viernes, 12 de enero de 2018

LA AMANTE DE LOS VIERNES: CAPITULO 6




El trabajo de Pedro se estaba resintiendo por culpa del juicio, en el que pasaba todas las mañanas. Cuando su secretaria le anunció que su hermano estaba allí, suspiró. La puerta se abrió y apareció Adrian, vestido con vaqueros y una chaqueta de cuero, muy relajado.


—Hace un día estupendo. ¿Por qué no haces novillos esta tarde y vamos a jugar al golf?


Pedro negó con la cabeza. En menos de una hora estaría en el hotel, desnudando a cierta rica heredera. Y le daba igual si luego tenía que trabajar todo el fin de semana para recuperar el tiempo perdido.


—Tengo una cita.


Adrian frunció el ceño y se sentó enfrente de su hermano.


—Cancélala.


—Si consigo ponerme al día esta noche, tal vez tenga tiempo mañana —respondió él señalando el montón de papeles que tenía delante.


Julieta, su secretaria, se asomó por la puerta.


—¿Queréis un café?


Adrian se volvió.


—Yo sí, gracias, Julieta.


La guapa morena se ruborizó y desapareció.


Pedro frunció el ceño. Su hermano era duro de roer, no era posible que no hubiese pillado la indirecta. Y lo último que necesitaba en esos momentos era que se dedicase a hacer de Casanova en su despacho.


—Deja de ligar con mi secretaria.


—¿Por qué? ¿Hay algo entre vosotros?


—Adrian, trabaja para mí.


—¿Y? Si trabajase para mí, me añadiría a la lista de sus tareas.


Pedro suspiró y se miró el reloj.


—Pensé que debías saber que, durante la comida, papá ha estado intentando convencerme para que me quede y te eche una mano.


Así que aquél era el verdadero motivo de su visita.


—No necesito ayuda —contestó Pedro.


—Ya lo sé. Te has ganado tu lugar a pulso, y no tengo intención de meterme en tu territorio.


—Ése es el problema, que no es mi territorio, ¿verdad?


Rogelio Alfonso deseaba que sus dos hijos dirigiesen su imperio cuando él se retirase. Por mucho que Adrian se resistiese, su padre seguía intentando convencerlo para que volviese de Londres. El contenido del testamento de su madre, que había fallecido el año anterior, había sorprendido a ambos hermanos y encantado a su padre. En vez de dejarle sus acciones a Pedro, como todo el mundo había esperado, le había dejado cuatro tonterías y la casa de la playa, y las acciones habían sido para Adrian. Consciente o inconscientemente, su madre había puesto en manos de su padre una buena arma para enfrentar a los hermanos. Para volver a posponer su jubilación y el nombramiento de Pedro como su sucesor.


—Papá estaba casi resignado, pero ahora… hará todo lo que esté en su mano para que trabajemos juntos.


—El testamento decía que no puedo venderte mis acciones, Pedro, pero sí puedo votar contigo. Dime lo que quieres que haga. Y recuerda que el viejo tendrá que retirarse antes o después, cumple setenta años el mes que viene.


—Desde que mamá falleció, no hay quien lo detenga —comentó Pedro mirando el periódico que tenía delante—. Si no fue a juicio contra Saul antes fue por la amistad que mamá tenía con Eleonora Chaves. Y está utilizando el juicio para posponer su jubilación —le dio la vuelta al periódico para que lo viese su hermano—. Si no es una cosa, es otra.
La enfermedad y posterior muerte de su madre, la presencia o ausencia de Adrian… todo eran excusas para posponer lo inevitable.


Adrian asintió, pensativo.


—Estoy seguro de que todavía tiene un as en la manga contra Saul. Durante la comida no ha querido contarme nada, pero eso quiere decir que está tramando algo.


—Yo he intentado convencerlo de que, cuando esté jubilado, podrá pasarse las veinticuatro horas del día pendiente de Saul Chaves, pero él está empeñado en enterrarlo antes de retirarse.


Pedro no era el único en pensar que su padre ganaría el juicio, pero tenía la desagradable sensación de que aquella pequeña victoria no lo tendría contento durante mucho tiempo.


Adrian leyó con interés el periódico. Había una nota a pie de página que decía que esa noche se celebraba la fiesta de cumpleaños de Paula Chaves, que había sido organizada por su padre. El periódico hablaba de un «ostentoso alarde de riqueza». Adrian golpeó el periódico.


—Ya te dije que la mejor manera de acabar con esa estúpida enemistad era consiguiendo que Paula Chaves se enamorase de ti. Parece ser que su padre es incapaz de negarle nada a la niña.


Antes de que Pedro pudiese contestar, Julieta entró en su despacho con una bandeja. La dejó encima del escritorio y levantó la cafetera. Adrian, acercándose a ella más de lo necesario, levantó su taza.


—¿Cuánto tiempo hace que trabajas para mi hermano, Julieta? Yo calculo que unos cinco años.


Julieta volvió a ruborizarse.


—Sí, esto creo… ¿no, Pedro? —preguntó mirándolo.


Pedro asintió, sorprendido por su malestar. Hacía años que conocía a Paula y su compostura era algo legendario.


—¿Te he comentado ya, Julieta, que mi hermano pequeño es un ligón, pero que no hay que tomárselo en serio?


Vio que a ella le temblaba la mano y que no separaba los ojos de la cafetera. ¿Le gustaría Adrian?


—¿Por qué no dejas esto y te vienes a trabajar conmigo a Londres? —sugirió éste a la secretaria.


Julieta siguió sin mirarlo mientras le daba un café a Pedro y se disculpaba por haber derramado un poco en el plato.


—Gracias —le dijo Pedro antes de que se marchase.


Luego, miró a su hermano.


—Ni se te ocurra, es demasiado buena para ti —le advirtió.


Adrian levantó las manos fingiendo inocencia.


—Si no te has fijado en ella es que trabajas demasiado.


—No quiero que la molestes. Es difícil encontrar una buena secretaria, y tú pronto te marcharás a Londres.


Adrian sacudió la cabeza, divertido.


—Eres la bomba, Pedro. Nunca se te ocurriría acostarte con tu secretaria, como tampoco intentarías tener nada con Paula Chaves por miedo a enfadar a papá. Mamá tenía razón, deberías vivir más la vida.


Aquello era un golpe bajo. Su hermano se refería a la carta que Melanie Alfonso le había dado a su abogado para Pedro. En ella, le decía que era un buen hijo, fuerte, ambicioso y leal, pero que tenía que aprender a vivir. Que tenía que desear algo prohibido. Luchar por el placer de luchar y divertirse un poco.


Pedro no tenía ni idea de qué quería decir su madre, pero tenía razón en que siempre hacía lo que se esperaba de él.


Después de que Adrian se hubiese marchado, Pedro se levantó y abrió la caja fuerte que tenía en su despacho. 


Dentro de ella había tres cajas con joyas que le había dejado su madre, regalos que le había hecho su padre a lo largo de los años. Un anillo con un diamante azul, un collar con cuatro diamantes azules en el centro y unos pendientes, también de diamantes azules.


Todas las joyas tenían sus certificados de autenticidad y Pedro sabía cuál era su valor. También sabía que su madre esperaba que se las regalase a la que un día fuese a convertirse en su esposa. Y Pedro siempre hacía lo que se esperaba de él, ¿no?


Miró el periódico que seguía encima de su escritorio. Seguro que su madre no habría esperado que le regalase los diamantes a Paula Chaves. Ni su hermano, tampoco. Y su padre lo desheredaría si se enteraba.


Pedro cerró la caja que contenía el anillo y volvió a dejarla en la caja fuerte. Se preguntó qué pensaría Paula si su amante de los viernes le regalaba un diamante. Se la imaginó mirándolo fijamente, con sus ojos azules repletos de incredulidad.


Cerró la caja del collar y se reprendió por haber pensando en cambiar la dinámica de su relación, una buena relación basada sólo en el sexo.


Tomó la caja en la que estaban los pendientes y fue a cerrarla, pero algo le hizo esperar y levantarla para poner la joya a la luz. Se preguntó si Paula se los pondría. Tal vez lo haría si se daba cuenta de que el azul era muy parecido al de sus ojos, en especial cuando ardía de deseo, como un rato antes en las escaleras.


Cerró la caja y se la metió en el bolsillo. Por una vez en su vida, iba a hacer algo irresponsable. No por ella, ni por nadie. Sólo por sí mismo.




LA AMANTE DE LOS VIERNES: CAPITULO 5




El viernes por la mañana, Paula se cruzó con Pedro en los pasillos del Tribunal Supremo. Él se detuvo cuando llegó a su lado. Dado que la sesión había empezado, no había casi nadie por allí.


—¿Nos vemos a las tres? —le preguntó en voz baja.


A ella se le aceleró el pulso, como le ocurría siempre que lo veía. Su presencia en la sala durante esa semana había hecho que lo desease todavía más.


Pero debían tener cuidado. No era sólo por el estrés al que estaba sometido el padre de Paula. Pedro era diferente. Y ella quería que fuese sólo suyo.


No había imaginado que la opinión pública se interesaría tanto por el caso, pero los periodistas y fotógrafos acudían todos los días. Muchos parecían más preocupados por lo que ella llevaba puesto y por su vida amorosa, que por lo que estaba ocurriendo en el juicio.


Pedro, hay muchos periodistas —respondió ella, también en voz baja—. ¿No crees que deberíamos dejar de vernos un tiempo, hasta que el juicio haya terminado?


El la miró a los ojos y a Paula se le aceleró el corazón, se le debilitaron las rodillas.


Pedro la llevó hacia las escaleras que tenían al lado. Ella mantuvo la cabeza agachada, consciente de que, si alguien le veía la cara, sabría lo que estaba pensando: que deseaba que la acariciase, que la besase. A poder ser, ambas cosas, y en ese preciso instante.


Él le hizo cruzar la puerta y luego la apoyó contra una pared. 


Apoyó las manos en ella, sin tocarla con el cuerpo.


Luego estudió su rostro con detenimiento antes de recorrer el resto de su cuerpo, acariciándola con la mirada. Paula agradeció estar apoyada en la pared.


—¿Quieres que dejemos de vernos? —le preguntó Pedro, acalorado, pero sin levantar la voz.


—No quiero —respondió ella—, pero tu reputación de banquero conservador y serio se vería mucho más perjudicada que la mía si nos pillasen.


—Me estoy volviendo loco, de verte ahí. Tan cerca, y sin poder tocarte.


A ella la cabeza empezó a darle vueltas, también quería tocarlo, y tenía pánico. Era la primera vez que Pedro hacía algo tan atrevido.


—Oh, Pedro, esto es peligroso.


—No te he tocado —murmuró él—. Todavía.


Ambos sabían que, si la tocaba, ella no ofrecería ninguna resistencia.


—Alguien podría aparecer por esa puerta en cualquier momento —le advirtió.


—Eso también forma parte del juego, ¿no? —comentó él.


Sus miradas se unieron. Era evidente que Pedro Alfonso, a pesar de ser serio y conservador, estaba tan enganchado a aquello como ella.


Paula se movió inquieta. Era una tortura, tenerlo tan cerca, verlo tan excitado, y no poder tocarlo.


Él puso la mano en su pelo y luego la bajó hasta la barbilla. 


Ella entreabrió los labios.


Pedro la miró fijamente y le acarició la mejilla con el dedo gordo.


—Estás muy guapa.


Aquello la sorprendió. También era nuevo. Por regla general, Pedro prefería demostrar sus sentimientos, no hablar de ellos.


Pedro miró su boca con deseo. Bajó el dedo pulgar y le acarició el labio inferior. Se acercó más. La estaba volviendo loca. ¿Qué más daba que los vieran? Puso los labios alrededor de su dedo, haciéndolo entrar en la boca. Pedro abrió mucho los ojos, y todavía más cuando ella le recorrió el dedo con la lengua.


Entonces, sacó el dedo muy despacio.


—¿Dejar de vernos? No va a ser posible. Nos vemos a las tres —sentenció antes de retroceder y volver a atravesar la puerta.


El aire fresco del pasillo la calmó un poco. Lejos de la fuerte presencia de Pedro, Paula se llevó la mano al estómago, que se le había encogido por los nervios. Aunque él estuviese dispuesto a arriesgarse, ella no quería avergonzar a su padre, mucho menos en un momento de tanta tensión.


No obstante, su mente y su cuerpo ardían de pasión. Estaba segura de que su cita de esa tarde sería todavía más intensa de lo habitual.



LA AMANTE DE LOS VIERNES: CAPITULO 4





—A ti te da igual —le instó en tono beligerante un hombre encorvado al que le temblaban las manos—. Te pagan para estar ahí sentada todo el día. Yo he tenido que tomarme la mañana libre y ahora parece ser que no van a recibirme.


—Lo siento, señor Hansen. Ha sido una mañana muy complicada —dijo Paula, intentando tranquilizarlo con una sonrisa comprensiva.


El hombre suspiró y volvió a su asiento en la abarrotada sala de espera.


Paula volvió a respirar. Todavía no era la hora de la comida y ya le dolía la cabeza debido a la tensión.


Se había presentado voluntaria para trabajar dos días enteros en la recepción en la Elpis Free Clinic, y a veces, a pesar de ser poco caritativo, le resultaba un tanto pesado tratar con personas enfermas. Pensando que no la veía nadie, hundió un momento la cabeza entre los brazos.


Detrás de ella, el reverendo Russ Parsons apoyó la mano en su hombro. Paula se incorporó.


—Debías haberle dicho que aquí no cobramos ninguno. Ni los médicos, ni las limpiadoras, ni el personal administrativo, ni nuestra guapa recepcionista.


Paula rió.


—¡Menuda recepcionista! Hay días que no tengo don de gentes.


—Lo importante es que lo intentes —comentó él tomando unos folletos de encima del mostrador y tendiéndoselos—. ¿Por qué no le das algo de información acerca de nuestros cursos?


Ella tomó los folletos y se reprendió por no haberlo pensado antes.


Además de la clínica gratuita, la Fundación Elpis, que ella había contribuido a crear un año antes, ayudaba a la parroquia de Russ a identificar familias con grandes problemas económicos. También daba varios cursos de autoayuda. Paula estaba muy orgullosa de los avances que habían realizado en tan poco tiempo, pero su falta de experiencia laboral evidenciaba en qué había empleado su tiempo hasta hacía poco.


—¿Todavía vamos a trabajar en el albergue este fin de semana? —le preguntó Russ antes de salir por la puerta.


Paula asintió con entusiasmo. Hacía poco tiempo que había comprado un viejo albergue en Marlborough Sounds, en la parte más alta de South Island. El albergue llevaba años sin funcionar y estaba en muy mal estado, pero con los voluntarios de la parroquia, esperaba adecentarlo para las familias del programa que nunca se iban de vacaciones.


—¿Cuántos van a venir? Es para comprar los billetes del ferry.


—Diez. Es el viernes por la tarde, ¿verdad? Yo tendré que volver en el último ferry del sábado, para estar el domingo en la parroquia.


¿El viernes por la tarde? A Paula le dio un vuelco el corazón. 


Negó con la cabeza y bajó la mirada, sintió que se ruborizaba.


—Lo siento, pero yo no podré ir hasta el sábado por la mañana —una cosa era la filantropía y otra quedarse sin ver a Pedro Alfonso, en especial, el día de su cumpleaños—. Mis padres están preparando algo para mi cumpleaños.


«Algo», para su padre, era una fiesta que costaba probablemente los ingresos anuales de cinco o seis de las personas que estaban en aquella sala de espera. No obstante, ese año, el de sus veintiséis cumpleaños, había convencido a Saul para que no se pasase.


—Puedes venir si te apetece —añadió, con la esperanza de que Ross declinase la invitación. Su padre no aprobaba el modo en que empleaba su tiempo y su dinero y temía que hiciese algún comentario inapropiado al reverendo.


Saul Chaves era un hombre de opiniones pasadas de moda e inflexibles, en especial en lo relativo a las mujeres, que debían ser protegidas y mimadas, pero no tomadas en serio en el mundo laboral.


—No me dejo la vida trabajando para que mi hija tenga que hacerlo también —solía comentar.


A pesar de que aquello la avergonzaba, se había pasado mucho tiempo, demasiado, aprovechándose de la situación, antes de darse cuenta de que era demasiado aburrido vivir como una princesa.


—Hablando de invitaciones —comentó Russ—. ¿No deberíamos estar dándole publicidad al baile benéfico y a la subasta que estás organizando? Sólo faltan un par de semanas.


Paula esperó antes de contestar, consciente de que el proyecto se apartaba de las actividades habituales que realizaba la parroquia para recoger fondos. La Fundación Elpis no era una organización religiosa.


—No es ese tipo de subastas, Russ. Es más… —intentó buscar la palabra adecuada. Si había algo que Paula conocía bien, era a la gente rica y las fiestas—… un acontecimiento. Será sólo con imitación y no habrá prensa.


Sabía cómo organizar un evento con clase, pero original al mismo tiempo, y había conseguido que aquél les saliese barato. Sólo tendría que pagar la orquesta, ya que el salón era gratis, por cortesía de un viejo conocido de su madre. 


Unos amigos habían accedido a correr con la iluminación y la decoración. Y había muchos «voluntarios» para trabajar de camareros, ya que la fiesta prometía merecer la pena. 


Todavía no estaba confirmado el champán, pero las cosas con el catering iban bien. Durante la noche llegaría un cargamento de pescado con patatas que sorprendería a los elegantes invitados por cortesía de un viejo galán cuya familia poseía una cadena de restaurantes de comida rápida. Paula era lo suficientemente conocida como para permitirse algo así.


—Todo está controlado —le aseguró a Russ—. Por el momento, me han confirmado su asistencia unas cien personas, y todavía queda tiempo.


Russ apretó los labios.


—Estoy seguro de que, si le damos publicidad, podríamos conseguir más.


—Russ, son cien personas con mucho dinero, son los que llevan las riendas del país. Confía en mí, a los ricos les gusta la discreción.


—¿Por eso no quieres tú poner tu nombre en ninguna de las buenas obras que haces?


Paula lo miró con dureza.


—A mí nadie me toma en serio. No quiero que nadie me asocie a la Fundación Elpis. Y ésa fue la principal condición cuando empezamos. Te aseguro que es lo mejor.


Famosa por ser famosa… Paula entró en la sala de espera decidida a conseguir caerle bien al señor Hansen. Los medios de comunicación se fijaban en ella, pero por los motivos equivocados, a pesar de que llevaba un año portándose bien. A los periodistas no les importaba escribir falsedades y su dedicación a los demás era algo demasiado serio, tenía que proteger a la fundación. Era su manera de redimirse.