viernes, 27 de julio de 2018

CONVIVENCIA: CAPITULO FINAL




Pedro regresó muy poco tiempo después con Sol.


—Me alegro de que ya no te duela —le dijo la niña a su hermanito—. Tenemos una sorpresa muy grande para ti, solo que no podemos comprarla hasta que tú vengas a casa porque Pedro dice… Octavio, despierta. Quiero decirte…


—Espera, Sol —dijo Paula—. Octavio necesita descansar. La próxima vez que vengas, estará despierto y podrás contarle tu sorpresa. Acaba de tomar un sedante —añadió, refiriéndose a Pedro.


—Entonces, es mejor que lo dejemos dormir, Sol. Así se pondrá bueno antes.


Pedro tardó en convencerla, pero cuando le mencionó el Hamburger Circus, la niña estuvo dispuesta a marcharse enseguida.


—Creo que las enfermeras se pueden ocupar de Octavio —le dijo a Paula—. Sé que estás cansada. Vinimos en un taxi, así que yo podría llevarte a casa en tu coche… —añadió. Ella deseó que no fuera tan amable. Necesitaba estar sola—. Prometí a Sol llevarla a comer. Y tú no desayunaste mucho. ¿Crees que podrás soportar el Hamburger Circus? ¿Es muy ruidoso?


—Está bien —replicó Paula. Con el ruido no podría pensar.


Sin embargo, no fue así. ¿Cómo iba a poder evitar pensar en él, cuando lo tenía delante, con aquellos ojos oscuros tan alegres mientras bromeaba con Sol? Se le daban bien los niños. 


Ellos lo echarían de menos.


Y ella también. Su voz, su risa, el contacto de sus brazos, sus labios… ¡Aquello era ridículo! ¿Cómo podía pensar aquellas cosas de un hombre que solo conocía desde hacía tres meses? ¡No podía estar enamorada de él!


—Paula, ¿quieres que te cuente la sorpresa de Octavio? —preguntó Sol, mientras daba un mordisco a la hamburguesa.


—Claro —respondió ella, limpiándole la cara a la niña con la servilleta.


—También es para mí, pero no es una sorpresa por que yo ya lo sé. Vamos a comprar un perro.


—¿Un perro?


—Sí. Pedro dijo que podríamos comprar uno en cuanto nos asentáramos y ahora ya estamos asentados y vamos a comprarlo cuando Octavio se ponga bien para que él nos pueda ayudar a escogerlo.


¿Asentados? ¿Sería posible que les hubieran encontrado otra familia antes de que ella le hubiera contado sus planes? Paula interrogó a Pedro con la mirada. Él fue a hablar, pero Sol no había acabado.


Pedro dice que estamos muy, pero que muy asentados donde estamos, ¿verdad, Pedro?


—Verdad, señorita Charlatana —respondió él, levantándose para ir a pagar la cuenta.


Sol siguió hablando sobre el perro que comprarían, pero Paula no la escuchaba. Pedro y Catalina Lawson se iban a quedar con los niños, compartirían con ellos el hogar que ella había construido… Trató de contener las lágrimas.


¿Cómo era posible que tuviera aquellos sentimientos por un hombre que estaba enamorado de otra mujer? Además, ¿qué le hacía pensar que Catalina no le haría feliz? ¡Con él no era un iceberg! Pedro era un hombre hecho y derecho y sabía cuidarse solo… Pero, ¿y los niños? Incluso en aquellos momentos recordaba las palabras de Catalina. «Esos niños no han sido más que una carga…». ¡Aquella mujer se iba a quedar con sus hijos! ¡Nunca! ¡Tenía que convencer a Pedro de que era mejor que se quedaran con ella! Miró el reloj. Tenía que decírselo rápidamente, antes de que se marchara en el vuelo de las seis y diez con Catalina.


Eran las dos y media. Pedro tenía que llevarlas a casa, recoger a Catalina e ir al aeropuerto. No tenía mucho tiempo para hablar con él a solas. 


No quería hacerlo delante de la niña.


Mientras volvían al coche, Paula se dio cuenta de que él no parecía tener prisa. Incluso se detuvo en el parque.


—Le prometí a Sol que podría darle lo que no se ha comido de la hamburguesa a los patos —explicó, mientras la niña se dirigía al lago.


—Tengo que hablar contigo mientras tenemos un poco de tiempo.


—Claro. Yo también quiero hablar contigo, pero tenemos mucho tiempo.


—No queda mucho antes de que te marches.


—¿Marcharme?


—Esta noche. Ella dijo que os marcharíais en el vuelo de las seis y diez.


—Lo dijo ella. Si no te hubieras marchado tan de repente, sabrías que no tengo intención alguna de arreglar las cosas con su padre. Lawson y yo seguimos caminos completamente opuestos.


—Oh…


—De hecho, voy a cortar con todo lo que me une a Lawson. Voy a volver a trabajar solo. Varios de mis antiguos clientes están deseando contar con mis servicios.


—Oh… ¿Has hablado con la señorita Lawson sobre tus planes para adoptar a los niños?


—Claro. Le dije que dejara de buscar familias. No se puede juzgar a la gente solo por una entrevista… Además, Kathy me los confió para que les diera un hogar… ¿Qué diablos estoy diciendo? La verdad es que me he acostumbrado a ellos. Me gusta tenerlos cerca…


—No era eso a lo que me refería. La señorita Lawson… si te vas a casar con ella…


—¿Cómo? ¿Qué te ha hecho pensar eso?


—Ella… —dijo Paula, recordando las palabras de Julieta. «Algunas mujeres dan la vuelta a lo que dicen para que se convierta en lo que ellas desean»—. Tal vez… tal vez lo entendí mal…


—¡Eso seguro! No tengo, ni he tenido nunca, planes de casarme con Catalina. Si pensaste que…


Sin embargo, Paula ya no le escuchaba. Estaba demasiado ocupada intentando controlar los latidos descontrolados de su corazón. ¡Pedro no se iba a casar con Catalina! De repente, notó que él la había agarrado por los hombros.


—Respóndeme…


—No… no te he oído. ¿Qué has dicho?


—Te preguntaba si te había molestado.


—¿Qué?


—Tu impresión errónea de que yo me iba a casar con Catalina.


—No, claro que no —respondió ella, sonrojándose—. Solo pensé que…


Paula deseó con todo su corazón que él la soltara. No podía mirarlo…



—Los niños… Si no te vas a casar…


—Yo no he dicho que no pensara casarme. Estaba pensado en consolidarme —replicó él, estrechándola entre sus brazos.



—¿Consolidarte?


—Tú me diste la idea. Pensé que podría contratar a alguien que pudiera funcionar de diversas maneras.


—¿Cómo?


—Sí. Socia en los negocios —susurró, rozándole suavemente los labios con los suyos—. Ama de llaves —añadió. Otro beso—. Madre —continuó. Aquella vez le acarició los labios con la lengua—. ¿Esposa?


Aquello era una pregunta y Paula quería lanzar al viento su sí. No pudo. Solo pudo aferrarse a él, al maravilloso sentimiento de sentir la boca de Pedro sobre la suya, a las ardientes sensaciones que le recorrían el cuerpo.


—¿Podemos ir a por más pan? Los patos tienen todavía hambre.


Paula dio un paso atrás y miró a Sol, que le estaba tirando de la camisa. Deseó que la niña estuviera a miles de kilómetros de ella, que Pedro y ella estuvieran solos, y no en un parque público. Deseó…


¿En qué diablos estaba pensando? ¿Qué clase de madre iba a ser?


—Tal vez otro día. Hoy no —le respondió a la niña—. Tenemos demasiado que hacer.


¿Qué tenían que hacer? A Paula no se le ocurría nada. Entonces, tomó a Sol de la mano y empezó a volver al coche.


—No me has respondido. —Dijo Pedro, agarrando a la niña de la otra mano—. ¿Quieres el trabajo?


—No has mencionado la compensación.


—¡Cómo se me ha podido olvidar un tema tan importante! Bueno, ¿quieres que negociemos?


—Tal vez. ¿Qué me ofreces?


—¿Qué te parecen todas mis posesiones terrenales, todo el amor de mi corazón, olvidándome de las demás mujeres…? Bueno, ese tipo de cosas.


—Me parece adecuado —respondió ella, manteniendo un tono de voz casual, a pesar del nudo que se le había formado en la garganta—. Pero es una carga muy pesada. ¿Tendré tiempo para realizar todas mis responsabilidades?


—Habrá tiempo para todo —prometió Pedro—. Confía en mí…


Y Paula sabía que podía hacerlo. Su confianza en él estaba basada en el amor.


Fin



CONVIVENCIA: CAPITULO 41




Paula echó a correr, pero no pudo olvidarse de la imagen de Catalina, acurrucándose contra Pedro. ¡Esa mujer! Le había besado, había probado la comida de su plato, como si tuviera un derecho especial a… Aquello le dolía mucho pero, efectivamente, Catalina Lawson tenía todos los derechos.


El dolor era tan intenso que Paula quería gritar. 


Deseaba huir y esconderse. Aquella mañana… ¿cómo había podido arrojarse entre sus brazos de aquella manera? ¡Aquello no era propio de una niñera!


La puerta del ascensor se abrió y se montó. Tan tranquila como el resto de las personas que subían con ella, sin pensárselo siquiera. ¡Estaba curada! Al menos, cuando tenía algo más importante de lo que preocuparse… de estar enamorada de un hombre que amaba a otra mujer.


Entonces, se dio cuenta de que aquella cura no era temporal. Ya nunca más volvería a preocuparse porque le fuera a pasar algo en un ascensor, ni lloraría cuando así fuera. Con el tiempo, se olvidaría de todo, hasta de la sonrisa de Pedro y lo que se sentía al estar entre sus brazos. Se concentraría solo en lo que iba bien. Como entonces, iba por el pasillo, pensando en que Octavio ya estaba bien, en su nuevo trabajo y en los dos niños que pronto serían suyos.


—Hola, Paula —dijo Octavio, casi sin mirarla.


Le habían quitado el suero y estaba apoyado contra unas almohadas, contemplando feliz los dibujos animados que estaban echando por la televisión. Paula sonrió. Efectivamente era posible. Se podía olvidar.


Dio un beso a Octavio y fue a buscar al doctor Bradley, quien le aseguró que Octavio estaba fuera de peligro y que probablemente saldría del hospital a los dos días. Paula pensó que le daría otra semana antes de dejarle para ir a arreglarlo todo en Los Ángeles. Pensó que sería mejor ir a llamar enseguida y concertar una cita y llamar también a la abuela para pedirle que se quedara con los niños. Estaba segura de que Pedro entendería que tenía que quedarse con ellos. «Se lo diré enseguida», pensó, mientras regresaba a la habitación de Octavio.


El niño estaba dormido y Pedro sentado al lado de su cama, leyendo un periódico. De nuevo, Paula sintió la necesidad de salir corriendo y esconderse.


—Me estaba preguntando dónde estabas —dijo él, dejando a un lado el periódico.


—Fui a hablar con el doctor Bradley —respondió ella, mirando a su alrededor. Catalina no estaba allí—. Dice que Octavio podrá irse a casa dentro de un par de días.


—Bien. Siéntate.


Aquel era el momento para hablarle de los niños. Sin embargo, no pudo. No podía quedarse otro momento más en aquella habitación con él. Un día más y todo se habría olvidado, pero no podía en aquellos instantes. 


La humillación, el dolor, seguían todavía presentes.


—Es mejor que me vaya. Por Sol.


—¿Está en casa de la señora Dunn?


—Sí, pero no me gusta abusar…


—Siéntate. Ya has corrido suficiente. Yo iré a verla.


Paula no protestó. Así no tendría que enfrentarse con él. Todavía no. Tal vez, cuando regresara, sería capaz ya de respirar



CONVIVENCIA: CAPITULO 40




Paula no podía creer que hubiera superado realmente su miedo a los ascensores. Se dice que pueden producirse por cualquier cosa. Tal vez había sido solo temporal.


—¿Crees que…? —preguntó Paula, deteniéndose al ver el rostro de Pedro. Parecía preocupado. Se había olvidado de su fobia.


Ella decidió hacerlo también al oler los deliciosos aromas que provenían de la cocina del restaurante.


Unos minutos más tarde, Paula cerró los ojos y suspiró.


—¡Este ha sido el mejor desayuno que he tomado en toda mi vida!


—¿Crees que eso será porque tenías mucha hambre?


—Podría ser o tal vez porque después de un mal trago, se aprecian más las cosas corrientes que uno da por sentado.


Hartarse de huevos con beicon, sentarse con él, ver cómo se reía por lo del oso de Sol y…
¡No! No había nada de corriente en Pedro. Solo estar con él, verlo sonreír… Cuando le había visto aquella mañana había sido como si el mundo se hubiera arreglado de repente. Entre sus brazos, se había sentido como si aquel fuera el sitio donde ella debía estar siempre. ¿Qué se habría pensado él? Bueno, no se había apartado de ella y…


—¡Cariño! ¡Estás aquí!


Paula levantó la mirada. Catalina Lawson se había sentado al lado de Pedro, le había besado en la mejilla y se había comido un trozo de beicon del plato de él.


—Sabía que estarías aquí cuando mi padre me dijo la discusión que habíais tenido ayer. Me explicó que te marchaste directamente al aeropuerto y… Oh, Pedro, no deberías enojarte tanto con papá… Ya sabes cómo es.


—No estaba enojado con tu padre. Solo necesitaba estar aquí.


—No, ya sabías que yo estaba aquí. Traje esos informes médicos enseguida, como tú me pediste. Y el niño está bien. Acabo de hablar con el médico. Ahora, escúchame, Pedro. No me gusta que te pelees con mi padre y yo sé que él no quiere perderte. Volveré contigo y podremos hablar con él juntos y aclararlo todo. Podemos tomar el vuelo de las seis y diez de la tarde y estar en Nueva York de madrugada.


Paula se levantó. Pedro extendió una mano hacia ella.


—¿Dónde vas? Todavía no te has terminado el desayuno.


—Yo… sí, ya he terminado… —tartamudeó ella. La verdad era que ya no podía comer más—. Y quiero hablar con el doctor Bradley antes de que se marche.


Antes de que él pudiera detenerla, Paula salió de la cafetería y fue corriendo al ascensor.


CONVIVENCIA: CAPITULO 39




Paula volvió corriendo al lado de Octavio. Le estaban preparando para la operación y estaba ligeramente sedado. Sin embargo, pareció alegrarse de su presencia. Anduvo al lado de la camilla, sin soltarle la mano, hasta que lo metieron en el quirófano.


Luego volvió al vestíbulo. Tenía miedo. A pesar de que no podía hacer nada, se sentía responsable. Si se hubiera dado cuenta antes de lo enfermo que estaba… Le hubiera llevado directamente al hospital, sin intentar localizar un médico. ¿Sería demasiado tarde? Tal vez no hubiera debido aceptar la operación…


Entonces, su teléfono móvil empezó a sonar.


—Paula, siento molestarte —dijo la señora Dunn—. ¿Cómo está Octavio?


—Lo están operando. Es apendicitis —respondió Paula, con un hilo de voz—. Tardará un buen rato. Yo solo estoy… esperando.


—Pobrecillo. No te preocupes. Estoy segura de que todo va a salir bien.


—Eso espero.


—¿Tienes una llave de tu casa? Quiero decir, fuera.


—No. ¿Es que necesita algo?


—Es Sol. He estado intentando acostarla, pero está muy nerviosa. Quiere su osito y yo no puedo…


—Oh, lo siento —respondió Paula, al oír los sollozos de la niña—. Debería haber dejado una llave, debería haberlo pensado. Déjeme hablar con ella… Sol, cielo, escúchame.


Sin embargo, Sol no la estaba escuchando. La niña desconsolada hasta el extremo, a falta del único apoyo que la había ayudado a superar la muerte de su madre, rompió a llorar. Paula sintió que se le rompía el corazón.


—Iré a llevártelo, Sol. Estaré allí en unos minutos —decidió Paula. Sol la necesitaba y lo único que podía hacer por Octavio era esperar.


Regresó, le dio el osito a Sol y esperó a que la niña se durmiera. Luego, regresó a la casa para darse una rápida ducha y cambiarse de ropa antes de regresar al hospital.


—Octavio está en reanimación —le dijo el doctor Bradley—. La operación fue muy bien y ya está fuera de peligro. Ya estaba un poco deshidratado, por lo que probablemente llevaba con fiebre algún tiempo.


—Tendría que haberme dado cuenta de que estaba enfermo —respondió Paula, recordando que el niño había estado muy inquieto. Y cuando tuvo la pesadilla.


—Y así fue y nos lo trajo a tiempo. Dentro de unos pocos días, estará perfectamente. Ahora, todavía está sedado, pero puede ir a verlo si lo desea.


Al verlo, Paula decidió que no podía separarse de su lado. Podría moverse demasiado y mover la aguja del suero. Podría despertarse, asustado y buscando un rostro familiar. Las enfermeras iban y venían, pero Paula se quedó. Cuando lo llevaron a la habitación, lo siguió, sin apartarse de él ni un minuto.


Allí fue donde Pedro la encontró a la mañana siguiente muy temprano. Estaba en una silla, con una ligera manta sobre los hombros. La enfermera le dijo que había estado allí toda la noche, siempre cuidando de Octavio, el niño que ella tanto adoraba.


«¿Cómo pude pensar que no era así?», se preguntó, conteniéndose para no besarle el rostro, aún tenso y ansioso incluso en sueños. 


Entonces, tocó ligeramente la mejilla del pequeño y respiró aliviado. Como la enfermera le había asegurado, Octavio estaba durmiendo tranquilamente.


Luego volvió a mirar a Paula. Sentada en aquella silla tan incómoda, parecía una niña agotada y su corazón sufrió por ella. Las últimas horas habían sido más duras para ella que para Octavio. Quería tomarla entre sus brazos y… No, aquel no era el momento. Lo que necesitaba era cariño, el que siempre le había dado al niño.


—Buenos días —susurró Pedro.


Ella abrió los ojos y lo que él vio en ellos le hizo contener el aliento. ¿Placer? No, alivio… ¿O acaso era algo más profundo?


—¡Estás aquí! —exclamó ella, abrazándolo.


—Paula, yo… —empezó él disfrutando las sensaciones de tenerla contra él. Entonces, se detuvo, alarmado. Ella estaba llorando—. ¿Qué te pasa?


—Na… nada. Es… solo que Octavio está bien y que tú estás aquí —musitó ella, a través de las lágrimas que se derraman sobre la camisa de Pedro.


—Entonces, ¿por qué estás llorando?


—No… no lo sé.


—Yo sí. Lo has pasado muy mal, ¿verdad?


—Tenía miedo.


—Lo sé, pero ahora ya se ha terminado todo. Tranquilízate.


—Ni siquiera tenía un termómetro.


—Pero te las arreglaste, ¿no? Y muy bien. Gracias a Dios que estabas con ellos. Yo… —añadió Pedro, interrumpiéndose al ver que entraba la enfermera.


La mujer saludó con la cabeza y fue a ocuparse de Octavio.


—Tiene la temperatura y el pulso normales. ¿Ya te encuentras mejor, pequeñín?


Octavio, que había abierto ligeramente los ojos, centró la mirada en Pedro.


—¡Has vuelto!


—No creerías que te iba a dejar solo cuando estabas enfermo, ¿verdad?


—Te fuiste y me dolía…


—Pero has sido muy valiente y yo estoy muy orgulloso de ti —dijo Pedro, inclinándose para darle un beso—. Yo ya estoy aquí y tú te vas a poner bien. Es decir, te portas bien y haces todo lo que el médico te diga.


—Y ahora —intervino la enfermera—, vamos a lavarle un poco para que esté listo para el médico.


Después de asegurarle a Octavio que no se iría, Pedro se centró en Paula.


—Creo que es hora de ocuparse de ti. ¿Cuándo fue la última vez que comiste?


—No estoy segura. Tomé café. Tomé café ayer por la mañana… ¡Dios santo! Parece que ha pasado una eternidad. Y bajé a la cafetería. No sé cuándo, pero no podía tragar nada.


—Pues vamos a remediar eso ahora mismo —replicó Pedro, tomándola del brazo para llevarla al ascensor.


Al oírla suspirar, él recordó su fobia. Se volvió a mirarla y vio que ella estaba mirando el botón de bajada que él acababa de apretar.


—Odio los botones —dijo ella.


—¿Los botones?


—Ya sabes… Si quiere esto, apriete este botón y si quiere ese, apriete el otro.


—Oh —respondió él, preguntándose por qué diría eso.


Cuando el ascensor se detuvo delante de ellos, Pedro la rodeó con un brazo, deseando que no le entrara el pánico.


—Creo que le enviaré un regalo —continuó Paula.


—¿Un regalo? —preguntó Pedro, dispuesto a seguir hablando para que ella no se diera cuenta de dónde estaban—. ¿A quién?


—No sé cómo se llama, pero su voz… Me alivió tanto escucharla. Fue muy amable.


Cuando llegaron a la cafetería, Paula todavía le estaba explicando lo que le había pasado en la consulta del doctor Grimsby y lo amable que había sido la enfermera, al decirle exactamente lo que tenía que hacer.


—Voy a descubrir quién es y le voy a enviar…


—Un momento —dijo él—. ¿Es que has superado tu fobia?


—¿Fobia?


—A los ascensores.


—¡Se me había olvidado! —exclamó ella, atónita—. Subí a Octavio una vez… Tal vez dos cuando bajé a la cafetería. Entonces, otra cuando fui a ocuparme de Sol… He subido y bajado todas esas veces y ni si quiera me he parado a pensarlo.


Pedro se echó a reír. Paula había estado demasiado sobre sus hijos como para tener miedo de sí misma.


¿Sus hijos? ¿En qué demonios estaba pensando?