martes, 12 de enero de 2016

DESTINO: CAPITULO 9




Una hora después de que se fuera el último de sus pacientes, Paula ya había ordenado sus notas, guardado los archivos, vaciado la tetera y limpiado la mesa. Incluso había colocado los cojines del sofá y echado las persianas venecianas. Lo único que le faltaba era arrodillarse para quitar las pelusas de la moqueta. Y todo, con tal de no volver a casa.


Echó un vistazo a la consulta y se maldijo en voz alta, consciente de haberse metido en un buen lío. Ya no podía negar que estaba perdiendo la partida. Lo sucedido la noche anterior eliminaba cualquier duda al respecto.


Había llegado al extremo de sentarse delante del televisor, ver un partido de fútbol americano y, por si eso fuera poco, de sorprenderse animando a los jugadores mientras bebía cerveza y mojaba patatas fritas en una salsa. Más tarde, permitió que los chicos pidieran pizza para cenar. Y no contenta con concederles el capricho, también permitió que la pidieran de salchichas y pepperoni.


Pero nada era tan terrible como el disgusto de tener que admitir que se lo había pasado en grande. O, para ser más exactos, que se lo pasaba en grande con Pedro.


Su vida había dado un vuelco. Ya no se imaginaba sin salir a correr con él por las mañanas. Cuando se despertaba y salía de la habitación, descubría que Pedro ya había preparado el café y que la estaba esperando en el porche. Y se divertía tanto que los ocho kilómetros se le pasaban volando.


Por eso seguía en la consulta. Porque sabía que Pedro estaría en la casa, tan seguro y sexy como siempre, dispuesto a someterla a otra tentación en la que, sin duda alguna, caería. De hecho, parecía no tener más propósito que el de hacerle olvidar sus antiguas y más que racionales creencias. Y estaba haciendo un gran trabajo. Era la prueba evidente de que los contrarios se atraían.


Desesperada, miró las fichas de los pacientes y consideró la posibilidad de revisarlas de nuevo para quedarse un poco más en el trabajo. Justo entonces, sonó el teléfono.


–Consulta de la doctora Davies…


–Hola, Paula, soy Sebastian. ¿Tienes tiempo libre esta noche? ¿Te apetece cumplir con tus deberes cívicos?


Paula sonrió al oír la voz del alcalde. Aparentemente, los dioses se habían apiadado de ella.


–Por supuesto que sí –respondió con entusiasmo.


Sebastian rio.


–¿Ni siquiera vas a preguntar de qué se trata?


–Confío en ti, Sebastian. Sé que, si no fuera algo importante, no me lo pedirías.


–Bueno es saberlo… Pero ¿por qué no eres tan complaciente cuando te pido que salgas conmigo?


–Porque, si saliera contigo, tendría que competir con toda la población femenina de los Cayos de Florida.


–No tendrías que competir con nadie. Te aseguro que renunciaría al resto de las mujeres –afirmó Sebastian.


–Solo dices eso porque sabes que no corres el peligro de que te tome la palabra. Si te la tomara, te daría un infarto – declaró en tono de broma–. Pero ¿qué quieres que haga exactamente?


–Esta noche hay un acto en Key West sobre prospecciones petrolíferas en la costa. ¿Puedes ir? Te llevaré en mi coche… Necesitamos que vaya gente.


–¿Solo para hacer bulto?


–Sabes perfectamente que no.


–En ese caso, cuenta conmigo. Tengo que llamar a casa para hablar con los chicos y organizar algunas cosas, pero te estaré esperando en la consulta.


–Excelente. Pasaré por allí dentro de diez minutos… Y discúlpame por haberte avisado tan tarde. Pensaba que sería un acto sin importancia, puramente informativo; pero me acaban de decir que van representantes del Estado.


–No te preocupes. Te estaré esperando.


Paula se despidió de Sebastian, colgó el teléfono y llamó a casa. Sabía que Pedro se podía hacer cargo de todo, pero tomó la decisión de pedirle a Tamara que preparara la cena porque no quería que él se sintiera demasiado indispensable.


Al cabo de unos segundos, oyó la voz de Melisa.


–¿Quién es? –dijo la niña.


–Hola, cariño. Soy yo, Paula.


–Ah, hola…


–¿Puedes decirle a Tamara que se ponga?


–Tamara no está.


–¿Y Joaquin?


–Sí. Joaquin está.


–¿Podrías llamarlo?


–Claro…


En lugar de dejar el auricular a un lado, Melisa colgó. Y Paula se vio en la obligación de llamar de nuevo.


–¿Quién es? –dijo la niña con malicia.


Paula suspiró. No tenía tiempo para las bromas de la pequeña, de modo que se dirigió a ella con el más severo de sus tonos.


–Melisa, llama inmediatamente a Joaquin.


Esta vez, el auricular del teléfono cayó al suelo. Paula oyó que Melisa se alejaba entre sollozos y cruzó los dedos para que llamara a Joaquin. Un momento después, alguien se acercó al aparato y dijo en voz alta:
–¡Eh! ¿Quién ha dejado el teléfono descolgado?


Paula reconoció la voz de Pablo y gritó su nombre, pero no sirvió de nada. Pablo colgó y ella tuvo que llamar por tercera vez.


Por fortuna, el chico seguía cerca.


–Pablo, soy yo, mamá…


–Ah, hola, mamá. ¿Habías llamado? Acabo de pasar por aquí y he visto que el teléfono estaba descolgado, así que…


–Lo sé, lo sé –lo interrumpió–. ¿Puedes buscar a Joaquin y decirle que se ponga?


–Por supuesto… ¡Joaquin! ¡Paula quiere hablar contigo! –gritó–. ¿Vas a volver pronto, mamá? Melisa está llorando desconsoladamente.


–No te preocupes, ya se le pasará. Pero ¿dónde se ha metido Jason?


–Está llegando –afirmó el chico–. Por cierto, ¿te parece bien que Pedro nos lleve a Tomas y a mí a la obra donde trabaja?


Paula frunció el ceño porque le extrañó que Pedro se hubiera prestado a llevarlos a su trabajo.


–¿Ha sido idea suya? ¿O tuya? –quiso saber.


–Paula, pero ha dicho que le parece bien.


Ella suspiró.


–No estoy segura de que me agrade esa respuesta. Pero, si dice que le parece bien… ¿Cuándo vais a ir?


–Esta noche.


–De acuerdo. Pero tened cuidado y haced exactamente lo que os diga.


–No te preocupes. Ah, Joaquin ya está aquí…


Pablo pasó el teléfono a Joaquin, que se puso enseguida.


–Hola, mamá. ¿Qué quieres?


–Para empezar, dile a Pablo que vigile a Tomas cuando vayan a la obra. No quiero que sufra un accidente.


–Se lo diré. Pero ¿por qué no se lo has dicho tú?


–Porque te ha pasado el teléfono antes de que se lo pudiera decir.


–¿Eso es todo? ¿O querías algo más?


Paula respiró hondo e intentó no perder la paciencia.


–Tengo que ir a Key West, a una reunión. ¿Te puedes asegurar de que los chicos cenen? Supongo que Tamara llegará pronto.


–No, me temo que no… Llamó hace un rato para decir que esta noche se iba a quedar en Key West.


Paula empezó a dudar sobre la conveniencia de asistir al acto del ayuntamiento. Joaquin tenía edad suficiente para cuidar de los más pequeños, pero carecía de experiencia como niñera. Si se quedaba a cargo, no conseguiría que se acostaran antes de que ella volviera a casa.


–¿Sabes cuándo piensa ir Pedro a la obra?


–No, no lo sé. Pero no lo necesito –dijo con orgullo–. Soy perfectamente capaz de cuidar de los niños.


Ella decidió arriesgarse. A fin de cuentas, solo tendría que echar un vistazo a David y Melisa durante un par de horas. Y de paso, serviría para que Joaquin desarrollara su sentido de la responsabilidad.


–Está bien. Pero asegúrate de que se acuesten a su hora.


–Trato hecho.


Paula cortó la comunicación. Y ya se dirigía a la salida cuando se arrepintió de la decisión que había tomado, así que sacó el teléfono móvil y buscó el número de Pedro


Tras unos momentos de duda, lo marcó y esperó a que contestara. Desgraciadamente, le saltó el contestador automático. Pero, en lugar de desesperarse, Paula pensó que estaría en el coche y se sintió mejor. Cuanto antes llegara a la obra, antes volvería a la casa. Y no había necesidad de dejarle un mensaje.


Más tranquila, salió de la consulta, cerró la puerta y se marchó a Key West. Al menos, había encontrado una excusa para no pasar otra noche con el hombre que estaba despertando sus sentidos.





DESTINO: CAPITULO 8




El domingo había partido de fútbol americano. Pedro ardía en deseos de verlo, y tenía intención de volver a Miami para disfrutar de él en compañía de sus amigos. Sin embargo, el sábado terminó tan tarde de trabajar que no tenía ganas de subirse al coche y hacer un montón de kilómetros.


Solo tenía dos opciones: ver el partido en algún bar, que indudablemente estaría lleno de gente, o quedarse en casa y sentarse delante del televisor con unas cuantas cervezas, una bolsa de patatas fritas y un par de hamburguesas para comérselas en el descanso.


Al final, se decidió por la segunda. No imaginaba que Paula reaccionaría como si estuviera cometiendo un delito.


–¿Qué has dicho que quieres ver? –preguntó indignada cuando Pedro le pidió que cambiaran de canal.


–El partido del fútbol –respondió–. Hoy es la final del campeonato, y todo el mundo lo quiere ver… 


–¿Todo el mundo? Solo los cretinos.


Él suspiró.


–Dios mío, Paula… Tu educación tiene demasiadas lagunas.


–Mi educación no tiene ninguna laguna. Te recuerdo que tengo una carrera y un doctorado –se defendió.


–Sí, pero no sabes nada de deportes.


–Gracias a Dios.


Paula lo dijo con tanta vehemencia que él estuvo a punto de sonreír.


–Te lo plantearé de otra forma… ¿Cómo vas a ser una buena psicóloga si no sabes nada de los gustos de la mayoría de la población? Puede que el fútbol americano te parezca irrelevante, pero hay millones y millones de personas que no opinan lo mismo –declaró Pedro.


–Millones y millones de descerebrados que se sientan delante de un televisor a pegar gritos –puntualizó ella.


Él sacudió la cabeza.


–Es obvio que no entiendes el juego.


–Ni lo entiendo ni lo quiero entender.


Pedro comprendió que no tenía ninguna posibilidad de convencer a Paula. Y como solo faltaban diez minutos para el partido, preguntó:
–¿Hay otro televisor en la casa?


–Joaquin y Pablo tienen uno viejo en su habitación, pero es muy pequeño.


Pedro se maldijo para sus adentros. No podía ver el partido en un televisor minúsculo.


–¿Seguro que no te puedo convencer?


–Ni en un millón de años –dijo ella.


Atrapado entre la perspectiva de marcharse rápidamente a un bar o de ver la final en un televisor de juguete, Pedro decidió echar mano de su encanto e intentar que Paula cambiara de opinión. En principio, parecía un objetivo imposible. Pero confiaba en sí mismo hasta tal punto que se creyó capaz no solo de convencerla, sino de lograrlo antes de diez minutos.


–¿Qué estás viendo?


–Un documental sobre medicina tradicional en China.


Pedro se acercó al sofá y se sentó a su lado.


–¿Y es bueno?


–Es fascinante.


–¿Ah, sí? Entonces, dime qué ha pasado.


Ella frunció el ceño.


–¿En el documental?


–Claro. Si es lo que vamos a ver, quiero saber lo que ha pasado.


–Por Dios, Pedro… No es una película de suspenso. No ha pasado nada.


–Pero has dicho que es fascinante, ¿no?


–Sí.


–Pues fascíname.


–¿No querías ver el partido?


–He cambiado de opinión. Pensándolo bien, prefiero quedarme aquí y pasar una noche tranquila contigo.


Pedro le acarició la pierna con delicadeza. Paula se puso tensa de inmediato, pero ni siquiera apartó la vista del televisor.


–Márchate, Pedro.


–¿Te molesto?


–Sí.


Él soltó una carcajada y ella lo miró con cara de pocos amigos.


–Márchate –repitió.


–¿Por qué? Aquí se está muy bien, y quiero saber más de las cosas que te gustan. Si ese documental es tan bueno como dices, estoy seguro de que lo disfrutaré tanto como un partido de fútbol.


Ella suspiró y le dio el mando del televisor.


–Está bien, tú ganas. Puedes ver el partido.


Pedro cambió rápidamente de canal.


–¿En serio?


–En serio.


Paula se levantó del sofá, pero él la agarró de la muñeca y la sentó de nuevo.


–¿Se puede saber qué haces?


–Nada. Solo quiero que te quedes y que veas el partido conmigo.


–No digas tonterías…


–Oh, vamos, dale una oportunidad. Yo estaba dispuesto a ver el documental de medicina china –le recordó.


–Eso no es cierto.


–Por supuesto que lo es.


Paula rio sin poder evitarlo.


–Te está creciendo la nariz, Alfonso.


–Bueno, admito que ha sido un riesgo calculado… Pero quédate de todas formas. El fútbol no tiene gracia cuando se ve solo.


Pedro alcanzó las cervezas que había escondido detrás del sofá y le ofreció una. Para su sorpresa, Paula la aceptó y echó dos tragos tan largos como preocupantes.


–Deberías tomártelo con más calma, Pau.


–¿Por qué? Tenía entendido que la gente bebe litros de cerveza cuando ve un partido de fútbol americano –alegó–. Y ahora que lo pienso, ¿dónde están las patatas fritas? Porque seguro que las tienes escondidas en alguna parte.


Él sonrió y alcanzó las patatas, que también había escondido detrás del sofá. Paula sacó un puñado y preguntó:
–¿Eso es todo? ¿No hay salsa para mojar?


–Sí, en el frigorífico –respondió, desconcertado con su extraño comportamiento–. Espera un momento. Voy a buscarla.


Cuando Pedro volvió de la cocina, se llevo otra sorpresa: Paula no había cambiado de canal. Le ofreció la salsa, ella la aceptó y, tras mojar una patata frita, se la llevó a la boca.


–¿Te encuentras bien, Pau?


–Perfectamente.


–Pero si tú odias la comida basura…


–Claro que la odio. Pero, si es lo que se come en estos casos, haré de tripas corazón. Y ahora, cállate… Están tocando el himno nacional.


Paula se mantuvo en silencio durante la primera parte del partido, bebiendo cerveza y comiendo patatas fritas con voracidad, como si la vida le fuera en ello. Pero era evidente que no se estaba divirtiendo. De hecho, cerraba los ojos cada vez que un jugador placaba a otro o estaba a punto de hacerlo.


En determinado momento, se produjo un lance especialmente duro y ella se estremeció.


–¡Qué brutalidad! ¿Se puede saber qué diablos te pasa? ¿Cómo es posible que te guste un deporte tan violento?


–Pau, el fútbol americano es mucho más que un juego con entradas duras. No consiste en que los jugadores se peguen tan fuerte como puedan.


–¿Ah, no? Pues a mí me parece lo contrario.


–Porque cierras los ojos constantemente y no le das ninguna oportunidad –declaró Pedro–. Fíjate en esa jugada, por ejemplo… Mira el pase que acaban de hacer a ese jugador. Ha saltado en el aire y se ha girado a recoger la pelota con la habilidad y la soltura de un bailarín de ballet.


–¿Qué sabes tú de ballet? –preguntó con sorna.


–Mucho más de lo que imaginas. Soy abonado de la compañía de ballet clásico de Miami.


Pau lo miró con asombro.


–¿Tú?


–Sí, yo.


–Increíble…


–¿Sabías que los bailarines se lesionan tanto como los jugadores de fútbol? Muchos acaban en el quirófano por problemas de espalda o de rodilla. Pero seguro que no cierras los ojos cuando ves una representación.


Ella sopesó un momento sus palabras.


–Nunca me lo había planteado de ese modo.


–Es obvio que no. Pero los hombres que salen en esa pantalla son igual que los bailarines. Y si ves el partido como un ejercicio de habilidad, en lugar de verlo como una demostración de fuerza bruta, tendrás una perspectiva completamente distinta del juego.


Paula volvió a mirar el televisor y también lo miró a él.


–Ballet, ¿eh?


Pedro asintió.


–En efecto. Con piruetas, saltos y todo lo demás.


–Entonces, me quedaré a ver el segundo acto.


Él gimió y dijo:
–No es el segundo acto. Es la segunda parte.







DESTINO: CAPITULO 7




Paula oyó la música en cuanto llegó al vado de la casa.


¿Beethoven? ¿A todo volumen?


Su sorpresa fue tan mayúscula que no lo pudo creer. Estaba acostumbrada a que la recibiera el sonido de algún tema de rock. Pero no se había equivocado. Era definitivamente Beethoven. Y el sonido de la sinfonía se combinaba con el oleaje del mar de tal forma que tuvo la impresión de estar en un concierto al aire libre.


Cansada de trabajar, y aún alterada por el efecto del beso de la noche anterior, Paula se recostó en el asiento del coche y cerró los ojos. Entonces, vio la cara de Pedro en su imaginación y los abrió de nuevo. Pero la cara no desapareció.


–¿Pau?


Paula parpadeó.


–¿Te encuentras bien?


Pedro se apoyó en la ventanilla y la miró con una preocupación que hizo que se sintiera extraña. Hacía años que nadie se preocupaba por ella. Siempre había sido la mujer fuerte, la que servía de apoyo a los demás, la que ejercía de roca firme en su vida privada y en su trabajo.


Sin embargo, Pedro parecía creer que ella también necesitaba ayuda de vez en cuando. Y, aunque a veces lo encontraba irritante, aquella noche le gustó.


–Sí, estoy bien. Solo he cerrado los ojos para disfrutar de la música.


Él sonrió con malicia.


–Siento que esté tan alta… Los chicos no se han quejado, y no me había dado cuenta de que se oía fuera.


–No te disculpes. Me gusta mucho. Es justo lo que necesitaba.


–¿Justo lo que necesitabas? ¿Por qué dices eso? –preguntó Pedro–. ¿Es que has tenido un mal día?


Ella suspiró.


–Tan malo como siempre, ni más ni menos. Supongo que hoy tenía menos paciencia.


Paula se calló el motivo, aunque lo sabía de sobra. Estaba asombrada con el efecto que Pedro tenía en ella. Su cuerpo lo añoraba y su sentido común desaparecía cada vez que estaban juntos. Pero no sabía por qué, y eso la sacaba de quicio. Siempre había sido una mujer lógica, ordenada, que no se dejaba llevar por las emociones.


–¿Has comido algo?


Ella sacudió la cabeza y dijo:
–No.


–Entonces, siéntate en el porche y te traeré algo de comer. Tamara ha preparado sopa de verduras –le informó–. Te sentará bien… La noche es bastante fresca.


Paula lo miró con desconcierto.


–¿De quién ha sido la idea?


–¿La idea de qué?


–De todo esto. De la música, de la sopa…


–Bueno, no hay mucho que decir. Cuando volví del trabajo, vi que Tamara había encontrado un libro de recetas. Dijo que tenía ganas de experimentar un poco.


–¿De experimentar?


–Sí. Me pareció un poco peligroso, pero le ha quedado bien. De hecho, Pablo y David se han tomado dos platos llenos – contestó.


–No me lo puedo creer…


–Pues créelo. Todo ha salido a pedir de boca. Salvo por Tomas, que se puso a jugar con las zanahorias y las tiró… Pero las hemos recogido.


Paula lo volvió a mirar con extrañeza. Por lo visto, Pedro y los chicos habían disfrutado de la velada. Y eso le gustó, aunque también le incomodó un poco. Tenía miedo de que los chicos se acostumbraran a él y se llevaran un disgusto cuando se marchara.


–¿Y qué me dices de Beethoven?


–Ah, eso… –Pedro se encogió de hombros–. Cuando terminamos de cenar, me apeteció escuchar un poco de música. Espero que no te haya molestado.


–Ni mucho menos. Aunque me sorprende tu elección.


Pedro sonrió.


–¿Pensabas que no me gusta la música clásica?


–Sí, algo así.


–Pues te has equivocado. No solo me gusta, sino que además sé tocar el piano.


–¿Tú?


–Sí, yo. Di tres años de clase. Incluso soy capaz de interpretar razonablemente bien a Chopin –dijo.


–Dios mío… ¿Qué tuvo que hacer tu madre para convencerte de que aprendieras a tocar el piano?


–Mi madre no tuvo nada que ver –declaró con orgullo–. La decisión fue mía.


Ella se quedó boquiabierta.


–¿Tuya?


–En efecto. Aprendí hace poco, a mis treinta y cuatro años.


Paula sacudió la cabeza, asombrada.


–Vaya, quién lo habría imaginado…


–Sí, ¿verdad? Siempre quise aprender, pero mis padres no tenían dinero suficiente para pagarme las clases. Y, en cierta forma, me alegro. Mis antiguos amigos del equipo
de fútbol se habrían reído de mí si hubieran sabido que estaba aprendiendo solfeo –declaró Pedro–. Pero, a los treinta y cuatro, ya no tenía excusas.


–Pues me alegro por ti…


Pedro le guiñó un ojo y dijo, con humor:
–Será mejor que tengas cuidado conmigo, Pau. Como ves, estoy lleno de sorpresas.


El pulso de Paula se aceleró. De repente, recordó todas las sensaciones que los labios de Pedro habían despertado en ella. Sintió una tensión extraña en la parte baja del abdomen y una ansiedad irracional que se apoderó de su corazón.


Era evidente que llevaba demasiado tiempo sola. Había permitido que su vida se convirtiera en una sucesión de actos rutinarios que giraban exclusivamente alrededor del trabajo y de los chicos. Había dejado de arriesgarse, y ahora se sentía incapaz de hacer lo que estaba deseando: olvidar sus dudas y disfrutar de una noche de amor con Pedro Alfonso.


Un momento después, él abrió lentamente la portezuela del vehículo y esperó a que ella saliera. Paula sacó las piernas y se puso de pie, mirándolo a los ojos. Solo estaba a un paso de Pedro. A un paso de sus brazos y de los besos que tanto echaba de menos. Pero, en lugar de acercarse a él, mantuvo las distancias.


Él sonrió y asintió como si fuera consciente de su debate interno.


–Oh, Pau… Puedes retrasar lo nuestro tanto como quieras, pero es inevitable. Al final, sucederá.


Al oír su voz suave e intensa, Paula se excitó un poco más y se arrepintió por haber permitido que su sentido común se interpusiera otra vez entre ellos. Luego, pasó a su lado y entró en la casa por la puerta de la cocina.


Pedro la siguió y, tras servirle el plato de sopa que le había prometido, se lo dejó en la mesa y salió de la habitación.


Paula se quedó a solas con sus pensamientos, más alterada que antes. ¿Por qué lo deseaba tanto? Intentó convencerse de que había sido por culpa del maldito Beethoven y del maldito Chopin, pero no se pudo engañar. Lo deseaba por aquel beso. Por un simple y estúpido beso sin importancia que, no obstante, había bastado para que se sintiera como una jovencita dominada por sus hormonas.


Además, ni siquiera se podía escudar en los sentimientos. 


Era una mujer con experiencia, y sabía que aquello no tenía nada que ver con la ternura o las cualidades de Pedro. No era amor, sino simple y puro deseo físico.


Sacudió la cabeza y probó la sopa. Al menos, reconocía los síntomas de su problema. Solo tenía que hacer caso omiso y seguir con su vida como si no pasara nada. Con un poco de suerte, el deseo desaparecería y las cosas volverían a ser como antes.


Pero también cabía la posibilidad de que no desapareciera; de que se dejara dominar por él y terminara haciendo algo verdaderamente irracional. Algo como acostarse con Pedro o, peor aún, como enamorarse de Pedro.


–No, eso no pasará –se dijo en voz alta.


–¿A qué te refieres?


Paula se sobresaltó al oír la voz del hombre de sus desvelos.


Había regresado y la estaba observando desde el umbral, con Melisa en brazos. ¿Cómo era posible que un hombre de su tamaño fuera tan silencioso? No tenía ni idea; pero, de haber podido, le habría exigido que llevara un cascabel al cuello, para oírlo en la distancia y tener tiempo de preparar sus defensas cada vez que se acercara.


–Hola… –dijo Melisa con voz somnolienta.


La niña extendió las manos hacia Paula, que la tomó en brazos y dijo:
–¿Has tenido un buen día, preciosa?


Melisa asintió.


–Sí. Pedro y yo hemos hecho un castillo de arena. ¿Quieres que te lo enseñe?


–Ya es de noche. Ha oscurecido demasiado y no lo vería bien –comentó–. Pero dejaré que me lo enseñes mañana por la mañana.


Pedro dice que mañana habrá desaparecido.


–Oh, vaya…


–Pero no importa, porque podemos hacer otro –dijo la pequeña–. ¿Verdad, Pedro?


Él se rio.


–Por supuesto que sí. Y ahora… ¿recuerdas lo que me has prometido?


Melisa asintió otra vez.


–Sí. Que me iría inmediatamente a la cama.


–Exacto –dijo Pedro–. Paula te acostará enseguida.


–Paula, y tú –se empeñó la niña.


–Bueno, yo también iré… 


–¡Genial!


Al cabo de unos minutos, Melisa se durmió y los dos adultos volvieron a la cocina. Pedro alcanzó entonces una silla y se sentó.


–Jamás habría creído que llegaría a ver un momento como ese –dijo con humor.


–¿Un momento como ese? ¿A qué te refieres? –preguntó Paula.


–A ti. Te has quedado sin habla cuando me has visto con Melisa en el umbral. ¿En qué estabas pensando?


–En unos clientes que vienen a mi consulta –respondió, improvisando una mentira–. Es un caso difícil, que me tiene perpleja.


–¿Ah, sí?


–Sí… Es una pareja que no sabe lo que quiere.


Pedro pareció interesarse por el caso.


–¿Y qué les has dicho?


Ella sacó fuerzas de flaqueza y lo miró a los ojos.


–Que si desconfían tanto el uno del otro, es posible que su relación sea un error.


–Sin embargo, las dudas son normales en una relación – alegó Pedro–. Especialmente, cuando se trata de una relación nueva.


–Sí, son normales hasta cierto punto. Pero, si son más fuertes que el amor, existen grandes posibilidades de que ese amor no sea suficiente.


–Puede que tengas razón –Pedro pasó una mano por encima de la mesa y le acarició los nudillos–. Además, en el amor no hay garantías…


A Paula le incomodó tanto el contacto de sus dedos que su voz sonó temblorosa y débil.


–Nunca hay garantías. Ni con dudas ni sin ellas.


Él le levantó la mano y le dio un beso en la palma, con dulzura. Ella sintió una descarga de electricidad.


–Pero siempre merece la pena, ¿no crees? Si no recorres el camino, no sabes adónde te puede llevar.


Paula sacudió la cabeza y apartó la mano.


–A veces, es mejor no arriesgarse.


–¿Cuándo? –preguntó él.


Ella tragó saliva.


–¿Cuándo qué?


–Cuándo es mejor no arriesgarse –insistió Pedro.


Paula estuvo a punto de decir que, en lo tocante a ellos, no se quería arriesgar ni entonces ni en ningún otro momento. 


Pero respiró hondo y dijo:
–No sé. Supongo que depende de los casos.


Él asintió.


–¿Y si ese caso es el nuestro?


Paula parpadeó.


–¿Cómo?


–Estoy hablando de ti y de mí. Hipotéticamente, por supuesto.


–Ah…


–En apariencia, no podríamos ser más distintos.


Ella asintió con debilidad.


–Pero estamos viviendo juntos y es obvio que nos gustamos –continuó Pedro.


–¿Que tú y yo nos gustamos? –preguntó Paula con brusquedad, haciendo un esfuerzo por fingirse indignada.


–En efecto –afirmó él–. Deseo, atracción… llámalo como quieras. Sabes lo que quiero decir.


–Y estás hablando hipotéticamente…


–Sí, eso he dicho. ¿Crees que nos deberíamos arriesgar y ver lo que pasa?


–De ninguna manera.


–¿De ninguna?


–No.


–¿Por qué?


–Por lo que tú mismo has afirmado hace un momento. Es evidente que no estamos hechos el uno para el otro.


–En apariencia –puntualizó él.


–Pero la apariencia es todo lo que tenemos. Nos conocemos muy poco, Pedro.


–¿Y no te apetece que nos conozcamos mejor? Puede que tengamos más cosas en común de lo que creemos… Por ejemplo, hoy hemos descubierto que Beethoven nos gusta a los dos. Y hasta es posible que también nos guste Wagner.


Ella volvió a sacudir la cabeza.


–No.


–¿No? ¿Te refieres a Wagner? ¿O a nosotros?


–A nosotros –respondió, cada vez más nerviosa.


Él se inclinó hacia delante, le dio un beso en la frente y susurró:
–Cobarde…


Pedro se levantó de la silla y se fue sin decir nada más. Paula se quedó sola, pensando que uno de esos días tendría que hablar con él sobre su fea costumbre de marcharse en mitad de las conversaciones.


Siempre la dejaba con la palabra en la boca.