viernes, 28 de agosto de 2020

ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 15

 


Su naturaleza dulce y atenta fue demasiado para que un cínico y joven Pedro pudiera resistirse. Paula rompió sus muros defensivos, llegó a lo más profundo y vio cosas que las demás no podían ver. Había sido la única persona en el mundo, aparte de sus padres, a la que le había confiado sus más secretos sentimientos e ideas. Nunca habría creído que fuera capaz de hacerle lo que le hizo.

Un chorro de espuma le salpicó la cara. Podía recordar con la claridad del cristal aquella mañana después del baile de graduación en la que se había sentado patéticamente en el suelo de la cabaña, en el punto exacto donde habían hecho el amor. El saco de dormir entre las piernas mientras esperaba impaciente a que ella volviera, su mente tan llena de proyectos que no oyó el motor de los coches que se acercaron.

El sol acababa de salir cuando la puerta se abrió de un portazo y apareció el cuerpo voluminoso de Claudio Chaves. El odio en los ojos del viejo era fuerte, pero ni la mitad de amenazador que el bate de béisbol que blandía en las manos. Cuando la cara estragada de Pablo apareció detrás de su padre, Pedro pensó que estaba perdido.

Pero Claudio no usó el bate, no tuvo necesidad. Se plantó delante de él con las piernas abiertas, golpeando el bate contra la palma de su mano mientras hablaba con tanta suavidad como si se encontrara en la iglesia.

—Este es el final de la carrera, muchacho, el final. Tienes una hora para salir de Lenape Bay, o haré que te metan en la cárcel tan rápido que tu cabeza de niño bonito no sabrá ni dónde estás.

—No malgastes saliva —respondió él con el corazón en un puño pero la mirada helada—. Tengo listo el equipaje, pero no me iré solo.

Claudio entrecerró los ojos un momento antes de distender los labios en una sonrisa amplia.

—¿De verdad lo crees?

—Sé que es así.

Pablo gruñó e hizo ademán de atacarle, pero su padre le contuvo.

—¿Y a quién te crees que vas a llevar contigo?

—Lo sabes perfectamente. Vendrá en cualquier momento.

—No cuentes con ello.

—Ella vendrá.

Claudio se echó a reír a carcajadas.

—Alfonso, si de verdad piensas eso no eres tan listo como yo creía. Y, además, no tienes ni idea de cómo son las mujeres.

—¿Qué quieres decir?

—Muchacho, ¿cómo te crees que te he encontrado? ¿Cómo crees que he dado con la cabaña? ¿Cómo iba a saber que estabas aquí? ¿No se te ha ocurrido pensarlo?

Pedro tragó saliva, el nudo en su garganta crecía con cada palabra de Claudio.

—No contestas, ¿eh, chico listo? Bueno, te lo diré de todas maneras. Paula me lo contó anoche… todo. Nada más que por eso, podría hacer que te encerraran, pero me siento magnánimo esta mañana. Voy a dejar que te vayas.

—No te creo.

—¿No? Pues entonces quédate sentado y ya verás lo que pasa. No va a venir, chico, ésa es la verdad. ¿En serio crees que va a echar a perder su beca para vagabundear por el país con un perdedor como tú?

—Nos queremos.

—Paula ha cometido un desliz. Ha sido un experimento, ahora seguirá con su vida como lo teníamos planeado, sin ti.

—Quizá no me marche.

—¡Oh! Te irás ahora mismo o tu madre pagará las consecuencias.

—Deja a mi madre fuera de esto.

—No puedo. No sólo trabaja para mí sino que también tengo la hipoteca de su casa. ¿Te has olvidado de que me la entregaste en bandeja de plata? —rió haciendo que su barriga se balanceara—. Y no me llevará ni un minuto reunir todos los papeles para hacerla efectiva. ¿No me crees? Prueba, chico. Tú ponme a prueba y la verás en la calle antes de lo que canta un gallo.

—¡Bastardo!

—Hace falta uno para reconocer a otro —dijo Claudio empujando a Pablo para que se fuera—. No estés aquí cuando vuelva, Pedro. No seré tan amable la próxima vez. Y otra cosa. No quiero volver a ver tu cara nunca más.

Pedro viró a la derecha para cortar hacia la costa. Claudio no había vuelto a verle la cara, en eso se había salido con la suya. La había esperado, había sido la espera más larga de su vida, allí sentado, con el sol entrando por las ventanas hasta que estuvo alto en el cielo.

Se había portado como un cabezota. Aun así, había pasado con la moto por delante de su casa de camino a la carretera general. Pablo le esperaba en la puerta, dispuesto a pelear con él. Pedro había acelerado el motor para hacerle saber a Paula que estaba allí, mientras ignoraba las bravatas de su hermano diciendo que ella no quería volver a verlo. Estuvo a punto de tirarse de la moto y arrollar a Pablo cuando vio un movimiento en las cortinas de su habitación. Al mirar otra vez, ella dio un paso atrás y las cortinas se quedaron quietas.

Pedro todavía recordaba el vacío en su estómago devorándole las entrañas, convirtiéndole en piedra. Se había ido de la ciudad con un nudo en la garganta y una brecha en el corazón. El orgullo había evitado que volviera. Una vez, meses más tarde, después de haber bebido, la había llamado. Claudio había cogido el teléfono y él había colgado.

La traición de Paula había sido la píldora más amarga que había tenido que tragar en toda su vida, el vacío de su alma nunca había llegado a curarse del todo. Había habido otras mujeres en su vida, pero ninguna le había llegado tan dentro como ella. Había llenado el vacío con odio y una sed de venganza tan intensa que le había impulsado durante todos aquellos años, centrándole, dándole fuerzas para continuar, con los ojos puestos en la meta final: la destrucción de los Chaves hasta que no quedara ninguno.

Pedro detuvo el motor y se acercó al malecón de Paula. Se lanzó al agua y subió a tierra firme pensando que sus sentimientos estaban entremezclados. Era mejor tratar con ella en su despacho, mejor tratarla como la alcaldesa Wallace que como Paula. Sospechaba de él y eso no presagiaba nada bueno. Necesitaba que estuviera a su lado, quizá más que ningún otro. Convencerla de su sinceridad iba a ser una batalla ardua, por decirlo suavemente. Pero no había nada que le gustara más que un buen desafío.

Se sacudió, el viento frío le helaba, sabía que tenía que tomar rápidamente la decisión de quedarse o irse. No podía quedarse allí toda la noche, contemplando la luz que salía de la granja, tratando de decidir qué era lo que más quería, si ver a Paula otra vez o mantenerse a salvo.

Pedro amarró la moto al malecón y anduvo el sendero que llevaba a su puerta trasera




ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 14

 


El aire estaba frío, el agua caliente. Pedro puso en marcha el motor de la moto acuática y se deslizó hacia el centro de la bahía. El sol se encontraba muy bajo, aunque oscurecido por un palio de nubes. Puso rumbo directo a aquella luz tamizada.

Era su hora preferida en la bahía. De pequeño, se escapa hasta allí y se sentaba en el muelle para mirar el atardecer mientras tiraba trozos de conchas rotas al mar y soñaba sueños de niño. Ser adulto, ser capaz de hacer lo que quisiera cuando le viniera en gana.

Algunos de sus mejores recuerdos de Lenape Bay eran de allí, lejos de la ciudad, lejos de los profesores, los tenderos y de la gente normal que hacía su vida tan miserable. Aquel lugar representaba la libertad, incluso ahora que ya era un adulto que podía hacer lo que quería cuando le venía en gana, descubría que lo que más añoraba era la paz espiritual que encontraba sentado en el malecón.

Rodeó una boya para adentrarse en el mar. Se preguntó si se comportaría de una manera distinta de tener la oportunidad de volver a repetirlo. Lo dudaba. Había algo en su interior, algo que nadie parecía entender, una energía que le impulsaba a hacer las cosas de esa manera. Nunca había entendido por qué todo el mundo quería que se conformara con comportarse como ellos, cuando su manera funcionaba perfectamente.

Lo había demostrado de múltiples formas desde que se había marchado, aunque ninguna tan espectacular como su carrera en el negocio inmobiliario donde había comprado propiedades que los expertos habían calificado de inservibles para convertirlas en oro puro.

Pedro sonrió mientras levantaba su rostro al viento y a la espuma. Su madre siempre había dicho que su lema debía ser «¡No me digas qué he de hacer!». Tenía razón. No había un modo mejor de asegurarse de que hiciera algo que decirle que no era capaz de hacerlo.

Describiendo una amplia curva, puso rumbo al sur. La moto rebotaba con rudeza sobre las olas, de modo que tenía que sujetarse con fuerza para mantener el control. Le encantaba la velocidad, siempre le había gustado. Le daba igual que fuera en tierra, en el aire o en el mar, ninguna otra cosa le proporcionaba aquella sensación de poder. También le obligaba a concentrarse tanto que todas las tensiones desaparecían de su mente.

Había sido un día muy largo. Había trabajado mucho desde primera hora de la mañana. Se había quedado a disposición de los miembros del ayuntamiento para contestar sus preguntas durante el resto de la jornada. Cuando había vuelto a casa, el teléfono no había dejado de sonar con llamadas de otra gente interesada en lo que tenía que decir.

Con todo, había ido bien, mejor incluso de lo que él había esperado. Pablo Chaves había desarrollado todo su potencial como tonto del pueblo tal como él se lo había imaginado. El viejo cabeza hueca, orgullo del fútbol local, se había convertido en el cabeza hueca que presidía el banco. Se preguntó si Claudio estaría por ahí arriba, o mejor dicho, por ahí abajo, contemplando toda su charada, sacudiendo la cabeza y descargando su puño, rojo de ira. No sería otra cosa que justicia, pero el destino le había arrebatado aquella carta de las manos. Pedro se había reconciliado con el hecho de que alguien infinitamente más poderoso y justo que él le estaba dando su merecido.

Se estaba levantando viento y decidió que era hora de regresar. Se dio cuenta de que se había alejado mucho de su casa y que se acercaba a la bocana de la bahía. Había oscurecido, pero podía ver las luces de una granja en una pequeña ensenada. El descapotable rojo en el camino le dijo que se trataba de la casa de Paula.

Redujo la velocidad mientras sopesaba si era inteligente hacerle una visita sorpresa. La alcaldesa Paula Wallace era definitivamente parte de su plan, incluso el punto más importante. Pensó en la reunión de por la mañana. Se había convertido en la hija de Claudio, con su mirada condescendiente y su aire de fría superioridad. Era divertido que no se hubiera dado cuenta mientras crecían juntos, él, que siempre lo sabía todo. Y era todavía más divertido que se hubiera enamorado tanto de ella hasta el punto de estar ciego a sus mentiras. Lo más divertido de todo era el modo en que ella había descubierto su juego.

La primera vez que le había pedido una cita sólo había pretendido que Claudio se sintiera despechado. Conocía a Paula, pero no se movían en los mismo círculos. Ella era la perfecta chica americana, la jefa de las animadoras, la ganadora de becas que iba a comerse el mundo. Él era el hijo de un obrero de la construcción que venía del lado equivocado de la sociedad. Su educación estricta la hacía parecer demasiado rígida para sus gustos.

Pero aún así, no se sorprendió cuando ella aceptó. Aunque no era una estrella del deporte, ni de los que iban al club de campo, las chicas se morían por salir con él. No se engañaba, sabía que era su atractivo y su aura de peligro lo que las atraía, y él sabía aprovecharse de las ventajas. Al principio, Paula había sido una de tantas, un medio para conseguir un fin, pero luego su plan fracasó estrepitosamente.

Se enamoró hasta la médula de ella.




ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 13

 


El grupo empezó a hablar entre ellos. Pedro estudió todos los rostros y se detuvo al mirar a Paula. Ella no participaba en las discusiones que se suscitaban a su alrededor, le estaba estudiando.

—¿Qué me va a costar a mí? —preguntó el banquero.

—Mucho, pero todas las reinversiones se harán a través de este banco. Todas las hipotecas, todos los préstamos de renovación se gestionarán en este banco. En otras palabras, inicialmente serás tú quien corras todos los riesgos, pero, a la larga, recogerás todos los beneficios.

Los ojos de Pablo se encendieron, Pedro casi podía ver el signo del dólar bailando en su cabeza. Por primera vez, dio gracias a Dios por haber llamado a Claudio a su seno. Tanto como había odiado al viejo, había respetado su mente aguda y astuta. Por suerte, Pablo no había heredado ninguna de sus cualidades.

Paula observaba mientras Pedro sonreía, incapaz, al parecer, de dominar su satisfacción un segundo más. Echó un vistazo en torno a la mesa y no pudo dar crédito a lo que veían sus ojos. La mayoría de aquellos hombres nunca habían podido disimular el profundo disgusto que sentían hacia el rebelde de Pedro. Habrían visto con alegría cómo lo metían en la cárcel, o algo peor de haber sido legalmente posible. Y allí estaban, babeando, dispuestos a caer a sus pies porque les había ofrecido sacarles de sus dificultades financieras.

Lo estudió mientras se sentía consumida por un intenso deseo de zambullirse en su mente para averiguar lo que se proponía en realidad. Ni por un segundo se había tragado que había llegado allí impelido por la bondad de su corazón.

—Yo tengo una pregunta —dijo ella.

Todo el mundo dejó de discutir y se volvió a mirarla.

—Por favor —dijo Pedro, extendiendo la palma de la mano hacia ella en un gesto condescendiente.

—Me gustaría saber qué es lo que sacas tú de esto, Pedro.

—Muy fácil, Paula. Dinero.

—¿Nada más? ¿Sólo dinero?

—Creo que es una razón perfectamente buena —dijo él paseando la mirada por los presentes—. ¿Ustedes no?

—De acuerdo, entonces. Plantearé la pregunta de otra forma. ¿Por qué aquí, Pedro? ¿Por qué nosotros, precisamente?

La sala quedó sumida en el silencio mientras el rostro de Pedro se ponía muy serio. Todos lo miraban intensamente, pero nadie más que Paula. Comenzó en sus ojos. El azul acuarela se tornó cálido y vibrante, los entornó un milímetro antes de que su boca se curvara en una sonrisa seductora.

—Creo que debería ser lo más obvio de todo. Esta es mi casa. Siempre lo ha sido y siempre lo será.

Paula inclinó la cabeza y alzó las cejas.

—Disculpa si soy cínica, Pedro, pero si no recuerdo mal, te fuiste de casa en unas circunstancias no demasiado favorables.

Pedro se echó a reír.

—Eres increíble, de verdad. Crees que todos los presentes saben o han oído hablar de esa vieja historia. Sin embargo, por lo que a mí respecta, sólo es agua pasada. Admito que era un adolescente, que estaba equivocado. Si lo que quieres es una disculpa, aquí la tienes. Me siento apenado delante de todo el mundo por todos los problemas que le causé a la ciudad hace tantos años.

Apartó la mirada de Paula para abarcar al resto del grupo.

—Pero como pueden ver he cambiado. Quiero hacer algo por esta ciudad. No sé, quizá sea una manera de compensarla por todo lo malo. Quiero restaurar la vieja casona de los Chaves y traer a mi madre para que pueda vivir junto a sus viejos amigos. Y sí, quizá hacer que se sienta un poco orgullosa de su hijo.

Pedro se puso en pie.

—Eso es lo que este proyecto significa para mí. No decidan ahora mismo. Estudien el plan, compruébenlo. Quiero que cada uno de ustedes respalde el proyecto al cien por cien. Estoy convencido de que cuando lo hayan estudiado a fondo estarán de acuerdo en que es un buen trato para todos. Espero que me den la oportunidad de demostrárselo.

El aplauso la dejó estupefacta, casi tanto como la visión de aquellos hombres adultos dándose empellones para estrechar primero la mano de Pedro. Si hubiera tenido pañuelo habría tenido que secarse los ojos, tan emocionante había sido el discurso. Quiso estudiarle por encima del grupo, pero él recibía las felicitaciones con una expresión tan natural y amable como antes contrariada.

Y ella no lo creía. Ni por un instante.

Se sentó y esperó a que él acabara de estrechar la última mano y de palmear la última espalda. Esperó mientras charlaba con Pablo, aclarando los puntos más delicados, quedando para discutirlos más tarde.

De vez en cuando, él miraba en su dirección, diciéndole con el menor movimiento de su cabeza que sabía lo que estaba pensando. Le mortificaba que pareciera divertirse tanto. Mientras observaba cómo salía el grupo, babeando palabras de alabanza, sacudió la cabeza.

Se sentía como Dory en el País de Oz.

—De acuerdo, alcaldesa. Escúpelo ya —dijo Pedro cuando el último hombre hubo salido.

—No sé a qué te refieres.

—Por la cara que pones, yo diría que piensas en una palabra que empieza por n y acaba por o.

—¿Tan transparente soy?

—Sólo para mí, pequeña.

—No lo entiendo, Pedro —dijo ella mirándolo fijamente—. Nos odias, lo sé.

—Ya no. Bueno, admito que durante un tiempo, sí. Me pasaba la mitad del día odiando a todos y cada uno de los habitantes de esta ciudad. La otra mitad me la pasaba compadeciéndome a mí mismo. Pero, ¿sabes una cosa? Eso te hace viejo muy rápido. Se ha acabado, Paula. Por éstas.

E hizo la cruz sobre el corazón. Aquel gesto infantil la afectó más que cualquier palabra que hubiera podido decir. Parecía sincero, deseaba creerle con tanta intensidad que casi le dolía. Miró al fondo de aquellos maravillosos ojos azules y se echó a temblar por dentro. Le asustaba darse cuenta de cuánto deseaba que fuera él quien llegara a rescatarlos, a salvar la ciudad. El ángel de la guardia más improbable que hubieran podido imaginar en sus sueños más descabellados.

Pero, si en verdad era él el único que podía ayudarles, sería una estúpida al dejar que las viejas heridas y sospechas se interpusieran en su camino.

—Muy bien, Pedro. Mantendré una mentalidad abierta.

—Es todo lo que pido.

Paula sonrió. La primera sonrisa sincera que le había dedicado desde que había vuelto. Él se la devolvió y le tendió la mano. Ella la aceptó y sintió cómo su calor le traspasaba todo el cuerpo.

—Sólo dame la oportunidad, Paula. Ya verás. Te lo prometo. Ya lo veréis todos.

Le apretó la mano con fuerza mientras ignoraba los buenos sentimientos que rezumaban de su alma. No había sitio para ellos.

«Ya veréis todos vosotros».