martes, 8 de enero de 2019

AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 20




Los fantasmas parecían haber cobrado fuerza aquella noche, hacían crujir los suelos de madera y gemían con el viento que azotaba el dormitorio de Paula.


Paula sabía que era una locura, pero aunque los espíritus estuvieran sólo en su imaginación, le gustaba pensar que estaban allí. Eran un vínculo con el pasado. Le proporcionaban una sensación de continuidad que amortiguaba la soledad de una vida sin raíces.


La habían llevado al Hogar de Niñas Grace cuando tenía siete años. Allí la habían tratado bien, pero que a alguien lo trataran bien no era lo mismo que formar parte de una familia. No tenía un solo recuerdo de su vida anterior. Pero para cuando la habían llevado allí, las pesadillas ya la perseguían por las noches.


Una iglesia. Escaleras oscuras que conducían a un sótano. El miedo a caer en el infierno y a no poder salir nunca más de allí. Y el llanto de un niño.


Probablemente, ella misma había encerrado sus recuerdos, le había explicado un psicólogo en una ocasión. Y si así era, esperaba que permanecieran encerrados para siempre.


Y para añadir algo más a la lista de cosas que debía olvidar, tenía las dos mujeres asesinadas y una galleta metida dentro de una bolsa blanca. 


Se estremeció al pensar en la nota que le habían dejado. Habían pasado sólo unas horas desde que la había encontrado en la puerta de su casa, pero eran muchas las cosas que habían sucedido desde entonces.


El asesinato.


Y la sorpresa de la noche. El beso de Pedro.


No había estado nada mal. Al contrario, le había gustado mucho. Paula se preguntó qué habría pasado si Pedro no se hubiera apartado. 


Seguramente ella misma lo habría detenido antes de que las cosas fueran demasiado lejos… ¿O habrían terminado en la cama? 


Sinceramente, no lo sabía.


Paula cerró los ojos y comenzó a contar hacia atrás a partir de cien, como hacía siempre que tenía problemas para dormir. Pero para cuando llegó al setenta y siete, se sumió en un agitado sueño.


Las imágenes se deslizaban en su mente. Los labios de Pedro sobre los suyos, sus manos acariciando su pelo. De pronto, se desvanecía la imagen de Pedro y veía una galleta frente a ella, junto a un cadáver sanguinolento.


Paula retrocedía a través del espacio y el tiempo hasta convertirse en una niña que reía agarrada de la mano de sus amigas. Pero hacía frío.


Y entonces empezó a llorar un bebé.


Paula se despertó sobresaltada, atragantada por un pánico ya familiar. Se levantó de la cama, se puso las zapatillas y se dirigió hacia la cocina a buscar un vaso de agua.


Su dormitorio estaba en el piso de abajo, al final del pasillo. Pasó corriendo por delante de la puerta del sótano, la única parte de la casa que no le gustaba. Su intención era ir a beber agua, pero se detuvo a los pies de la escalera. Toda la casa rezumaba la esencia de los Billingham, pero sus espíritus parecían estar más presentes en el segundo piso.


Paula subió los escalones lentamente. El reloj de pared dio las tres.


Era demasiado pronto para empezar el día, pero Paula no quería volver a su dormitorio, de modo que se acurrucó en el viejo sofá y se tapó con una manta. Y durmió hasta la mañana siguiente.



AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 19



Pedro se sentó tras el volante de su coche y tras hablar un momento con el policía que estaba a cargo de la vigilancia, se dirigió hacia el parque Cedar. Quería verlo vacío, tal y como probablemente se lo había encontrado el asesino.


Aparcó en la puerta, pero no salió del coche. El parque no estaba iluminado, pero la noche era clara y la luz de la luna era más que suficiente.


Esperaba que la víctima hubiera podido ser identificada al día siguiente. Después, tendrían que asumir la triste tarea de comunicarle la noticia a la familia.


Eran pocas las cosas que podía decir sobre la vida de la última víctima, pero no iba a buscar indicios de culpabilidad entre los miembros de la familia. Aunque no podía estar seguro, era altamente probable que el crimen hubiera sido cometido por el mismo hombre que había matado a Sally Martin. Un asesino cruel y sin conciencia.


El mismo tipo de hombre que había matado a Natalia.


El corazón se le encogió como si alguien se lo estuviera apretando con fuerza. Se suponía que el tiempo curaba las heridas, o por lo menos eso le había dicho el psiquiatra de San Antonio al que le había hecho ir su jefe antes de trasladarlo a Georgia. Pero habían pasado siete años y nada había amortiguado ni el recuerdo ni el dolor.


Habría sido diferente si hubiera podido cerrar de alguna manera aquel caso. No habían atrapado al hombre que había matado a Natalia, aunque Pedro había estado tan obsesionado con encontrarlo que había perdido su trabajo. Pero ni siquiera eso lo había detenido.


Sin embargo, al darse cuenta de que se estaba convirtiendo en un alcohólico amargado, como lo había sido aquel padrastro al que tanto había odiado, había cambiado de actitud y había conseguido un puesto en el departamento de policía de Prentice, gracias a la recomendación de su antiguo supervisor. Probablemente, Tony Sistrunk le había salvado la vida.


Pedro había recorrido un largo camino desde entonces. Pero aquellas dos muertes habían vuelto a removerle todo. Habían muerto dos mujeres de forma completamente inútil, y por si eso no fuera suficiente, aquel asesino se había encaprichado de Paula Chaves, una mujer que había conseguido metérsele a Pedro bajo la piel como no lo había hecho ninguna otra en muchos años.


Pedro se alejó de la casa, llevándose con él a Natalia , el dolor de su pérdida y su obsesión por un asesino. Y con el sabor de una atractiva y sensual periodista pegado a los labios.



AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 18




Pedro se estrechaba contra Paula al tiempo que reclamaba su boca. Paula se consumía en aquel beso con un deseo tan cálido y apasionado que lo interrumpió aterrorizada. Había sido un beso repentino, inesperado, pero se había entregado tan completamente a él que cuando Pedro se apartó de ella estaba temblando.


—No pretendía hacer eso.


Paula retrocedió y contuvo la respiración mientras se alisaba la sudadera.


—Bueno, no ha sido nada —mintió, con el corazón todavía palpitante—. No tienes por qué disculparte.


—No siento haberte besado. Simplemente, no había planeado que esto ocurriera. Por lo menos no así.


Paula no tenía la menor idea de a qué podía referirse. ¿Era el momento o la intensidad lo que no había esperado? ¿O quizá fuera su respuesta? No importaba. La cuestión era que sus propios sentimientos habían cambiado bruscamente y se sentía muy torpe después de haberlo besado. Se suponía que los besos no tenían que ser analizados como las pruebas del escenario de un crimen.


—Creo que deberías marcharte —le dijo—. Todavía tengo que escribir un artículo para mañana.


—Claro. Tienes que mantener informado al público.


Paula se inclinó hacia delante y sopló para apagar la vela que había colocado en el centro de la mesa. Después, comenzó a recoger los platos.


—Te ayudaré a fregar los platos —se ofreció Pedro.


—No. Esta noche sólo los enjuagaré.


No quería que la ayudara. No quería acercarse otra vez a él. Tenía los sentimientos en carne viva, y si volvía a besarla, aquello se le podía ir de las manos.


Pedro retiró las copas y la siguió a la cocina.


—¿Qué clase de cerraduras tienes en puertas y ventanas?


Había vuelto a adoptar su tono más profesional. 


De la pasión al trabajo en menos de lo que había tardado el corazón de Paula en detenerse.


—Los de las puertas exteriores van todos con llave. Y los de las ventanas son normales. Hice que los revisaran todos antes de mudarme a esta casa.


—¿Y ahora están todos cerrados?


—Los tengo siempre cerrados, excepto cuando abro las ventanas para ventilar.


La preocupación de Pedro encendió nuevamente el pánico de Paula.


—¿Crees que el asesino podría estar considerándome como una de sus próximas víctimas, verdad?


Pedro se apoyó contra el mostrador y la miró fijamente.


—No puedo leerle el pensamiento a ese tipo, Paula. Lo único que sé es lo que he visto en las notas que te ha dejado, y ésa es razón suficiente para que no quiera que corras riesgos con tu vida.


—Pero hablas, como si la nota y la galleta formaran parte de alguna especie de juego sexual. Y no es así como funciona esto. Las otras mujeres no tuvieron ningún tipo de historia con él.


—Que nosotros sepamos. Las muertas no hablan.


Paula no había pensado en ello. Al oírlo, se le cayeron los tenedores de las manos, chocando ruidosamente contra el fondo del fregadero.


—He enviado a un policía a vigilar tu casa por las noches hasta que hayamos atrapado a ese tipo. No estará aparcado siempre en el mismo lugar, pero no se moverá de los alrededores de tu casa. Si surge algún problema, cualquiera, incluso si oyes un ruido que no te resulta familiar, llama al novecientos uno. El policía de guardia te atenderá al instante. Y ahora, yo tengo que irme y tú tienes que escribir tu artículo.


Así era Pedro. Duro y protector al mismo tiempo. Apasionado y frío. Sensual y distante, como si se escondiera tras una barrera invisible que sólo apartaba cuando Paula se acercaba a él.


—Sí, será mejor que te vayas antes de que el policía que va a vigilar mi casa vea tu coche y se pregunte qué estás haciendo aquí.


—Probablemente ya se lo está preguntando —respondió Pedro, con una sonrisa.


Paula lo acompañó hasta la puerta.


—Sí. Ahí está.


La periodista escrutó la calle con la mirada y vio un coche aparcado bajo las ramas de un magnolio. Suspiró aliviada.


—Gracias, detective.


—De nada, periodista.


Durante una décima de segundo, Paula pensó que iba a besarla, pero Pedro se volvió y se alejó caminando a paso firme