lunes, 9 de noviembre de 2015

UNA CITA,UNA BODA: CAPITULO 4





Con el tiempo echándosele encima, se quitó los pantalones del pijama y la camiseta, se hizo una coleta alta porque no tenía tiempo para hacerse nada más en el pelo y se metió en la diminuta ducha, metiendo tripa mientras le caía el agua congelada y esperando a que se calentara.


«Un viaje en avión», pensó. «Rodeada de cámaras, de chicos de iluminación y del contable de Pedro, que es más seco que la mojama». Después, en el aeropuerto, seguirían caminos separados y ella podría seguir adelante con sus vacaciones y recordar lo que era tener una vida sin Pedro Alfonso en el centro de ella.


Una vocecita dentro de su cabeza le dijo: «Si hubieras aceptado uno de los dos estupendos trabajos que te han ofrecido en los últimos meses, sabrías lo que es vivir sin él de manera habitual».


Maldiciendo de una forma nada femenina, Paula se giró de espaldas hacia la ducha dejando que el caliente chorro cayera sobre su piel mientras se enjabonaba el abdomen dibujando círculos con la mano. Dejó caer la frente para apoyarla contra el frío cristal.


Cualquiera de los dos empleos había sonado bien… genial, mejor dicho. Pero trabajar en un estudio no era tan emocionante como viajar, recorrer glaciares y descender en canoa por ríos llenos de cocodrilos, aunque tuviera que contar de cien a cero para no acabar vomitando.


En algún momento del pasado año, la Paula pueblerina se había convertido en una adicta al peligro. Tanto profesional como personalmente. Y todo eso tenía que ver con el hombre cuya imposible ética de trabajo le hacía sentir como si estuviera tambaleándose entre un éxito inmenso y un fracaso colosal en todo lo que hacía.


Sentirse así la volvía loca. Él la volvía loca; Pedro, una persona tan contenida y difícil de conocer. Pero, ¡y lo emocionante que era estar los dos juntos!


Tembló. Fue una sensación deliciosa. De la cabeza a los pies. Una sensación a la que no quería renunciar porque no se veía preparada a hacerlo.


De pronto se dio cuenta de que el agua salía tan caliente que estaba empezando a sudar; podía sentir escozor en la cabeza y en las manos. Se lamió los labios y comprobó que estaban salados.


Se giró para apoyar la cabeza contra el frío de la puerta, aunque descubrió que, después de todo, el agua no estaba tan caliente. Seguía enjabonándose dibujando círculos con la mano por los hombros, los brazos y el pecho a la vez que su cabeza se llenaba de unos impenetrables ojos gris ahumados, un cabello oscuro y ondulado, una incipiente barba, unos hombros lo suficientemente anchos como para cargar con todo el peso del mundo…


El calor palpitó en el centro de su cuerpo e irradió de él, haciéndola tener que respirar por la boca para tomar aire. Se rodeó fuertemente con los brazos.


Brillante, guapísimo e intenso… y, literalmente, al otro lado de la puerta. En el apartamento no había otro sonido que el del agua. La puerta no estaba cerrada con pestillo. Las paredes eran tan viejas y estaban tan combadas que tenía un felpudo contra la parte inferior de la puerta para mantenerla cerrada. Con lo grande que él era, si pisaba con demasiada fuerza los listones de madera del suelo, seguro que la puerta se abriría.


¿Y si sucedía eso y él la veía desnuda y resbaladiza? Y sola y con la piel sonrojada por el calor del agua… pero más todavía por estar pensando en él. ¿Qué haría Pedro? ¿Vería de una vez por todas que en realidad era una mujer y no solo una agenda andante?


No, seguro que no. Y gracias a Dios que no, porque si alguna vez la mirara así, ella no sabría qué hacer. Juntos trabajaban de maravilla, pero por lo demás, ese hombre estaba tan alejado de la realidad de Paula que era prácticamente como si fuera de otra especie.


–Una fantasía perfecta y segura para una chica demasiado ocupada como para encontrar diversión de otro modo –le dijo a la pared.


Pero, de algún modo, había sonado mucho más sofisticado dentro de su cabeza que cuando lo había dicho en voz alta. 


En voz alta sonaba como si ya fuera hora de que empezara a buscarse una vida propia.


Con actitud decidida, soltó el jabón y cerró los grifos. 


Después, fue a agarrar su toalla… pero se dio cuenta demasiado tarde de que la había dejado colgando en el perchero de su habitación. Miró el pantalón del pijama sobre la taza del váter y la minúscula toalla de mano que tenía al alcance. Dejó caer la cabeza contra la mampara de la ducha.





UNA CITA,UNA BODA: CAPITULO 3




Paula estaba en el baño recién levantada y lavándose la cara cuando el timbre de su apartamento sonó justo antes de las seis de la mañana. No podía ser el taxi que la llevaría al muelle porque para eso aún faltaba otra hora.


–¿Puedes abrir tú? –gritó, pero de la habitación de Sonia no salió ni movimiento ni ruido.


Paula se pasó la mano por su aún alborotado pelo y corrió hacia la puerta. La abrió y allí se encontró a la última persona que se habría esperado: Pedro, con la chaqueta de cuero que era la favorita de ella, y los vaqueros oscuros que se tensaban sobre todo la musculatura que cubrían. 


Alto, guapísimo, totalmente espabilado, y allí, en la puerta de su diminuto apartamento.


La situación le parecía tan ridícula que tuvo que frotarse los ojos y, cuando los abrió de nuevo, él seguía allí, en todo su esplendor, aunque ahora sus ojos estaban deslizándose sobre los pantalones de su pijama, la camiseta de la Universidad de Melbourne que perteneció a su padre y sus ajadas botas UGG.


Quería ocultarse detrás de la puerta, pero, por otro lado, también quería dejarse mimar por esa lenta mirada que estaba recorriéndole el cuerpo.


–¿Puedo pasar?


Así, sin un «buenos días», sin un «perdona que te moleste», sin un «está claro que he llegado en mal momento». Él fue directamente al grano.


–¿Ahora? –Paula miró atrás y, sorprendida, vio que los conjuntos de ropa interior de seda de Sonia que solían estar siempre colgando y secándose por todas partes habían desaparecido misteriosamente durante la noche.


–Tengo una propuesta.


¿Que tenía una propuesta? ¿A las seis de la mañana? ¿Una propuesta que no podía esperar? ¿Qué iba a hacer si no invitarlo a pasar?


Él entró y, al instante, el apartamento empequeñeció más todavía con su impresionante presencia.


Cerró la puerta y se apoyó contra ella mientras esperaba a que Pedro terminara de hacer un reconocimiento del lugar. Comparado con su bestial casa con infinidad de habitaciones y vistas a la ciudad, esa debía de parecerle un cuarto de escobas.


–Espero que estés prácticamente preparada. El vuelo sale en dos horas.


Paula se quedó tan sorprendida que se espabiló de pronto; estaba tan despierta como si se hubiera tomado tres tazas de café. ¿Es que se le había vuelto a olvidar? Se apartó de la puerta con las manos en las caderas.


–¿Estás de broma?


–Quítate ese gesto de la cara. No he venido a echarte sobre mi hombro y llevarte a Nueva Zelanda.


Ella tragó saliva… medio contenta, medio decepcionada


–¿Ah, no?


–Lo he comprobado y el ferry tarda un día entero en llegar a Launceston. Me parece una pérdida de tiempo absurda cuando tengo un avión que podría llevarte allí en una hora. Te llevo a Tasmania.


– ¿Y qué pasa con Nueva Zelanda? Me ha llevado un mes organizar a todo el equipo…


–Vamos a desviarnos. Y ahora, venga, date prisa y prepárate.


–Pero…

–Ya podrás darme las gracias más tarde.


¿Darle las gracias? Ese tipo le había echado a perder su brillante plan de tardar doce horas en llegar para poder retrasar todo lo posible el momento de ver a su madre y, al mismo tiempo, para poder ver detenidamente cómo ponía cientos de kilómetros entre ellos dos. Sin embargo, Pedro lo estaba haciendo, al parecer, en un intento de ser agradable. 


Si las cosas seguían por ese camino tan surrealista, no le extrañaría que Sonia saliera de su habitación y le comunicara que iba a meterse a monja.


–Está decidido –dijo él y se acercó.


Ella colocó las manos delante, para mantenerlo alejado y, a la vez, para contenerse y no subirse a la mesita de café y estrangularlo.


–No, yo no he decidido nada.


Era un hombre testarudo, pero ella también. Su padre había sido un verdadero encanto, así que la terquedad ocasional que la invadía era el único rasgo que había heredado de su madre.


–Sé lo mucho que trabajas y, comparado con la mayoría de la gente que me he encontrado en este negocio, lo haces de buena gana y te vuelcas en ello. Y te lo agradezco. Así que, por favor, acepta que te lleve.


Ese hombre estaba esforzándose tanto por darle las gracias… a su modo… que parecía como si le fuera a estallar una vena de la frente.


Paula levantó las manos y resopló antes de decir:


–De acuerdo, propuesta aceptada.


Inmediatamente, él se mostró aliviado y un poco relajado. Se giró, eligió un sillón y se sentó fingiendo interés en la revista que había agarrado y que anunciaba un artículo llamado 101 trucos para tu pelo en verano.


–Nos marchamos en cuarenta y cinco minutos.


Bueno, parecía que los momentos agradables y felices habían llegado a su fin; él ya había recuperado su talante habitual.


Paula miró el viejo y excesivamente grande reloj de buceo de su padre. ¿Cuarenta y cinco minutos? ¡Estaría lista en cuarenta!


Sin decir más, se dio la vuelta y corrió hasta su habitación. 


Agarró la apropiada ropa para viajar a Tasmania que se había preparado la noche antes y entró en el baño. Sonia estaba allí, depilándose las cejas ataviada con un kimono de seda verde botella, y Paula frenó en seco haciendo que sus botas chirriaran sobre las baldosas.


–¡Sonia! ¡Qué susto me has dado! Ni siquiera sabía que estabas en casa.


Sonia sonrió al espejo.


–Solo quería daros un poco de intimidad al jefe y a ti.


De pronto Paula recordó la ausencia de ropa interior colgada.


–¡Sabías que iba a venir!


Su amiga tiró las pinzas al lavabo y se giró hacia ella.


–Lo único que sé es que desde que volvimos a la oficina ayer por la tarde, no dejó de decir «Tasmania esto, Tasmania lo otro…» y todo lo demás quedó designado como «prioridad secundaria».


Paula abrió la boca asombrada, aunque no logró decir nada.


–A mí nunca me ha ofrecido llevarme a casa en avión por Navidad y llevo trabajando para él el doble de tiempo.


–Porque tus padres viven a quince minutos en tranvía de aquí –Paula sacó a su amiga del baño de un empujón y cerró la puerta de golpe.









UNA CITA,UNA BODA: CAPITULO 2




El sonido ronco de la risa de Pedro hizo que una calidez la invadiera. Disfrutar de él desde el otro lado de los muros que llevaba como si fueran una segunda piel ya era
bastante imprudente; soportar el bombardeo de su atención personal era una batalla totalmente distinta.


–Si de verdad quieres saber por qué tienes tanta suerte, llama a la hija de esa señora. Llévala a cenar. Pídeselo tú mismo –sacudió delante de él el trozo de hoja con la dirección y el Número de teléfono de la mujer–. Esa sí que es una buena estrategia de relaciones públicas. «Pedro Alfonso sale con una fan. Se enamora. Se muda a un barrio residencial de las afueras. Entrena a los chavales de la Pequeña Liga. Aprende a cocinar asado de cordero».


Podía notar cómo él iba estrechando los ojos detrás de sus gafas de sol.


–En este momento –dijo con un profundo tono de advertencia–, me alegra mucho, mucho, que seas mi asistente y que no estés al mando del departamento de Relaciones Públicas.


Paula se guardó el papel en su sobrecargada agenda de piel y respondió:
–Sí, yo también. No estoy segura de que haya dinero suficiente en el mundo que pudiera tentarme para aceptar un trabajo en el que tendría que pasarme los días intentando convencer al mundo de lo maravilloso que eres. Quiero decir, yo trabajo duro, pero tanto…


Con gesto serio y la frente fruncida, se echó hacia delante para apoyar los brazos en la mesa; era un hombre tan grande que le tapó el sol; una sombra con un halo dorado perfilando su silueta.


Los dedos de Paula podrían haberlo tocado con solo estirarse y eso hizo que se le pusiera el vello de punta. Tenía los pies tan echados atrás y tan tensos para no rozarse con los de él que le dio un calambre.


–¿No estamos de un humor algo raro hoy? –le preguntó en un tono que pareció tan íntimo que a ella le fallaron las rodillas– . Bueno, ¿qué importa?


Se quitó las gafas y ahí pudo ver sus ojos gris ahumado, unos ojos que en ese momento estaban tan oscuros que el color era impenetrable.


Ese hombre era tan adicto al trabajo que jamás la miraba si no era para gritarle una docena de instrucciones; sin embargo, en ese momento la miró sin más. Y esperó. A Paula se le hizo un nudo en la garganta.


–Lo que importa –dijo otra voz– es que la mente de nuestra Paula ya está pensando en un fin de semana de libertinaje y en un revolcón.


Paula se estremeció tanto ante la brusca intrusión que se mordió un labio, pero incluso asaltada por el pequeño dolor, pudo notar lo que le pareció una mínima expresión de decepción en el rostro de Pedro. Después, él bajó la mirada hasta su labio hinchado que Paula estaba rozándose con la lengua. Y entonces, como si todo hubiera sido imaginación suya, giró la cabeza, se recostó en la silla y se dirigió al dueño del soez comentario.


–Sonia. Qué alegría que hayas venido.


–Un placer –respondió Sonia.


–Llegas en el momento oportuno –añadió Paula con la voz algo más entrecortada de lo que le hubiera gustado–. Pedro estaba a punto de ofrecerme tu trabajo.


Sonia ni se estremeció, pero el atisbo de diversión que vio en el gesto de Pedro le hizo sentir una intensa calidez por dentro. Sonia no solo era una gurú de las Relaciones Públicas, sino también la compañera de piso de Paula… y la única razón por la que sabía utilizar un secador de pelo y por la que en su armario no había únicamente vaqueros y camisetas.


Sonia apoyó su curvilíneo cuerpo en una silla y se cruzó de piernas sin apartar los ojos de su iPhone mientras desplazaba un dedo asombrosamente deprisa sobre la pantalla.


La actitud de su amiga la puso nerviosa, tanto que le agarró el teléfono y la despertó de una especie de trance.
Paula dijo:
–Si estás pensando en twittear algo sobre mi fin de semana fuera, sobre libertinaje, revolcones o algo parecido, por mucho que te refieras a mí como «empleada anónima de Producciones Alfonso», pediré una hamburguesa de remolacha y te la echaré en el vestido.


Sonia posó la mirada sobre la lana color crema del vestido que le había prestado a Paula y, muy despacio, se guardó el teléfono en su bolso de piel de cocodrilo.


–¿Por qué me siento más que nunca como si estuviera al otro lado del espejo con vosotras dos?


Las dos amigas se giraron hacia Pedro.


–Tengo la sensación de que me va a producir indigestión sacar el tema, pero no puedo evitar preguntar. ¿Libertinaje? ¿Revolcones?


Al pronunciar la palabra «libertinaje» sus grises ojos se posaron fijamente en Paula; fue solo una fracción de segundo, antes volver a mirar a Sonia, pero fue suficiente para dejar a Paula sin aliento.


¡Sí que necesitaba unas vacaciones! ¡Y ya mismo!
Sonia pidió un expreso y dijo:
–Para tratarse de alguien tan inteligente, tienes una memoria pésima en todo lo que no gire en torno a ti o tus montañas. Este es el fin de semana que nuestra Paula vuelve a casa, a la encantadora isla de Tasmania, para ser la dama de honor de la boda de su hermana Elisa que ella misma ha organizado.


–¿Es este fin de semana?


Paula lo miró como si no pudiera creer lo que estaba oyendo. Durante los últimos quince días se lo había dicho como unas veinte veces, aunque estaba claro que no le había hecho caso.


Sonia había dado en el clavo: si algo no le interesaba a Pedro, en su cabeza era como si no existiera.


–Este fin de semana tengo el viaje a Nueva Zelanda.


–Sí, lo tienes –respondió Paula mirando el reloj–. Y yo ya 
llevo diez minutos de más trabajando. Sonia, ¿qué planes tienes tú?


Sonia sonrió de oreja a oreja ante el sarcasmo que rezumaba de las palabras de Paula.


–Me quedaré sentada sola en nuestro apartamento, sintiéndome extremadamente celosa porque este fin de semana vas a tener mucho donde elegir.


–¿Elegir qué?


–Elegir entre un montón de hombres arreglados y perfumados y rodeados por mucho más romanticismo concentrado del que pueden soportar. Estarán paseándose por esa boda como lobos en celo. Es el evento más primario que se puede ver en la sociedad civilizada –y con eso se echó atrás en su silla abanicándose la frente con la mano antes de seguir escribiendo en su móvil.


Paula sintió un poco más de calor en la ya de por sí calurosa tarde de Melbourne. Tras haber insistido en planear la boda de su hermana pequeña en los ratos libres que había tenido cada día, movida tal vez por el sentimiento de culpabilidad de ser dama de honor a varios cientos de kilómetros, había estado tan ocupada que la idea de vivir una aventura de fin de semana no se le había pasado por la cabeza. Aunque, tal vez, un ardiente fin de semana era justo lo que necesitaba para desconectar, recargar pilas y recordar que existía un mundo más allá de la órbita de Pedro Alfonso.


–Los acompañantes del novio seguro que serán guapísimos –continuó Sonia–, pero estarán tan preparados para la acción que resultará embarazoso. Mejor que los evites. Mi consejo es que busques otro invitado que resulte más misterioso y que no sea pariente de nadie que conozcas. O un pescador.


Paula cerró los ojos algo molesta ante la burla de Sonia hacia su pueblo.


–¿Estás tomando la píldora, verdad?


–¡Sonia!


Eso sí que había sido ir demasiado lejos. Pero era verdad, tomaba la píldora a pesar de que últimamente no había tenido muchos motivos para hacerlo. Su horario de trabajo era prohibitivo y su empleo tan absorbente que estaba demasiado agotada como para recordar por qué había empezado a tomarla en un primer momento.


Pero ahora la esperaban cuatro días enteros en un precioso hotel en medio de la nada y rodeada por docenas de solteros. Un pequeño fuego se encendió en su interior por primera vez en meses desde que había sabido que iría a casa a pasar unos días. Estaba a punto de tener la oportunidad de darse tiempo y espacio para ella misma y de conocer a un chico. ¿Qué probabilidades tendría de encontrar al hombre de su vida en la isla de la que hacía tantos años se había marchado?


Vio que Pedro estaba mirándola y le dijo:
–Ahora voy a la oficina a asegurarme de que Sebastian tiene todo lo que necesita para ocupar un puesto durante este fin de semana.


–¿Es tu sustituto para una búsqueda de localizaciones tan importante? ¿El becario enamoradizo?


–Sebastian no está enamorado de mí. Solo quiere ser igual que yo cuando llegue el momento.


–Pero si prácticamente se le cae la baba cada vez que entras en la sala.


¿Tanto se había fijado…?


–Pues mejor para ti. Así, no estando yo, este fin de semana estarás libre de babas.


–¿Ese es el aspecto positivo?


Paula se encogió de hombros.


–Ya te dije que se me dan fatal las Relaciones Públicas, aunque por suerte para mí, soy tan buena en mi trabajo que ya estás echándome de menos por adelantado. Es más, está tan claro que me echarás tantísimo de menos que creo que este es el momento ideal para pedirte un ascenso.


Fue un comentario sin importancia, en broma, pero pareció que él se lo había tomado en serio. Tras sus ojos grises parecía estar levantándose una fuerte tormenta. Alargó la mano, le quitó a Sonia una galletita de azúcar de su plato y, cambiando de tema, dijo:
–Cuatro días.


–Cuatro días y unos preparativos prenunciales tales que te pensarías que va a ser una boda real –pero no, la novia era simplemente su hermana–. La boda es el domingo y yo volveré el martes por la mañana.


–Y se le habrá contagiado el patetismo, sin duda –apuntó Sonia–. Al fin y al cabo, su madre fue Miss Tasmania. Ahí abajo ella está considerada ganado de buena cría.


Por suerte, en ese momento su amiga vio a alguien con quien cotorrear y así, con un «¡Queriiiiiida!» se marchó, dejando a Pedro y a Paula solos otra vez.


Pedro estaba observándola en silencio y gracias a Sonia, que obviamente había nacido sin un pelo de discreción, Paula se sentía casi como si no pudiera respirar después de tantas alusiones al sexo.


–¿Entonces te vas a casa?


–Mañana por la mañana. Aunque anoche soñé que los piratas habían asaltado el Espíritu de Tasmania.


–¿Vas a ir en barco?


–Pensé que, de todo el mundo, tú serías el que más apreciaría la aventura de que me fuera en barco.


Aunque, claro, para Pedro un asiento reclinable en un ferry de lujo no era exactamente lo que él llamaría «aventura». 


Sudor, dolor, la prueba definitiva de valor y fuerza de voluntad, un hombre probándose a sí mismo en situaciones extremas… eso sí que era otra cosa. Ella, por el contrario, ya había comprado cajas de pastillas para el mareo.


Cada vez que viajaba en barco con él elegía sentarse en la parte central y se acostumbraba a mirar al horizonte mucho tiempo para intentar disimular y mantener la apariencia de empleada perfecta; de una empleada irremplazable.


En absoluto le diría que la auténtica razón por la que había optado por un viaje en barco, que duraría doce horas, antes que el vuelo de una hora era que, aunque estaba deseando tener un descanso, por otro lado le aterrorizaba volver a casa. Había vuelto a Tasmania una vez desde que se había marchado hacía siete años y había sido para la
celebración del cincuenta cumpleaños de su madre; o eso le habían dicho, porque al final había resultado que era para su tercera boda… con un imbécil que había ganado una fortuna con herramientas de jardín. Paula se había sentido dolida, su madre no había entendido por qué y la pobre Elisa, que por aquel entonces tenía dieciséis años, había estado en el medio de las dos. Había sido un desastre.


Por eso, si tenía que soportar doce horas sin comer otra cosa que galletitas saladas resecas y controlando las náuseas, merecería la pena.


–¿Alguna vez has estado en Tasmania? –le preguntó deseando cambiar de tema.


–No.


–¿No? ¡No me lo puedo creer! Pero si está ahí al lado y es preciosa. La mayor parte de su territorio es bastante abrupto y virgen. Están los acantilados de Queenstone, donde parece como si las garras de un gigante hubieran arrancado el cobre de la tierra, Ocean Beach, cerca de Strahan, donde los vientos soplan con fuerza por toda la costa. Y después está Cradle Mountain, que es donde se va a celebrar la boda. Es un lugar frío, escarpado y simplemente asombroso, que descansa sobre el borde del lago cristalino más bonito que pueda haber. Y eso solo es una diminuta parte de la Costa Oeste. Toda la isla es mágica, tan exuberante, diversa, hermosa, desafiante…


Se detuvo para tomar aliento y, tras despertar de su ensimismamiento, se dio cuenta de que Pedro estaba mirándola, estaba escuchándola. Escuchándola de verdad, como si su opinión le importara.


Comenzó a palpitarle el corazón con fuerza, pero era peligroso seguir por ese camino ya que era un hombre inaccesible, una isla en sí mismo, y ella no podía permitirse sentir nada por él.


Se levantó rápidamente y se echó al hombro su gran bolso de piel.


Pedro también se levantó, fue un gesto instintivo que a ella le encantó, aunque millones de hombres se levantarían cuando lo hiciera ella. Al menos, miles… Y existía la posibilidad de que alguno de ellos estuviera en la impresionante boda de su hermana buscando, tal vez, un poco de amor y diversión.


Buscando a alguien con quien desconectar y dejarse llevar.
O tal vez más…


–Espero que te guste mucho Nueva Zelanda.


–Que lo pases bien, Paula. Y no hagas nada que yo no haría.


Ella le lanzó una sonrisa.


–No temas. No tengo ninguna intención de quedarme dormida ni de ir a la tintorería a recoger ropa.


Él se rio y ese sonido extrañamente relajado le recorrió el cuerpo. Vibró. Por dentro y por fuera.


Cuando Pedro volvió a sentarse en su silla, Paula se puso las gafas de sol, respiró hondo el fresco aire del invierno y se dirigió a la parada de tranvía que la llevaría hasta su apartamento en Fitzroy.


Y así fue como comenzaron las primeras vacaciones de Paula en casi un año; su primer viaje a casa en tres; la primera ocasión en la que vería a su madre cara a cara desde que se había casado… otra vez.


Ya podía empezar a invadirla el pánico…