viernes, 1 de julio de 2016

EL PACTO: CAPITULO 23




La cena resultó menos tensa de lo que Paula había esperado. Cierto que el rápido y ardiente orgasmo la había ablandado.


Pedro la había llevado a un escandalosamente caro restaurante y después le había tomado de la mano durante todo el trayecto de regreso a casa, charlando sobre temas tan diversos como el regalo de cumpleaños para su madre o si a Paula le gustaría renovar la decoración del loft.


Amaba a Pedro, lo deseaba, y no había perdido la esperanza de que él desarrollara sentimientos por ella. A las nueve menos cuarto de la noche sonó el móvil de Pedro.


—Valeria—murmuró él antes de contestar. Tras algunos monosílabos, colgó—. Quiere hablar con los dos. Aquí.


—¿Sobre qué? —Paula sintió una oleada de aprensión.


—No lo dijo, pero mencionó que era importante.


Paula suspiró. Había estado fantaseando con un baño caliente en el jacuzzi con vistas a la ciudad.


—De acuerdo. Abriré una botella de vino. A no ser que no la consideres una visita social.


—Valeria es tan sociable como una viuda negra —Pedro se encogió de hombros—. Abre la botella para nosotros. Será la única manera de soportarla.


El comentario consiguió arrancarle una sonrisa a Paula, que eligió un merlot. Lo descorchó en el instante en que sonaba el timbre de la puerta. Valeria debía haber llamado desde el vestíbulo.


Mientras ella servía tres copas, Pedro abrió la puerta.


La mujer entró en el salón impecablemente peinada. El bonito conjunto de Alfonso House le hacía destacar por encima de cualquier mujer a varios kilómetros a la redonda. La ropa le sentaba como una segunda piel, como si todo lo que llevara hubiera sido creado para ella.


—Valeria —saludó Paula—. Qué amable por venir a vernos. Y qué bonito traje. ¿Vino?


Pedro la miraba de reojo, pero ella lo ignoró. Había sido criada al modo sureño y siempre mostraba su mejor cara a las visitas.


—Gracias —Valeria asintió y aceptó la copa—. Siento haber avisado con tan poco tiempo.


—Tranquila —su cuñada asintió. Valeria, desde luego, había despertado su curiosidad.


Paula señaló un sofá para que Valeria se sentara y luego ella hizo lo propio junto a Pedro en otro sofá.


Rodeada por el fuerte brazo de su esposo, dio cuenta de un tercio de la copa. El mensaje para Valeria estaba claro: Pedro y ella formaban un equipo.


—Debo admitir que una parte de mí quería comprobar que erais pareja de verdad.


—¿Te refieres a que aún no sabes que llevamos dos años casados? —preguntó Pedro.


—Sí, lo sabía —admitió su hermana—. Pero pensé que la historia era mucho más escandalosa.


¿Más escandalosa que una boda accidental de dos borrachos en Las Vegas?


—Siento defraudarte —él la miró furioso—. Si solo has venido a echar un vistazo, ya puedes irte.


—Está bien, cielo —Paula posó una mano tranquilizadora en el brazo de su marido.


—Ese no es el motivo de mi visita —Valeria se volvió hacia ella—. En realidad vine para felicitaros por vuestro matrimonio, y para apuntarme un tanto. No tenía pensado utilizar los diseños robados, al menos no de la manera en que os hice creer. Estaba convencida de tener un espía de Al en Alfonso y le provoqué para hacerle salir de su escondite.


—Pues supongo que funcionó —respondió Paula controlando su turbación. Había sido una trampa.


—Esa noche dejé a Paula a solas a propósito —la sonrisa de Valeria heló el ambiente—. Imaginad mi sorpresa al revisar las grabaciones de seguridad y ver a mi hermano con la espía.


—Y sentiste curiosidad por nuestra asociación —murmuró Pedro—. Muy ingenioso.


—No sirvió de gran cosa. Mamá reaccionó, pero no de la manera que había previsto —su hermana tomó un sorbo de vino—. Has conseguido salir victorioso de esta.


—¿Tanto duele reconocerlo? —Pedro fingió sufrir un infarto.


—No tanto como lo que estoy a punto de hacer —Valeria se volvió de nuevo hacia Paula—. No me sorprendí esta mañana cuando llamaste para dimitir. No te habría permitido quedarte, hasta que Allo irrumpió en mi despacho y amenazó con irse si no te readmitía.


—¿Cómo? —la copa de vino estuvo a punto de caérsele de las manos a Paula—. Me odia.


—Allo odia a todo el mundo —contestaron Pedro y Valeria al unísono.


—Da igual —continuó Valeria—, insistió en que eres la mejor ayudante que ha tenido jamás y que no volverá a pisar Alfonso hasta que accedas a regresar.


—No me interesa —Paula sacudió la cabeza.


—Creo que no lo has entendido —insistió su cuñada con impaciencia—. No puedo perder a Allo. Sin él nos hundimos en seis meses. Te pagaré doscientos cincuenta si aceptas.


—¿Doscientos cincuenta qué? —Paula la miró confusa—. ¿Dólares?


—Doscientos cincuenta mil al año. Un cuarto de millón de dólares anuales para asegurarme de que mi empresa no se hunda.


Podía elegir. Y la oferta de Valweria no le obligaba a permanecer casada con Pedro. Si aceptaba, ya no necesitaría el dinero de su esposo. Nueva York le abriría sus puertas.


—Allo es un grano en el culo —intervino Pedro—. Trataba fatal a Paula, y aunque se disculpe de rodillas, ella es demasiado buena para desperdiciar su talento con él. Pero la decisión es suya.


Era lo más romántico que hubiera dicho jamás, y el calor de la mano apoyada en su cintura le subía directamente al corazón, inflamándolo.


¿Era su marido consciente de que podría terminar con la rivalidad entre los dos hermanos, simplemente rechazando la oferta de Valeria?


Esa mujer sería humillada públicamente, y Pedro conseguiría sacar adelante sus planes de fusión. Nadie consideraría nombrar directora ejecutiva a Valeria si dejaba marchar a la joya de la corona de Alfonso.


—Agradezco la oferta —ella se puso en pie—, pero ha sido un día muy largo. Tendrás noticias mías.


—No aceptaré un no por respuesta —Valeria también se levantó—. Si me rechazas puedo hacer tu vida imposible. Ya sabes dónde encontrarme.


El que Paula tuviera todos los ases debía estar matándola.


—En efecto, sé dónde encontrarte. Y por eso quizás deberías reconsiderar tu amenaza.


A pesar de su gesto de bravuconería, le temblaban las manos y, de repente, Houston le pareció mucho más atractivo.


Pedro acompañó a su hermana a la puerta antes de regresar al salón y abrazar a Paula mientras le murmuraba palabras tranquilizadoras. Ella se dejó consolar y enterró el rostro en el fuerte hombro antes de estallar en sollozos.


—¿Estás bien? —él le acarició la mejilla—. Siento que te disgustara. Valeria no ataca a medias.


—Por eso sigo aquí —normalmente ella tampoco lo hacía, pero Pedro la tenía totalmente aturdida—. No puedes encargarte tú solo de ella.


—Puede que no —Pedro sonrió, calmándola al instante—, pero sí puedo encargarme de ti.


Y tomándola en sus brazos la llevó hasta la enorme cama, donde la desnudó con tal reverencia que ella fue incapaz de articular palabra.


Pedro, yo…


—¿Quieres que te haga el amor? Ese era el plan.


Y eso fue lo que hizo, administrándole placer en silencio, con tan exquisito cuidado que unas gruesas lágrimas le rodaron por las mejillas a Paula. Tal y como había sucedido antes de cenar, no se molestó en ponerse un preservativo. Los matrimonios de verdad no necesitaban preservativos.


¿Era su manera de decírselo? ¿De proclamar sus sentimientos hacia ella y su matrimonio?


Abrazándola con fuerza, pronunció su nombre y se durmió. Y en ese instante, Paula comprendió que no tenía elección. 


Amaba a Pedro Alfonso y deseaba ser su esposa para siempre




EL PACTO: CAPITULO 22






Paula no volvió a sacar el tema del matrimonio. Y durante el fin de semana solo se dirigió a él con monosílabos. Ni siquiera lo despidió el lunes por la mañana, cuando él se marchó a trabajar.


Llevaban tres días de un matrimonio que nunca debería haberse producido y que ya era un desastre consumado. A lo largo de la mañana, había estado a punto de llamar a Paula un par de veces, pero había cambiado de idea. De todos modos ¿qué iba a decirle?


Pedro tenía claro que no deseaba divorciarse, pero no estaba preparado para verbalizarlo, ni siquiera a sí mismo. 


Su cerebro no paraba de recordarle que si se divorciaban, ella podría encontrar a otro, y no soportaba la idea de que otro hombre pusiera las manos sobre Paula.


Tampoco estaba preparado para escuchar a Paula hablar de los términos de su matrimonio.


¿Cómo iban a poder mantener una relación normal? Llevaba Alfonso en los genes y, al parecer, eso convertía a los varones en unos descerebrados cuando se topaban con una mujer que los excitaba.


Paula y él no podían permanecer eternamente en el limbo. Iban a tener que hablar de ello tarde o temprano.


En poco menos de treinta minutos, la noticia de que Pedro se había casado y de que su esposa trabajaba en Alfonso, se había extendido por todas partes, como la pólvora.


Lo que nadie tenía por qué saber era que el divorcio planeaba sobre el horizonte.


O quizás no…


Cada vez que le sonaba el teléfono, esperaba que fuera una llamada, o un mensaje, de Paula sugiriendo que comieran juntos.


Pasada la una soltó un juramento. Al menos podía haberse tomado dos minutos para comunicarle que estaba bien. O para contarle lo que había hecho durante la mañana.


Pero no lo hizo. El resto del día intentó no pensar en ella, pero fracasó.


Seguramente seguía dolida, y ser responsable de ello le dolía más que no hablar con ella.


A las cinco y cinco de la tarde, ya no pudo soportar el silencio. Aquello era ridículo. Paula y él iban a seguir casados, al menos, unas cuantas semanas más. No podían seguir así.


Pedro se fue directamente a su casa. Furioso, irrumpió en el loft y la encontró en la entrada.


—Hola —saludó con voz ronca.


Estaba preciosa, y le encantaba la idea de poder regresar a ella. Paula vivía con él porque así lo había elegido. Por qué era tan importante, no lo sabía.


—Hola —contestó ella con frialdad—. Iba a salir. Espero que no te importe.


—Pues resulta que sí me importa —ya bastaba. Pedro la abrazó y vertió toda su frustración en un ardiente beso. No había sido planeado, pero no podía vivir ni un segundo más sin tenerla en sus brazos. Era su esposa, y debía saberlo.


Ella se relajó y le deslizó las manos por los hombros mientras él la empujaba contra la puerta.


¡Cómo la había echado de menos! Solo se habían separado unas cuantas horas, suficiente para aturdirlo. Su sabor lo electrizaba, despertándolo. Quería más. Quería tomarla allí mismo para que no hubiera la menor duda de que le pertenecía.


Paula gimió y sus lenguas se acariciaron mientras él le levantaba la blusa de seda y deslizaba la mano por debajo, hasta el hermoso trasero.


En un abrir y cerrar de ojos, ella se desembarazó de las braguitas. Pedro cerró los ojos y hundió un dedo en el húmedo centro.


La deliciosa sensación se le subió directamente a la cabeza y, antes de darse cuenta, ella le había bajado la cremallera del pantalón, liberándolo con mano temblorosa.


—Ahora, hazme llegar —le ordenó.


Pedro se hundió en su interior con un gruñido y le hizo el amor a su esposa contra la puerta de su hogar. Sin preservativos, sin fingir.


Algo doloroso se le inflamó en el pecho.


Era ella la que lo poseía, no al revés. Desde siempre. Ya era demasiado tarde para fingir que no sentía nada por Paula.


Ella se estremeció cuando el clímax le llegó con tres fuertes embestidas, y él la siguió.


—No voy a pedirte disculpas —juntos se derrumbaron, físicamente incapaces de separarse—. Tenía que tenerte, y no podía esperar.


—Era muy consciente —saciada y radiante, Paula sonrió—. Eres un experto en seducirme.


—Quién ¿yo? Tú eres la que me provoca constantemente —él sonrió encantado.


—Pues siempre eres tú el que empieza.


No era cierto. Ella era la diosa del sexo y lo empujaba a…


Aunque, pensándolo mejor, en el coche, en la mesa, el sábado por la mañana en la cama. Hacía un instante contra la puerta…


—No es que me queje —aclaró ella—, pero, dado que eres incapaz de mantener las manos apartadas de mí, voy a empezar a llevar preservativos siempre encima. Lo último que nos faltaría sería un embarazo accidental para completar nuestro divorcio.


Desde luego, sería la guinda del pastel.


—Te invito a cenar. Basta ya de hablar de divorcio —murmuró Pedro—. Ahora no.


No mientras seguía intentando averiguar cómo había dinamitado Paula sus planes para mantenerse desligado de su esposa.






EL PACTO: CAPITULO 21





Pedro despertó muy consciente de dos cosas: la cortina levantada dejaba entrar mucha luz y Paula estaba en su cama, acurrucada contra él.


Le gustaba que fuera así. El bonito trasero presionaba su erección, que saludó elevándose alegremente.


Eso era malo. Paula había acudido a su cama en medio de la noche en busca de consuelo, no un amante. Habían acordado dormir en habitaciones separadas.


Paula hizo un ruido gutural y arqueó la espalda, al parecer para estirarse. El trasero se frotó contra su entrepierna y el ruido se transformó en un sensual gemido. Después murmuró su nombre y se acurrucó un poco más contra él.


Pedro gruñó. ¿A quién quería engañar? No podía resistirse a ella. Estaba en su cama, acurrucada contra él, y la atrajo hacia sí. Paula se retorció lentamente contra la erección.


El deseo lo urgió a saciar su sed.


—Paula —gruñó. Si no se marchaba en cuatro segundos, tendría que atenerse a las consecuencias.


—¿Sí, cielo?


—Ahora sí que va de sexo.


—Ya te digo.


Y ya no hizo falta decir nada más.


En pocos segundos, el calzoncillo estaba en el suelo y Pedro procedía a desnudar a Paula antes de volver a atraerla hacia sí. Mientras le mordisqueaba el cuello, ella le tomó las manos y las llevó hasta sus pechos. Calientes y firmes, llenaron sus manos y los dedos juguetearon con los pezones.


—Te necesito ahora —murmuró ella con voz ronca. En su cama, en sus brazos, tenía a una diosa. Quería estar dentro de ella, llenándola, dándole placer.


Con un nuevo gruñido, Pedro se giró hacia la mesilla de noche y buscó los preservativos. Sus dedos encontraron uno y, milagrosamente, consiguió colocárselo.


Al instante se hundió en el paraíso. Paula dio un respingo y basculó la cadera para tomarlo más profundamente. El placer del momento casi le hizo llegar.


—Espera —jadeó él.


—No —Paula se apretó contra él con más fuerza—. No puedo esperar. Tócame.


Sin saber cómo aguantar, Pedro le acarició el núcleo en un rápido movimiento circular hasta que la sintió tensarse y la oyó gritar. Las oleadas del fuerte clímax desataron el suyo propio.


Saciado, la abrazó con fuerza, deleitándose con la sensación que inundaba su cuerpo.


—Puedes sufrir una pesadilla cuando quieras —murmuró él.


Paula no respondió, y Pedro temió haber dicho algo inconveniente.


—¿Estás bien?


—¿Qué estamos haciendo? —ella se volvió.


—Me estaba aprovechando del hecho de que es sábado —el lugar de Paula estaba en su cama.


—Pues yo no me metí en tu cama con la intención de seducirte —ella frunció el ceño.


—¿En serio? —Pedro reprimió una sonrisa—. Ya me siento comprometido.


—Deja de tomártelo a broma y escucha. Esto es serio. Estamos casados, vivimos en la misma casa. Anoche dormimos juntos y me consolaste tras una pesadilla. Después nos despertamos y nos regalamos una buena mañana de sexo. ¿Qué parte de este matrimonio es mentira?


—Supongo… —la sonrisa se borró del rostro de Pedro—. Dicho así, ninguna, supongo.


—Eso es. Y no creo que pueda hacerlo de otro modo.


—¿Estás diciendo que quieres que seamos una pareja? —insinuó él con sorprendente calma, pues ya rodaba cuesta abajo y sin frenos.


—¿Eso quieres tú? —Paula lo miraba fijamente.


Pedro esperó la llegada de una sensación de pánico o temor, pero nada sucedió. ¿Por qué no podían vivir un matrimonio al cien por cien, al menos hasta que firmaran los papeles? 


Los beneficios no eran pocos, y cuanto más amorosos aparecieran ante su madre, mejor.


Podría acostarse con Paula todas las noches.


—No es lo que pensé que sucedería —contestó lentamente, eligiendo sus palabras—, pero no estoy en contra, si a ti te parece bien.


Mientras ambos tuvieran claro que ese matrimonio servía a un propósito, todo iría bien. Bajo ninguna circunstancia iba a permitir que interviniera ninguna emoción. De ahí surgían todos los problemas. En cuanto le diera un poco de mano
ancha, o si empezaba a sentir algo por ella, le fastidiaría. Pedro no iba a permitir que una distracción emocional arruinara su empresa.


—Me parece bien —ella sonrió tímidamente—. Pero me asusta.


—¿La idea del matrimonio de verdad? —Pedro se encogió de hombros—. No se diferencia mucho de lo que hemos estado haciendo.


Esa era la clave. Todo debía, y podía, seguir igual. Paula se sentó en la cama y sujetó la sábana contra el pecho, aunque un pezón consiguió asomarse por arriba.


De estar posando para un fotógrafo, no habría conseguido una postura más sensual. Pero Pedro evitó comentarle que, en medio de una discusión tan seria, se había excitado de nuevo.


Pedro, nunca hemos salido juntos. Esto es demasiado real y va demasiado deprisa. ¿No te aterroriza?


—Lo único que me asusta es hacer algo que dé al traste con mis planes de fusión. Mientras no interfieras en eso, no hay problema. Viviremos juntos unas semanas, convenceremos a mi madre para que se jubile y firmaremos los papeles del divorcio.


—¿Y para qué íbamos a querer divorciarnos? —Paula lo miró perpleja.


—Espera un momento —todo el aire se le escapó de los pulmones a Pedro—. ¿Cuándo empezamos a hablar de no divorciarnos?


No podía seguir casado con Paula a largo plazo, haciéndole perder la cabeza por sistema.


—Ese es el quid de esta conversación —ella sacudió la cabeza—. Ninguno de los dos necesita ya el divorcio. Ahora se trata de qué queremos. No ibas a divorciarte de Meiling después de unas cuantas semanas ¿verdad? ¿Por qué es nuestra relación diferente?


—Porque lo es —murmuró él, realmente asustado—. Su cultura no permite el divorcio y los acuerdos de negocio serían, de todos modos, a largo plazo.


En el fondo sabía que no habría podido casarse con Meiling, y se alegraba de no haberlo hecho. Habría tenido el matrimonio imaginado, pero sin ser consciente de lo infeliz que era.


¿Qué le haría feliz? ¿Paula? ¿Cómo saberlo antes de cometer un error que no sería fácil de subsanar? O, peor aún, antes de permitirle la entrada a su corazón y acabar siendo más importante para él que Empresas Alfonso.


Debería decirle a Paula lo que quería oír para conservarla a su lado. Necesitaba permanecer casado. Lo que acababa de sugerirle encajaba a la perfección con sus planes.


—Meiling y tú sois diferentes. Y punto —¿por qué no accedía y luego ya se ocuparía de las repercusiones?


—De modo que te parece bien conseguir tu puesto de director ejecutivo con falsos pretextos para luego explicarle a tu madre, a los pocos días, que te divorcias. Ella te va a dar ese puesto, de buena fe —ella lo censuró con la mirada—. ¿Es esa la clase de hombre que quieres que crea que eres?


«No», quiso gritar Pedro. Pero era incapaz de hablar, de pensar. La pregunta era demasiado enorme para contestarla, y para no contestarla.


—De modo que mientras te resulte útil, se me permite quedarme y dormir en tu cama —el rostro de Paula reflejaba la desilusión que sentía—. Todo esto va de cómo afecta el matrimonio a tus planes de fusión. Si dejo de serte útil, me cortas el cuello.


Pedro sintió una punzada en el pecho. Paula deseaba que el matrimonio fuera real en todos los sentidos, emocional y físicamente. Y él empezaba a sentir cosas que no podrían conducir a nada bueno.


—¿Qué más esperabas de nuestro matrimonio? —el dolor en el pecho se intensificó. Debía centrarse únicamente en el aspecto comercial.


—Nada más —Paula desvió la mirada—. Así es estupendo. Me alegra haber hablado. Cuando decidas qué hacer con nosotros, házmelo saber. Voy a ducharme.


Sin decir una palabra, Pedro la vio abandonar la cama. 


Sabía que la había disgustado, pero era incapaz de solucionarlo. Y eso dolía. ¿Iba Paula a abandonarlo? La idea lo asustaba más que la de permanecer casados para siempre.


Sí. Desde luego aquello era un matrimonio de verdad, para bien o para mal.