jueves, 5 de noviembre de 2015

EL SABOR DEL AMOR: CAPITULO 13





El recuerdo de la voz de Pedro gritándole que la llamaría pronto, mientras la barca se alejaba de la costa, persiguió a Paula durante varias noches después de llegar a Londres. 


Por su tono, le había parecido que realmente él no había querido que se fuera.


Ella se había quedado contemplando su solitaria figura en la playa hasta que había desaparecido en la distancia. Le había dejado una extraña sensación de vacío en las entrañas, difícil de explicar.


Pero se había animado al saber que Philip había mejorado durante su ausencia. Y, cuando le había dado la noticia de la venta y de que el dinero estaba en su cuenta, su jefe se había mostrado aliviado y feliz.


En la tienda, se había dedicado a catalogar con meticulosidad las antigüedades y, luego, contactar con tratantes de arte y con casas de subastas que podían estar interesados en su compra. Su trabajo estaba a punto de terminar allí, algo que no había esperado hacía solo unos meses.


Una tarde, estaba hablando por teléfono cuando la campanilla de la entrada anunció la llegada de un cliente. 


Agradecida por la distracción, Paula fue a la puerta para ver quién era. Llevaba todo el día intentando convencer a un importante tratante de arte de París, conocido por su gusto exquisito, de que fuera en persona a la tienda para ver un chifonier que sabía que encajaría a la perfección para él. Le había asegurado que podía pagarle el viaje, pensando que a Pedro no le importaría, siempre que vendiera el artículo a buen precio.


En cuanto llegó a la planta baja y vio a Pedro parado allí, con los brazos cruzados sobre su ancho pecho y un impecable traje hecho a medida, Paula perdió su capacidad de habla.


–Se me ha ocurrido pasarme a saludarte y ver cómo va todo.


Él estaba actuando como si fuera la forma habitual en que hiciera las cosas… presentarse sin más, sin avisar, observó Paula. ¿No tenía una secretaria estirada que le hiciera esos encargos? Claro que sí. Había hablado con ella cuando había concertado la cita para ir a la isla. Y sí, le había sonado bastante antipática.


Aclarándose la garganta, se pasó la mano por el pelo. Desde que se había arreglado por la mañana, no se había mirado al espejo para comprobar su aspecto. Ni siquiera recordaba haberse puesto maquillaje. Se dijo que no debía preocuparse de lo que Pedro pensara de ella, pero lo cierto era que le preocupaba más de lo aconsejable.


–Supongo que quieres saber cómo van las ventas de antigüedades. Seguro que estás deseando tener el edificio vacío para poder empezar con la reforma.


Una inexplicable sonrisa se dibujó en los labios de él.


–Claro que me interesa saber cuántas antigüedades has vendido en mi nombre, pero esa no es la única razón de mi visita, Paula. He venido a ver cómo estabas.


–Sin duda, te preguntas si me he recuperado de la tormenta.
 Fue una experiencia que nunca olvidaré. Pero estoy viva y coleando… como puedes ver.


–No me refería a eso. No nos despedimos demasiado amistosamente, ¿recuerdas? Odio pensar que sigues enfadada conmigo.


–No lo estoy. Había mucha tensión por lo que había pasado, eso es todo.


–Bueno, te eché de menos cuando te fuiste. Al día siguiente, regresé a Londres, porque mi refugio me parecía muy solitario sin ti.


A Paula le dio un vuelco el corazón. ¿A qué estaba jugando él con aquellos comentarios?


–¿No sirven para eso los refugios? Creí que lo querías para estar en paz y disfrutar de tu soledad.


Pedro hizo una mueca y a ella le sorprendió percibir cierta tristeza en sus ojos azules.


–Nunca hay paz cuando estás a solas con tus pensamientos; al menos, es lo que a mí me pasa.


Su humana y sincera confesión volvió a tomar a Paula por sorpresa. La imagen de un hombre como Pedro, capaz de tener todo lo que se le antojara, no encajaba con la de alguien con sentimientos. Sin embargo, de alguna manera, ella había empezado a pensar que, bajo la superficie, había mucho más de lo que se decía de él en la prensa. Y, a pesar de que le daba miedo dejarse utilizar, reconoció para sus adentros que ansiaba conocerlo mejor.


–Sé lo que quieres decir. A veces, los pensamientos nos vuelven locos. Mira, iba a preparar té justo ahora. ¿Quieres uno? – lo invitó ella.


Pedro dejó de fruncir el ceño y esbozó una sonrisa sincera.


–Si pudiera ser café en vez de té, mucho mejor.


–Café, entonces. Nos los tomaremos en el despacho.


Pedro no pudo evitar recordar la última vez que había estado en el despacho de Philip Houghton. Se encogió al recordar cómo había terminado su reunión con Paula. ¿Cómo podía haberse imaginado, entonces, que esa mujer iba a sacudir su mundo como nunca nadie lo había hecho? Con sus mágicos ojos violetas y su tozudez a la hora de negarse a sus demandas, era distinta a todas las que había conocido antes.


El hecho de que no se mostrara impresionada por su riqueza ni por su poder, el que no estuviera dispuesta a sucumbir a sus encantos, la hacía todavía más deseable. ¿Cómo reaccionaría ella si le confesara que no había podido dejar de recordar su apasionado encuentro en la isla? Desde que la había besado, se había infiltrado en sus venas como una fiebre contagiosa que estaba a punto de volverlo loco.


Ni siquiera había podido concentrarse en el trabajo, algo inédito en él.


En ese momento, al verla sentada al otro lado de la mesa, le pareció que estaba un poco sonrojada. Tenía el pelo revuelto, como si se hubiera pasado los dedos por él por haber estado estresada… o preocupada. Él no tenía demasiadas ganas de sacar a Philip a colación, pero tenía que hacerlo, si quería conocer qué preocupaba a Paula.


–¿Cómo está el señor Houghton?


–Mejor de lo que yo esperaba.


–¿Está mejor?


–Sí. No se ha recuperado del todo, pero los médicos están satisfechos con sus progresos. Saber que no iba a tener más preocupaciones económicas le ha ayudado, sin duda.


–Me alegro. ¿Y tú, Paula?


–¿Qué quieres decir?


–Me da la sensación de que algo te inquieta. ¿Qué es?


Suspirando, ella se recostó en el respaldo del asiento.


–No es nada. Solo pienso que voy a tardar un poco en vender todas las antigüedades y que, mientras, necesito encontrar un nuevo empleo.


Era la oportunidad que Pedro había esperado. Sonriendo, le dio un sorbo a su café.


–No tienes que buscar un nuevo empleo. Ahora trabajas para mí, ¿recuerdas?


Ella abrió los ojos de par en par.


–Sé que vas a pagarme por vender las antigüedades, pero eso no es un empleo indefinido.


–No, no lo es. Pero seguro que puedo encontrar algo adecuado para ti en alguna de mis empresas.


–¿Como qué? – preguntó ella, sin dar crédito a lo que oía.


–Quizá algo relacionado con la administración. Supongo que tus habilidades organizativas son buenas, ¿verdad?


–Pero yo no soy administrativa. Soy experta en antigüedades.


Contrariada, Paula se cruzó de brazos. Posando los ojos en el contorno de sus pechos y en su fina cintura, Pedro sintió que su deseo de poseerla crecía de nuevo. No podría resistirse mucho más tiempo.


–En cualquier caso, no quiero que me encuentres un empleo – continuó ella, levantando la barbilla– . Puedo hacerlo sola.


–¿Sabes cuántos currículum llegan a mi mesa todos los días? – replicó él, frustrado, sin poder contener cierta irritación– . Más de cien. ¡La mayoría de las personas darían lo que fuera por poder trabajar para mí!


–Bueno, pues les deseo buena suerte, pero yo no soy una de ellas – insistió Paula. Después de darle un sorbo a su té, dejó la taza de porcelana con fuerza contra el plato.


Pedro no le pasó inadvertido que le temblaba la mano. Qué mujer tan obcecada, se dijo, deseando que relajara un poco sus defensas. Entonces, su mente le llevó a recordar el tacto de sus pechos y cómo se le habían endurecido los pezones nada más tocarlos.


Como impulsado por un resorte, Pedro se levantó y se acercó a ella para observarla más de cerca.


–Me gustaría liberarte de tu compromiso ahora mismo para que puedas buscar trabajo por ti misma, pero no puedo. Lo que puedo hacer es doblarte el sueldo para que no te preocupes en encontrar algo con demasiada urgencia. ¿Te facilitaría eso las cosas?


–No es solo por el dinero.


–¿No quieres vender las antigüedades para mí? ¿Es eso lo que quieres decir?


–Me resulta extraño.


–¿El qué?


–Llevo trabajando para Philip durante años… ¡y tú no eres él!


La tensión que se apoderó de ellos los tomó a ambos por sorpresa. Ella tenía la respiración entrecortada y se mordía el labio inferior, mientras que a él le galopaba el corazón en el pecho.


Estaba claro a qué se refería, reflexionó Pedro. Solo el pensar que tenía más aprecio a su viejo jefe que a él le hacía arder la sangre. Sabía que no tenía razón para estar celoso, pues ella solo sentía respeto y afecto hacia el anciano, pero no podía evitarlo.


–¿Sientes que no sea un viejo caballero inglés que no podría darte una sola noche de placer aunque lo intentara? – le espetó él, tomándola del brazo.


–Es lo más ridículo que he escuchado nunca – contestó ella, temblando– . Si lo conocieras, lo entenderías. Es el hombre más dulce y amable que he conocido y ya te he dicho que no siento ninguna atracción por él.


Pedro la oyó, pero estaba demasiado alterado para asimilar sus palabras. Estaba perdido en el mar incandescente de sus ojos violetas y en su suave perfume de mujer. Sin contemplaciones, acercó la boca y devoró sus labios de cereza.


En algún momento, saboreó sangre en los labios y no supo si era suya o de ella Pero, entonces, se dio cuenta de que ella lo estaba besando también con pasión y lo agarraba con fuerza, apretándolo contra su cuerpo. Al mismo tiempo, estaba emitiendo pequeños gemidos que delataban que lo deseaba tanto como él a ella.


Con la sangre agolpándosele en las venas, Pedro comprendió que las chispas que habían encendido juntos se habían convertido en un incendio. Solo había una salida para apagarlo… y era dejarlo arder.


Con un gemido, él apartó todos los objetos que había en la mesa y los tiró al suelo. Entrelazando su mirada con la de Paula, la colocó sobre el escritorio de caoba con toda la delicadeza de que fue capaz.


Mientras, ella le estaba quitando la chaqueta y abriéndole la camisa para poder tocarlo. Cuando le acarició el pecho, Pedro sintió una irresistible combinación de cielo e infierno. Cielo porque estar junto a ella de esa manera superaba todos sus sueños de placer e infierno porque estaba tan excitado que le dolía.


Capturando la boca de ella con un profundo beso, alargó la mano hacia sus braguitas. Con urgencia, le deslizó la pequeña prenda de seda hasta medio muslo y se bajó la cremallera de los pantalones. No podía esperar más para estar dentro de ella.


Cuando Paula lo rodeó con sus piernas, él no necesitó más invitación. La penetró con su miembro inflamado, hasta lo más hondo de su húmedo interior. Los dos se quedaron quietos un momento, maravillados por el éxtasis de su unión. 


Incapaz de articular pensamiento alguno, él la penetró con más profundidad, mientras le levantaba la blusa y el sujetador y se introducía uno de sus dulces pezones en la boca.


Ya se había hecho adicto a su sabor, el más delicioso de los néctares. Desde su primer encuentro, Pedro había comprendido que no iba a ser fácil de olvidar.


Dejando escapar un sensual gemido, Paula se quedó paralizada de pronto.


Cuando Pedro levantó la cabeza para mirarla, vio que parecía perpleja. Una lágrima bañaba sus ojos incandescentes. Él no se detuvo a preguntarse qué podía hacerle llorar en un momento tan placentero, pues estaba a punto de llegar al momento del clímax de su sensual viaje.


Al instante siguiente, el cuerpo de Pedro vibró con la potencia del orgasmo. Con un poderoso sonido gutural, apoyó la cabeza en el pecho de Paula.


Justo cuando iba a preguntarle a ella si estaba bien y pensaba decirle lo guapa que era, el sonido de la campanilla de la entrada hizo que ambos se quedaran paralizados.


–Debe de ser un cliente – dijo ella con voz ronca, apartándose de él.


Maldiciendo para sus adentros, Pedro se levantó y se arregló la ropa. Sonrojada, ella le lanzó una mirada nerviosa, mientras se colocaba la falda y la blusa. Atusándose el pelo, se dirigió a la puerta.


–Por esa puerta, hay un baño donde puedes refrescarte – indicó ella– . Le diré a quienquiera que sea que es tarde y la tienda está cerrada.


–Buena idea – murmuró él.


Cuando se quedó a solas, Pedro volvió a maldecir. No porque les hubieran interrumpido, sino porque en brazos de una pasión arrebatadora se le había olvidado usar protección.


El inesperado visitante resultó ser un cartero muy insistente y amistoso, que en una ocasión se había presentado como Bill. Estaba haciendo una entrega de última hora, le explicó a Paula.


A ella no solía molestarle charlar con él de vez en cuando, pero, en esa ocasión, no podía entretenerse.


No, cuando Pedro estaba en su despacho, esperándola.


Todavía le daba vueltas la cabeza por la explosión de pasión que acababa de vivir. Le dolía todo el cuerpo y estaba segura de que tendría un par de moratones. ¡Habían hecho el amor en la mesa del despacho! ¿Acaso se había vuelto loca?


Por una parte, le sorprendía su propio comportamiento. 


Pero, por otra, no se arrepentía. De hecho, se sentía libre y más viva que nunca. Había dejado atrás sus prejuicios y una concienzuda educación moralista para actuar según le había dictado el momento. Era una sensación excitante.


Y, aunque todavía le costaba confiar en Pedro, tenía que admitir que él era el responsable de su liberación. En sus brazos, se sentía como si todo fuera posible.


Bill le entregó un montón de cartas mientras seguía charlando animadamente.


–Por cierto, ¿has visto ese Mercedes de lujo en el aparcamiento? Debe de ser de uno de tus clientes ricos. ¿Tienes idea de quién es?


Paula se sonrojó.


–No. Debe de ser de alguien del banco de enfrente. Pero gracias por el correo. Ahora tengo que irme. Voy a cerrar pronto.


–Tienes una cita, ¿a que sí? – preguntó el cartero con un guiño.


Sin responder, Paula le abrió la puerta, invitándolo a marcharse.


–De acuerdo, tesoro, ¡he pillado la indirecta! ¡Hasta pronto!


Con un suspiro de alivio, ella cerró con cerrojo y puso el letrero de Cerrado. Luego, se recolocó la falda otra vez y se preparó para regresar al despacho, con el hombre que no había titubeado en hacerle el amor de nuevo.





EL SABOR DEL AMOR: CAPITULO 12





Paula notó que Pedro se ponía tenso en cuanto le dijo que podía aprovecharse de sus palabras. Ella no lo había dicho con ninguna segunda intención, solo había sido una broma. 


Sin embargo, después de levantarse y vestirse, sintió que la tensión no había hecho más que crecer.


Mientras lo seguía al salón, se dijo que no se podía creer lo que acababa de pasarles. Lo único que sabía era que se sentía más viva que en muchos años. Hacer el amor con él había sido una experiencia maravillosa, pero era mejor que volviera a poner los pies en la tierra y recordara lo que la había llevado hasta allí.


Con su altura y sus anchos hombros, vestido con una camisa blanca impecable y pantalones un poco arrugados después de lo que acababan de hacer, Pedro la intimidaba un poco. Paula intuyó que no iba a ser tan complaciente como hacía unos minutos, en la cama. Era obvio que había tomado una decisión respecto a la tienda de antigüedades y, tal vez, no fuera la que ella esperaba.


De pronto, a Paula se le encogió el estómago. ¿Cómo podría decirle a Philip que había fracasado en su misión, si Pedro se negaba a comprar?


Podía imaginarse la decepción y la tristeza de los ojos de su jefe, aunque sabía de antemano que Philip nunca le echaría nada en cara y la tranquilizaría diciéndole que pronto iban a encontrar otro comprador.


Con la cabeza dándole vueltas, invadida por los más oscuros pensamientos, Paula se fijó en lo austera y vacía que era aquella habitación pintada de blanco. Sí, tenía unas vistas magníficas, pero le faltaba calidez, personalidad.


–Es una pena que no te gusten las antigüedades o, por lo menos, las pinturas bonitas – comentó ella– . Con la decoración adecuada, este salón tendría un aspecto más hogareño y acogedor.


Pedro se giró de golpe y arqueó las cejas.


–Pero este no es mi hogar. Es mi retiro. No necesito antigüedades ni cuadros para embellecerlo. Además, nadie más lo va a ver aparte de mí.


Después del momento de intimidad que acababan de compartir, Paula se sintió un poco desinflada por su frialdad. 


Pero insistió.
–Puede ser. Pero ¿qué tiene de malo que tú disfrutes de una casa más bonita? ¿No te gustaría que tu refugio fuera por dentro tan maravilloso como por fuera?


–Te equivocas. Este sitio me sirve para un propósito, eso es todo. No me interesa disfrutar de su decoración.


Su tono era un poco despreciativo, por no mencionar que parecía molesto ante la sugerencia de Paula.


–No soy tan amante de la belleza como tú, Paula. Soy práctico y pragmático.


–Aun así, es importante para ti llevar bonitos trajes hechos a medida, los mejores zapatos de diseño italiano y la más delicada colonia francesa, ¿verdad?


Nada más pronunciar las palabras, a Paula se le aceleró el pulso y se sonrojó. Le avergonzaba que Pedro se diera cuenta de que se había fijado en esas cosas.


Él esbozó una sensual sonrisa llena de picardía.


–Tienes razón. Admito que es importante para mí dar buena imagen. Y me gusta llevar las mejores ropas que se pueden comprar con dinero. Lo mismo me pasa con mi vida personal. Aprecio las curvas de una mujer bonita, la forma en que sonríe, el brillo de dos espléndidos ojos violetas…


Estaba hablando de ella, se dijo Paula con el corazón más acelerado todavía. La irresistible atracción que los había llevado a consumar su deseo no habría tenido lugar en circunstancias normales. Solo se debía a que habían estado solos en un lugar remoto y surrealista, con nada más que el mar y las rocas para hacerles compañía. Si a eso añadía su miedo a los relámpagos y la preocupación que él parecía haber demostrado por ella…


Entonces, un molesto pensamiento la asaltó. ¿Y si su preocupación había sido solo fingida y lo único que había querido había sido un trofeo más para su ego? Al fin y al cabo, Pedro se enorgullecía de conseguir todo lo que quería, ¿no? Sin embargo, no podía entender por qué él se había comportado como si no hubiera podido resistirse a ella. No tenía sentido. Nada tenía sentido con aquel hombre.


Cruzándose de brazos, Paula no apartó la mirada. Había ido allí solo una razón y debía concentrarse en eso. Tenía que lograr que él firmara los documentos.


–Bueno, cambiando de tema, ¿has tomado una decisión sobre la tienda de antigüedades?


Una enigmática sonrisa iluminó la cara de Pedro. Ella se quedó sin respiración y, sin poder controlarlo, su cuerpo subió de temperatura al recordar lo que acababan de hacer en la cama.


Sus cumplidos sugerían que la consideraba hermosa, una idea que la llenaba de excitación. La irresistible atracción que sentía por él estaba librando un cruento combate en su cabeza con lo que ella creía correcto y prudente.


–¿Y bien? Tendrás que darme una respuesta cuanto antes, porque tengo que tomar mi barco – insistió ella con voz un poco temblorosa.


–¿Ah, sí?


Pedro se acercó un poco más, envolviéndola con su aroma francés.


–¿Qué quieres decir? ¿Cómo, si no, voy a salir de esta isla y volver a casa?


–Quiero decir que no tienes por qué irte hoy.


Paula abrió los ojos de par en par.


–¿Por qué? ¿Hay alguna razón por la que no debiera irme hoy?


Pedro la estaba haciendo arder con su mirada.


–Sí. Quiero que te quedes para que podamos conocernos mejor.


–¿Por qué crees que yo…?


Antes de que pudiera terminar la frase, Pedro la besó con pasión y, enseguida, ambos quedaron envueltos en el seductor fuego de lo prohibido.


Con un gemido de impotencia, Paula se rindió a él. Nunca se había sentido tan indefensa, presa de un deseo tan arrollador.


La noche anterior, los relámpagos la habían aterrorizado, iluminando su habitación como titánicos fuegos artificiales. 


Aun así, había tenido más miedo todavía de llamar a la puerta de Pedro, por lo que podía haber pasado. Pero, por la mañana, sus temores se habían hecho realidad.


Él le estaba acariciando la espalda. Sus dedos la incendiaban y la derretían allí donde la tocaban. A continuación, la tomó de la cintura y la apretó contra su cuerpo para demostrarle la fuerza de su erección.


Los besos de ese hombre eran tan eróticos y seductores que fácilmente podría una mujer hacerse adicta a ellos, pensó Paula.


Sin dejar de besarla, él le levantó la blusa. Se la sacó por la cabeza y la dejó caer al suelo. Cuando deslizó la mano bajo su sujetador blanco de algodón para acariciarle un pecho, tocándole el pezón con suavidad, ella gimió sin remedio. 


Luego, continuó besándola como si nunca pudiera saciarse de su boca.


Era tan agradable sentirse deseada…, pensó ella.


Su anterior y único novio, Joel Harding, había sido un joven broker de veinticuatro años. Ella había perdido la virginidad con él a los dieciocho. Al principio, había sido considerado y amable y le había jurado que la amaba. Pero, con el tiempo, se había volcado más y más en su trabajo y había ido dejando de lado su relación.


Joel había calmado sus protestas diciéndole que trabajaba por ella, que quería construir un futuro para los dos. Pero Paula había empezado a sospechar que no era cierto. Una noche, había olido el perfume de otra mujer en su camisa y, cuando le había preguntado, él había admitido que había tenido una aventura… y más de una.


Dolida por que el hombre que le había jurado amor eterno la hubiera engañado de esa forma, Paula había aprendido la lección. Había aprendido que los hombres podían decir cualquier mentira para conseguir lo que querían, sin importarles a quién hirieran para lograrlo. Con el corazón destrozado, ella había roto su relación. Y, en vez de mostrar sorpresa o de protestar, Joel solo había parecido aliviado.


Después de aquella dolorosa experiencia, Paula se había jurado a sí misma centrarse en su carrera y no había vuelto a salir con nadie.


Sin embargo, allí estaba, en los brazos de un experimentado seductor. Y se hubiera rendido a él por segunda vez, si no la hubiera mirado con la sonrisa de un gato que acabara de cazar a su presa.


Una ensordecedora alarma de peligro sonó dentro de Paula. 


De pronto, recordó de golpe quién era Pedro Alfonso. Era un hombre de negocios que no tenía reparos en ir a por lo que quería, y estaba a punto de añadir el cuerpo de ella a su lista de conquistas, solo para alimentar su ego.


Con la respiración entrecortada, Paula le apartó y se tambaleó hacia atrás para recoger la blusa del suelo. 


Deprisa, se la puso y se frotó los labios con la mano con gesto de disgusto.


Pedro movió la cabeza, perplejo y decepcionado.


Paula estaba deseando que llegara su barca para irse. 


Cuanto antes, mejor. Sin embargo, todavía no habían zanjado el tema de la tienda de antigüedades.


–No has respondido a mi pregunta. ¿Sigues queriendo comprar? Si la respuesta es sí, es mejor que firmes cuanto antes para que pueda irme.


Ella se quedó a la expectativa, insegura sobre cómo reaccionaría Pedro. Le asombró lo poco que sabía de aquel hombre que se había construido un santuario privado en una isla escocesa.


–¿Por qué te has apartado de mis brazos? No me digas que no te gustaba, porque sería mentira. ¿O es que disfrutas provocando a los hombres?


–Yo no te he provocado. Ya he metido bastante la pata al irme a la cama contigo. Me he apartado porque me he dado cuenta de lo que estaba haciendo. Tienes fama de tomar lo que quieres sin importarte las consecuencias, y no he venido aquí para acabar siendo otra de tus conquistas. Aunque puedes llamarme hipócrita por cómo me he comportado hace un momento, por suerte, ahora he recuperado la cordura. Así que olvidemos lo de antes y centrémonos en los negocios, ¿de acuerdo?


Lanzando una rápida mirada a su reloj, Paula tragó saliva. 


Aunque tenía la intención de mostrarse fuerte, por dentro estaba temblando.


–Me queda una hora para bajar a la costa a tomar la barca.


Pedro se quedó inmóvil, observándola con ojos vacuos.


–Bueno, Paula… Parece que te he juzgado mal. Pensé que eras distinta de toda esa gente que se cree a pies juntillas lo que la prensa dice de mí, sobre mi reputación, pero ya veo que me equivoqué.


De pronto, ella se sintió mareada y dudó de sí misma. ¿Se estaría dejando llevar por sus prejuicios?


–¿De verdad dudabas que firmaría los papeles de compra? Todavía quiero ese edificio. Solo esperaba persuadirte de pasar más tiempo conmigo.


Paula no sabía qué pensar. ¿Quería que pasara más tiempo con él porque, como había dicho, deseaba conocerla mejor? ¿O era solo porque quería aprovechar la oportunidad de tener sexo fácil? Era difícil confiar en Pedro, sobre todo, cuando su única experiencia sentimental anterior había sido un fracaso.


Él sonrió, pero fue una sonrisa teñida de amargura. Sus ojos ya no brillaban con calidez.


–Me queda claro que no quieres quedarte. Sígueme a mi despacho, vamos a firmar los papeles.


Acto seguido, Pedro echó a andar por el pasillo con grandes zancadas. En otra habitación blanca y sin ninguna decoración, se sentó en un sillón de cuero, delante de un elegante escritorio, y sacó los documentos. En silencio, tomó la pluma de oro que había sobre la mesa.


–Puedes sentarte, si quieres – le indicó él a Paula.


Todavía conmocionada por haberle escuchado decir que quería que se hubiera quedado un poco más, ella se sentó en el sillón opuesto. Podía sentir el sabor de sus suaves labios sobre la boca… y tuvo ganas de llorar porque, cuando se fuera de aquella isla remota, no volvería a disfrutar de esos placeres nunca más.


–Falta un pequeño detalle, antes de firmar – señaló él.


A Paula le dio un vuelco el corazón.


–¿Cuál?


–Quiero que aceptes ocuparte de vender las antigüedades.
Te pagaré por ello. Ya te he dicho que no las quiero, pero eso no significa que vaya a tirarlas. Entiendo que algunas de ellas son muy caras, por el precio que he pagado. Tú conoces el mercado y sé que no las venderás a precio de ganga. ¿Estás de acuerdo?


¿Cómo podía Paula negarse, cuando Philip necesitaba cada céntimo para pagar a los médicos? Lo único que le inquietaba era que eso significaría seguir en contacto con Pedro.


–Sabes que no puedo negarme – contestó ella, enderezándose en su asiento– . Pero también quiero que sepas que hago esto solo por Philip. Si no fuera por él, me negaría. No debería haberme acostado contigo.


Cuando estaban en la cama y ella le había dicho que se aprovecharía de su promesa de darle todo lo que quisiera, Pedro había temido que fuera como el resto de las mujeres que había conocido, una simple cazafortunas. Pero, en ese momento, sus palabras y el tono de arrepentimiento con que habló le llegaron al alma.


Era la primera vez que una mujer estaba deseando alejarse de él. Por lo general, lo único que experimentaba cuando terminaba una relación era alivio. Pero, ante esos preciosos ojos violetas y esa mujer que le hacía arder como nadie lo había conseguido antes, se sentía embrujado. Por eso, no pensaba ponérselo fácil ni dejarla marchar así como así.


–Bien. Entonces, es mejor que firme ya, ¿verdad? Y tú tendrás que firmar también.


Después de terminar con el papeleo, Pedro metió los documentos en un cajón.


–Me aseguraré de transferir el dinero a la cuenta de tu jefe en cuanto te vayas.


–¿Significa eso que puedo verificarlo cuando haya llegado a Londres?


–Puedo ser muchas cosas que no te gustan, Paula – reconoció él con un suspiro– . Pero nunca miento acerca del dinero. Tengo lo que quería y no voy a retrasarme en pagar lo que debo. Un trato es un trato.


Los dos se pusieron en pie.


–La barca está a punto de llegar. ¿Por qué no vas a por tu bolsa de viaje? Te acompañaré al embarcadero.


De forma inexplicable, las mejillas de su invitada se sonrosaron. ¿Quizá había cambiado de idea respecto a irse?, se preguntó él.


–No será necesario – le espetó ella con frialdad– . Puedo ir sola.


–Maldición, mujer. Lo hago para quedarme tranquilo. Quiero asegurarme de que llegas bien. Habrá un coche esperándote en el otro lado, como te prometí. Te llevará al aeropuerto y, cuando aterrices, otro te llevará a tu casa.


–Voy a ir al hospital primero, a ver a Philip.


–Claro – repuso él, sin poder evitar sentirse celoso por que ella tuviera tanta consideración hacia el otro hombre– . Nos vemos en la puerta. Ve a por tu bolsa.


El viento soplaba con fuerza mientras iban colina abajo. El mar estaba agitado y el olor de la tormenta todavía impregnaba el aire.


Pedro deseó que las condiciones meteorológicas impidieran a Ramon llegar hasta allí. Sin embargo, se dio cuenta de que, aunque el barquero pudiera presentarse en la isla, eso no era garantía de que regresaran sanos y salvos al otro lado.


No quería que Paula se fuera, reconoció para sus adentros. 


Si le pasaba algo, nunca se lo perdonaría a sí mismo.


–El mar parece más revuelto de lo habitual – comentó él, deteniéndose un momento para mirar a los ojos a su acompañante.


Con gesto de impaciencia, Paula frunció el ceño.


–Debe de ser por la tormenta. Estoy segura de que todo irá bien. Ramon parece un marino experimentado.


–Hasta los más experimentados tienen que enfrentarse a la naturaleza impredecible del océano – señaló él con tono seco– . ¿Por qué no volvemos a la casa? Intentaré contactar con él para que vuelva a por ti mañana. El tiempo mejorará para entonces.


–No.


Agitada y furiosa, con el pelo revuelto por el viento, Paula se giró y siguió bajando la escarpada colina con la bolsa de viaje al hombro. No le había dejado a Pedro que se la llevara.


–¡Cuanto antes me vaya de aquí, mejor!


Demasiado preocupado por su seguridad para dejarla ir sola, Pedro la alcanzó en un momento.


–No me había dado cuenta de lo tozuda que eres – murmuró él.


–Si te refieres a que hago lo que quiero y no dejo que nadie me mande, sí, soy tozuda – replicó ella con una sonrisa de satisfacción, antes de seguir su camino hacia el embarcadero.


Al llegar, se quedó mirando al mar con gesto desafiante, como si la barca de Ramon fuera a aparecer en el horizonte solo porque ella así lo quería.