera de piso y...


–Yo pagaría tu parte del alquiler –la interrumpió Pedro.


–No, prefiero seguir pagándolo yo. El piso es de Paola y la hipoteca ya está pagada, así que el alquiler es muy bajo. Lo que me preocupa es el gato.


–¿El gato? –repitió él, incrédulo.


–Tendría que pedirle a Isabel que cuidase de él y ya la ha mordido varias veces. A menos que
pudiera llevarlo conmigo...


–No –la interrumpió Pedro–. Ya tengo bastantes problemas con Derek. Seguro que a Isabel no le
importa dar de comer a tu gato. Además, no vas a quedarte en casa para siempre. Estela suele
pasar un par de semanas con nosotros y luego se va de viaje con sus amigas. Cuando vuelve a
Londres sólo está unos días más antes de volver a Canadá, así que hablamos de un mes como
máximo.


Ah, un mes. Pues no había más que hablar. 


Menos mal que no se había enamorado de él.


Paula mordió el bolígrafo. Pedro estaba siendo práctico y ella debería serlo también.


¿De verdad quería ser ama de llaves? Sería un cambio, se dijo a sí misma. Y podría ser divertido. Ganaría más dinero y no era un trabajo para siempre. Y no tendría que decirle adiós a las cinco de la tarde. Durante un mes.


–Muy bien –dijo por fin.


–¿Aceptas?


–Sí –contestó Paula, con su expresión más profesional–. ¿Cuándo me quieres... digo, cuándo quieres que empiece?


Estupendo. Sí, estaba siendo muy profesional. 


Afortunadamente, Pedro no pareció darse cuenta del error freudiano.


–Podríamos discutir los detalles durante la cena. ¿Estás libre esta noche?


–Sí –sonrió Paula, sacrificando la oportunidad de conocer a amigos de Guillermo. Ligar con un
montón de ejecutivos no podía compararse con una cena con Pedro Alfonso, aunque sólo fuera
para hablar de sus obligaciones como ama de llaves.


–Muy bien. ¿Té importa reservar mesa?


–¿En qué restaurante? –preguntó Paula. En fin, no era muy romántico reservar ella misma, pero
se recordó que no era una cita sino... una cena de trabajo.


–Elige tú –dijo Pedro, volviéndose hacia la ventana.


Pues muy bien. ¿Y si reservaba en el Dorchester, el restaurante más caro de Londres?


–Que sea un restaurante agradable –dijo cuando Paula estaba abriendo la puerta del despacho–.
Quiero preguntarte una cosa.




CITA SORPRESA: CAPITULO 24





–A veces la gente se pone muy pesada intentando cuidar de uno –sonrió Paula–. Cuando salía con Sebastian, Isabel y Paola no dejaban de decirme que era insoportable, que era un canalla... Yo sabía que tenían razón, pero no valió de nada. Las verdades duelen y a veces no gusta oírlas.


Habían aminorado el paso sin darse cuenta hasta que Pedro se detuvo del todo, mirándola con una curiosa expresión en sus ojos grises.


–A mí me pasa lo mismo con mi hermana.


El cielo se había cubierto de nubes pero, por un momento, el sol se abrió paso como en una
pintura bíblica. Para Paula era como si estuvieran solos bajo un intenso halo de luz, aislados del mundo. Su corazón latía con fuerza... pero entonces el sol volvió a esconderse entre las nubes y se sintió absurdamente desorientada, con el corazón en un puño. Pedro se aclaró la garganta, mirando el reloj.


–Creo que deberíamos marcharnos.


Paula se alegró de que Ariana no dejase de charlotear en el coche. Se sentía rara. Tenía como un temblor interior y no podía dejar de mirar a Pedro mientras iba conduciendo. Debía conservar la calma, se dijo. Sólo la había mirado a los ojos un momento. Cualquiera diría que la había tumbado sobre la hierba para hacerle el amor apasionadamente...


¿Por qué pensaba eso? La imagen era tan clara que Paula contuvo el aliento. Y tuvo que mirar
por la ventanilla para apartar la imagen de Pedro Alfonso tumbándola en la hierba, besándola,
acariciándola por todas partes... Pero esa imagen se resistía a desaparecer; era tan real, tan vívida que temió tenerla grabada en la cara.
Pedro encontró aparcamiento al lado de su portal, algo milagroso.


–¿Queréis tomar un café? –se oyó preguntar a sí misma. Le había salido la voz muy fina,
entrecortada–. Puedo hacer tortitas.


–¿Derek puede subir también? –preguntó Ariana.


–Claro.


Derek obtuvo una bienvenida más fría por parte del gato de Paula que, cómodamente tumbado
en el sofá, se sintió ultrajado al notar una nariz fría en la tripa. Irritado, le lanzó un zarpazo antes
de salir corriendo.


–¿Cómo se llama? –preguntó Ariana, mientras el pobre Derek daba marcha atrás.


–Lo llamamos Gato. También lo encontré en la calle, como a Derek, pero siempre ha sido muy
antipático. Si no le pones la comida, te araña. Paola me prohibió que le pusiera nombre para que no me encariñase con él, pero no encontré a nadie que lo quisiera y... en fin, ya ves.


–De todas formas no se habría marchado –intervino Isabel–. Nunca encontrará otra tonta como Paula. Si quieres pasarte la vida sin hacer nada y dejándote mimar, Paula Chaves es tu chica. Estoy segura de que todos los animales de Londres se han pasado el rumor, por eso aparecen en su camino.


–Isabel, no te pases –dijo Paula, con una mirada de advertencia.


–Cuéntame más cosas –dijo Ariana, sin embargo–. ¿Habéis tenido perros?


–Perros, gatos, loros... de todo –suspiró Isabel, que se lanzó a contar historias cada vez más
exageradas sobre el buen corazón de Paula y su capacidad para emocionarse con cualquier ser
abandonado.


Afortunadamente, Isabel podía ser muy divertida. Ariana se partía de risa e incluso Pedro sonrió un par de veces.


Mortificada, Paula fue a la cocina para hacer tortitas, sintiendo la mirada de Pedro Alfonso
clavada en su espalda. Seguramente se estaba preguntando qué clase de idiota era su secretaria temporal.


–Se lo está inventado todo –dijo cinco minutos después, volviendo con una bandeja.


–¡De eso nada! –protestó Isabel.


–Estás exagerando. ¿Por qué no cuentas alguna historia que muestre lo inteligente y sofisticada
que soy?


–Porque no conozco ninguna.


–Muy graciosa –murmuró Paula.


–Pero sí puedo contar historias sobre lo buena cocinera que eres –ofreció su amiga entonces,
como una ramita de olivo.


–Eso ya lo sabemos –dijo Pedro.


Paula inmediatamente empezó a tartamudear diciendo que no, que en realidad hacía poca cosa, que sabía hacer alguna receta, bla, bla, bla. ¿Una historia que mostrase lo inteligente y
sofisticada que era? Ja.


Isabel miró de uno a otro, especulativa. 


Evidentemente, se estaba dando cuenta de que Pedro la ponía nerviosa. Exageradamente nerviosa.


–Esta casa es muy bonita –dijo Ariana entonces–. Ojalá la nuestra fuera así.


Pedro miró alrededor: dos sofás, una mesita de centro, una bolsa llena de botellas para reciclar, revistas por todas partes, un frasco de laca de uñas sobre la repisa...


–Hay que poner mucho empeño para tener la casa tan desordenada –intentó bromear Paula–.
No creo que tu padre pudiera hacerlo.


Pedro soltó una carcajada y ella se emocionó. Se había reído. Se había reído con una broma
suya.


–Evidentemente, tú tienes años de experiencia –comentó, sin darse cuenta de que el corazón
de Paula estaba a punto de saltar al plato de las tortitas. 


Una hora más tarde, Paula bajó al portal a despedirlos.


–Hasta mañana –le había dicho Pedro simplemente.


¿Qué esperaba? ¿Que la tomase en brazos, que le diera un beso en los labios? Haría falta algo más que una carcajada para que olvidase que era el jefe y ella la secretaria... temporal.


–Hasta mañana –se había despedido Paula.


–No es muy decidido, ¿no? –sonrió Isabel.


–Es reservado.


–Nunca he conocido a nadie tan serio.


Paula se sintió decepcionada. Más que decepcionada, dolida. O más bien, como si le hubieran clavado un cuchillo en el corazón.


No quería que Isabel le dijera eso. Quería que le dijese: «He visto que te miraba mucho». O
que, por su forma de hablar, era evidente que estaba enamorado de ella. Si hubiera algo, su
perceptiva amiga se habría dado cuenta. Pero no era así.


–Me da igual. Sólo es mi jefe. Un jefe temporal, además.


El problema era que Isabel era tan perceptiva con los demás como con ella.


–Claro –murmuró, levantándose–. No te preocupes, Paula. Siempre te quedará el chocolate.