viernes, 3 de julio de 2020

A TODO RIESGO: CAPITULO 61




Pedro se detuvo en la puerta del gran salón, donde Paula se hallaba tumbada en el sofá. 


Hacía poco menos de una hora que se había puesto el sol, pero ya hacía bastante frío y había tenido que encender la chimenea. Las únicas luces de la habitación eran las que decoraban el árbol de Navidad, que se mezclaban con el resplandor del fuego tiñéndola de un tono dorado. Una mujer hermosa e inteligente, cariñosa y extremadamente sensual, embarazada, viviendo allí mismo, en aquel paraíso. Y esa noche probablemente lo perdería todo.


—¿Con quién estabas hablando por teléfono? —le preguntó Paula en el momento en que lo vio entrar.


—Con Lucas Powell.


—Espero que esta vez sean buenas noticias.


—Tiene evidencias de que Marcos Caraway se dirigió directamente hacia San Luis cuando se fugó de prisión, y que allí se quedó hasta que se fue a Chicago, donde sus amigos le estuvieron preparando una salida del país. Si no lo hubieran capturado a tiempo, probablemente ahora mismo estaría en otro continente.


—Entonces no hay razón alguna para pensar que Leonardo Shelby no estaba detrás de los atentados contra mi vida.


—Al parecer, no.


Paula suspiró profundamente.


—Entonces la pesadilla por fin ha terminado —se fijó en el paquete que sostenía en las manos—. ¿Qué es eso?


—Un regalo navideño algo adelantado.


—Así que ese era el paquete que te entregó el dependiente de la tienda esta tarde.


—Cierra los ojos y prepárate.


Primero un beso. Luego un regalo que la obligaría a abordar un par de asuntos que, estaba seguro de ello, Paula no estaba nada dispuesta a enfrentar. Pero el tiempo se le escapaba entre los dedos. El bebé nacería en menos de una semana. Y sus legítimas razones para seguir en Orange Beach ya se habían agotado.



A TODO RIESGO: CAPITULO 60




Paula recorría inquieta las habitaciones de la casa de la playa, revisando armarios y cajones para comprobar si le faltaba algo. La cubertería de plata, la cristalería, la colección de monedas, unas cuantas pinturas originales: ese era el legado de su abuela que en ningún momento se había movido de allí. Faltaban varios artículos, incluida la pulsera de oro de su abuela y un collar que no había echado en falta hasta ese momento.


—¿En cuánto valoras lo sustraído? —le preguntó Pedro, reuniéndose con ella en el dormitorio que había sido de su abuela.


—No más de cinco mil dólares: desde luego, una cantidad por la que difícilmente a alguien se le ocurriría matar. Pobre Florencia. Está destrozada. Afortunadamente cuenta con muy buenas amigas que la ayudarán a salir adelante.


—Y yo me alegro de que Leo no te matara en ese particular descenso suyo a los infiernos.


—Sí, y ahora todo ha terminado. La vida sigue, y debo confesar que me alegro de que todo esto no esté relacionado con Juana. Su muerte fue un trauma para mí, pero no habría soportado pensar que realmente la habían asesinado.


Pedro señaló la lista de artículos sustraídos.


—Me gustaría echarle un vistazo a esta lista cuando la hayas terminado, con la mayor cantidad posible de detalles de cada artículo. Me pasaré por las tiendas de empeños de la zona, a ver qué encuentro. Probablemente Leo no haya llegado mucho más lejos.


—Sería estupendo poder recuperarlos. Al menos la pulsera de mi abuela.


—Haré todo lo posible.


—Lo sé. Nuca habría podido sobrellevar todo esto sin ti. Y tú no habrías venido si Marcos Caraway no se hubiera escapado de la cárcel. En cierta forma, él fue el responsable de que tú y yo nos conociéramos.


Lo abrazó. Pedro había entrado en su vida, la había hecho sentirse más atractiva, más llena de vida que cualquier hombre antes. Solo que ahora ya todo había terminado. Esa noche, al día siguiente, como máximo al cabo de dos días, haría la maleta y se marcharía. El bebé se removió en su vientre, como si quisiera recordarle su presencia. El bebé y Pedro. Volvió a experimentar aquella terrible sensación de vacío, agotadora, asfixiante. Se llevó una mano al estómago cuando sintió una fuerte punzada de dolor en la parte baja de la espalda.


—¿Qué te pasa? ¿Es el bebé?


—Mi primera contracción —aspiró profundamente—. Una falsa alarma, me imagino, pero creo que será mejor que me siente. Y me gustaría beber un vaso de agua.


Pedro la llevó hasta la cama de dosel.


—Quédate aquí hasta que vuelva —le quitó las zapatillas y la tumbó delicadamente.


Se quedó perfectamente inmóvil, casi sin atreverse a respirar. No estaba preparada para dar a luz. Todavía tenía que llamar a la agencia de adopción. Se volvió hacia el teléfono que había en la mesilla y descolgó el auricular. Se sabía el número de memoria, pero sus dedos se negaban a seguir las órdenes de su cerebro.


—Oh, pequeñita —se sujetó el vientre con las manos—. No me lo pongas tan difícil. No puedo ser tu mamá. No puedo. No sería justo para ti.



A TODO RIESGO: CAPITULO 59




Pedro contempló desde el umbral aquel escenario dantesco. Su mente trabajaba a toda velocidad mientras la adrenalina corría como un torrente por sus venas. Leonardo se hallaba tumbado de espaldas en la cama, como si hubiera estado sentado y se hubiera caído hacia atrás… en medio de un gran charco de sangre. 


La herida de la cabeza era enorme, y comprendió que era inútil tomarle el pulso.


Maldijo entre dientes. Por muchas que hubiera visto, jamás se acostumbraba a aquellas escenas de muerte. Pese a ello, no desvió la mirada hasta que oyó unos pasos acercándose.


—Quédate atrás, Paula.


Paula ignoró sus órdenes. Pedro la agarró, pero no antes de que consiguiera asomarse a la habitación.


—¡Oh, Dios mío! —exclamó, estremecida. Cubriéndose los ojos con las manos, se apoyó en el pecho de Pedro—. ¿Cómo se lo vamos a decir a Florencia?


—¿Decirme qué? —la mujer ya se dirigía hacia ellos por el pasillo, secándose las manos en el delantal.


Pedro cerró la puerta y se volvió hacia ella.


—Por favor, vuelva a la cocina conmigo…


—No —abrió mucho los ojos—. Una sobredosis, ¿verdad? Llamad a una ambulancia. No es la primera vez, tengo que llevarlo al hospital, pero se pondrá bien… —al borde de la histeria comenzó a empujar a Pedro, esforzándose por ver a su hijo.


—No es una sobredosis, y ya es demasiado tarde para llamar a una ambulancia.


—¡No, mi hijo no! Quiero verlo.


—No creo que sea una buena idea, Florencia —le dijo Paula con tono suave, reconfortante.


La mujer palideció, pero dejó de luchar cuando aquellas palabras penetraron finalmente en su conciencia. Cada uno de un lado, Paula y Pedro la llevaron a la cocina y la sentaron en una silla.


Aquella mañana Pedro había esperado que Leo fuera el hombre que con tanto ahínco habían estado buscando. Había querido encerrarlo y poner fin a la pesadilla que había amenazado la vida de Paula, pero no había querido verlo muerto: no así. Llamó a la policía local desde el teléfono de Florencia y marcó el número de Lucas Powell en su móvil. Powell no contestó la llamada, pero Pedro le dejó un mensaje mientras volvía a la habitación para examinar el escenario del crimen, antes de que llegara la policía.


Pedro hizo un rápido diagnóstico de la situación. O se trataba de un suicidio o de una simulación. La pistola estaba en la cama, muy cerca de la mano derecha de Leo. En la mesilla había una nota dirigida a «mamá». Procurando no tocar nada, examinó la herida. A primera vista todo indicaba que se había disparado a sí mismo. La nota estaba escrita en tinta negra. El bolígrafo estaba encima de la mesilla, sin capucha. Decía así:



Mamá, perdona por haberte hecho pasar por esto. Nada ha sido responsabilidad tuya, así que por favor, no te culpes. Me he equivocado en mis decisiones, y ahora ya no me puedo escapar. Paula, siento los problemas que te he causado y las cosas que te robé. Fueron las drogas, que destruyeron mi decencia…



El resto del mensaje resultaba ilegible, disuelta la tinta por el líquido que se había derramado del vaso, volcado. Olía a whisky. Revisó la habitación: no había evidencia alguna de forcejeo, de lucha. Todo estaba en su sitio. Sacó su bloc de notas y copió la carta de Leo, más unos cuantos detalles que lo ayudaran a recordar la habitación tal y como la veía en aquel momento. Era un evidente suicidio. Pero Pedro jamás creía en lo evidente. Un ruido de sirenas interrumpió sus reflexiones.


—¡Dios mío! Sí, es Leonardo Shelby.


Pedro se apartó de la cama en el momento en que entraron en la habitación dos policías de uniforme.


—¿Era amigo de la víctima? —le preguntó el policía.


—No, pero lo vi un par de veces en casa de Paula.


—Así que es usted el amigo de Paula, del que nos habló Lautaro Collier… —pronunció con tono enigmático, sonriendo.


—Sí, soy amigo de Paula.


—Tendrá que esperar unos minutos a que le tomemos declaración. Después podrá irse.


Pedro los dejó haciendo su trabajo y volvió a la cocina. Florencia estaba sollozando en silencio mientras Paula le explicaba a alguien, por teléfono, lo que acababa de suceder. Se sirvió una taza de café antes de sentarse a la mesa.


—Intenté educarlo lo mejor posible —se lamentaba Florencia—. Lo mejor posible…


Pedro le puso una mano sobre la suya. Eran manos de trabajadora. Le recordaron a las de su madre, y sintió el súbito impulso de telefonearla para decirle, simplemente, que la quería.


—Estoy seguro de que Leo era consciente de lo mucho que usted lo quería, señora Shelby. Lo que pasa es que una vez que un chico se mete en el mundo de la droga, suele caer en una espiral de la que es muy difícil salir.


—Su padre era un buen hombre. Hizo todo lo que pudo por nosotros. Esto le habría roto el corazón.


De la misma forma que acababa de romperle el suyo, pensó Pedro.


—Voy a echarlo tanto de menos…


Pedro suspiró aliviado cuando Paula se reunió con ellos en torno a la mesa.


—Acabo de hablar con el reverendo Forrester. Está de camino hacia aquí. Él se encargará de explicar a las mujeres de la iglesia lo que ha pasado.


—Gracias, Paula. Eres igual que tu abuela: tan dulce, tan atenta… siempre pensando en los demás. Tu madre fue un constante castigo para ella, siempre exigiendo y nunca dando, pero tú fuiste la luz de su vida.


Sonó el móvil de Pedro. Disculpándose, salió al patio trasero a recibir la llamada. Como esperaba, era de Lucas, a quien puso al tanto de las últimas noticias.


—Eso explicaría los atentados contra la vida de Paula —pronunció Lucas cuando Pedro terminó de leerle la copia de la nota de Leo—. Un adicto a las drogas intentando esconder sus delitos y evitar ir a prisión. No había tenido oportunidad de decírtelo antes, pero tenía ya dos arrestos. No era muy probable que el juez lo hubiera enviado a una clínica después del tercero.


—Sé que tiene sentido.


—Sabes que lo tiene pero no te lo crees.


—Lo que me preocupa son los tiempos Marcos Caraway se fuga de la cárcel. Una bomba estalla en casa de Benjamin Brewster y su mujer, que resultan muertos. Un mes después, alguien atenta contra la vida de la mujer que lleva en su vientre a la hija de Benjamin y de Juana. Dos sucesos que no pueden ser una simple casualidad. Además, tú mismo admites que hay motivos para sospechar.


—Solo que no estamos seguros de que la explosión se debiera a una bomba. Y los problemas de Paula no empezaron hasta que fue a Orange Beach, donde alguien había estado robando para pagarse su droga. Y no te olvides de la madre de Benjamin, la que tendría que ser la siguiente víctima: ella no ha sufrido ningún atentado.


—Tienes razón. Lo que pasa es que me cuesta desprenderme de una teoría una vez que se me ha metido en la cabeza.


—O tal vez sea Paula Chaves la que se te ha metido en la cabeza.


Por lo que a Pedro se refería, eso era un hecho demostrado. Él no quería salir de la vida de Paula, pero no estaba muy seguro de que ella deseara lo mismo. Le gustaba, tal vez incluso lo amaba. Pero tenía tanto miedo de los compromisos que estaba dispuesta a entregar en adopción a un bebé al que quería con locura. 


Lo cual no era buena señal.


Sin embargo, si Paula renunciaba a seguir con él, tendría que darle una explicación. Si no quería que siguiera formando parte de su vida, tendría que decírselo a la cara. Solo entonces se retiraría.