domingo, 22 de noviembre de 2015

CULPABLE: EPILOGO




Paula tenía razón sobre eso. Era imposible llevar una vida aburrida con cuatro hijos.


Y menos cuando todos rondaban la adolescencia. Nadie podía decir que en su casa no hubiera dramas.


De hecho, en aquellos momentos, a poca distancia de donde Pedro y ella estaban, junto a la costa, Marco, el más pequeño, estaba molestando a Lilia, la mayor, con un pedazo de alga. Y Analia y Lucia, las otras dos los miraban divertidas.


Paula miró a su marido, que parecía tan divertido como los niños.


–Deberías decirle algo – dijo ella.


–Es probable – contestó Pedro con una sonrisa.


Su sonrisa todavía hacía que le flaquearan las piernas.


–No vas a hacerlo.


–Yo no tuve hermanos, pero me gustaría pensar que, si los hubiese tenido, habría hecho cosas parecidas a las que hace Marco. Es un chico listo. El único chico, así que debe aprovecharse.


–Es un niño difícil.


–Creo que lo ha heredado de ti.


Paula se rio.


–¿Crees que yo soy difícil?


Pedro la besó en el cuello y ella se estremeció.


–Me encantas.


Era divertido pensar en cómo se habían conocido. En cuando descubrió que estaba embarazada por primera vez. 


En lo mucho que se asustó y en cómo es enfadó cuando Pedro insistió que quería formar parte de la vida de su hijo.


Si hubiese podido asomarse al futuro por una ventana, Paula no habría tenido ninguna duda.


Recordaba perfectamente el momento en que le contó a Pedro lo del bebé, y cuando se marchó de su oficina, pensando que, al menos, tenía la posibilidad de empezar de nuevo.


Y no se equivocó. Únicamente en los detalles.


Nunca había imaginado tanta felicidad. Ni que su vida pudiera estar llena de amor.


Había pasado veintidós años sintiendo que nadie la amaba. 


Y en los quince años que llevaba con Pedro, no había pasado un solo día sin sentirse amada. Sin saber que él la amaba.


–Sabes, me alegro mucho de haberte robado el dinero – dijo ella.


–¿Y a qué viene eso?


–Estaba pensando en cómo nos conocimos. En cómo has cambiado mi vida.


–Bueno, me alegro mucho de haberte pillado.


–Yo también.


–Y también de que decidieras quedarte.


–Y yo.


–Sabes, lo que no me gusta mucho es pensar en lo cretino que era cuando nos conocimos. El otro día estuve pensando en lo que te dije en el hotel el primer día.


–¿De veras?


–Sí – dijo muy serio– . Te dije que te llevabas la mejor parte. Porque lo veía como si me hubiera gastado un millón de dólares en sexo.


–Ah, sí. ¿Cómo iba a olvidarlo?


–No puedes. Fue horrible, pero ahora, sabiendo lo que sé, debería habértelo dado todo.


–¿Porque tener esposa e hijos te ha resultado muy caro? – preguntó ella con una amplia sonrisa.


–No, porque no tienes precio. Ahora sé con total seguridad que eso es lo más importante. Después de todos estos años contigo, observándote, creciendo a tu lado, amándote, he conseguido fortalecer mi amor. Y habría dado cualquier cosa, entonces y ahora, por tenerte en mi vida para siempre – le acarició la mejilla y la besó en los labios– . Todo lo que tengo no merece la pena sin ti.


Ella miró a su marido con ternura. Con amor.


–Me tienes. Para siempre.









CULPABLE: CAPITULO 26




Pedro se había encerrado en su museo personal cuando Paula se había marchado para recoger sus cosas.


Había permanecido allí durante las últimas horas, haciendo un inventario mental de todo lo que poseía. Todo estaba en su sitio. No faltaba nada. Y, sin embargo, su casa parecía vacía. Su cuerpo se sentía vacío. Como si Paula le hubiera arrancado algo fundamental y se lo hubiera llevado con ella.


Y ninguna de sus cosas servía para llenar su vacío.


«Porque tú la amas, y has sido demasiado cobarde para decírselo».


Era cierto. La amaba, pero el amor era la cosa más aterradora en la que podía pensar. Algo que solo había experimentado durante sus primeros cinco años de vida.


«Pero el regalo permanece».


Se pasó la mano por el cabello y se acercó a la vitrina donde tenía una de sus jarras. La empujó contra la columna y rompió el cristal y la jarra. No se sintió peor.


Se volvió y tiró otra vitrina. Había perdido dos cosas de su colección y no le importaba. Nada importaba.


Las cosas que tanto había protegido no significaban nada para él. No le ofrecían protección. Se sentía herido y nada de aquello podía aliviar su dolor.


Ella era todo lo que le importaba, y la había dejado marchar.


«Ella no te eligió. Tenías que dejarla elegir».


No tenía ninguna recompensa por haberse comportado como debía. Soltó una carcajada. Había pasado toda la vida comportándose como quería, porque sabía que no tenía sentido comportarse como otros esperaban. Y ese día lo había confirmado.


Había hecho lo correcto. Y no se sentía mejor por ello.


Vería a su hijo cuando viajara a Nueva York. ¿Y qué pasaría si ella se casaba con otro hombre? Otro hombre representaría el papel de padre para su hijo o hija. Otro hombre se acostaría con su mujer.


Porque, aunque hubiera permitido que se marchara, no conseguía dejar de pensar que ella era suya.


Para siempre.


Quizá se hubiera marchado, pero los cambios que había provocado en él permanecerían.


Miró los cristales que había en el suelo y se percató de que no necesitaba nada de todo aquello.


Eso era nuevo. Era diferente. Y todo, gracias a ella.


Y no, no tendría a Paula a su lado, pero sería un buen padre para su hijo. Y sin ella, sin haberla tenido en su vida, él no habría sido capaz de serlo.


Había cambiado.


Aunque en esos momentos no se sentía recompensado por ello, sabía que lo estaría en un futuro. Al menos por ser capaz de tener una relación con su hijo. Era su oportunidad de tener una relación de amor.


Abrió la puerta y salió de allí. Necesitaba darse una ducha para despejar su mente y decidir qué haría a partir de entonces.


Al entrar en su habitación se detuvo en seco. Había una bolsa en el centro de la cama.


Se acercó a ella con el corazón acelerado. Nadie entraba allí excepto cuando él daba permiso a sus empleados para que lo hicieran. Y él no le había dado permiso a nadie.


La bolsa tenía un papel de seda en su interior y un sobre entre sus pliegues. Pedro abrió el sobre y sacó la nota que había dentro.



Te reunirás conmigo en la terraza. En esta bolsa encontrarás mi anillo de compromiso. Si tienes interés en seguir adelante con la boda, me pondrás el anillo en el dedo. Y te arrodillarás ante mí. No hay otra opción.

P.


Temblando, Pedro retiró el papel de seda de la bolsa y encontró la caja del anillo en el fondo. La abrió y vio el anillo. 


Paula estaba allí. No se había marchado. Estaba esperándolo en la terraza.


Agarró la caja con fuerza y salió corriendo hasta el salón. 


Ella estaba allí, fuera, en la terraza. Tal y como le había dicho.


Y él ya no se sentía vacío.


Ella lo había elegido.


Tuvo que hacer un esfuerzo para avanzar hasta ella. Él nunca estaba nervioso, y sin embargo, ese día sí. Paula tenía la capacidad de poner su vida patas arriba.


Se detuvo en la puerta y admiró su belleza.


–Has vuelto.


Ella lo miró y sonrió.


–No llegué muy lejos. Cuando arrancaron el motor comencé a gritar para que lo pararan. Creo que estaban preocupados por si estaba teniendo una crisis y necesitaba ayuda médica.


–Pero no era así.


–No. Solo me di cuenta de que estaba cometiendo un error.


–¿Por qué? Parecías muy segura cuando te marchaste.


–Estaba esperando algo, pero yo no te había dado nada. Quería que me dieras un motivo para que me quedara, pero no te había dado un motivo para que me lo pidieras. Ahora voy a dártelo – lo miró a los ojos fijamente– . Te quiero. Y me gustaría ser tu esposa. Lo que no quería era casarme contigo solo para que me ignoraras, solo para que me trataras como una pertenencia más y que pudieras custodiarme. Sin embargo, nunca te di una oportunidad. Y nunca te pedí que me quisieras. Así que lo voy a hacer ahora. Porque, si no te doy una oportunidad, ¿qué clase de amor es ese?


–Más del que merezco. No te he dado motivos para que me des una oportunidad.


–Sí me los has dado. Las cosas no empezaron muy bien entre nosotros, pero tú has cambiado. Y yo también.


–Yo he cambiado. Y no te imaginas cuánto.


–Sí.


–No, porque no te lo he contado todo. No te he contado cómo me siento – Pedro respiró hondo– . Paula, te quiero. Debería habértelo dicho antes, pero la idea de sentir amor me aterrorizaba, porque amé a mi madre y la perdí. Y he pasado casi treinta años de mi vida sin amor. Y en algún momento, durante mi paso por casas de acogida, decidí que ya no lo necesitaba. Y cuando uno toma una decisión así, ha de olvidar lo que se siente con amor. Has de olvidar por qué es bueno. Para poder escapar de las malas emociones has de borrar muchas de las buenas. Y eso es lo que hice. Hasta que te conocí.


Pedro


–No, déjame acabar – suspiró– . Había un vacío en mí. Un vacío en mi vida. Lo ha habido siempre, desde que perdí a mi madre. Y era mucho más sencillo fingir que la casa y las cosas que tenía en ella eran parte de ese vacío, porque eran reemplazables. Pero mi madre sacrificó todo para cuidar de mí. Para criarme mientras pudo. Yo olvidé su sacrificio. 
Olvidé la importancia de su amor porque era demasiado doloroso. Y me convertí en alguien de quien ella no habría estado orgullosa, pero ahora quiero cambiar. Quiero ser un buen padre para nuestro hijo. Quiero ser un buen marido para ti. Quiero dejar de tener miedo, porque no creo que el amor y el miedo puedan existir en el mismo corazón.


Pedro, yo también te quiero – dijo ella, besándolo en los labios.


Al instante, él se sintió aliviado. Feliz.


–Es muy extraño, Paula. En muchos aspectos eres mi peor pesadilla. Me robaste dinero, y ya sabes lo que eso significa para un hombre como yo. Después me robaste el corazón. Lo que más he protegido del mundo. Y, sin embargo, estoy muy agradecido de que lo hicieras.


–Sí, bueno, siento lo del dinero. No tanto lo de tu corazón.


–Yo no lo siento por ninguna de las dos cosas. Gracias a ello estamos juntos.


–¿Qué vamos a hacer cuando nuestro hijo pregunte cómo nos conocimos?


Él se rio, y por primera vez en mucho tiempo, lo hizo con humor.


–Supongo que le diremos la verdad. Que conocí a una bella ladrona y que la llevé a mi isla privada, donde nos enamoramos. No nos creerá, por eso creo que la verdad nos será de utilidad.


–Cuando lo cuentas así parece muy romántico.


–¿No lo es? Yo creía que sí – abrió la mano y miró la caja del anillo– . Al menos, lo será si el resto sale bien – se arrodilló frente a ella y dijo– : ¿Me darás tu mano?


–Por supuesto – dijo ella, con lágrimas en los ojos.


Él le sujetó la mano izquierda y le colocó el anillo en el dedo.


–Paula, ¿quieres casarte conmigo?


–Sí – dijo ella.


Por fin había aceptado.


Por fin lo había elegido.


Él se puso en pie, la abrazó y la besó de forma apasionada.


–Te quiero – le dijo– . Y seré un esposo terrible. Al menos, al principio, porque estoy cambiando, pero sabes que poco a poco. Cometeré errores. Me va a llevar un tiempo comprender estos sentimientos nuevos, pero quiero hacerlo. Porque tú eres más importante que protegerme a mí mismo. Y mucho más importante que mi orgullo. Que cualquier pieza de mi colección. He roto una jarra.


–No.


–Sí. He roto dos.


Pedro, ¿por qué lo has hecho?


–Porque estaba enfadado. Y porque no tienen importancia. Lo único que me importa eres tú. Y tú no eres un objeto. No puedo coleccionarte. No puedo poseerte. Y no quiero hacerlo, porque me gusta cuando te enfrentas a mí. Me gusta tu mente, igual que tu cuerpo. Quiero que estés al mismo nivel que yo. No quiero cambiar tu vida más de lo que tú has cambiado la mía.


–Antes de conocerte sentía que no me conocía. Me sentía como si todo lo que hacía fuera parte del papel que representaba en ese momento. Me sentía poca cosa, sin sustancia. Entonces, me miraste y me dijiste que no tenía precio. Que importaba. Cuando todo el mundo me hacía sentir que hacía que sus vidas fueran menos… Tú me hiciste ver que no podía ser cierto. No si para ti tenía tanto valor. Y ahora sé quién soy. Y lo que quiero. Y más que eso, sé lo que merezco.


–¿Y qué es, cara mia?


–Que me quieran. Y tenerte a mi lado.


–¿Algo más? – preguntó él antes de besarla de nuevo.


–Uy, hay una larga lista, pero eso podemos hablarlo luego.


–¿Sí?


–Quiero tener un poni – dijo ella, pestañeando de forma coqueta.


Él se rio.


–Hablaremos de ello – le dijo.


–¿Por qué no lo hablamos después de pasar un rato arriba? Tengo la sensación de que para entonces estarás de mejor humor.


–Llevo de mejor humor desde el momento en que entraste en mi vida.


–¿De veras?


–Bueno, no todo el rato.


Ella sonrió.


–Bien. No me gustaría que se convirtiera en algo predecible.


–Esa es una cosa de la que creo que no tendré que volver a preocuparme.


–Sí, una estafadora reformada casada con un millonario italiano. Una cosa es segura, nuestra vida nunca será aburrida










CULPABLE: CAPITULO 25




Paula consiguió mantener la compostura hasta que estuvo cómodamente sentada en el avión privado de Pedro.


En cuanto las puertas del avión se cerraron, comenzó a llorar. No quería marcharse. Eso era lo peor. Quería quedarse y aceptar lo que él estaba dispuesto a darle. 


Aunque no fuera lo que deseaba. En esos momentos deseaba haberse quedado, aunque él solo estuviera dispuesto a darle las migas de lo que ella anhelaba.


Porque cualquier cosa debía ser menos dolorosa que aquello. Una vida formando parte de una colección, siendo simplemente una pertenencia más, debía de ser mejor que una vida sin él. Una vida sabiendo que él estaría acostándose con otras mujeres, y que ella nunca volvería a quedarse dormida entre sus brazos. Que él nunca volvería a besarla.


No iban a formar una familia.


«A menos que vaya a buscarte», le dijo una vocecita.


Podía ser. Podía ser que él fuera a buscarla. No era posible que la dejara marchar. No después de lo que había pasado entre ellos. No después de que él la hubiera abrazado para decirle que le pertenecía. Ella había visto cómo guardaba sus cosas preciadas. Y si ella era una de ellas, no permitiría que se marchara.


Iría a buscarla.


Esperó mientras la tripulación preparaba la cabina para el despegue y mientras el motor comenzaba a calentarse. 


Empezó a llorar con más fuerza, consciente de que él no iba a ir a buscarla.


No podía.


Y de pronto, se percató de que había sido una idiota.


Él la estaba dejando marchar porque ya no la consideraba una pertenencia.


Quizá no la quería. Y quizá nunca llegara a quererla. Ella odiaba la idea de tener que enfrentarse a ello. Él estaba cambiando y era un primer paso. Algo muy alejado del hombre que le había enviado lencería, la nota con sus exigencias. Y eso era importante.


Ella no quería vivir enamorada y sola. Aquello era una prueba de ese amor y estaba fallando.


Se suponía que en el amor no cabía el egoísmo.


No, su vida no había sido fácil. Y tampoco la de Pedro. Ella estaba aprendiendo, estaba cambiando, y lo estaba haciendo más deprisa que él. Sin embargo, él tenía un camino más difícil, y si ella no estaba esperándolo al final del recorrido, ¿para qué servía el amor que sentía por él?


Ella era más fuerte que todo eso. No podía salir huyendo cuando las cosas se ponían difíciles. Lucharía y presentaría sus exigencias, porque lo merecía.


Había pasado toda la vida esperando a que alguien la quisiera, pero ni una sola vez había pedido que la amaran.


Pedro, no se lo iba a pedir, se lo iba a exigir.


–Paren el avión – se percató de que la tripulación no podía oírla con el ruido del motor– . ¡Paren el avión!












CULPABLE: CAPITULO 24




No quiero ser tu esposa».


Las palabras de Paula resonaron en su cabeza mientras él se dirigía a su galería. Necesitaba estar rodeado de sus cosas.


No sabía por qué ella estaba luchando contra él. ¿Por qué hacía que se sintiera como un carcelero, cuando lo había tratado como un amante durante las semanas anteriores? Él no era su enemigo.


Le había regalado un anillo y le había prometido fidelidad.


Y así era como se lo agradecía, poniéndose ante él vestida de novia y diciéndole que no quería casarse.


Ella era suya, y eso era innegociable.


Se acercó hasta la vitrina de los soldaditos y recordó que su madre se los había regalado. No esos exactamente, pero unos parecidos. También recordó el vacío y la pérdida que había sentido poco tiempo después.


No tenía sentido. Paula estaba allí, igual de custodiada que el resto de cosas que tenía en aquella habitación. No podía abandonarlo.


Entonces, ¿por qué se sentía como si la hubiera perdido?


«Porque no puedes poseer a una persona. Ella tiene que elegirte».


Nadie lo había elegido nunca. Había pasado de familia en familia por obligación, para cobrar un dinero por formar parte del sistema de casas de acogida, pero nadie lo había elegido.


«Mamá te eligió. Aunque le costara el orgullo, la riqueza y todos los lujos a los que se había acostumbrado. Su vida».


Se cubrió los ojos con las manos y los apretó, tratando de calmar el dolor que sentía.


Había pasado toda una vida tratando de no tener sentimientos. Y lo que le pasaba era muy difícil de admitir.


«Amor».


No. El amor era doloroso. Devastador.


No se podía comprar. Y no se podía reemplazar.


«Pero el efecto del regalo permanece…».


Él se volvió hacia la vitrina. No eran los soldados los que le importaban, sino lo que había sentido cuando se los regalaron.


El vacío que había sentido no era por haber perdido sus cosas, sus juguetes. Aunque habría sido más fácil de haber sido así, porque él podía comprar cosas, podía reemplazaras, pero nunca podría reemplazar el amor que había recibido durante los primeros cinco años de su vida y que nunca había vuelto a recibir.


«No puedes forzar que Paula te quiera obligándola a quedarse contigo».


Sabía que era verdad.


Todo lo que tenía en aquella habitación nunca le había dado nada. No eran más que cosas vacías de poder, de vida. Él había tratado de convencerse de que con ellas llenaría su vacío. Había pensado que llenando su casa de cosas podría alejarse del niño pequeño que había sido. El niño que se había quedado solo en su casa vacía de Roma.


Sin embargo, lo único que habían hecho era enmascarar su pérdida.


No podía sustituir a su madre con arte, con coches, con dinero.


Y no podía hacer que Paula lo amara obligándola a quedarse a su lado. Ella tenía razón, nunca sería más que una prisionera si él la obligaba a quedarse.


«Has de dejarla marchar. Has de darle la opción de elegir».


«Pero puede decirte que no».


Ignoró las últimas palabras y salió de la habitación. Sí, quizá le dijera que no, pero nunca le había dado la oportunidad de que dijera que sí. Y si decía que sí…


Necesitaba que ella dijera que sí.


Se dirigió a la parte central de la casa sin saber dónde podría encontrarla. Ella lo había evitado desde la última discusión que habían tenido, pero solo porque él se lo había permitido.


La buscó en la terraza y vio que estaba apoyada en la barandilla. Llevaba un vestido corto de color azul y su melena estaba agitada por el viento. Nunca había estado más guapa. Nunca le había parecido tan importante en su vida.


Y estaba a punto de ofrecerle la libertad.


Era idiota.


–No te mandaré a la cárcel – dijo él, cuando se acercó a ella.


Paula se volvió para mirarlo, arqueó las cejas y no dijo nada.


–Eres libre. Me refiero a que eres libre de todas las amenazas que te he hecho. No presentaré cargos en tu contra por la estafa que hiciste con tu padre. No me importa si él me devuelve el dinero o no. No tienes que casarte conmigo. Acordaremos una custodia para nuestro hijo. Te pasaré una pensión. No tendrás nada que temer de mí.


–¿Me dejas marchar?


–Sí. Te dejo marchar – tragó saliva– . No tienes nada que temer.


–¿No tengo que quedarme?


–Por supuesto que no tienes que quedarte.


Entonces, él se percató de que su respuesta era no. Ella no quería quedarse con él. ¿Y por qué iba a querer? Era un monstruo.


–Creía que querías casarte.


–Y es lo que quiero.


–¿Y por qué quieres casarte conmigo?


–Porque soy un bastardo y un posesivo. No quiero que nadie más pueda tenerte.


–¿Eso es todo?


Pedro sintió una fuerte presión en el pecho. No, por supuesto que eso no era todo, pero no sabía qué más había. 


No sabía cómo decirlo. No tenía suficiente valor.


No tenía valor suficiente para desear algo tanto una vez más y que se lo negaran.


Así que solo tenía una respuesta.


–No hay nada más.


Ella asintió.


–De acuerdo. Voy a recoger mis cosas. Y necesito que me organices la manera de volver a Nueva York.


–¿Eso es todo?


–Sí – dijo ella– . Si es todo lo que puedes decirme.


–No puedo darte nada más – dijo él, odiándose por estar mintiendo. Y por tener miedo de darle más. Sin embargo, no sabía cómo ser fuerte. Ni cómo enfrentarse a ello.


–Adiós, Pedro. Y, por favor, ponte en contacto conmigo para llegar a un acuerdo sobre la custodia.


–Estaré allí cuando des a luz – dijo él.


–De acuerdo – asintió ella.


–¿Eso es todo, entonces? – le parecía un final inadecuado para algo que había comenzado con tanta intensidad.


–En realidad no hay nada que finalizar. Solo un pequeño chantaje, ¿no?


–Supongo – no. Nunca se había tratado solo de un chantaje. 


Desde el primer momento en que la vio, había sentido algo por ella. Y cada vez se hacía más intenso.


Sin embargo, era incapaz de decírselo.


Se sentía otra vez como cuando era niño, invadido por la pena, por el miedo, incapaz de pronunciar las palabras que necesitaba decir de forma desesperada.


–Entonces, estaremos en contacto.


–Sí, estoy seguro de que será así.


Pedro permaneció allí, inmóvil como una piedra, mientras gritaba en silencio y observaba cómo Paula desaparecía de su vida.