miércoles, 1 de abril de 2020

RECUERDAME: CAPITULO 23





Como había prometido, Pedro volvió de Milán al día siguiente, justo a tiempo para ducharse y cambiarse antes de cenar. Como siempre, estaba guapísimo con su traje oscuro y una camisa de color perla que contrastaba con su piel morena.


—Pareces cansada. Tienes ojeras.


Pues claro que parecía cansada. Para empezar, el engaño no iba con ella.


Además, no había podido dormirse hasta la cuatro de la mañana, pensando en lo que podría haber tras aquella puerta cerrada.


—Te he echado de menos —dijo Paula.


Y eso, al menos, era verdad.


—¿En serio?


Sí —contestó ella—. Nada es lo mismo cuando tú no estás. Espero que no tengas que volver a marcharte pronto.


—Me temo que sí. De hecho, debo irme mañana mismo a Túnez.


¿Un hombre en tu posición tiene que trabajar los fines de semana? ¿No puedes enviar a otra persona?


—No, no puedo —sonrió Pedro—. Porque éste será un viaje de placer.


—Ah, ya —murmuró Paula, decepcionada—. Pues espero que lo pases bien.


—Y yo espero que tú vengas conmigo.


¿Lo dices en serio?


—Siempre que te encuentres lo bastante bien como para viajar, claro. Si no, lo mejor será olvidarse del asunto.


—La cuestión es si de verdad quieres que vaya contigo.


—¿A quién más voy a llevar? Eres mi mujer.


Lo sé, es una de las pocas cosas que sé con toda seguridad —suspiró ella.


—¿Entonces por qué no pareces contenta? Pensé que te gustaría cambiar de escenario.


—Sí, desde luego. Aunque hace unos días dijiste que aún no estaba lo bastante bien como para enfrentarme con el mundo exterior.


Pedro dejó escapar un suspiro.


Pero has hecho tan pocos progresos desde que llegaste que ya no sé si es buena idea seguir aquí. Tal vez, en lugar de intentar recordar el pasado, deberíamos concentrarnos en crear nuevos recuerdos. ¿Y dónde mejor que en un sitio en el que no has estado nunca?


Paula se encogió de hombros.


—No sé qué decir.


—Di que sí. Vamos a empezar otra vez y a ver dónde nos lleva eso.


¿Una segunda luna de miel, quizá?


—Eso es.


Ella lo miró, sorprendida.


—¿Cómo marido y mujer?


Exactamente —contestó Pedro—. Empezando esta misma noche. O eso o ingreso en un monasterio porque mantener las distancias me está volviendo loco.


¿De verdad?


Riendo, Pedro se acercó para tomar sus manos 


—Desde luego que sí. Y tú sabes
perfectamente lo que me haces, pequeña bruja.


—Pero jamás pensé que te dejarías llevar.


—No subestimes tus poderes, Paula. Echo de menos abrazarte mientras dormimos, echo de menos despertar a tu lado cada mañana y, sobre todo, hacer el amor contigo. Pero no a toda prisa o furtivamente, como estuvo a punto de ocurrir la otra noche. Por eso, antes de irme a Milán, le pedí a Antonia que preparase nuestra habitación.


Retomar su vida de casados era lo que ella había querido desde el primer día, pero ahora lo entendía todo. Por eso en la habitación principal no había fotografías ni recuerdos. Los secretos del pasado no iban a ser revelados y apostaría lo que fuera a que todos estaban detrás de aquella puerta.


Yo esperaba una respuesta más entusiasta, cara mia.


—Es que es tan inesperado...


Pedro sacó un bolsito de cuero del bolsillo y vació su contenido sobre la mesa.


Un par de alianzas fueron rodando por la superficie hasta que tomó una de ellas, la más pequeña, y se la puso en el dedo.


Una vez más, Paula Chaves, te tomo por esposa. ¿Eso te tranquiliza?


Aunque el anillo le quedaba un poco grande porque aún no había recuperado su peso ideal, le parecía un gesto tan sincero que, por el momento, era lo único que importaba.


Paula tomó la otra alianza para ponerla en su dedo.


Y yo, una vez más, te tomo a ti, Pedro Alfonso, como esposo.


Pedro sirvió dos copas de champán y levantó la suya en un brindis.


—Por nosotros, mia bella.


—Por nosotros.


La intensidad de su mirada hizo que Paula se sonrojase.


—Tengo entendido que lo que el marido y la esposa suelen hacer en este momento es besarse.


Ella asintió con la cabeza, intentando llevar aire a sus pulmones.


—Sí, creo que tienes razón.


Pedro tomó su cara entre las manos e inclinó la cabeza para rozar sus labios suavemente... y luego con creciente urgencia mientras deslizaba una mano por su espalda.


—Después de lo cual —dijo luego, tomando su mano— llega el primer baile.


Se movían al mismo ritmo, sus largas piernas acomodándose a los pasos más cortos de Paula, sus labios rozando la sien de su mujer.


Un reloj dentro de la casa dio la hora: nueve campanadas que ahogaban la música de los altavoces.


Sorprendida por un poderoso déjá vu, Paula abrió los ojos. En alguna otra ocasión la había tenido en sus brazos y un reloj había dado la hora...


Cuando el eco de las campanadas se perdió, Pedro la besó bajo las estrellas.


Como aquella otra vez. Y había sido mágico, maravilloso. Paula lo sabía como sabía su propio nombre.


—Me acuerdo —murmuró—. Pedro, empiezo a recordar...



RECUERDAME: CAPITULO 22





Para evitar la vigilancia de Antonia y el personal de servicio, Paula esperó hasta medianoche antes de salir de su habitación. El primer paso era el despacho de Pedro, una habitación tan alejada de la zona del servicio que no había peligro de alertar a nadie de sus actividades.


Aunque su escritorio estaba lleno de papeles, no había absolutamente nada personal. Y ninguno de los cajones estaba cerrado, de modo que dentro seguramente tampoco habría nada que le diese alguna pista.


Claro que también estaba el ordenador. Pero ni siquiera ella, desesperada como estaba por encontrar respuestas, iría tan lejos. Encontrar algo que estuviera a la vista era una cosa, violar la privacidad de su marido, otra muy diferente.


De modo que, dejando el despacho exactamente como lo había encontrado, pasó por la biblioteca, el salón de la televisión, el comedor y el salón principal.


Unos metros más adelante encontró una puerta doble y, como esperaba, tras ella el dormitorio principal.


Como el suyo, ocupaba toda un ala de la casa. 


Cuando tocó un interruptor a su izquierda se encendieron cuatro apliques de la pared, mostrando un vestíbulo casi tan grande como su apartamento en Vancouver. Las paredes, pintadas en color blanco roto, contrastaban con una alfombra turca de colores. Frente a ella había dos puertas y, a su izquierda, un arco que llevaba al salón, con sofás tapizados en blanco y negro y lámparas estratégicamente colocadas. Pero lo más llamativo de la habitación era una pared enteramente de cristal que daba acceso a una terraza privada con un jacuzzi.


Lo que más le sorprendió fue, sin embargo, la falta de toques personales. No había objetos decorativos, ni revistas ni fotografías. Ninguna evidencia de que allí se alojase alguien. Incluso en el escritorio, donde debería haber algo personal, sólo había un par de bolígrafos de oro, folios blancos y un diccionario de italiano.


Esperando tener más suerte, Paula abrió una puerta a su izquierda. Un corto pasillo llevaba al dormitorio, decorado en tonos grises y azules, que la hizo pensar en todas las noches que no estaba compartiendo con su marido.


Lo que dominaba la habitación era una cama enorme, suntuosa y extravagante, con un elegante edredón de lino y almohadones de seda...


De repente, sintió un escalofrío. Su mente no recordaba las noches de amor con su marido, pero su cuerpo sí parecía recordarlas.


A través de otra puerta se llegaba al cuarto de baño, donde había toallas con sus iniciales perfectamente colocadas. En el vestidor, su ropa estaba ordenada por colores, como los zapatos, sombreros, cinturones y otros accesorios.


Pero, como el salón, no lograban despertar recuerdo alguno.


Paula intentó abrir la segunda puerta, pero estaba cerrada con llave.


Decepcionada, salió de la habitación. Todo era precioso, pero faltaba el elemento más importante: el toque personal que lo convertiría en un hogar.


Todo estaba demasiado inmaculado, sin una sola imperfección.


Pero ella sabía dónde estaban escondidas: tras esa puerta cerrada.


Bueno, al menos ahora sabía dónde debía buscar pensó. Lo único que necesitaba era encontrar la llave.


¿Pero dónde podía buscar? Probablemente Pedro la tendría escondida en algún sitio.


No, su único recurso era su marido. Él era quien conocía la historia y, de una manera o de otra, debía convencerlo para que la compartiese con ella.




RECUERDAME: CAPITULO 21




Pedro jamás habría pensado que un día rechazaría a una mujer hermosa. Pero desde que se casó con Paula había dejado atrás su papel de playboy y se había apoyado en su sentido de la ética para que aquel matrimonio que no había anticipado o deseado fuera un éxito.


Y ahora, ese mismo sentido de la moral, lo hizo responder:
—Porque no estoy convencido de que sepas lo que estás pidiendo.


Paula tomó su cara entre las manos.


—¿Esto te haría cambiar de opinión? —susurró, buscando sus labios.


El beso inflamó sus sentidos. Aquélla era la Paula con la que se había casado, pensó; la chica con cuerpo de mujer a quien él había convencido para que olvidara sus inhibiciones. Y le había enseñado bien. Paula había florecido bajo su experta tutela, disfrutando de su recién descubierta sexualidad, y ahora estaba usándola para destruirlo.


Aun así luchó, empujado por dudas que nunca había reconocido antes. ¿A quién deseaba Paula en realidad? ¿A su marido o a Yves Gauthier, el hombre con el que su mujer había hecho tal amistad y en cuyo coche viajaba cuando tuvo el accidente?


—Hasta que recuperes la memoria ni siquiera me conoces —le dijo, haciendo un esfuerzo sobrehumano


Sé que te deseo y te he deseado desde hace una semana, cuando bajé del avión.


¿Sería cierto?, se preguntó él.


Como intuyendo su inseguridad, Paula se echó hacia delante para que sus pechos lo rozaran.


Por favor, Pedro...


Pedro cerró los ojos un momento, pero ella tomó su mano para llevarla hasta sus pechos. Sus pezones respondieron a la caricia de inmediato y Pedro tuvo que apretar los dientes, excitado como nunca.


Impaciente con su resistencia, y con un abandono que casi lo hizo perder la cabeza, Paula se sentó sobre sus rodillas.


Sus largas piernas desnudas, pálidas como el marfil a la luz de la luna, lo hicieron perderse del todo y, sin pensar, empezó a acariciar sus muslos, atraído por su silencioso canto de sirena, metiendo un dedo por el borde de las braguitas para buscar el escondido capullo.


Paula tembló, dejando escapar un gemido, y él la tocó de nuevo, sabiendo muy bien dónde debía tocarla para darle placer... un sutil aumento de la presión, un ritmo más urgente, mientras unían sus lenguas, insertando tres dedos en sus oscuros confines.


La sublime tortura de tenerla encima y no poder tomar lo que le ofrecía estuvo a punto de hacerlo perder la cabeza. Si lo tocaba, aunque fuese el mínimo roce e incluso con la barrera de la ropa, explotaría. Pero no lo hizo, perdida como estaba en el placer que le ofrecían sus dedos, cayendo luego sobre su pecho, sin aliento después del orgasmo.


Cuando Pedro iba a levantarla para sentarla en el balancín, Paula se agarró a sus hombros.


—No... quiero que estemos juntos.


Pero él había jugado a ese juego de ruleta rusa una vez y no pensaba cometer el mismo error.


—No he venido preparado.


¿Qué importa? Eres mi marido.


Oh, sí importaba. Y seguiría importando hasta que los dos supieran sin la menor sombra de duda que él era el hombre al que Paula deseaba y no sólo esa noche sino para siempre.


—Éste no es el sitio ni el lugar apropiado, Paula. Antonia estará sirviendo la cena y si no aparecemos enseguida enviará a alguien a buscamos.


—Lo dirás de broma.


Juzga por ti misma —dijo él, señalando hacia la terraza con la mano.


Y, efectivamente, Antonia estaba en la terraza buscándolos con la mirada y a punto de ir hacia la piscina.


Haz algo —murmuró, pasándose las manos por el pelo—: No quiero que nadie me vea así.


Tampoco él. Aunque se encontraba en tal estado que lo mejor sería tirarse vestido a la piscina.


—Voy a decirle que iremos enseguida —murmuró—. Entra por la parte de atrás y reúnete conmigo en la terraza cuando puedas.


Paula llegó a su habitación sin que la viera nadie y se encerró en el cuarto de baño. Pero cuando se miró al espejo era como si viera a otra persona. Tenía el rostro enrojecido, el cabello despeinado y los labios hinchados de los besos de Pedro...


¿Qué le había pasado? Seducir a su marido era una cosa, intentar hacerlo en el jardín, donde cualquiera podría haberlos visto, otra muy diferente. Ambas cosas le resultaban extrañas, como si ella no pudiera haberlas hecho, y eso dio lugar a más preguntas.


Turbadoras preguntas.


¿Habría cambiado su personalidad a resultas del accidente y era por eso por lo que Pedro se resistía? ¿Estaría portándose también ella como si fuera una extraña? ¿O estaría yendo demasiado deprisa?


Pero sabía una cosa: lo admitiera o no, Pedro la deseaba tan ardientemente como lo deseaba ella.


Había dejado caer que había problemas en su matrimonio antes del accidente, pero fueran cuales fueran esos problemas, la atracción sexual que había entre ellos seguía intacta. ¿Por qué entonces se negaba a dejarse llevar?


No tenía respuestas para eso, pensó mientras se ponía presentable de nuevo, pero decidió no descansar hasta que las encontrase. Como su marido no parecía dispuesto a dárselas, y no pensaba preguntarle a su suegra, tendría que contar con su propia astucia para reunir las piezas que faltaban.


Y que esas repuestas existían era evidente por aquel fogonazo, aquella extraña visión que había tenido mientras iban a la piscina.


Su oportunidad de investigar llegó al día siguiente, cuando Pedro se marchó a Milán. Más concretamente, la noche siguiente.