jueves, 30 de abril de 2015

REGRESA A MI: CAPITULO 12




Paula salió del trabajo sin despedirse de nadie. Esa semana le tocaba turno de tarde.


La oscuridad del invierno se había cernido ya sobre la ciudad.


Estaba deseando ver a Pedro. Si se apresuraba podía llegar un poco antes de la cena de Camila y pasar un rato a solas. 


Se dijo que tendrían que arreglar su relación de una vez por todas. Estaba harta de subir escaleras a hurtadillas, como una ladrona, para que nadie la descubriera.


Caminaba despistada, con una sonrisa tonta dibujada en el rostro, abstraída en su paraíso particular. Podía ya sentir en sus labios los besos tiernos, embriagadores, de la bienvenida y oír sus palabras, murmuradas al oído con voz ronca de deseo, relatando de forma lenta y pormenorizada todas las cosas que iban a hacer en ese escaso tiempo que robaban para ellos. Después, ella bajaría a su apartamento para ocuparse de sus obligaciones de madre. Él lo haría más tarde, con el aroma fresco de la ducha en su piel.


Pero antes, manos febriles la habrían desnudado. Sus cuerpos, libres de trabas, se habrían unido y habrían corrido desbocados, hasta alcanzar la consecución del placer, tanto tiempo ansiado…


-¡Paupy! ¡Paupy!


Solo un hombre la llamaba de esa manera porque le parecía que sonaba más sofisticado que el tan corriente Paula. Se volvió y esperó.


—¡Carlos! ¡Cuánto tiempo! —exclamó con alegría, aunque un poco molesta porque el hombre hubiera interrumpido sus pensamientos.


Carlos Bouza la miró herido.


—No será por mi culpa, Paupy. No contestas a mis llamadas, me eludes. Solo tienes ojos para ese poli con el que tú y tu hija están a todas horas. Buscas disculpas para no quedar conmigo.


Ella le miró con sorpresa, extrañada de que conociera la relación que mantenía con Pedro, y su oficio. No le pasó desapercibido el deje de desprecio al nombrarlo. Carlos Bouza era un insufrible metomentodo.


—Ya sabes que salgo con prisa del trabajo para no retrasar a Daria. Ahora oscurece pronto y ella tiene un largo trayecto hasta su casa —comentó, molesta por tener que dar tantas explicaciones.


—¿Daria? Vamos, Paupy no pensarás que en tan poco tiempo me he convertido en un estúpido. Es una disculpa un poco absurda, ¿no crees?


—¡Carlos! Pero qué dices. Eres uno de mis mejores amigos, ¿por qué habría de pensar eso de ti? Podemos vernos cuando quieras.


El rostro de Carlos se tornó en un rictus de rabia que transformó su habitual expresión apacible. Paula tuvo miedo. Esa era su verdadera cara. La que Lourdes se empeñaba en mostrarle. Su amistad hacia él, la había cegado.


—No soy tu amigo, Paula. Jamás lo fui. Te deseo hasta la desesperación. Quiero poseer tu cuerpo, tenerte en mi cama y en mi casa. Estaba dispuesto a todo. A darte la mejor vida, para que no tuvieras que trabajar más. ¿Y cómo me lo agradeces? Te alejas, sin interesarte por mis necesidades. He tenido mucha paciencia, porque pensé que al final lo lograría. Estoy harto de cargar con tu entrometida hija y de soportar los insultos velados del inútil de tu hermano. ¿Y todo para qué?


—No creo que debas insultar a mi familia, Carlos. Siempre creí que…


Paula se quedó pálida, incapaz de entender la furia del hombre.


—¿Creíste qué, Paula? —Preguntó lleno de odio, al tiempo que la sujetaba por los hombros y la zarandeaba—. He esperado, y solo para ver cómo te convertías en la zorra de un delincuente. ¿Te acuestas con él, Paula? Dime, ¿te acuestas con él? Porque yo no era lo bastante bueno para ti, ¿verdad? Ya veo que eres de esas a las que les ponen los
tipos duros.


Ella vio el estupor pintado en las caras de las personas que procuraban sortearles.


Se revolvió y logró desasirse. Estaba espantada por su furor, por la mueca horrenda que distorsionaba el rostro de quien había considerado su amigo. Nunca imaginó esos celos enfermizos que ella jamás había alimentado.


—Me temo que eso no es asunto tuyo —respondió con frialdad— Y te exijo que retires esas palabras. Pedro no es ningún delincuente.


La risa del hombre se llenó de ferocidad. En su rostro apareció una sonrisa siniestra.


A Paula, en medio de su estupefacción, le recordó a Joker, la encarnación demente del mal, en pugna continua contra Batman.


—¿Acaso tu guardián de la ley no te ha hablado de su pasado? ¿No te ha contado el tiempo que pasó en prisión por matar a un hombre?


Paula le contempló con ojos vacíos de expresión. Fue incapaz de articular una palabra en defensa del hombre amado. No le preocupaba el tono hiriente, sino el contenido del mensaje. La burbuja de felicidad en la que había estado viviendo se desinfló en un segundo por el alfilerazo cruel de la verdad. La sospecha insidiosa al fin había adquirido forma definida.


Siempre había sabido que Pedro ocultaba un hecho terrible de su pasado. Ella había preferido esconder la cabeza bajo el ala, antes de enfrentarse a la realidad. Ya lo había perdido una vez por ese silencio pertinaz. Por nada quería revivir la negrura infinita de su ausencia.


—Paula, es un error pensar en el pasado. Deja que descanse en paz. Pensemos en el futuro. Ahora empieza la vida de los tres. Juntos.


Era la respuesta evasiva a sus preguntas. Su empeño por no hablar de su vida anterior, el secretismo acerca de sus orígenes, de su infancia y adolescencia, había cobrado sentido pleno en ese momento.


—No puede ser —se rebeló cargada de rabia y frustración—. No sabes de qué hablas... no puede haber asesinado a nadie.


—Paula, deja de vivir en el Reino de Fantasía. Eres una soñadora que confías en todos. Despierta, ponte en el mundo real.


—¿De… de dónde has sacado semejante historia? Pedro es un policía, un buen policía.


—Conozco a mucha gente. He investigado —respondió ufano de su logro, con ese aire de suficiencia que a ella la enfermaba.


Bouza la miró. Le gustaba verla derrumbada, con el rostro ceniciento y la expresión despavorida. A su merced. Allí estaría él para consolarla.


Sus ojillos astutos, empequeñecidos, le parecieron los de un halcón dispuesto a arrancar las entrañas a algún tierno animal. No pudo contener la exclamación de dolor. Se estaba ahogando.


—Ya sabía yo que tenía que estar a tu lado para cuidarte y protegerte. Te dejas guiar por un cualquiera que te cuenta cuatro cosas y así te va…


Paula le dio la espalda, dispuesta a marcharse. Quería alejarse cuanto antes. Aquel tono condescendiente la ponía enferma. Él no se lo permitió.


La sujetó por un brazo y la volvió de forma brusca. La arrimó contra su pecho, restándole con su abrazo las pocas fuerzas que le quedaban. Tomó su boca al asalto con violencia, con un ardor dominante y maligno.


Paula se revolvió feroz. Le mordió el labio inferior de él. Se desasió. Quería huir de esa pasión enfermiza, que la asustaba y repugnaba a un tiempo. Lo empujó con fuerza, y echó a correr, Gran Vía arriba, en dirección a su casa.


—¡Paupy! ¡Paupy! ¡Pauuuuulaaaaa! No escapes de mí. Yo te protegeré.


Ella no podía escucharle. En sus mente sólo estaba Pedro


Pedro y sus mentiras.


Pedro y sus Secretos.


No supo cómo llegó. Apenas tenía aliento después de la carrera. Notaba el sudor mezclado con las lágrimas que corrían por sus mejillas.


Hasta que tocó el timbre aún tenía esperanza de que las palabras que había escuchado fueran producto de la maledicencia de Carlos Bouza.


Pedro extendió los brazos para recibirla, y en ese gesto ella vio las alas de un ángel negro.


La sonrisa carnal con que la recibía a diario, murió en sus labios. Paula estaba pálida, desencajada, con la mirada perdida. En medio de su amargura, pensó que algún alma caritativa le había contado la película de su pasado.


—Paula… —logró pronunciar su nombre mientras sus brazos caían derrotados a los lados de su cuerpo.


—¿Por qué…? ¿Por qué, Pedro? ¿Por qué no has confiado en mí?


Él guardó silencio. La culpa y el dolor estaban impresos en su mirada.


Paula le contempló espantada. Retrocedió. Le dejó solo, con la mano extendida. El aire malsano entre los dos, se le escurrió por entre los dedos.


Una semana después, en la cabeza de Paula seguía resonando el golpe de la puerta, antes de refugiarse en la paz de su hogar.


Desde entonces, no lo había vuelto a ver.




REGRESA A MI: CAPITULO 11





Esperó en el Coral frente a otro café. El curto o el quinto del día, ya ni se acordaba.


En cuanto vio a Paula, salió a su encuentro y la acogió entre sus brazos, con fuerza y delicadeza, sin importarle las miradas curiosas del público. Se besaron con recato. No era el momento de introducir su lengua en su boca y hacer un pase erótico en plena cafetería.


Paula se apartó de él confusa.


Pedro la observó con todo el amor reflejado en sus ojos. 


Estaba preciosa, con el pelo recortado en puntas brillantes y el ligero maquillaje rosado que cubría su tez. Le sentaba bien hasta el uniforme.


—¿Mala noche?


—Pssss!!!


Le pareció que ella arrugaba un poco la naricilla respingona.


—Eres un hombre hermético, Pedro, incapaz de decir lo que sientes.


Pedro enrojeció por la riña sutil. Le costaba hablar de sus cosas. Ella no debía conocer la mierda en la que se enfangaba cada día. La muerte, la violencia, la bajeza en la que caían los seres humanos. Ni su lucha interior para no volver a caer en ese submundo del que tanto le había costado salir.


Paula era extrovertida. Enseguida contaba los pormenores de la jornada. Perecía una locutora que radiara un partido de fútbol. A él no le importaba su charla, por intrascendente
que fuera. Disfrutaba oyéndola.


—Sí, mala noche —confesó al fin. Ella descubrió tristeza e impotencia en el fondo de sus pupilas—. Tres demasiado jóvenes, en edad de cárcel.


—El periódico trae la noticia. Así que los llamaron a Ustedes.


—Hubo una muerte. Uno de ellos se descompuso ante el horror de lo que le esperaba. Pero eso no le contuvo antes. A esa edad son incapaces de pensar en las consecuencias de sus actos. Creen que el mundo les pertenece. Después tienen que cargar toda la vida con la culpa.


Paula tuvo la sensación de que no estaba hablando de los jóvenes de esa noche, sino de él mismo. Le pareció detectar en sus palabras, un dolor lacerante. Por primera vez dejaba un resquicio abierto en su dura armadura.


—¿Es esa la barrera que pones antes nosotros? ¿Tu adolescencia?


Ella hablaba casi un susurro, con la mirada puesta en él, llena de amor, de comprensión. No era el momento para las confidencias. Estaban en un lugar público, rodeados de gente que tomaba apresurada el tentempié de la mañana. 


Se prometió a sí mismo que lo haría en cuanto tuviera la menor oportunidad. Desnudaría su alma. Ella tenía derecho a saber. Y a decidir qué quería después. Se estaba comportando de forma cobarde. La duda terminaría por corroer su relación.


El miedo a perderla le atacó de golpe. Un acuchillada en el costado.


Su rostro se endureció. Volvía a ser el hombre hermético de siempre.


—A esa edad todos cometemos estupideces —respondió—. Yo no fui mejor que los demás. Era un gamberro a quien nadie podía controlar.


Rió para quitar hierro a sus palabras. Antes de bajar los ojos, 


Paula pudo detectar la mirada de animal acorralado.


Tomó sus manos entre las suyas. La acarició, intentado transmitirle en ese sencillo gesto todo su amor.


—Pero ya no lo eres, Pedro. Eres un hombre excelente. Tengo que volver —dijo Paula mirando las manecillas de reloj en su carrera veloz hacia la despedida—. Es un cuarto de hora, no toda la mañana..


Sonó el móvil. Ella miró el número. Carlos otra vez. Seguro que quería acompañarla a tomar un café. Lo apagó sin contestar. Un día tendría que llamarle y explicarle que estaba saliendo con una persona. Pero no en ese momento.


Pedro no preguntó. Sus ojos sagaces habían visto el nombre. Sabía por Juan quién era ese individuo y lo poco que le gustaba. Él se fiaba de su amigo. Así que tampoco iba a ser fan de esa especie de figurín de moda que perseguía a Paula a todas horas.


Ella se levantó; también Pedro.


—¿Nos vemos después?


La pregunta fue hecha con temor.


—Termino a las tres. Puedes comer en casa si quieres. Daria habrá preparado comida suficiente. Cree que aún está en los años de escasez.


Los dos se sonrieron comprensivos recordando las peculiaridades de la ucraniana.


—Me parece que ha pasado más hambre que Pongo, que ya es decir. Iré a recoger a Camila a las dos y media al autobús y la llevaré a casa.


Paula asintió. Sabía la ilusión que le haría a la niña.


Pedro volvió a cogerla entre sus brazos. No había dicha mayor que tenerla cobijada entre ellos, apoyada en su pecho, sintiendo latir su corazón contra el suyo. Depositó un suave beso en la comisura de su boca. El pintalabios de Paula le supo al mismo tono de color que llevaba. A las cerezas carnosas del verano.


Ella se apartó de él y miró a su alrededor. Algún curioso les observaba divertido. A él le encanto ver el sonrojo que se colaba por encima del maquillaje de ella, queriendo salir con fuerza a la superficie.


Volvió a tomarla y la besó con fuerza. Le dolía verla marchar. 


La echaba ya de menos.


Paula se apartó con renuencia.


—¡Ah! Y nada de dulces antes de comer.


Pedro rió con ganas. Se sentía el hombre más feliz del mundo. Tenía una familia.


Su rostro se ensombreció de golpe.


Para conservarla, él debía sacar a la luz secretos inconfesables de su pasado. Temía el momento en que eso ocurriera. Los ojos de Paula se apagarían para él. Dos estrellas sin luz. La angustia le llevaba a la desesperación más profunda. Quería conservar lo que tenía a toda costa.


La dureza se marcó a cincel en su rostro. El camarero que se había acercado a cobrarle dio un paso atrás. Aquel individuo tan cariñoso con su mujer le parecía ahora un hombre oscuro, peligroso.


Le observó con detenimiento mientras contaba las monedas. 


Sus ojos eran un pozo de oscuridad, quizás reflejaran su propia vida.


Ambos se despidieron sin hablar, con un simple gesto de la cabeza.


El camarero soltó el aire. No se había dado cuenta de que lo tenía retenido.






REGRESA A MI: CAPITULO 10





El periódico local daba cuenta de la noticia a grandes titulares. Tres jóvenes habían matado la tarde anterior a un joyero para llevarse un botín. Les habían pescado al caer la noche, en un control, cuando estaban a punto de cruzar la frontera a Portugal.


Pedro había llevado el interrogatorio, por lo que había pasado la noche en Comisaría, viéndoles derrumbarse y acusarse los unos a los otros.


Al salir por la mañana, después de cumplir todas las diligencias, estaba tan cansado que ni le apetecía ir a su solitaria casa. Sus vagabundeos le llevaron a la Estación de Ría. Estuvo un rato acodado en la valla para ver zarpar el barco hacia Cangas, el mismo catamarán en el que Javier Barden pasaba “los lunes al sol”. Pensó en los tres chicos que habían apresado, en el vuelco de sus respectivas existencias. Y en la suya propia. La suerte le había salvado de un destino semejante. Aún así aún guardaba demasiada oscuridad.


El sol apenas calentaba. Se filtraba a través de la cortina neblinosa. Esperó hasta que el barco se alejó de la dársena, para iniciar su andadura por el paseo nuevo. Al llegar al rehabilitado Tinglado del Puerto, consultó el reloj.


A esas horas Paula estaría ya en el trabajo.


Sacó el móvil y marcó el número.


—Hola, Pedro.


Respiró tranquilo. La voz de ella sonaba alegre.


—¿Puedo verte un momento?


—Te llamo.


Colgó de golpe. Pedro volvió a sentir la absurda idea de que lo estaba apartando de su vida. Ella estaba trabajando, se dijo, con una de esas mujeres maduras que compraban cremas hidratantes carísimas con la esperanza de retrasar la vejez por tiempo indefinido. A él le parecía absurdo. Los años pasaban, se quisiera o no. Y dejaban huella, alguna muy profunda. Claro que él no era mujer y no pensaba echarse ningún potingue extraño. Él solo quería pasar el resto de su existencia con Paula, oler cada mañana su aroma a mujer, ver como iban a pareciendo sus arrugas.


Siguió andando hasta el puerto pesquero. Se sentó en la terraza de Las Almas perdidas. Como la suya. Pidió un desayuno. Ojeó el Faro de Vigo mientras engullía un bocata de jamón acompañado de un café. Pasó por alto la comidilla del día. Tenían carnaza abundante. Uno de los chicos era de familia conocida. Volvió el periódico y empezó a ojearlo por la contraportada. Le interesaban más los deportes. Fútbol y campeonatos de motos.


Apenas dejó que el teléfono diera un par de timbrazos.


—Salgo a las once a tomar un café. ¿Es muy tarde para ti? Ya me he enterado. Aquí no se habla de otra cosa. No habrás dormido y…


—Allí estaré.


Colgó de golpe. Verla le tranquilizaba. Tal vez no pudieran tener una vida juntos, pero él no pensaba desaprovechar cada momento que pudiera estar con ella. Con las dos. A última hora iría a recoger a Camila en el cole y se la llevaría a casa. Mientras, la rusa podía jugar tan tranquila con los cacharros de cocina. Él pensaba disfrutar de la charla locuaz de la niña, de su inquietud y alegría. Tal vez, fuera a buscar antes a Pongo. Camila se pondría muy contenta.