martes, 23 de febrero de 2016

EL SECRETO: CAPITULO 3





Pedro había tomado la decisión de forma repentina, pero ¿quién iba a negarle que era un hombre creativo? ¿Cuántas veces había obtenido contratos por haber enfocado las cosas desde un ángulo distinto, por haber aprovechado lagunas jurídicas?


Ahí radicaba la diferencia entre tener un éxito moderado o elevarse a las alturas. Lo habían educado para sentirse seguro de sí mismo, y nunca se le había ocurrido que no pudiera obtener lo que deseaba.


En aquel momento acababa de decidir que deseaba disfrutar de la compañía de aquella mujer esquiando durante unos días.


No era el tipo de mujer con el que se solía relacionar. Salía con mujeres altas, delgadas, de piernas largas, de cabello castaño y de un entorno social similar al suyo, pero Paula tenía algo…


Ella lo miraba con la boca abierta, como si se hubiera vuelto loco.


–¿Cómo dices?


No creía lo que acababa de oír. Estaba a punto de convencerse de que había caído en manos de un lunático. 


Aunque fuera el monitor de esquí de la familia Ramos, ¿cuánta influencia tenía un monitor de esquí?


–Pero, primero, vamos a cenar –dijo él.


–¿A cenar?


–De hecho, he venido a la cocina a comer algo.


Al principio había pensado en contratar al chef de uno de los hoteles, al que solía contratar cuando pasaba unos días allí, pero, al final, decidió que no merecía la pena puesto que solo iba a quedarse un par de noches. Además, la nevera estaría llena de comida que la familia Ramos no iba a consumir.


–¿Que has venido a comer algo? ¿Estás loco? No puedes comer y beber de lo que hay aquí. ¿Has visto las botellas del botellero? ¡Deben de costar un ojo de la cara!


Pedro ya estaba al lado de la nevera.


–Pan… –la abrió y se volvió a mirarla–. Queso… Y estoy seguro de que habrá algo para preparar una ensalada.


Ella se puso de pie de un salto.


–Esto… Puedo prepararte algo, si quieres. Al fin y al cabo, cocinar iba a ser una de mis tareas.


Pedro la miró sonriendo y ella volvió a sentir la misma descarga eléctrica, como si le hubiera caído un rayo encima.


¿Había tenido Roberto ese efecto sobre ella? Le parecía que no, pero tal vez la desilusión hubiera modificado los recuerdos de su corto noviazgo.


Roberto y ella habían acudido a la misma escuela en Escocia hasta los catorce años. Entonces, él se había mudado a Londres con su familia. Ella estaba secretamente enamorada de él.


Habían seguido en contacto a lo largo de los años, sobre todo a través de las redes sociales y de alguna visita de él, pero su repentino interés por ella se había producido seis meses antes.


Paula todavía estaba adaptándose a su trabajo y se alegró de ver una cara conocida y, después, se sintió halagada por su interés por ella. Solo más tarde entendió los motivos.


Pedro cerró la nevera y abrió una botella de vino, ante la consternación de Paula.


Ninguna mujer había cocinado para él, porque era una faceta doméstica que no quería estimular. Pero aquella era una situación única.


–Soy chef –Paula sonrió y abrió la nevera para examinar el contenido sin tocar nada.


–Una casi esquiadora profesional, además de chef… ¿Tanto talento tienes?


–No te burles de mí –sus ojos se encontraron y ella se ruborizó–. Sigo sin sentirme a gusto teniendo que hurgar en los armarios, pero supongo que tenemos que cenar. Estoy segura de que Sandra no querría que me muriera de hambre.


–Esa Sandra parece una déspota.


Pedro se apartó de ella y Paula comenzó a sacar cosas. Él no tenía ni idea de lo que iba a preparar. Su interés por la cocina era nulo, y sus habilidades se reducían a hacerse una tostada o abrir una lata.


–No te lo imaginas. ¿Me echas una mano?


Él, apoyado indolentemente en la encimera con una copa de vino en la mano, la miró.


–A la hora de cocinar, me gusta más ser espectador.


Y desde donde se hallaba, la vista era estupenda.


Ella se había quitado el jersey y se había quedado en camiseta, la cual resaltaba las líneas de su cuerpo.


–Acabaremos antes si me ayudas.


–No tengo prisa. Me estabas hablando de Sandra.


–Tuve que hacer tres entrevistas para conseguir el puesto. ¡Tres! La familia Ramos es la más exigente del mundo. ¡Ay, perdona! Me olvidaba de que eres su monitor de esquí habitual, por lo que, probablemente, tendrás otra opinión de ellos.


Suspiró al recordar que la vida que había estado deseando iniciar se había esfumado.


Pero estaba segura de que debería sentirse más triste de lo que estaba.


Avergonzada, sí, pero ¿triste?


Había devuelto los regalos; había vendido el vestido de novia por Internet, ya que la tienda se negó a aceptar su devolución; y la ceremonia en la iglesia del pueblo en el que vivían sus padres se había anulado.


Pero no se le formaba un nudo en la garganta al pensar en los detalles de la boda, sino al hacerlo en el futuro de cuento de hadas que había planeado, al pensar en que había estado enamorada y la habían dejado plantada.


–Lo dudo.


Pedro recordó la última vez que había visto a los Ramos en casa de su madre, en Argentina. Julia Ramos se había comportado con prepotencia toda la noche.


A pesar de ser inmensamente rica, su madre actuaba con mucha normalidad y celebraba fiestas con frecuencia a las que invitaba a todo el mundo, con independencia de su posición social o ingresos. No olvidaba que, tanto ella como su esposo, habían conseguido su fortuna gracias a su duro trabajo.


–Alberto y Julia Ramos no son muy complejos. Tienen dinero y les encanta demostrarlo.


–Pobrecito –Paula lo miró con compasión–. Supongo que tiene que ser muy pesado relacionarte con personas que no te caen bien.


Él agarró un taburete y se sentó cerca de ella para verla cocinar. Ella ya había dejado de asombrarse ante las libertades que se tomaba. Tal vez fuera esa la relación que tenía con sus patrones: no tanto la de un empleado como la de un igual.


–Pero –prosiguió ella– todos tenemos que hacer cosas que no nos gustan para ganarnos la vida. ¿Qué haces cuando no das clases de esquí?


–Esto y aquello.


Paula no dijo nada. Tal vez él se sintiera incómodo, ya que el de monitor podía ser un buen trabajo, pero no te hacía ascender en la escala social. Y le parecía que Pedro era ambicioso.


–¿Por qué ibas a pasarte dos semanas aquí cocinando cuando eres chef? No te estás tomando el vino y deberías hacerlo. Es de una añada excelente.


–Espero que no tengas problemas por haber abierto la botella.


Ya había terminado, así que se limpió las manos en un paño, agarró la copa y se dirigieron al salón, donde, a través de los inmensos ventanales, se veía la noche cayendo sobre las montañas nevadas.


–Nunca tengo problemas –le aseguró Pedro mientras se sentaban en el sofá.


Era blanco, y ella pensó que tendría que pagarlo si lo manchaba de vino, por lo que se sentó en el borde y apretó la copa.


–¿Nunca? Me parece una afirmación muy arrogante


–Reconozco que puedo serlo.


–Es un rasgo deplorable.


–En efecto. ¿Tú tienes alguno?


–¿Algún qué?


–Rasgo deplorable –no era pelirroja, pensó, sino que tenía el cabello de color caoba, con vetas claras y más oscuras.


–Tiendo a enamorarme de canallas. Soy una especialista. Hace tres años salí tres meses con mi primer novio, que resultó que tenía una novia que se había tomado un año sabático dejándole el campo libre mientras estaba fuera.


–El mundo está lleno de canallas –murmuró él.


Pedro siempre dejaba muy claro a las mujeres que no iba a regalarles un anillo de compromiso.


–Exacto.


–¿Y el segundo novio?


–Con el segundo me comprometí en matrimonio.


Paula miró la copa vacía y se preguntó si se tomaba otra. No quería volver a Londres con resaca. Miró de reojo a Pedro, que estaba recostado en el sofá con aspecto de sentirse totalmente a gusto.


–¿Que te comprometiste?


Paula le mostró una mano.


–¿Qué ves?


Pedro se inclinó hacia delante y miró.


–Una mano muy atractiva –alzó la vista y se sintió encantado al ver que ella se había sonrojado.


–No llevo anillo de compromiso –dijo ella con pesar–. En este preciso momento ya debería ser una mujer casada.


–Ah…


–Y en vez de eso, aquí estoy, bebiendo un vino que no es mío, lo cual seguro que lo descubre la familia Ramos y se lo cuenta a Sandra, y abriéndole mi corazón a un completo desconocido.


–A veces, los desconocidos son los mejores oyentes.


–No me parece que seas de los que le abren el corazón a los demás.


–No es mi costumbre. Háblame de tu ex.


–No creo que realmente te interese –respondió Pau. No se imaginaba a Pedro sufriendo un trauma similar al suyo.


–Me fascinas –murmuró Pedro agarrando la botella, que había dejado en la mesita de centro


Paula observó que la botella había dejado el cerco en la mesa y se dijo que la limpiaría antes de acostarse.


–¿En serio?


–Sí. No conozco a nadie tan abierto y comunicativo como tú.


–Supongo que es una forma educada de decir que hablo demasiado.


–También tienes un cabello precioso.


¿Flirteaba con ella? Paula decidió que de ningún modo se sentiría halagada por un monitor de esquí que probablemente se habría acostado con todas las mujeres mayores de veinte años a las que daba clase. La última vez que había trabajado en un lugar similar, las otras dos chicas que trabajaban con ella tuvieron una aventura con un monitor de esquí.


Le lanzó una mirada cínica, que no era lo que él se esperaba después de un cumplido. ¿Cómo reaccionaría si le dijera que lo que en ese momento deseaba hacer era introducirle los dedos en su maravilloso cabello?


–¿Cómo se llama tu ex?


–Roberto.


–¿Y a qué se dedica?


–A acostarse con mi mejor amiga. Parece que, nada más verla, decidió que le parecía irresistible. Resultó que me había pedido que nos casáramos porque yo reunía los requisitos adecuados. Sus padres querían que sentara la cabeza y decidió hacerlo conmigo, pero solo por obligación. Pensó que sus padres lo aprobarían, como sucedió.


Suspiró y dio un sorbo a la copa.


–Me dijo que yo le caía muy bien, lo cual es la peor forma de insultar a una mujer, ya que era evidente que no lo atraía. De todos modos, debió de enamorarse de Emilia, ya que se enfrentó a la ira de sus padres. Y ahora, ella llevará la vida que yo había planeado para mí.


–¿Casada con un canalla que no tardará en salir corriendo detrás de otras faldas? Yo, en tu lugar, no me compadecería mucho de mi misma.


Paula se echo a reír. Tenía razón.


–¿Vamos a ver cómo va la comida? –preguntó Pedro al tiempo que se levantaba y se estiraba.


–Sí, claro, la comida robada.


–Y voy a hacer unas llamadas para resolver lo de tu trabajo.


Paula no se había olvidado del tema, pero había decidido no volver a mencionarlo.


–¿Vas a hacer unas llamadas?


–Dos, para ser exactos.


Pedro le miró el bonito trasero mientras la seguía a la cocina. 


En unos minutos, ya sabía más de su vida de lo que había sabido de ninguna de las mujeres con las que había
salido. Pero, claro, él no las invitaba a hablar de sí mismas y ellas tenían claro que no debían contarle su vida.


¿Era de extrañar que se estuviera divirtiendo? Jamás se hubiera imaginado que ser monitor de esquí resultara una experiencia tan liberadora.


Volvió al salón para hacer las llamadas. Una a su madre, para decirle que probablemente se quedaría más tiempo de lo esperado; la otra a Alberto, para decirle que la chica que habían contratado había llegado y se había encontrado sin empleo, por lo que debería pagarle, ya que iba a quedarse, y que hablara con los de la agencia para transmitirles el mensaje.


Pedro podía haberle pagado él mismo, pero no veía por qué. 


Alberto recibía un sueldo excesivo para lo que hacía.


Volvió a la cocina justo cuando Milly servía pasta en dos platos.


–Ya está –dijo él.




EL SECRETO: CAPITULO 2





La voz profunda y fría la devolvió de golpe a la realidad. Se giró con el corazón latiéndole a toda prisa.


Había un desconocido en la casa, por lo que debería buscar algo con lo que defenderse.


Aquel hombre podía ser peligroso.


Se quedó en blanco. Olvidó que debía sentirse asustada, aterrorizada incluso. Se hallaba en una mansión llena de objetos valiosos y los dueños no estaban. Probablemente, el hombre que había frente a ella, de más de un metro ochenta de estatura, habría entrado a robar, y ella lo había interrumpido. Todo el mundo sabía lo que le sucedía a un inocente cuando interrumpía un robo.


Pero, ¡por Dios!, ¿había visto en su vida a alguien tan guapo?


El cabello negro, algo más largo de lo convencional, enmarcaba un rostro perfecto: boca grande y sensual, rasgos cincelados, ojos tan negros como la noche. Llevaba una camiseta y unos vaqueros y estaba descalzo.


No era muy habitual que un ladrón se descalzara, pero ella pensó que lo habría hecho para que no lo oyera acercarse.


–Podría hacerle la misma pregunta.


Trató de que la voz pareciera calmada, como si controlara la situación, como si no fuera fácil intimidarla.


–¡Y no se atreva a dar un paso más!


Como una idiota, se había dejado el móvil en la mochila, que estaba en la encimera de la cocina. Pero ¿cómo iba a haberse figurado que le ocurriría algo así?


Sin hacer caso de sus palabras, el hombre dio dos pasos hacia ella, que retrocedió hasta chocar con la encimera. Se dio la vuelta para agarrar lo que hallara más a mano, que fue el hervidor, un utensilio de cristal que no mataría una mosca y mucho menos a aquel hombre musculoso, que solo se hallaba a un metro de ella y que, imperturbable, se había cruzado de brazos.


–¿Y qué me va a hacer? No estará pensando pegarme con eso…


–Dígame qué hace aquí o… llamaré a la policía. Lo digo en serio.


Pedro no había previsto que la noche fuera a desarrollarse así. De hecho, ni siquiera pensaba que estaría allí. Había prestado la casa a los pesados amigos de su madre, que habían decidido no ir en el último momento. Y fue entonces cuando él decidió ir a pasar unos días.


Así perdería de vista a su madre, que cada día insistía más en que se casara y sentara la cabeza. Tres meses antes, la mujer había sufrido un pequeño derrame cerebral que no le había dejado secuelas, pero, al creer que había visto la muerte de cerca, lo único que deseaba era abrazar a un nieto antes de morir. ¿Era mucho pedirle a su querido hijo?


Sinceramente, Pedro creía que sí, pero no se lo había dicho.


Si a eso se añadía la existencia de una exnovia que se negaba a aceptar que la relación había terminado, unos días esquiando le habían parecido una excelente idea.


Pero parecía que la paz y la tranquilidad se habían esfumado, por lo que no estaba de buen humor mientras contemplaba a aquella loca que esgrimía contra él el hervidor y lo amenazaba con llamar a la policía.


Una loca bajita y pelirroja que pensaba que estaba robando en su propia casa.


Para partirse de risa.


–No creerá que puede enfrentarse a mí, ¿verdad? –con gran rapidez de reflejos, Pedro le quitó la peligrosa arma y la colocó en su sitio–. Ahora, antes de que sea yo quien llame a la policía para que la eche a la calle, dígame qué demonios hace aquí.


Paula lo miró desafiante.


–Si lo que pretende es asustarme, no lo conseguirá.


–Nunca intento asustar a una mujer.


Aquel hombre desprendía sensualidad por todos los poros. 


¿Cómo iba ella a pensar con claridad cuando la miraba con aquellos ojos oscuros de manera insolente e intransigente a la vez?


–Trabajo aquí –dijo ella, por fin, incapaz de dejar de mirarlo.


Él enarcó una ceja y ella lo fulminó con la mirada, ya que, a diferencia de él, tenía todo el derecho a estar allí.


Paula se preguntó qué más podía salir mal. Había ido allí a recuperarse, a tomarse un respiro, a recuperar fuerzas para volver a Londres. Debería estar utilizando la cocina para preparar la comida de la familia Ramos en vez de estar mirando a alguien que parecía un adonis, pero que se comportaba como un hombre de las cavernas.


–¿Ah, sí?


–Sí, aunque no es asunto suyo. Soy la persona que la familia Ramos ha empleado para trabajar para ellos durante las dos semanas próximas. Llegarán de un momento a otro.


–Pues me cuesta creerlo, ya que sé que Alberto y Julia no vendrán porque uno de sus hijos está enfermo.


Pedro abrió la nevera y sacó una botella de agua mineral, que se bebió sin dejar de mirarla.


–Oh…


Así que aquel hombre arrogante no era un ladrón, pero, en lugar de decírselo inmediatamente, había prolongado la incertidumbre de ella al no dignarse a comunicarle que conocía a los dueños de la casa.


¿Acaso ya no quedaban tipos agradables en el mundo?


–Pues si cree que voy a disculparme por…


–¿Tratar de agredirme con el hervidor?


–… se equivoca. No sé qué hace aquí, pero debería haberme dicho que conocía a los dueños. Supongo que también le han fallado a usted.


–¿Cómo dice?


–A mí me han dejado plantada –añadió ella con tristeza.


Como ya no se hallaba en peligro, había vuelto a respirar con normalidad, pero prefirió alejarse un poco del hombre, que seguía de pie junto a la nevera y que le producía un efecto extraño.


Observó distraídamente, mientras él se sentaba en un taburete, que tenía las piernas largas y musculosas y fuertes tobillos.


Volvió a la realidad cuando él habló de nuevo, lo que hizo que frunciera el ceño.


–Usted también no –gimió, ya que por el final de la frase había entendido que él le preguntaba cómo era posible que hubiera hecho el viaje sin que le hubieran notificado que ya no la necesitaban–. Ya me ha sermoneado bastante Sandra por no responder al teléfono. No tengo fuerzas para soportar que usted me diga lo mismo. De todos modos, ¿por qué está aquí? ¿No le dijo nada su agencia antes de viajar hasta aquí?


–¿Mi agencia?


Pedro, a pesar de que siempre sabía qué decir, se quedó sin palabras.


–Sandra es la persona de la agencia que me contrató. Está en Londres.


Paula se atrevió a mirarlo abiertamente y se ruborizó. Era extranjero, de eso no había duda, guapo y exótico, pero su inglés era perfecto, con un leve acento.


–Me habían contratado para cocinar para la familia Ramos y cuidar de sus hijos.


De pronto se dio cuenta de que él los había llamado por su nombre de pila, cuando ella había recibido instrucciones estrictas de dirigirse a ellos de manera formal y de recordar que no eran sus amigos, lo cual demostraba la forma tan distinta en que operaban las agencias.


–¿Para qué lo habían contratado a usted? No, no me lo diga.


–¿No?


Aquella mujer era fascinante, como venida de otro planeta. 


Pedro siempre obtenía halagos y sumisión de las mujeres, que hacían lo imposible por complacerlo y decirle lo que quería oír.


Nacido en una familia rica, había aprendido de pequeño lo que era el poder y, en aquel momento, a los treinta y cuatro años de edad, con la fortuna heredada de sus padres y con la que él mismo había logrado, estaba acostumbrado a que lo trataran como a un multimillonario que obtenía lo que deseaba simplemente chasqueando los dedos.


¿A qué creía aquella mujer que se dedicaba? Le picaba la curiosidad.


–Es usted monitor de esquí.


Paula se dio cuenta de que aquel giro inesperado de los acontecimientos estaba influyendo positivamente en su depresión. Apenas se había acordado de Roberto, de Emilia y de la terrible historia en la que se había convertido su vida desde que aquel hombre había aparecido.


–Monitor de esquí –repitió él al tiempo que se percataba de que repetía todo lo que ella decía, lo cual le parecía increíble.


–Tiene aspecto de monitor de esquí.


–¿Me lo debo tomar como un cumplido?


–Si quiere… –replicó ella dando marcha atrás rápidamente por si él creía que le estaba tirando los tejos, lo que no era cierto–. ¿No es increíble cómo viven los ricos?


Cambió de tema a toda prisa mientras él dejaba la botella en la encimera, se sentaba en una silla y colocaba otra frente a él para poner los pies en ella.


–Increíble –asintió Pedro.


–¿Ha tenido tiempo de ver la casa? Es como las que salen en las revistas. Resulta difícil creer que alguien la use. ¡Todo está tan nuevo y brillante!


–Le impresiona el dinero, por lo que veo.


Pedro pensó en todas las demás casas y pisos de su propiedad, desperdigados por todo el mundo. Incluso tenía un chalé en una isla del Caribe al que hacía por lo menos dos años que no había ido.


Paula se apoyó en la mesa sosteniéndose la barbilla con una mano y lo miró. Pensó que tenía unos ojos maravillosos y unas pestañas aún más maravillosas: largas, espesas y oscuras. Y tenía un aspecto arrogante. Eso debería haber hecho que perdiera todo el interés por él, ya que Roberto también lo era y, al final, había resultado ser un canalla.


–No –dijo ella–. Vamos a ver, no me malinterprete. Tener dinero está muy bien. Ojalá tuviera yo más –«sobre todo teniendo en cuenta que estoy en paro», pensó–. Pero me educaron en la idea de que hay cosas más importantes en la vida. Mis padres murieron en un accidente de coche cuando tenía ocho años y fue mi abuela la que me crio. No teníamos mucho dinero, pero eso no me importaba. Creo que la gente vive la vida que desea y que lo hace sin la ayuda del dinero.


Suspiró.


–Dígame que me calle si estoy hablando mucho. Suelo hacerlo. Y ahora que sé que no es usted un ladrón, es agradable que haya alguien más aquí. Me marcharé a primera hora de la mañana, pero… Bueno, vale ya de hablar de mí. ¿Era la primera vez que iba a trabajar para la familia Ramos? Me refiero a que los ha llamado por su nombre de pila.


Pedro pensó en Alberto y Julia Ramos y reprimió una carcajada de desprecio ante la idea de trabajar para ellos. 


En realidad, Alberto había trabajado para su padre y después, al morir su progenitor, para él. Debido a ello, Pedro no lo había despedido, a pesar de su absoluta incompetencia. Los Ramos le resultaban muy molestos, pero su madre era la madrina de uno de sus hijos.


–Hace tiempo que nos conocemos –contestó él esquivando la pregunta.


–Eso me parecía.


–¿Por qué?


Paula se echó a reír y tuvo la impresión de que era la primera vez que reía de verdad desde hacía dos semanas.


–Porque ha puesto los pies en una silla y porque ha dejado la botella vacía en la encimera. Sandra me dijo que no podía dejar señal alguna de mi presencia cuando me marchara. Puede que hasta tenga que borrar mis huellas dactilares.


–Tiene una risa preciosa –dijo Pedro sorprendiéndose a sí mismo.


Y era cierto. Al oírla le entraban ganas de sonreír.


Y al mirarla…


La primera impresión de que era bajita, rellenita y con un cabello indomable se había evaporado rápidamente. Era cierto que no era alta, pero tenía la piel de porcelana y los ojos más azules que había visto en su vida. Y al reírse se le formaban hoyuelos.


Paula se puso roja como un tomate. A raíz de la ruptura de su compromiso, su autoestima había caído en picado, por lo que el cumplido le produjo un enorme bienestar. Claro que un cumplido sobre su forma de reírse no era tal, aunque viniendo de aquel adonis…


–Debe de ser fantástico ser monitor de esquí. ¿Quiere saber una cosa? No es un secreto ni nada parecido…


–Me encantaría saberlo, aunque no sea un secreto ni nada parecido.


¡Vaya! A Pedro le pareció que aquel descanso improvisado estaba resultando una distracción que no había previsto.


–Yo esquiaba. Aprendí en un viaje escolar, a los diez años. A los quince llegué a pensar en dedicarme a ello profesionalmente, pero no teníamos dinero. Por eso estaba encantada con este trabajo.


De pronto, pensó en su situación: sin novio, sin empleo y sin el sueldo de dos semanas trabajando allí con el añadido de poder esquiar de vez en cuando.


–Para serle sincera, por eso me contrató Sandra a mí en vez de a las otras chicas más guapas que querían el empleo. Creí que podría esquiar en mis ratos libres, pero ahora… Bueno, así es la vida. Últimamente no he tenido mucha suerte, así que no sé de qué me extraño.


Sonrió mientra trataba de no dejarse vencer por la tristeza.


–Ni siquiera sé su nombre. Yo soy Paula, pero mis amigos me llaman Pau.


Le tendió la mano y el contacto con sus fríos dedos le produjo una descarga eléctrica de los pies a la cabeza.


Pedro –dijo él.


Así que ella creía que era monitor de esquí. Era estimulante estar en compañía de una mujer que no supiera lo que poseía, que no sonriera tontamente ni tratara de engatusarlo.


–Y creo que podremos resolver el asunto de tu empleo…