sábado, 22 de junio de 2019

CAER EN LA TENTACIÓN: CAPITULO 11




Y cumplió su promesa de mantenerse alejado de su guitarra. Pero eso no evitó que escribiera canciones en su cabeza. Canciones sobre el ángel rubio que no sabía que él existía.


—Vosotros dos nunca estuvisteis en la misma clase, ¿no? —preguntó Banks intentando que su amigo se sintiera mejor—. Erais de la misma edad, pero tú estabas dos cursos por delante de ella.


—Exacto.


—Así que no es como si te conociera y se hubiera olvidado de ti.


—No tienes por qué animarme —dijo Pedro, reconociendo que lo que Banks decía era cierto—. Como has dicho, no me parezco en nada a como era en esa época.


Desde luego que no. Entonces él era un adolescente delgaducho, empollón y poco integrado. No se parecía en nada a la gente con la que se juntaba Paula Chaves.


En realidad, ella no tenía un grupo definido de amistades. Encajaba en todos los grupos. No era de las animadoras, ni de los empollones, ni se pasaba el día fumando marihuana, ni era de los deportistas. Simplemente era esa chica agradable, lista y divertida que parecía una diosa. Tenía un humor cáustico y un potente sentido de la justicia que a veces la sacaba de problemas, pero normalmente se los provocaba.


Era la chica que todas querían ser. La que había criticado al equipo de fútbol americano. La que organizó una donación de sangre cuando unos compañeros de clase tuvieron un accidente de coche. Y la que una vez salió en defensa de un empollón que había cometido el terrible error de sentarse en la mesa de los deportistas en la cafetería.


Él era ese empollón.


Ella se sentó a su lado antes de que pudieran machacarlo. Lo agarró del brazo y le sonrió ampliamente.


—Me habías prometido que te sentarías conmigo, guapo.


Entonces lo levantó del asiento y se lo llevó de allí con tanta determinación, que nadie se atrevió a detenerla. Cuando estuvieron en la otra punta de la cafetería, en un lugar seguro, ella le indicó que se sentara y se quedó junto a él durante unos minutos, para guardar las apariencias.


Él no fue capaz de pronunciar una sola palabra, de lo impresionado que estaba. Pero eso no fue un problema: ella habló de cosas intrascendentes, como los profesores, las clases, lo injusto del código de conducta a la hora de vestir...


Pedro agradecía ese código. Si las faldas que ella llevaba hubieran sido más cortas, él no habría sido capaz de concentrarse en todo el curso.


En cuanto el grupo de deportistas camorristas abandonó la cafetería, ella se puso en pie.


—Mantente alejado de los estúpidos de este instituto. Piensa en que dentro de diez años tú valdrás cien veces más que ellos —le dijo ella.


Luego le guiñó un ojo, agarró la manzana que había en la bandeja de él y se marchó. Y él se quedó allí sentado, intentando recuperar el aliento, mientras la observaba alejarse.


Desde ese momento la había amado, aunque sabía que seguramente no volvería a verla una vez que se graduara. Y así había sido.


Hasta esa noche en La Tentación.


—Entonces, ¿vas a volver ahí dentro y hacer que suceda algo?


—¿Por qué diablos te interesa tanto de pronto mi vida amorosa? —preguntó Pedro frunciendo el ceño—. ¿Acaso no te han dado su número de teléfono diez o doce mujeres esta noche?


Banks se encogió de hombros.


—Al menos doce —respondió y entrecerró los ojos—. Que no son nada comparadas con las que querían darte a ti su teléfono. Tengo que agradecerte que no les hayas hecho caso.


Pedro se encogió de hombros y no tuvo que decir nada porque Rodrigo y Jeremias salieron del bar. Terminaron de cargar todo en la furgoneta y se despidieron.


—Nos vemos mañana por la noche —se despidió Rodrigo mientras se subía al asiento del conductor.


Pedro asintió y miró a Jeremias, que estaba montándose en la enorme motocicleta que se había comprado unos meses antes. A Pedro le ponía muy nervioso verlo encima de aquella cosa, así que se imaginaba cómo debían de sentirse sus padres.


—Ten mucho cuidado —le gritó mientras Jeremias se alejaba.


—Y ahora, regresa ahí dentro y da un paso más —le dijo Banks a Pedro mientras se metía en su coche.


Pedro negó con la cabeza. Aún no estaba preparado para las consecuencias que tendría el que Paula conociera su verdadera identidad.


—Es tarde. Hablaré con ella mañana.


«No te engañes. Quieres disfrutar de esta situación un poco más», se dijo.


Era cierto. Sólo por ese fin de semana, deseaba ser el extraño con aire de chico malo hacia el que Paula Chaves se sentía tan atraída. Después le diría la verdad. Y volvería a ser invisible para ella.


Pero aquél no era el momento. Aquél era el momento de irse a casa y procesar todo lo que había sucedido.


Pero Banks tenía su propio plan.


—Por cierto, Alfonso, ¿no echas algo de menos?


Pedro enarcó una ceja desconfiado.


Banks lo miró con expresión de haber hecho una travesura. Pedro conocía esa expresión después de tantos años de convivencia durante la universidad.


—¿Qué has hecho esta vez? —le preguntó, sin saber si realmente quería saberlo.


—¿Se te ha olvidado que necesitas algo para entrar en tu coche?


Pedro se llevó la mano al bolsillo de la cazadora vaquera y no oyó el tintineo habitual de sus llaves.


—Eres un...


—Seguro que ella está encantada de ayudarte a buscarlas. La pobre está sola en ese local casi a oscuras —dijo Banks y se despidió con un gesto de la mano.


Encendió el motor y se alejó sin escuchar todo lo que le llamó Pedro.


Y él se quedó allí de pie, sin poder irse a casa y sin las llaves de su coche. Tenía que regresar a La Tentación y encontrarlas.



CAER EN LA TENTACIÓN: CAPITULO 10




Una vez terminado el concierto, mientras recogían el equipo, Pedro trató de evitar las miradas de curiosidad de Banks. Cada vez que Pedro se había acercado a la barra a hablar con Paula durante los descansos de la actuación, Banks había esbozado una sonrisa traviesa. Pedro sabía que se moría de curiosidad. Pero gracias a que el público los había acogido muy bien y les había hecho tocar una hora más de lo programado, su amigo se había distraído de ese asunto.


En un momento en que se quedaron solos subiendo el equipo a la furgoneta de Rodrigo, Banks aprovechó la oportunidad.


—Bueno, ¿qué tal ha ido? ¿Vas a regresar ahí dentro para una cita nocturna?


—Hablas demasiado, Banks. ¿Sigues intentando demostrar que eres el más listo?


—No sé cómo podría averiguar nadie que tengo un cociente de inteligencia de 130.


—¿Sólo 130? Cuánto lo siento...


Esa discusión la tenían desde que se conocían. 


Pedro tenía un cociente de inteligencia ligeramente más alto.


Su amigo sonrió.


—Peligro, estás comparando los cocientes de inteligencia, empiezas a comportarte como un auténtico empollón...


—Anda y que te... —dijo Pedro con una sonrisa.


Terminó de almacenar los micrófonos y los amplificadores y ayudó a su amigo a subir el teclado al vehículo.


—Ahora en serio, Alfonso, ¿qué vas a hacer respecto a ella?


—¿Es que nunca vas a parar?


—Compartimos habitación durante toda la universidad, sabes la respuesta a esa pregunta. Y ahora deja de dar rodeos. ¿Te ha reconocido? ¿Se ha dado cuenta de que eres el mismo tipo insignificante que empapaba los pantalones cada vez que ella pasaba cerca de ti en el instituto?


Así era su amigo Banks, se dijo Pedro. No podía soportarlo y a la vez no podía vivir sin él.


—Ella no me recuerda.


Banks tuvo el detalle de no reírse. Al contrario, frunció el ceño.


—Eso no debería de sorprenderte, ¿no? Una vez vi fotos de cuando estabas en el instituto. No te pareces en nada a cómo eras entonces.


El instituto. Parecía que había transcurrido una eternidad desde entonces.


Él sólo había ido al instituto público durante un año, el último antes de graduarse. Tenía quince años y era un chico esmirriado al que habían aceptado en una docena de universidades antes siquiera de que le saliera barba.


Él había querido ser normal, simplemente eso, normal, en lugar del cerebro que iba varios cursos por delante de lo que le correspondía en los colegios privados a los que iba. Su única válvula de escape era su devoción por la música. Aunque sus padres se burlaban de sus gustos musicales y le habían advertido que de esa forma desperdiciaba sus brillantes neuronas, él siguió volcando su angustia de adolescente en su guitarra.


Eso fue hasta el año antes de graduarse. 


Entonces logró que sus padres le permitieran asistir a un instituto público, con compañeros normales, para variar.


Tuvo que llegar a un duro acuerdo para conseguir eso: renunciar a su música durante todo el curso. Podría estudiar ese último curso en el instituto de Kendall si no tocaba ni su guitarra ni su colección de CDs en todo el año.


Fue muy duro. Sobre todo cuando empezó el curso y él se dio cuenta de que con quince años no encajaba bien entre los casi graduados. 


Echaba muchísimo de menos su música, tanto que, al poco de empezar, pensó en rendirse, en regresar a su antiguo colegio pero tener su música.


Pero justo entonces la conoció a ella, a Paula Chaves, una estudiante un año menor que él que disparó su imaginación y despertó todas sus hormonas de adolescente angustiado. Ella era la chica más guapa que él había conocido, su sonrisa lo dejaba sin aliento.


Así que había decidido seguir adelante y quedarse en el instituto, aunque sólo fuera para poder verla unas cuantas veces al día. El corazón le brincaba en el pecho cada vez que la veía sonreír. Aunque no se atreviera a acercarse a ella, se sentía muy próximo a ella.


Después de la noche de la hoguera en la playa, se propuso averiguar cómo era la otra Paula que nadie conocía.


No lo logró. Pero quizás el destino le estaba brindando otra oportunidad.


Él logró crearse su propio grupo de amigos en el instituto Kendall. Se dedicaba a las actividades que requerían usar el cerebro: el club de ajedrez, el equipo de debate... Consiguió que sus padres se sintieran orgullosos porque él estaba dedicándose a cosas más «apropiadas» que la música.





CAER EN LA TENTACIÓN: CAPITULO 9




Había escrito la canción para ella.


Pedro fijó la mirada en los hermosos ojos verdes de ella y deseó en silencio que ella supiera la verdad, pero no dijo nada. «La chica eras tú. 
Siempre has sido tú», le dijo con la mirada.


Había escrito esa canción después de ver a Paula una noche en la playa, delante de una hoguera, hacía muchos años. Si él cerraba los ojos, aún podía verla allí, de pie junto al fuego, sola. 


Contemplaba las llamas perdida en sus pensamientos, ajena a los ruidosos adolescentes que había a su alrededor, como si una cortina hubiera descendido entre ella y el resto del mundo.


Pedro recordaba perfectamente el brillo de sus ojos y de su piel ante la hoguera. Su pelo parecía haber cobrado vida, como las llamas que se elevaban hacia el cielo cubierto de estrellas. Desde la distancia que él la observaba, advirtió que ella movía los labios, como si estuviera hablando consigo misma.


Él había deseado que le susurrara a él.


Entonces Pedro se había preguntado por qué ella parecía tan triste, tan seria y tan solitaria y se había acercado a ella. Estaba a punto de hablarle cuando alguien la tomó del brazo y ella se reincorporó a la fiesta con una sonrisa en los labios, como siempre.


Y, como siempre, ella ni se había dado cuenta de que él estaba cerca de ella, entre las sombras. Era como si nunca advirtiera su presencia. Desde luego, no había logrado llamar su atención. Era evidente que Paula no tenía ni idea de que ellos dos habían sido compañeros en el instituto nueve años atrás.


No era culpa de ella. Paula nunca lo había rehuido; era él quien no se había atrevido a hacerse notar. Se sentía intimidado, pero no por ella, sino por la intensidad de sus propios sentimientos, que lo abrumaban, sobre todo después de la noche de la hoguera en la playa.


Esa noche, él había descubierto que Paula tenía muchas más facetas y más profundas que la chica guapa y vivaz que todo el mundo conocía. 


Esa noche, él se había dado cuenta de que ellos dos tenían algo íntimo en común: su soledad.


Las cosas habían cambiado, afortunadamente. 


Porque era evidente que, ahí en el bar, ella sí que se había fijado en él. Había tartamudeado al hablar con él, algo impensable en la chica segura de sí misma que él recordaba. Y además lo había mirado con interés y con deseo.


Si ella se hubiera fijado en él cuando estaban en el instituto, habría visto esa misma mirada en sus ojos durante todo el año que habían estado en la misma clase. La misma mirada que tenía en aquel momento.


Paula se puso a limpiar la barra para evitar esa mirada.


—Tienes mucho talento —comentó ella.


—Gracias. Mi música es mi pasión.


—¿Es tu única pasión?


—No exclusivamente. También están los videojuegos.


Ella enarcó una ceja de forma deliciosa.


—Rock y videojuegos. Así que eres un quinceañero en el cuerpo de un hombre, ¿no?


—Un comentario un poco impertinente, ¿no?


Él no le explicó que no sólo le gustaba jugar a videojuegos: los creaba. Y era muy bueno en su trabajo.


—Lo da el oficio —se disculpó ella, encogiéndose de hombros.


—¿Lo de ir de impertinente?


Ella oyó un pedido y se puso a prepararlo.


—Sí. No puedes tomarte las cosas en serio cuando todas las noches tienes a extraños que te tratan como si fueras su mejor amiga y te cuentan sus problemas. Sería demasiado deprimente, sobre todo para alguien como yo.


Él nunca lo había visto desde esa perspectiva. 


Sintió curiosidad.


—¿Alguien como tú?


Paula se encogió de hombros de nuevo, incómoda.


—Quiero decir, alguien que se irrita por cualquier tontería.


Era cierto, Paula Chaves tenía fama de impertinente en el instituto. Una vez les había gritado a los integrantes del equipo de fútbol americano que eran una panda de bebés con egos enormes y penes minúsculos. Y lo había hecho con un megáfono y delante de todo el instituto.


Por aquello, la habían expulsado temporalmente del colegio. Y a la vez, se había ganado la devoción eterna de los novatos, que hasta entonces sufrían los abusos de ese grupo.


—¿Y sigues irritándote con facilidad? —preguntó él.


Paula negó con la cabeza.


—Ya no. Ahora soy razonable y tranquila. Puedo manejar cualquier situación.


Ella intentó resultar convincente, pero era evidente que no se creía mucho sus propias palabras. Pedro se echó a reír sin poder evitarlo.


Paula lo fulminó con la mirada y luego rompió a reír ella también.


—De acuerdo, ya empiezas a conocerme. La respuesta es sí, seguramente me tomo las cosas a un nivel demasiado personal y me meto en problemas de cuando en cuando. Pero llevo manejándome bastante bien yo sola por la vida desde hace mucho tiempo, en contra de lo que cree mi familia. Y pienso seguir sin meterme en líos, a pesar de algunas cosas que realmente me gustaría hacer.


—¿Por ejemplo?


Paula dejó de sonreír y se puso rígida.


—A veces me imagino subiéndome a una de esas excavadoras de ahí fuera y llevando un enorme aseo portátil hasta las escaleras del ayuntamiento. Sería una bienvenida digna para los concejales que han decidido cerrar mi negocio.


Pedro vio la oportunidad de averiguar por qué ella estaba tan tensa.


—¿Así que vas a cerrar el bar?


Ella frunció los labios.


—A finales de mes. Lo demolerán en julio. Hay que hacer sitio al progreso... ¿Cómo hemos podido vivir hasta ahora con sólo dos carriles en la carretera?


—Son imbéciles —dijo él.


Ella asintió y trató de contener las lágrimas. 


Pedro sabía ya qué era lo que la preocupaba y entristecía. Intentaba disimularlo con su apariencia de chica dura, como había hecho siempre, pero su dolor bajo esa fachada era evidente.


—¿Puedo hacer algo para ayudarte? —preguntó él, aunque seguramente no podría hacer nada.


—Llenad el local todo el fin de semana como esta noche y así al menos no cerraremos con pérdidas económicas. Y de paso, tendré algo de dinero para mantenerme mientras decido qué quiero ser de mayor.


—No te imagino mucho tiempo insegura de ti misma, Paula Chaves—murmuró él apasionadamente.


Ella pareció advertir su intensa emoción. 


Entrecerró los ojos.


—Crees que me conoces, ¿verdad?


Por supuesto que la conocía. La conocía desde hacía años. La había observado atentamente y con devoción cuando eran adolescentes y él era un empollón en el que ella ni se fijaba. También desde entonces la veía en sus sueños.


—Sí, creo que te conozco.


Pero no tan bien como tenía pensado conocerla.




CAER EN LA TENTACIÓN: CAPITULO 8




A Paula se le erizó el vello de todo el cuerpo y supo exactamente de qué hombre se trataba.


Qué estúpida, se había concentrado tanto en las posibilidades de romance de Dina, que se había olvidado por completo de las suyas propias.


«Ni lo pienses, él no es una opción».


Llevaba diciéndose lo mismo durante dos horas. 


Cada canción llena de sensualidad que tocaba el grupo le recordaba lo peligroso que sería tener una aventura con Alfonso. Incluso aunque él la había hecho derretirse con una canción que ella no había reconocido. Hablaba de hacer el amor en la playa, a la luz de la luna, con una mujer de fuego en la mirada. Al escuchar la canción, Paula había deseado hacer una visita a la playa con él...


Pero no, eso nunca sucedería. Él era un músico de pelo largo que tocaba en bares de poca monta en Texas. Seguramente ni siquiera tenía coche. Alfonso no era el tipo de hombre en quien se podía confiar y con una vida estable que ella se había dicho a sí misma que debía buscar. Era justamente lo opuesto.


No tenía sentido flirtear con él. Ese hombre era todo un monumento, pero todos los hombres guapos la abandonaban al poco tiempo.


Y ella ya había tenido demasiado de eso. Desde aquel momento, su relación con él sería estrictamente profesional. Así que le dirigió una sonrisa impersonal.


—Empezaba a temer que la multitud no os dejara tomaros un descanso —dijo ella.


—Yo también —aseguró él.


Paula abrió una botella de agua helada y se la ofreció a Alfonso sin que él le dijera nada. Él la agarró, asintió a modo de agradecimiento y se la llevó a los labios.


«No pienses en sus labios. Nunca te fijas en los labios del cajero del banco o del supermercado», se dijo ella.


Bajó la mirada y se le aceleró la respiración al observar aquel cuello y aquellos hombros robustos. Tenían una pátina de sudor y seguramente sabrían a salado.


Se obligó a dejar de pensar en eso.


—Gracias —dijo él dejando la botella casi vacía sobre la barra—. Los focos dan mucho calor. Me estaban entrando ganas de quitarme la ropa. Quiero decir... de ponerme algo más ligero, como unos shorts o algo así.


¿Menos ropa? Paula debía terminar con aquello en ese mismo momento. Estaba esforzándose al máximo para ser profesional y mantener la concentración, pero se sentía irremediablemente atraída hacia aquel hombre. No lograría aguantar mucho más sin echarse en sus brazos.


Por lo menos, esa vez Alfonso parecía tan incómodo como ella. Resultaba gracioso cómo se había corregido a sí mismo sobre lo de quitarse ropa. Era como si se hubiera dado cuenta del doble sentido de sus palabras y le hubiera entrado vergüenza.


A Paula le gustaba su expresión compungida. 


Sobre todo, porque era algo inesperado en él.


—Aquí hace mucho calor, ¿no crees? —dijo él por fin, rompiendo el denso silencio.


Paula se sentía como en una burbuja en mitad del alboroto que los rodeaba.


—Sí... Supongo que tantos cuerpos desnudos elevan la temperatura aún más —comentó Paula.


Se mordió la lengua. Había dicho «cuerpos desnudos», ¿verdad? Maldición, aquel hombre la confundía de tal forma, que sólo podía pensar en una cosa.


—Paula, ¿has dicho lo que creo que has dicho? —preguntó él conteniendo una sonrisa—. Porque en mi grupo estamos acostumbrados a tocar en acontecimientos poco habituales, pero un público totalmente desnudo sería una situación... muy inusual.


Paula se ruborizó. Ningún hombre la había hecho ruborizarse nunca.


—Ha sido un lapsus —murmuró ella intentando inventarse una excusa medianamente decente.


—Pues me ha gustado tu lapsus —respondió él en voz baja.


Paula se sintió como si se despeñara por una cuesta abajo y no pudiera hacer nada para evitarlo.


—Sabes a lo que me refiero, ¿verdad? Algunas palabras suelen ir juntas. Como «ostras» y «fritas».


Él esbozó una medio sonrisa.


—La mayoría de la gente uniría «fritas» con «patatas», pero si tú prefieres las ostras...


—No. No prefiero las ostras, a pesar de su... buena fama —dijo ella.


¿Por qué había tenido que sacar un alimento de los más afrodisíacos que había, habiendo tantos otros? Podía haber dicho beicon con huevos, o nachos con guacamole...


—Yo tampoco, son muy desagradables —dijo él refiriéndose a las ostras.


Paula asintió.


—Tan húmedas y viscosas... —comentó ella.


Él enarcó una ceja.


—¿Húmedas y viscosas?


Paula quiso que la tragara la tierra por estar internándose en un camino que no debían recorrer. Cerró los ojos, sintiéndose incapaz de pronunciar una sola palabra más. Sólo logró sacudir la cabeza consternada. Nunca le había sucedido nada parecido, ella siempre sabía salir de las situaciones.


Alfonso rompió a reír en voz baja y sensual y Paula se estremeció.


—Te ofrecería una pala, pero no llevo ninguna encima —comentó él—. Además, tú sola ya estás cavando suficientemente profundo tu propio hoyo sin mi ayuda.


—Si me disculpas un momento, creo que voy a pegarme un tiro.


—Acabo de decirte que no he traído la pala, Paula.


—¿Entonces no puedes enterrarme?


—Me temo que no.


Ella se quedó pensativa un instante y luego se rindió y se unió a la risa de él.


—¿Qué te parece si retrocedemos diez minutos en el tiempo y comenzamos de nuevo nuestra conversación?


Alfonso se acodó en la barra y se acercó a Paula.


—Hola, gracias por el agua. ¿Qué te ha parecido la música?


—Sois muy buenos —afirmó ella, encantada ante la posibilidad de mantener la charla en un terreno neutral.


—Gracias —dijo él acercándose más a ella sobre la barra—. Nosotros también lo hemos pasado muy bien tocando.


La gente se había acercado a la barra y pedían sus bebidas. Paula reanudó su trabajo y sirvió copas y jarras de cerveza, se quitó de encima a algunos pesados y volvió a concentrarse en el bajista que estaba en la esquina de la barra.


—Me ha gustado mucho la canción sobre la muchacha de fuego en la mirada y la luna en su pelo. ¿De quién es? No la he reconocido.


Alfonso se encogió de hombros y bebió otro trago de agua. Luego dejó la botella sobre la barra y se secó la boca con el dorso de la mano.


Paula lo observó embobada, aquel hombre era poesía en movimiento. Y ninguna charla intrascendente lograría ocultar ese hecho.


—No la has reconocido porque es mía, la he escrito yo —respondió él.


¿Él escribía poesía? Paula parpadeó un par de veces, intentando recordar de qué estaban hablando antes de quedarse embobada viéndolo beber. Entonces lo recordó.


—¿Tú has escrito esa canción? ¿La que hablaba de la tórrida noche y los susurros en la oscuridad?


Vaya, ella nunca lo hubiera dicho. No sólo porque la música era muy buena, sino además por la emoción contenida de las palabras. Era una canción muy poderosa.


—Estoy impresionada. Debiste de estar muy inspirado para escribir una canción tan potente.


Paula se dijo que no estaba intentando averiguar detalles. No era asunto suyo qué le había inspirado a él a escribir aquella balada tan ardiente y sensual. Pero aun así contuvo el aliento, esperando que él no le contestara que la había escrito para el amor de su vida. ¡Por favor, que no tuviera esposa!


Cuando él respondió, Paula no pudo evitar cierta desilusión. Él habló con la mirada perdida y con pasión en su voz.


—La escribí para una chica de la estuve locamente enamorado hace mucho tiempo.